Hebe Uhart Foto de Diego Spvicacow |
Hebe Uhart
y las postales íntimas
del mundo
Marcela Ayora
3 de abril de 2016
Durante muchas décadas, Hebe Uhart fue la señorita Hebe. Nació en Moreno y conoce bien del conurbano. Aun así, iniciarse a los 17 años como maestra rural en una escuela con calles de barro a diez cuadras de la ruta, y por la noche cursar Filosofía en la UBA –donde después enseñaría– significó, en la longitud del día y de la mente, un auténtico viaje. Como lo es su escritura. La experiencia docente en todos los niveles. Los caminos de su curiosidad, que le dieron un sello propio cuando se la nombra como maestra de la escucha y la mirada. Los cuentos de Uhart tienen eso, el registro de la lengua viva, los modos en que alguien pronuncia un mundo, según lo ve. En sus narraciones aparecen, por caso, una situación que era un bodrio; un alumno que llamaba lumbrí a la lombriz; chicos preguntando: "¿Atraso la raya, doña?", la maestra corrige: "¿Trazo la línea, señorita?"; y alguien que vuelve a la casa echando chispas.
Anda por los setenta largos, es delgada y recta. Pero no fue siempre así. "De chica era gorda –confiesa–, y una vez me comí en casa un árbol de mandarinas, todo entero. Tendría diez años." Remarca que comía sin parar. Pero un día pudo detenerse, tener disciplina, también necesaria para producir su obra. Se cuenta a ella misma así: "A los 13 años, que es la edad de presumir y querer el cuerpo, rebajé sola, sin médicos ni nada. En uno o dos años, adelgacé. Hacía dieta. Tenía conducta y bajé." Así la vida como la literatura, Uhart narra una cosa y se mete en otra para hablar de lo mismo, desde más adentro. "Los adolescentes son todos chiflados, y yo quería tener los omóplatos bien salidos, como las alas de un ángel", dice, y dobla el brazo hacia atrás, y toca el aire a la altura de esos huesos. Camina ágil por su departamento del noveno piso que recibe la luz plena por la mañana. "Hay un sol que duele", comenta, y baja la persiana hasta la mitad. Sobre la mesa del comedor hay posavasos pequeños, cuadrados, con reproducciones de obras, dibujos, paisajes. Sobre ellos, dos tazas pequeñas de café con sus platos; listas para servir. Hebe se lleva los pocillos vacíos y los trae llenos. "La idea de tomar café me gusta. En febrero no pude hacerles café a mis alumnos del taller por el calor", dice, y se sienta. Sobre la mesa también hay una azucarera, edulcorante y una gaseosa con dos vasos, pero están más allá, sobre individuales de esterilla. Nada toca la superficie de la mesa sin que medien individuales o posavasos que parecen postales.
Ama viajar desde la adolescencia, especialmente a pueblos chicos. A partir de las travesías de los últimos años, nacieron tres libros que publicó Adriana Hidalgo: Viajera crónica (2011), Visto y oído (2012) y De la Patagonia a México (2015). Y habrá un cuarto dentro de la serie de crónicas de viajes que saldrá en octubre, De aquí para allá. No hay quien no le diga que Fogwill la consideró la mejor escritora argentina. Hebe, que es longilínea pero que cuando recibe halagos se redondea, agita las manos delante de su cara como si espantara las moscas de la falsa vanidad. "No hay que admirar a los escritores ni a nadie; nadie es muy admirable y todos son interesantes, aún los menos interesantes", dice, y pasa a otra cosa. Habla en un ritmo cercano a como escribe. Desarrolla ideas salteándose pasos en la ecuación, va rápido; cuando cierra, se filtra la filósofa y las oraciones terminan en una forma de pregunta que no admite histeria: "¿Sí o no?", remata y queda en el aire el aliento de su indagación.
Gran parte de tus días los pasaste en aulas. ¿Qué significa la docencia para vos?
Es muy placentera. Toda la vida de dar clases. Me gustaba tomar los primeros grados o los últimos. A los primeros tenés el mérito de enseñarles a leer. Es un orgullo. Y en los últimos, en la escuela de campo, el alumno es auxiliar de la maestra. Ayuda. A diferencia de los chicos de clase media, que compiten entre sí con los hermanos, en la escuela de campo, no. Son cuatro o cinco, les das un chocolate y preguntan si hay para el hermano, o se lo guardan para compartir con los demás. Son más solidarios. Aprendí mucho ahí.
Cuando habla de aprender se queda pensativa. Fuma, deja el cigarrillo un rato en el aire, como se queda ella antes de seguir, levemente suspendida. No es de las personas que encienden un cigarrillo detrás de otro. Habla pausado. Piensa. Mucho. Sonríe –por algo, quizá, que encontró en un recuerdo–, y cuenta: "Al principio no entendía nada, después entendí todo. Los veía caminar en la calle de barro con los zapatos en la mano. Pleno invierno y descalzos. Después, entendí. En el campo, un par de zapatos se arruina. Y tal vez eran los únicos." No sólo es lo que ella ve –lleva una vida aprender a hacerlo– es también lo que hace con lo que encontró.
La obra de teatro ¿Cómo vuelvo?, dirigida por Diego Lerman (los sábados, en Santos 4040; Santos Dumont 4040), está basada en textos suyos sobre esa experiencia.
¿Qué se siente ver contado por otros ese mundo que viviste tan de cerca?
La obra va de la maestra de grado, se basa en eso y está bien. Yo tuve muchos años de docencia. Trabajé en la escuela primaria con placer. En la universidad también. En la secundaria con desdicha: me hacían de todo. Era una profesora permisiva. Por ejemplo, el adolescente dice: ¿Cerramos las ventanas? Y uno tiene que decir sí, del dos de agosto al tanto de octubre tienen que estar cerradas, y el primero de noviembre las abrimos. Hay que ponerles un límite.
Un clásico Uhart sería Leonor. Empieza así: "Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de mandioca son tan duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada aceitoso, es un alimento merecido y vivificante".
¿Se puede ejercitar la escucha, la mirada?
El trabajo del escritor es entrenarse para escuchar a los demás y mirar. Es un mirón que está entrenado sobre todo con el lenguaje. Que es distinto el popular que el culto, el de Buenos Aires que el de Córdoba. En Tucumán, por ejemplo, en vez de andate, dicen ite. En general, algunos escritores no lo incorporan porque piensan que es incorrecto. Hay una cosa del deber ser, consideran que el ámbito de la literatura se limita a lo correcto. Y no, la gente habla como habla.
¿Cómo sería un ejemplo del trabajo sobre el lenguaje?
Que la forma cuente el cuento. Ese mundo tiene que aparecer tal cual se dijo. Corrientes tiene un imaginario fuerte, similar al de los paraguayos, y también hay una cosa de ponderar los hechos. Algo puntual: un cartel en la calle puede decir ¡Productos Avón! Así, entre signos de admiración. Otro caso, la herencia guaranítica que tiene que ver con la alegría. O el trato, en Asunción, de una pareja: el hombre dice mi princesa, mi reina, y acá en Buenos Aires es che, boludo. Eso está indicando una forma de pensar distinta.
También escribís crónicas de viaje. Desde un fuerte registro de lo que sucede con el las palabras, ¿qué te da ese género?
Mucho. Es fácil porque la apoyatura la trae el personaje. Hay que buscar bien el lugar donde se va. A veces nace un poco potenciado por las lecturas. En el próximo libro, De aquí para allá, hay dos viajes que me resultaron maravillosos; los hice a ojo. Uno es a Carmen de Patagones, las Salinas Grandes que eran importantes para los blancos y los indios, centro de poder, de intercambio. Algo había leído sobre el lugar. Hay un libro, que me lo ofreció un librero, que es la correspondencia de Calfucurá con Mitre y Urquiza, una maravilla. Eso es reforzar una intuición con una lectura. Trabajo mucho en esa zona, hasta a veces leo la guía del Automóvil Club. Hacer algo nuevo es bueno. El lugar tiene historias desconocidas. Por ejemplo, que los españoles llegaron en 1780 y vivieron en cuevas, les pusieron carpetitas a las cuevas, y eso no se sabe.
