Ilustración de Sara Herranz |
El sonido más humano que un cuerpo puede oír:
alguien que se lava los dientes por la noche al otro lado del recibidor.
Incluso la langosta escucha confusa.
También ella, tumbada en un colchón desnudo sobre el suelo,
se sorprende de cuánto de su cuerpo hay en ese sonido,
como si acabara de darse cuenta de que tiene brazos.
El escupitajo escurriéndose por el lavabo
también lo cuenta como cuerpo.
El lazo de saliva sobre su coño
también lo cuenta como cuerpo.
Una maleta del cuerpo marcada
con pegatinas de cicatrices de cada lugar.
Se mete dentro
y se envía, se envía, se envía
a través de cantinas tras gasolineras, a través de mares,
a través de las manos de hombres de uniforme azul,
se envía urgente para tomar el primer camión de reparto.
Cuando se sienta bajo su falta
se ve impelida a confesarse.
Al otro lado del muro su vecino lee nombres de medicinas.
y ella piensa que el vecino cuenta piedras preciosas:
amiodarona, zofenopril, metropolol, mexifin.
Oh sí, ella heredará esas joyas.
Se pondrá esas joyas sobre la boca para ocultar su gesto.
Pero por ahora
se lava los dientes y la langosta permanece en silencio.
Se tumba en el recibidor oliendo
su ropa de todo el día tirada en el suelo del baño,
mientras su sudor emerge de los rincones del algodón
y se dispersa, se multiplica
como cucarachas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario