Hebe Uhart |
BIOGRAFÍA
La escritora es considerada una de las mejores cuentistas argentinas.
María Paulina Ortíz
Hebe Uhart está llena de historias. Además de las de sus cuentos y sus crónicas de viaje. En cada charla, en cada conferencia, en cada entrevista, ella cuenta historias. Semejantes a las de sus libros, historias íntimas, cotidianas, curiosas, familiares, casi mínimas. Simples y profundas.
Durante muchos años el nombre de esta escritora fue una suerte de secreto que compartían unos cuantos lectores en Argentina –donde nació hace 79 años– y otros tantos en países cercanos. Sus libros se pasaban de unas manos a otras, con entusiasmo, pero sin que llegasen a figurar en las listas de los más vendidos. Hoy ya ocupa el lugar que su literatura merece y es considerada una de las mejores cuentistas de su país. Sus crónicas de viajes también tienen su huella, su mirada particular, su capacidad para escuchar al otro.
Uhart estuvo en días pasados en Bogotá. Participó en el programa Bogotá Contada y fue miembro del jurado que falló el Fragmento del libro 'Razones para desconfiar de sus vecinos', de Luis Noriega')
Es su tercer viaje a Bogotá. Con su experiencia de viajera, ¿qué piensa de esta ciudad?
Complicado. Pienso que la gente es muy precavida para hablar. Da vueltas. En cuanto a las personas, ¿no? Como que no dicen el nombre de las cosas, lo rodean. Veo aspectos muy buenos. Las escuelas intermedias que conocí esta vez, como la del barrio Kennedy, están bien. No me parece bien, en cambio, que esté todo tan custodiado. Si voy a dar una charla, me revisan el bolso. ¡Pero si vengo a dar una charla, no a robar! Es un poco absurdo. Y después, a la salida, también me revisan. Si vine a un colegio, ¿qué voy a robarme? Es raro. Es mucho.
Cuando se presenta, prefiere decir que es docente y no escritora. ¿Por qué?
Porque ser escritor es una ocupación un poco rara, ¿no te parece? Ser docente me parece una actividad más contundente. Nadie duda de un docente. Escritor es cualquiera que escribe un libro y, bueno, se publica cada cosa que... Además no me siento escritora. En realidad, he trabajado más como profesora. He sido docente de primaria, de secundaria y de universidad. Ahora tengo talleres literarios donde también doy clase. He vivido más horas como docente que como escritora.
Su libro Relatos reunidos tiene cuentos de todas las épocas. Cuando mira los primeros que escribió, ¿qué piensa de ellos?
No me releo. Me interesa lo que estoy haciendo ahora y lo que va para adelante. Lo que hice ya está. Por más que quisiera arreglarlo y corregirlo, no se puede. Ya está. ¿De qué sirve decir que tal cuento lo hubiera escrito de otra manera, si en ese momento me salió de esa forma? Además, ¿por qué arrepentirse de algo que uno hizo? El filósofo Spinoza decía que el que se arrepiente es dos veces miserable. Yo hice lo que pude y lo que supe en ese momento. ¿Para qué los “si yo hubiera”? Si yo hubiera nacido en Londres, sería londinense... No, yo no me arrepiento.
¿Corrige mucho durante la escritura?
No, no. Yo tiro a la basura. Lo que no va, no va. Porque creo que si algo está mal, está mal todo. Mal estructurado, mal diseñado, como se llame. Yo tiro. De lo contrario sería armar retazos. Pero tampoco tiro tanto. Porque pienso mucho antes. No soy experimental para nada. Voy a lo seguro.
¿Ir a lo seguro quiere decir que al iniciar la historia ya sabe dónde va a llegar?
Cuando uno comienza un cuento, que es como cuando uno comienza un viaje, tiene una idea de la trayectoria. Porque si no, en lugar de irse a La Habana, supongamos, uno se iría a Dubái. Si quiero ir a La Habana, tengo que hacerme una idea de lo que es ese lugar. Pero en la práctica van ocurriendo cosas que hacen que ese viaje tenga una especificidad. El viaje siempre consiste en la relación del viaje con el que viaja. Ahí suceden cosas. Cuando escribes es igual: sabes adonde vas a ir, pero pasan cosas en el camino. Y luego ya viene el final del cuento que, como todos los finales, es lo más difícil. Y lo es por una simple razón: siempre es complicado despedirse. ¿Vos viste esa gente que va a tu casa de visita y después vuelve para decirte una cosita más y otra más y otra más? Despedirse de un cuento quiere decir que ya no es tuyo, que ya está, que va para el libro o para lo que sea. Es difícil despedirse en la vida, y en la literatura también.
¿Por qué la decisión de escribir cuentos y novelas cortas?
No son decisiones tomadas muy racionalmente. Se te da. Así como hay gente que viaja largo, hay gente que viaja al pueblo del lado. Yo soy de novelita corta, yo soy de tiro corto. Nunca he sido de novela larga. Nunca la escribí.
¿Y como lectora?