Por si todas aquellas horas de enseñanza no hubieran sido suficientes para alguien que escribió en tantos pizarrones, desde hace más de veinte años, Uhart lleva adelante un taller de escritura. Una de sus discípulas, Liliana Villanueva, tomó nota de cada cosa que la escritora destacaba en los encuentros. De ese material nació Las clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015), que propone dejar por escrito las herramientas del oficio, según lo que Uhart encuentra en las formas de los otros para dar con la construcción de la propia escritura. De la desgrabación de aquellos apuntes, se lee: "Ni me aburro, ni me canso, ni me irrito: debo acompañar a mis ganas de escribir, poner toda la energía en ese proceso de escritura. Hay que saber tenerse paciencia, decirse ahora no sale, pero ya voy a poder." Y sobre esa relación con la escritura – seguridad en sí, la discípula registró de la maestra: "El terreno del escritor es un terreno anegadizo. Si uno va a escribir, debe tener confianza de que le va a salir bien, pero no debe ser demasiado creído, porque eso anula el producto. Katherine Mansfield decía en su diario: cuando escribo algo bien, enseguida me pongo vanidosa y el siguiente párrafo me sale mal."
¿Se puede enseñar a escribir?
No. Pero un taller es un empujón. Puro estímulo. El trabajo de un escritor es consigo mismo. ¿Quién le va a enseñar a mirar? Yo miro unas cosas; el otro, diferentes. Hay que confiar en lo que uno mira. Sostener lo que se quiere contar. Ahí está la valentía. Por ejemplo, yo quería ir al zoológico a ver a los monos, me interesaba la inteligencia, la interacción. A mis amigas les parecía una locura, porque a mi edad van a cenar, al cine. La crónica se llamó Hola, chicos. Porque una nena que estaba ahí, les decía así: hola, chicos. Yo iba a mirar a los mandriles, que como tienen la cola salida, un nene le dijo a la mamá: mirá, tienen el cerebro ahí. Y escuché que la madre le decía que estaban enfermos. Esas cosas. Ver mundos en todo.
Hebe empezó a publicar sus cuentos en editoriales pequeñas, de tiradas cortas. Algunos de sus primeros libros son inhallables. En 2010, Alfaguara unificó gran parte de sus cuentos en una antología –gruesa–, Relatos reunidos, que en la tapa tiene la silueta de su cara. También Alfaguara publicó Un día cualquiera (2013). Y un libro reciente, El gato tuvo la culpa (Blatt y Ríos, 2015) recopiló esos otros textos que no estaban en la antología, más bien los que se habían descatalogado o habían dejado de circular. De manera que entre uno y otro podría decirse que estaría gran parte de su obra narrativa.
En la solapa de El gato tuvo la culpa hay una descripción de lo que podría encontrarse en el mundo Uhart. Fue prólogo de uno de aquellos primeros libros de cuentos. Lo firmó Haroldo Conti, que supo lo que ya había en aquella escritora a la que prologaba, y la contó así: "Su escritura es tan simple que por momentos parece infantil. Pero de simpleza en simpleza uno penetra en honduras y laberintos donde sólo puede avanzar si se participa de la magia de ese nuevo mundo. (…) Ni aclara ni completa una realidad conocida. Revela o, mejor dicho, ella misma es una realidad única, distinta".
En la línea de lo que Conti vio en Uhart, varios años antes de que lo notara la mayoría, la autora sabía algo de sí, confiaba en lo que narraba. En un relato que da nombre a un libro, Guiando la hiedra (Simurg, 1997), como cierre de la historia, ella escribe: "Me siento tan humilde y tan gentil al mismo tiempo, que agradecería a alguien, pero no sé a quién. Reviso mi jardín y tengo hambre, me merezco un durazno. Enciendo la radio y oigo que hablan de la onza troy: no sé qué es, ni me importa: arre, hermosa vida".
LA NACION
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