miércoles, 26 de octubre de 2022

Lucia Berlin / Volver al hogar





Lucia Berlin  


VOLVER AL HOGAR


    Nunca he visto los cuervos abandonar el árbol por la mañana, pero cada tarde, una media hora antes de que oscurezca, empiezan a acudir desde todos los puntos del pueblo. Tal vez haya algunos que se dediquen a barrer el cielo por zonas llamando a los demás para volver a casa, o quizá vuelen por libre en círculos recogiendo a los rezagados antes de posarse en el árbol. He observado bastante, cabría esperar que a estas alturas lo supiera, pero yo solo veo cuervos, docenas de cuervos, que llegan volando desde todas las direcciones y cinco o seis se quedan dando vueltas como sobre el aeropuerto de O’Hare, graznando, graznando. Y de pronto se hace el silencio en una fracción de segundo y no ves ni uno. El árbol parece un arce corriente. Jamás dirías que hay tantos pájaros ahí metidos.


    La primera vez que los vi fue de casualidad. Había ido al centro y me quedé en el balancín del porche de la entrada con mi tanque de oxígeno portátil a contemplar la luz del atardecer. Suelo sentarme en el porche trasero, adonde llega el tubo que uso normalmente. A veces a esa hora veo las noticias o preparo la cena. A lo que me refiero es a que fácilmente podría no tener ni idea de que ese arce en concreto se llena de cuervos al caer el sol.
    ¿Se marchan luego a dormir todos juntos en otro árbol, en un lugar más elevado del monte Sanitas? Quizá, porque me levanto temprano, me siento delante de la ventana que mira a las estribaciones de la montaña, y nunca los he visto alzar el vuelo desde el árbol. Veo ciervos, en cambio, subiendo por las laderas del monte Sanitas y la cresta Dakota cuando los primeros albores iluminan las rocas. Si hay nieve y hace mucho frío, las cimas se arrebolan, el hielo convierte el alba en un vitral rosado, coral fosforescente.
    Claro que ahora es invierno. El árbol está desnudo y no hay cuervos. Tan solo estoy pensando en los cuervos. Me cuesta caminar, así que recorrer la pequeña pendiente empinada sería demasiado para mí. Podría ir en coche, supongo, como Buster Keaton pidiéndole a su chófer que lo lleve al otro lado de la calle, aunque creo que entonces estaría demasiado oscuro para ver los pájaros posados en el árbol.
    Ni siquiera sé por qué empecé a darle vueltas. Ahora las urracas pasan como relámpagos azules, verdes sobre el fondo nevado. Tienen un graznido similar, mandón y estridente. Por supuesto podría conseguir un libro o llamar a alguien y averiguar los hábitos de cría de los cuervos, pero lo que me preocupa es que los descubrí solo por azar. ¿Qué más me he perdido? ¿Cuántas veces en mi vida he estado, digámoslo así, en el porche de atrás y no en el de delante? ¿Qué me habrían dicho que no alcancé a escuchar? ¿Qué amor pudo haberse dado que no sentí?
    Son preguntas inútiles. La única razón por la que he vivido tanto tiempo es porque fui soltando lastre del pasado. Cierro la puerta a la pena al pesar al remordimiento. Si permito que entren, aunque sea por una rendija de autocompasión, zas, la puerta se abrirá de golpe y una tempestad de dolor me desgarrará el corazón y cegará mis ojos de vergüenza rompiendo tazas y botellas derribando frascos rompiendo las ventanas tropezando sangrienta sobre azúcar derramado y vidrios rotos aterrorizada entre arcadas hasta que con un estremecimiento y sollozo final consiga volver a cerrar la pesada puerta. Y recoja los pedazos una vez más.
    Tal vez no sea tan arriesgado dejar que el pasado entre, siempre que sea bajo la premisa «¿Y si?». ¿Y si hubiera hablado con Paul antes de que se marchara? ¿Y si hubiera pedido ayuda? ¿Y si me hubiera casado con H? Sentada aquí, mirando por la ventana el árbol donde ahora no hay hojas ni cuervos,las respuestas a cada una de esas preguntas resultan extrañamente tranquilizadoras. Son especulaciones imposibles. Todo lo bueno o malo que ha ocurrido en mi vida ha sido predecible e inevitable, en especial las decisiones y los actos que han garantizado que ahora esté completamente sola.
    Pero ¿y si vuelvo atrás, a antes de que nos mudáramos a Sudamérica? ¿Y si el doctor Mock hubiera dicho que no podía marcharme de Arizona durante un año, que necesitaba terapia intensiva y ajustes en el corsé, posiblemente cirugía para mi escoliosis? Me habría reunido con mi familia al año siguiente. ¿Y si hubiera vivido con los Wilson en Patagonia, si hubiera ido cada semana al traumatólogo de Tucson, leyendo Emma o Jane Eyre en el caluroso trayecto de autobús?
    Los Wilson tenían cinco hijos, todos ya con edad para trabajar en el almacén de abastos o la confitería propiedad de la familia. Yo trabajaba antes y después de la escuela en la confitería con Dot, y compartía con ella la habitación de la buhardilla. Dot tenía diecisiete años, era la niña mayor. Una mujer, de hecho. Me recordaba a las mujeres de las películas, por el modo en que se ponía el maquillaje de la polvera y se fijaba el pintalabios, y echaba el humo por la nariz. Dormíamos juntas en el jergón de heno cubierto con colchas viejas. Aprendí a no molestarla, a yacer en silencio, subyugada por la mezcolanza de olores que exhalaba. Domaba sus rizos pelirrojos con aceite Wildroot, se untaba la cara con Noxzema por la noche, y siempre se ponía perfume Tweed en las muñecas y detrás de las orejas. Olía a cigarrillos y sudor y desodorante Mum y lo que con el tiempo aprendí que era sexo. Las dos olíamos a grasa rancia porque en la confitería también preparábamos hamburguesas y patatas fritas, hasta que cerraba a las diez. Volvíamos a pie a casa cruzando deprisa la avenida principal y las vías del tren, pasando la taberna Frontier y bajando la calle hasta la casa de sus padres. La casa de los Wilson era la más bonita del pueblo. Un caserón blanco de dos plantas con una cerca de madera, jardín y césped. La mayoría de las casas en Patagonia eran pequeñas y feas. Típicas casas de paso en un pueblo minero, pintadas de aquel raro color caramelo que caracterizaba las estaciones de tren de los asentamientos mineros. La mayoría de la gente trabajaba en la montaña, en las minas de Trench y Flux donde mi padre había sido supervisor. Ahora se dedicaba a comprar mena en Chile, Perú y Bolivia. Se había marchado a desgana de las minas, le gustaba trabajar allí abajo. Mi madre lo había convencido, todo el mundo insistió en que se marchara. Era una gran oportunidad y se haría muy rico.
    Mi padre le pagaba a los Wilson mis gastos de alojamiento y comida, pero todos decidieron que me convenía trabajar igual que los otros chicos. Y trabajábamos duro, especialmente Dot y yo, porque acabábamos muy tarde y nos levantábamos a las cinco de la mañana. Abríamos para los mineros que iban desde Nogales a la mina de Trench. Llegaban en tres autobuses, con quince minutos de diferencia uno del otro; los mineros disponían del tiempo justo para uno o dos cafés y alguna rosquilla. Nos daban las gracias al salir, y se despedían con un ¡Hasta luego! Acabábamos de limpiar y nos preparábamos unos sándwiches para el almuerzo. La señora Wilson venía a tomar el relevo y nosotras nos íbamos a la escuela. Yo todavía estudiaba en el colegio de primaria en lo alto de la colina. Dot había empezado el instituto.
    Cuando volvíamos a casa por la noche, ella salía a escondidas a ver a su novio, Sextus, que vivía en un rancho en Sonoita y había dejado los estudios para ayudar a su padre. No sé a qué hora regresaba, porque me quedaba dormida nada más recostar la cabeza en la almohada. ¡Caía redonda! Me encantaba la idea de dormir en un colchón de heno, como en Heidi . El heno era mullido y olía bien. Siempre me parecía que acababa de cerrar los ojos cuando Dot me zarandeaba para despertarme. Ella ya se había aseado o duchado y vestido, y mientras yo lo hacía se cepillaba el pelo cortado a lo paje y se maquillaba.
    —¿Qué estás mirando? Arregla la cama si no tienes nada más que hacer.
    Me detestaba, pero yo también a ella, así que no me importaba. De camino a la confitería me repetía una y otra vez que más me valía no contarle a nadie que se veía con Sextus a hurtadillas, su padre la mataría. De no ser porque en el pueblo todo el mundo sabía lo de Dot y Sextus la habría delatado, no a sus padres, pero a alguien, solo por lo mal que me trataba. Era mala conmigo por principio. Daba por hecho que debía odiar a esa chica que le habían endosado en su cuarto. Por lo demás nos llevábamos bien, la verdad, hacíamos muecas y nos reíamos, formábamos un buen equipo, cortando cebollas, preparando sifón, dando la vuelta a las hamburguesas. Las dos éramos rápidas y eficientes, a las dos nos gustaba tratar con la clientela, sobre todo los simpáticos mineros mexicanos, que por las mañanas bromeaban y tonteaban con nosotras. Después del colegio venían chicos de la escuela y gente del pueblo, a tomar refrescos o helados, a poner canciones en la rocola y jugar al petaco. Preparábamos hamburguesas, perritos calientes enchilados, queso gratinado. Servíamos ensaladas de atún y huevo, ensaladillas de patata o de col que hacía la señora Wilson. El plato más popular, sin embargo, era el chili que la madre de Willie Torres traía cada tarde. Chili rojo en invierno, chili verde con cerdo en verano. Pilas de tortillas de harina que nosotras calentábamos en la parrilla.
    Una razón de que Dot y yo trabajáramos con tanto ahínco y rapidez era nuestro acuerdo tácito de que, una vez estaban servidos los platos y la parrilla limpia, ella se escabullía por la puerta de atrás con Sextus y yo me ocupaba de las pocas comandas de tarta y café entre las nueve y las diez. Y normalmente me quedaba haciendo losdeberes con Willie Torres.
    Willie trabajaba hasta las nueve en el despacho del analista, contiguo a la confitería. Habíamos ido al mismo curso en la escuela y allí nos hicimos amigos. Los sábados por la mañana yo solía bajar con mi padre en la camioneta a comprar víveres y recoger el correo para las cuatro o cinco familias que vivían en lo alto de la montaña, al lado de la mina de Trench. Después de hacer y cargar todas las compras, papá se pasaba por el Laboratorio de Ensayos Minerales del señor Wise. Tomaban café y hablaban de… ¿mena, minas, vetas? Lo siento, no prestaba atención, aunque sé que era sobre minerales. En el despacho, Willie parecía una persona distinta. Era un chico tímido en la escuela, había venido de México con ocho años, así que aunque era más inteligente que la señora Boosinger, a veces pasaba apuros para leer y escribir. El primer mensaje de amor que me mandó fue «Sé mi nobia». Aun así nadie se burlaba de él, como hacían conmigo y mi corsé ortopédico, gritándome «¡Tronco!», cuando entraba en clase, por lo alta que era. Willie también era alto, con una cara india, pómulos marcados y ojos oscuros. Llevaba la ropa limpia, pero raída y demasiado pequeña, y el pelo largo y greñudo, cortado por su madre. Cuando leí Cumbres borrascosas, a Heathcliff me lo imaginé igual que Willie, apasionado y valiente.
