Jo Nesbø
EL REINO
PRÓLOGO
Era el día que murió Dog. Yo tenía dieciséis años, Carl quince. Unos días antes papá nos había enseñado el cuchillo de caza con el que lo maté. Tenía una hoja ancha que brillaba al sol y unas ranuras a los lados. Papá nos explicó que las ranuras servían para desviar la sangre cuando descuartizas la presa. Solo con oír eso Carl se puso pálido y papá preguntó si iba a vomitar en el coche otra vez. Creo que por ese motivo Carl se propuso matar de un disparo lo que fuera, cualquier cosa, y si hacía falta descuartizarlo, convertirlo en trocitos de mierda.
–Después lo freiré y nos lo comeremos –dijo frente al granero, yo con la cabeza metida en el motor del Cadillac DeVille de papá–. Él, mamá, tú y yo. ¿Vale?
–Vale –dije mientras giraba la tapa del distribuidor para encontrar el contacto. –Y también le daré algo a Dog –dijo–. Habrá suficiente para todos.
–Por supuesto –dije. Papá siempre decía que le había puesto Dog porque en ese momento no se le ocurrió otra cosa. Pero yo creo que le encantaba ese nombre. Era como él, que nunca decía más que lo imprescindible y era tan americano que solo podía ser noruego. Quería mucho a ese animal. Sospecho que apreciaba más su compañía que la de cualquier ser humano.
Puede que nuestra granja en la montaña no sea gran cosa, pero tiene vistas y pastos, lo que bastaba para que papá lo llamara su reino. Un día tras otro, desde mi puesto permanentemente inclinado sobre el Cadillac, veía a Carl alejándose con el perro de papá, la escopeta de perdigones de papá y su cuchillo. Veía cómo se transformaban en dos puntitos sobre la montaña desnuda. Pero nunca oía ningún disparo. De vuelta a la granja Carl siempre decía que no había pájaros, y yo me callaba, a pesar de que había visto una bandada de perdices detrás de otra levantando el vuelo desde la ladera e indicándome más o menos dónde se encontraban Carl y Dog. Entonces llegó el día en que por fin se oyeron disparos. Di tal respingo que me golpeé la cabeza con el capó. Me limpié el aceite de los dedos y miré hacia la ladera cubierta de brezo mientras el sonido seguía reverberando como un trueno sobre el pueblo que había junto al lago Budalsvannet. Diez minutos después Carl llegó corriendo a la granja y, cuando calculó que estaba lo bastante cerca para que papá o mamá pudieran verlo desde la casa principal, redujo la velocidad. Dog no iba con él. Tampoco llevaba la escopeta. Supongo que ya entonces comprendí más o menos lo que había pasado y salí a su encuentro. Al verme se dio media vuelta y desanduvo sus pasos lentamente. Cuando le di alcance vi que tenía las mejillas llenas de lágrimas.
–Lo he intentado –dijo entre sollozos–. Han levantado el vuelo, eran muchas y he apuntado, pero no he sido capaz. Quería que oyerais que al menos lo había intentado, pero he bajado la escopeta y he apretado el gatillo. Y cuando los pájaros han desaparecido y he mirado, he visto a Dog tendido en el suelo.
–¿Muerto? –pregunté.
–No –dijo Carl, y se echó a llorar desconsoladamente–. Pero… se está muriendo. Sangra por la boca y tiene los ojos destrozados. Está tirado en el suelo gimiendo y temblando.
–Corre –dije. Corrimos. Al cabo de unos minutos vi algo que se movía entre el brezo. Era una cola, la cola de Dog, que nos había olido. Lo observamos desde arriba. Los ojos del perro parecían dos yemas de huevo rotas.
–No hay nada que hacer –dije, y no porque yo sea un veterinario experimentado como cualquier vaquero de las películas del Oeste, sino porque, si ocurría un milagro y Dog sobrevivía, la vida de un perro de caza ciego no valía la pena–. Tienes que pegarle un tiro.
–¿Yo? –exclamó Carl, como si no se creyera que yo hubiera siquiera propuesto que él, Carl, le quitara la vida a lo que fuera. Le miré. Miré a mi hermano pequeño.
–Dame el cuchillo –dije. Me pasó el cuchillo de caza de nuestro padre. Le puse una mano encima de la cabeza a Dog, que me lamió el antebrazo. Lo cogí por la piel del pescuezo y le corté el cuello con la otra. Pero fui demasiado cauto. No pasó nada, Dog solo se retorció. No llegué al fondo hasta el tercer intento y fue como cuando cortas el cartón de un zumo demasiado abajo, la sangre pareció derramarse como si hubiera estado esperando a que la liberaran.
–Así –dije dejando caer el cuchillo en el brezo. Vi la sangre en las ranuras y me pregunté si el chorro de sangre me habría salpicado la cara, porque sentí que algo caliente se deslizaba por mi mejilla.