Como lectora uno se va amoldando a las modalidades del tiempo. Ahora el tiempo es menos y no hay tanto para andar leyendo novela larga. Y además, como tengo taller literario, tiendo a leer cuentos. Los necesito para las clases.
En Argentina hay una tradición muy fuerte de cuentistas. Si tuviera que situarse dentro de ella, ¿en qué lugar sería?
Hay una tradición fuerte de cuentistas y algo de cronistas. Pero, por ejemplo, los brasileños –desconocidos muchas veces por los argentinos– tienen cronistas que solo fueron eso. Te nombro uno: Rubem Braga, un cronista que no está traducido al castellano –que yo sepa– y que es muy bueno. Y un gran poeta y cronista: Carlos Drummond de Andrade, que escribió un verso que dice: “Mundo, mundo, vasto mundo. Si yo me llamara Raimundo sería una rima, no sería una solución”. Divino, ¿no? Ahora, si tuviera que nombrar escritores argentinos que son afines a mí, te citaría dos –ya muertos–, ambos de origen judío: Alicia Steimberg e Isidoro Blaisten. Los dos con gran sentido del humor. Me siento cerca de ellos. Alicia escribió la vida de sus antepasados, que eran músicos por una rama y relojeros por la otra, y el libro lo tituló Músicos y relojeros. Ella cuenta cómo peleaban las tías, todo eso. Una de sus tías decía que no se iba a casar con un cristiano porque no quería que cuando peleasen él le fuera a decir judía de mierda…
En los argumentos de algunos de sus cuentos también ha acudido a memorias familiares…
Sí, mucho. De mi parte materna, la italiana, porque de ella tengo mucha transmisión oral. De mi parte paterna no, porque son vascos y a los vascos no les gusta comunicar mucho. Mi mamá sí me contó cómo llegó la abuela de Italia, me contó todo. Pero nunca he ido a ver la tierra de mis antepasados. He estado cuatro veces en Europa, en Italia una, y la conocí bien de Roma para abajo. Pero es que si vas allá tenés que explicar cosas que ni entendés: que era la tía de la prima del sobrino... Qué sé yo. Esas cosas largas, mejor no.
¿Esa forma tan particular de mirar las cosas, que se nota en sus cuentos, estaba desde niña? ¿Su familia le decía algo al respecto?
No, en mi casa nunca fueron muy estimulantes. Aún de joven, cuando salió una crítica sobre un cuento mío y hablaba de mi sentido del humor, mi mamá me dijo: ¿vos con sentido del humor? Claro, viste que en la casa los jóvenes están medio peleados siempre. No, no me estimulaban. Me dejaban hacer un poco lo que quería, eso sí. Nunca me marcaron qué carrera seguir ni me dijeron que tenía que casarme. Pero eso me hizo bien. Porque a veces a los chicos se les estimula demasiado. Las mamás les dicen a sus hijos, cuando apenas cumplen con una materia, "sos un campeón", "sos un as". Pero, escuchame, si apenas rindió... ¿no te parece mucho?
Desde hace ocho o nueve años se dedica a escribir crónicas de viaje. ¿Y la ficción? ¿Hace cuánto no escribe un cuento?
Hace mucho. Ni lo extraño. Los géneros se están uniendo. La vida siempre es ficción. Hay un peruano que me gusta mucho, Julio Ramón Ribeyro, que tiene un libro que se llama Prosas apátridas, y no son apátridas porque él lo sea, sino por el género. Cuento, crónica, reflexiones. Eso me gusta. Además, lo que tiene la crónica, y la crónica de viaje, sobre todo, es que vos recogés expresiones que no las podés inventar. Porque es el lenguaje de otra gente, o de otros sectores, o de otros países. Vos vas viajando y recogés lenguaje de otros lados. Por ejemplo, los serranos, de Perú para abajo, no hacen expresiones hacia fuera, expansivas, sino un respiro hondo hacia adentro. Esa es una forma distinta de expresar una emoción, pero tenés que mirar cómo lo hacen.
¿Y cómo es el método de trabajo en las crónicas? ¿Graba, toma notas, escribe en el mismo lugar?
Tomo notas con papel y lápiz. No uso grabadora ni cámara. No me llevo bien con la tecnología. A veces escribo en la misma ciudad donde estoy, que es lindo porque de repente incorporo algo del momento. Escribo a mano, luego lo paso a computador. Me resistí muchos años al computador. No tenía ganas. Porque, pensá, no tengo celular. Lo necesito solo cinco o seis veces al año. Si tuviera celular o portátil estaría mirando, ahora que terminemos de hablar, quién me escribió, quién no me escribió… No quiero eso. Cuando llegue a casa, lo veré. Mientras viajo, me desconecto.
¿El gusto por el viaje viene desde antes de escribir crónicas?
Sí. He viajado mucho desde joven. A los 17 o 18 años empecé. Una vez me fui en tren a Bolivia, pasé al lago Titicaca, en vapor, seguí de Puno a Cusco, después a Lima y luego, todo por tierra, fui en colectivos viejos hasta Chile. Después crucé la cordillera en tren. No tomé ningún avión y tardé un montón. Tenía 20 años. Ahora no te hago eso. Ni ahora ni desde hace mucho tiempo.
