Lucia Berlin
TIEMPO DE CEREZOS EN FLOR
A la mañana siguiente se quedó despierta en la cama, con dolor de cabeza. Esperó a que él dijera «Buenos días, mi sol», y lo dijo. Cuando se marchó esperó a que la besara y se despidiera con un «No hagas nada que yo no haría», y así fue.
De camino a Washington Square pensó que un niño se iba a caer del tobogán y se cortaría el labio. Más tarde, en el parque, Matt se cayó del columpio y se cortó el labio. Cassandra apretó el corte con un clínex, se contuvo para no echarse a llorar también. ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué más quiero? Dios, déjame ver las cosas buenas... Se obligó a mirar alrededor, a salir de sí misma, y de pronto vio que los cerezos estaban en flor. Habían ido brotando poco a poco, pero ese día estaban espléndidos. Entonces, como si fuera porque había visto los árboles, la fuente se encendió. ¡Mira, mamá!, gritó Matt, y echó a correr. Todos los niños y sus madres fueron corriendo hasta la fuente centelleante. El cartero pasó de largo como de costumbre. No pareció advertir que estaba encendida, el agua lo salpicó. Un/dos. Un/dos.
Cassandra llevó a Matt a casa para la siesta. A veces ella se dormía también, pero generalmente cosía o trajinaba en la cocina. Le encantaba ese momento perezoso del día cuando el gato bostezaba y los autobuses pasaban surcando la calle, cuando los teléfonos sonaban sin parar. La máquina de coser zumbaba como las moscas en verano.
Pero esa tarde el sol se reflejaba en el cromo de la cocina, la aguja de la máquina se rompió. De la calle llegaban frenazos, chirridos. Los cubiertos tintineaban en el escurridor, un cuchillo rechinó contra el esmalte. Cassandra troceaba perejil.
Un/dos.
Matt se despertó. Le lavó la cara, con cuidado de no rozarle el labio. Tomaron batidos, esperaron con bigotes de chocolate a que David volviera a casa, a que llamara tres veces al interfono.
Cassandra deseó poder contarle que se sentía fatal, pero era David quien lo pasaba mal trabajando en ese sitio, sin tiempo para su libro. Así que cuando le preguntó qué tal había ido el día, le dijo:
- Ha sido un día maravilloso. Los cerezos están en flor y han encendido la fuente. ¡Es primavera!
- El cartero se ha mojado al pasar -añadió ella.
- No me digas.
- Hoy no iremos a la tienda -le dijo Cassandra a Matt.
Hicieron galletas de mantequilla de cacahuete y Matt las pinchó una a una con el tenedor. Muy bien. Ella preparó emparedados y leche, puso unas mantas y una almohada en el carrito de la colada. Fueron por un camino completamente distinto, bajando la Quinta Avenida, hasta Washington Square. Era bonito encontrarse de frente con el arco, enmarcando los árboles y la fuente.
Jugaron juntos a la pelota, Matt jugó en el tobogán y en el arenero. A la una Cassandra tendió la manta para hacer un pícnic. Comieron emparedados, ofrecieron galletas a la gente que pasaba. Después de almorzar, al principio, Matt no quería dormir, ni siquiera con su manta y su almohada, pero ella le cantó «She's my Texarkana baby and I love her like a doll, her ma she came from Texas and her pa from Arkansas», una y otra vez hasta que al final se quedó dormido, y ella también. Durmieron mucho rato. Cassandra se asustó al despertarse porque abrió los ojos y vio las flores rosadas con el cielo azul de fondo.
Cantaron de regreso a casa, parando en la lavandería a recoger la colada. Al salir, empujando el carro cargado, Cassandra se sorprendió al ver al cartero. No lo habían visto en todo el día. Con desgana siguió andando detrás de él hacia el paso de cebra. Entonces soltó el carrito, dejó que rodara hasta chocar contra sus tobillos. Le enganchó el pie de tal forma que un zapato se le salió. El cartero giró la cabeza y la miró con odio, se agachó a desatarse el zapato y a ponérselo de nuevo. Ella recuperó el carrito y el cartero empezó a cruzar la calle. Pero era demasiado tarde, el semáforo se puso en rojo cuando estaba en mitad de la calzada. Una camioneta de reparto de Gristedes dobló la esquina y clavó los frenos para no llevarse al cartero por delante. El hombre se paralizó, aterrorizado, luego acabó de cruzar la calle y bajó por la 13, corriendo.
Cassandra y Matt siguieron derecho hasta la calle 14 y dieron la vuelta a la manzana hasta el edificio donde vivían. Era una manera completamente distinta de ir a casa.
David llamó al interfono a las seis menos cuarto. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola!
- ¿Qué tal el día?
- Igual. ¿Y el vuestro?
Matt y Cassandra se interrumpían a cada momento, hablándole de cómo les había ido, del pícnic.
- Fue precioso. Dormimos bajo los cerezos en flor.
- Genial -David sonrió.
Ella sonrió también.
- Volviendo a casa asesiné al cartero.
- No me digas -dijo David, aflojándose la corbata.
- David. Habla conmigo, por favor.
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