–Estás llorando –dijo Carl.
–No se lo digas a papá.
–¿Que has llorado? –Que no has sido capaz de sacrificar… que no lo has sacrificado. Diremos que yo tomé la decisión, pero que lo has hecho tú. ¿De acuerdo?
Carl asintió.
–De acuerdo.
Me cargué el cuerpo del perro al hombro. Pesaba más de lo que parecía y se me escurría. Carl se ofreció a llevarlo, pero cuando le dije que no lo noté aliviado. Dejé a Dog ante la rampa del granero, entré en la casa y busqué a papá. Le di la explicación que habíamos acordado mientras volvíamos. No dijo nada, se limitó a ponerse en cuclillas delante de su perro y asintió con la cabeza como si de alguna manera hubiera esperado que ocurriera algo así, como si fuera culpa suya. Luego se puso en pie, le quitó la escopeta a Carl y se colocó el cuerpo de Dog bajo el brazo.
–Vamos –dijo subiendo la rampa del granero. Puso a Dog en un lecho de paja y esta vez se arrodilló, agachó la cabeza y murmuró unas palabras, creo que uno de esos salmos americanos que se sabía. Observé a mi padre, un hombre al que había visto durante toda mi corta vida, pero nunca así. Destrozado. Cuando se volvió hacia nosotros, seguía estando pálido, pero ya no le temblaban los labios y su mirada reflejaba la serena determinación de siempre.
–Ahora nos toca a nosotros –dijo. Y así fue. A pesar de que papá nunca nos había pegado, me pareció que Carl se encogía a mi lado. Papá acarició el cañón de la escopeta.
–¿Quién de vosotros fue el que… –dijo y, mientras buscaba las palabras, acariciaba la escopeta una y otra vez– le clavó el cuchillo a mi perro? Carl pestañeó una y otra vez como si estuviera aterrorizado. Abrió la boca.
–Fue Carl –repliqué–. Pero fue a mí a quien se le ocurrió que había que hacerlo y que debía ocuparse él.
–¿Ah, sí? –Papá miró a Carl y después a mí otra vez–. ¿Sabéis una cosa? Mi corazón está llorando. Llora y solo me queda un consuelo. ¿Sabéis cuál es?
Nos quedamos callados, porque cuando papá hablaba así no debíamos responder.
–Que tengo dos hijos que hoy han demostrado ser unos hombres. Que han asumido responsabilidades y tomado decisiones. ¿Sabéis en qué consiste el tormento de elegir? Lo que te angustia es el hecho de elegir, no la decisión que acabes tomando. El saber que, elijas lo que elijas, pasarás noches en vela torturándote con la duda de si hiciste lo correcto. Podríais haber huido de esta elección, pero hicisteis frente a una decisión dolorosa. Dejar que Dog viviera y sufriera, o dejar que Dog muriera y ser sus asesinos. Hace falta mucho valor para no escaquearse cuando uno se encuentra ante una situación como esta. Tendió sus grandes manos. Una se posó en mi hombro, la otra en el de Carl, un poco más arriba. Cuando volvió a hablar, el timbre de su voz me recordó a Armand, el predicador.
–Lo que diferencia a los hombres de las bestias es la capacidad de no elegir el camino más fácil, sino el de moral más elevada.
–Volvía a tener los ojos velados por las lágrimas–. Soy un hombre hundido, pero estoy muy orgulloso de vosotros, chicos. No solo era el discurso más intenso, sino también el más largo y coherente que había escuchado en boca de mi padre. Carl se echó a llorar, y la verdad es que yo mismo tenía un puto nudo en la garganta.
–Ahora vamos a contárselo a mamá. La idea no podía espantarnos más. Mamá tenía que darse un largo paseo cada vez que papá iba a sacrificar una cabra, y regresaba con los ojos enrojecidos. De camino hacia la casa papá se rezagó un poco para hablar conmigo en un aparte.
–Antes de que ella oiga tu versión de los hechos, será mejor que te laves las manos más a fondo –dijo.
Levanté la vista, preparado para lo que pudiera venir, pero en su rostro solo vi calma y cansada resignación. Luego me acarició la nuca. Que yo recordara, nunca antes lo había hecho. Y nunca volvió a hacerlo.
–Tú y yo somos iguales, Roy. Somos más duros que la gente como mamá y Carl. Así que tenemos que cuidar de ellos. Siempre. ¿Lo entiendes?
–Sí.
–Somos una familia. Nos tenemos los unos a los otros, a nadie más. Amigos, novias, vecinos, gente del pueblo, el Estado. Todos son una ilusión y no valen una mierda el día que de verdad los pones a prueba. Entonces somos nosotros contra ellos, Roy. Nosotros contra todos los demás. ¿Vale?
–Vale.
Jo Nesbø
El reino
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