¿Cuál es, para usted, la mejor forma de viajar?
Cargar siempre lo menos posible. A veces, incluso, llevo ropa interior vieja para dejarla en el hotel. La tiro a la basura y así voy aligerando el equipaje. Cuando me dan libros muy grandes y que no me interesan mucho, los dejo también. Si me invitan a un hotel de cinco estrellas, no voy a decir que no. Pero si voy por las mías, no elijo un cinco estrellas. Entre tres y cuatro está bien para mí. Cinco ya es mucho. Las personas te abren la puerta y esas cosas que no me interesan. En el lugar que llego suelo tomar el transporte urbano para ir de un lugar a otro. Y viajo sola. Para hacer crónicas, prefiero ir sola porque otra persona te interfiere en las entrevistas. Lo que sí me gusta es tener gente conocida para comer en las noches, para charlar, para reunirme.
Desde hace muchos años dicta talleres literarios. ¿Cómo funcionan?
De entrada, les digo a los asistentes que no les voy a enseñar a escribir. El que va a escribir tiene que trabajar con su propia persona. Yo no puedo enseñar técnicas que son intransferibles. Cada quien se las inventa. Además porque lo que me sirve a mí, no le sirve al otro. Escribir tiene que ver con mirar y con escuchar, y el modo de escuchar y de mirar de cada uno es distinto. No atendemos a las mismas cosas. El taller es motivador, eso sí. Pero no doy tanta consigna. Nunca hago que los asistentes escriban “a la manera de”. Los dejo a su aire.
Ha dicho que lo importante es que el escritor encuentre su veta.
Eso es lo más difícil. Habiendo tantos centros de interés, saber qué le interesa a uno. Por dónde ir. Es importante saberlo porque así vas a entender cuáles son tus personajes, por ejemplo. No todos los personajes son para uno. Uno tiene determinadas personas que le son afines, que puede tratar. Ahora, ¿cómo reconocer lo que es para uno? Reconociéndose uno, primero. Sabiendo lo que soy, lo que me gusta, conociendo mis limitaciones. Yo sé que sobre muchos personajes no puedo escribir, por ejemplo. Me mareo. Tengo que manejar poquitos. Esa es una de mis limitaciones. Uno no puede saber ni escribir de todo. Hay que recortar los intereses y buscar los más profundos. En vez de responder a miles de estímulos, elegir los que me son útiles. Por ejemplo, dentro de unos días tengo que hacer la crónica de Bogotá Contada, después de esta visita. ¿En qué me voy a centrar? En el habla de ustedes. En los nombres de las calles de La Candelaria. En cosas que vi en el hotel. En lo que me atrae. Hay que entrenar el ojo en ese sentido.
Otra de sus inquietudes son los animales…
Me interesa la inteligencia animal. Desde hace rato. Todavía recuerdo el día que compré mi libro sobre los monos que escribió un norteamericano... Qué placer ese libro. Me interesa porque es notable. Y no se sabe mucho de eso. La gente no cree o no quiere reconocer la inteligencia animal. Por ejemplo, el mono aprende a hablar con señas porque no tiene laringe, no tiene órgano de fonación, entonces la gente te dice: “ah, pero son señas”. ¡Como si fuera una pavada! ¡El mono arma frases! Y hay un loro gris de la India que tiene la inteligencia de un chico de cuatro años. Distingue formas y colores. Hay otro que deletrea palabras. Pienso escribir sobre esto. Y también sobre la relación de la gente con sus mascotas, que es algo muy interesante. Hace poco iba por la calle en Buenos Aires y vi a un señor peleando con su perro y le decía: “Es la última vez que te lo digo”. Como a un chico.
¿Tiene animales en su casa?
He tenido gatos. Ahora ya no. Cuando se te mueren no querés tener más. Y el gato no es lo más inteligente. Más es el perro y mucho más el mono. Claro, nosotros no sabemos exactamente esa relación porque la medimos desde nuestra propia inteligencia. Hay misterio en esto. He hecho entrevistas a ornitólogos que no me han sabido responder cómo es que un pajarito chiquito vuela del Ártico al Antártico, unos treinta mil kilómetros, sin desorientarse. Tampoco me han respondido por qué a los pájaros les gustan los objetos brillantes. Por eso decoran los nidos con plumas luminosas. Y algunos tejen: cosen una cosa con otra y aseguran la puntada. Hay muchas cosas que no se saben todavía respecto a los animales.
Para acabar, ¿cómo la va con la frase de Fogwill, que dijo que usted es la mayor cuentista argentina contemporánea?
Era un poquito chiflado. No hay que creerle. Viste cómo es la inflación, la especulación. Lo mismo. La fama tiene un componente de plusvalía que no corresponde al trabajo verdadero. No todo lo que reluce es oro.
EL TIEMPO
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