Eve Babitz, la ahijada
de Stravinsky que hizo
que Los Ángeles fuera
una fiesta
Iván Vila
13 de marzo de 2018
“Me parecía a Brigitte Bardot y era la ahijada de Stravinsky”. A Eve Babitz la desvirgó a los 17 años un músico más interesado en ella por el segundo motivo que por el primero, y de aquel episodio se supone que crucial en la vida de una chica de Hollywood en 1960, el único recuerdo imborrable no lo reservó para su amante, sino para el sabor de las dos cervezas Rainier Ale que se había bebido antes de dar el paso. Claro que ella nunca fue la típica chica de Hollywood, ni cuando se empeñó en serlo.
Babitz se convertiría en los años 60 en diseñadora, fotógrafa, musa y catalizadora de talentos de lo más diverso. Era ella quien posaba en cueros en la famosa fotografía en la que Marcel Duchamp juega al ajedrez con una chica desnuda, y la mujer cuyos cabellos ardían en L.A. Woman, la canción que le dedicó Jim Morrison, uno de los rockeros a los que enamoró. Presentó a Frank Zappa y Salvador Dalí; fue protegida de la pareja de escritores formada por Joan Didion y John Gregory Dunne, y novia del artista pop Ed Ruscha; se codeó con la troupe de Andy Warhol; se alojó en el Chelsea Hotel; diseñó la portada del segundo y más emblemático disco de ** Buffalo Springfield** y declaró ante una comisión del senado sobre el LSD que todo el mundo que conocía fumaba marihuana salvo su abuela, porque su abuela, dijo, ya flipaba sola. Todo eso, antes de convertirse en escritora.
Babitz debutó en 1974, y seguía inédita hasta ahora en España. Random House, que planea seguir publicándola, edita ahora ese primer libro, El otro Hollywood, unas memorias escritas con 30 años, como corresponde a alguien que nunca ha negociado su mirada ni ha hecho las cosas como cabría esperar.
Hija de una artista de origen francés y de un músico de la Twentieth Century Fox, de su padrino, el autor de La consagración de la primavera, recuerda que “era menudo y brillante y feliz como un borracho”, que a los 13 años le pasaba “vasos de whisky por debajo de la mesita del café” y que en la fiesta de su 16 cumpleaños, cuando su madre no miraba, le metía pétalos de rosa por el escote. Entre los amigos de la familia también estaba el matrimonio de Lucy y Bennie Herrmann, o Bernard, que era como constaba en los créditos de Ciudadano Kane, o de tantas películas de Hitchcock para las que había compuesto la banda sonora. Pero ella no sabía nada de eso. “Sencillamente, mi hermana y yo los queríamos, a él a y a su mujer, nos invitaban a nadar en su piscina en verano y nosotras creíamos que habíamos muerto y estábamos en el cielo”.
Criada entre virtuosos pero incapaz de afinar un violín, desde pequeña supo que no se dedicaría a la música. Y no tardaría en asumir que tampoco sería una estrella de cine, pese a que de adolescente ejerció de rubia de playa porque quería parecerse a Marilyn Monroe. También tuvo claro pronto que quería ser escritora, y escribir sus memorias. Las empezó a los 14, cuando pensaba titularlas Nunca criaría a mis hijos en Hollywood. Semanas antes, un desconocido “espectacularmente atractivo” la había llevado a casa tras una fiesta y, al decirle la edad, le había recomendado: “No te subas al coche con cualquiera, podrías acabar mal”. Ella aún no lo sabía, pero era Johnny Stompanato, el amante de Lana Turner que también ejercía de matón del capo mafioso Mickey Cohen, y que un par de años después aparecería muerto en la bañera de la estrella.
Eve Babitz Foto de Mirandi Babitz |
El otro Hollywood de la chica que soñó con ser Marilyn, el Hollywood de Eve del título original, es luminoso y exhuberante. Y su Los Ángeles, una ciudad en la que “cuando alguien se corrompe, siempre ocurre al borde de la piscina” y “hasta el cristiano que más alardea toma, no obstante, montones de vitamina C”. Un lugar en el que, como en cualquier otro, “pueden cambiarse los límites del cielo, siempre y cuando no creas en él de verdad ni en nada de lo que te cuenten”. Y si no, que se lo digan a ella.
Normal que una cronista afilada, irónica y vitalista que creció en California rodeada de artistas, reniegue de esas miradas que perfilan Los Ángeles como “un páramo”. Y no solo porque “tiene montones de cítricos y crecen flores por todas partes”. Babitz concede que en Nueva York conoció a montones de poetas, y que en su ciudad natal “no hay ni uno”. Pero reivindica que “culturalmente, L.A. siempre ha sido una jungla húmeda rebosante de proyectos que supongo que la gente de otros lugares no ve”. Eso sí, admite, “hace falta un tipo de simple felicidad interior para ser feliz en L.A., para elegirlo y ser feliz aquí. Cuando la gente no es feliz, se enfrenta a L.A. y dice que es un ‘páramo’ y da otras descripciones igual de útiles”. Como las que ofreció en Como plaga de langosta Nathanael West, un triste que “jamás se dejó seducir a menos que ocurriera a espaldas de todo el mundo mientras escribía lo asqueroso que era todo”.
Eve Babitz |
En las antípodas de West, la edonista Eve era una reina de la fiesta y la bohemia con alma de gourmet, que no quería mezclarse con los hippies porque “no tenían dinero” y “siempre andaban pidiéndoselo a la gente normal”, porque le repelía que “su arte fuera vomitivo”y porque le”horripilaban” las religiones orientales, y que defendía que los taquitos mexicanos “son mucho mejor que la heroína, solo que nadie los conoce y todo el mundo habla de la heroína”.
Normal que prefiriera otras lecturas, descubiertas en la biblioteca de Hollywood. Charles Dickens, “perfecto para cuando tocas fondo por accidente”, o Anthony Trollope, o Colette, o Isak Dinesen, o Virginia Woolf. O Joyce Carol Oates, que "sabe ser guapa y sabe cómo es tener un accidente de tráfico y cómo es ser un médico que extirpa vesículas biliares y cómo es ser un dependiente de gasolinera que planea un atraco”. O Henry James, que “no paraba de salir a cenar y a fiestas”, de manera que Babitz, que aspiraba a ser como él, celebraba que de mayor, todavía podría divertirse. Lo que no veía claro, dice, era lo de copiarle también el celibato. ** “No me apetece y, actualmente, me arruinaría la reputación”.**
Babitz escribió cinco novelas y dos libros de memorias antes de enmudecer en 1997, cuando un cigarrillo le cayó en la falda mientras conducía y sufrío quemaduras de tercer grado en la mitad de su cuerpo. A falta de seguro médico, la larga y costosa recuperación la pagó gracias a una subasta organizada por familiares, amigos y antiguos amantes. Desde entonces, permanece alejada de los focos y no ha vuelto a publicar, aunque en cada una de las escasas entrevistas que ha concedido en las últimas dos décadas, ha repetido que tiene un par de libros en cartera. Mientras llegan, la reciente reedición de su obra en Estados Unidos y el anuncio de una serie de televisión basada en sus textos de no ficción han vuelto a poner en el candelero a una cronista referencial que hizo que Los Ángeles fuera una fiesta.
VANITY FAIR
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