    En el Laboratorio de Ensayos Minerales daba la impresión de saberlo todo. De mayor sería geólogo. Me enseñó cómo distinguir el oro y el oro de los tontos y la plata. Aquel primer día mi padre me preguntó de qué estábamos hablando. Le mostré lo que había aprendido.
    —Esto es cobre. Cuarzo. Plomo. Zinc.
    —¡Estupendo! —dijo, muy complacido. Volviendo a casa me dio una charla de geología sobre el terreno todo el trayecto hasta la mina.
    Otros sábados Willie me enseñó más rocas.
    —Esto es mica. Esta roca es pizarra, esta caliza.
    Me ayudó a entender los mapas de las minas. Revolvíamos en cajas llenas de fósiles. Él y el señor Wise se dedicaban a recopilarlos.
    —¡Eh, mira este! ¡Parece una hoja!
    No me daba cuenta de que amaba a Willie porque nuestra cercanía era velada, nada que ver con el amor del que las chicas hablaban a todas horas, ni los romances o los idilios o los corazones atravesados con flechas.
    En la confitería corríamos las cortinas, nos sentábamos en la barra a hacer los deberes durante esa última hora antes del cierre, tomando helados con sirope de chocolate caliente. Willie trucaba la rocola para que sonaran «Slow Boat to China», «Cry» y «Texarkana Baby» una y otra vez. A él se le daban bien la aritmética y el álgebra, y yo era buena con las palabras, así que nos ayudábamos. Apoyados uno en el otro, enganchábamos las piernas a los taburetes. Ni siquiera me molestaba que pasara el codo por la barra metálica que sobresalía de mi corsé ortopédico. Normalmente solo de ver que alguien notaba el corsé bajo la ropa me moría de vergüenza.
    Por encima de todo compartíamos la modorra. Nunca decíamos: «Ay, me caigo de sueño, ¿tú no?». Simplemente estábamos cansados, nos recostábamos bostezando juntos en la confitería. Bostezábamos y nos sonreíamos desde la otra punta de la clase en la escuela.
    Su padre murió en un derrumbe en la mina de Flux. Mi padre había intentado cerrarla desde que nos mudamos a Arizona. Ese fue su trabajo durante años, comprobar las minas para ver si las vetas se agotaban o eran inseguras. Lo llamaban Brown el Clausurador. Esperé en la camioneta mientras él iba a decírselo a la madre de Willie. Eso fue antes de conocernos. Me asusté, porque mi padre lloró todo el camino desde el pueblo a casa. Más adelante Willie me contaría que mi padre había luchado por conseguir pensiones para los mineros y sus familias, cuánto ayudó eso a su madre. Tenía cinco hijos más, trabajaba de lavandera y cocinera para distinta gente.
    Willie madrugaba tanto como yo, se ocupaba de cortar leña, de preparar el desayuno a sus hermanos y hermanas. La clase de educación cívica era la peor, imposible mantenerse despierto, sentir interés. Nos la daban a las tres de la tarde. Una hora interminable. En invierno la estufa de leña empañaba las ventanas y salíamos con las mejillas encendidas. A la señora Boosinger le ardía la cara bajo las dos manchas moradas de colorete. En verano, con las ventanas abiertas y las moscas revoloteando alrededor, las abejas zumbando y el tictac del reloj, tanta modorra, tanto calor, ella hablaba y hablaba sobre la Primera Enmienda y de pronto, ¡zas!, descargaba la regla en la mesa.
    —¡Despertad, despertad! ¡Vamos, par de zánganos, no tenéis sangre en las venas! ¡Erguíos! ¡Despertad! ¡Zánganos!
    Una vez pensó que me había dormido, pero yo solo estaba descansando la vista.
    —Lulu, ¿quién es el secretario de Estado?
    —Acheson, señorita.
    Se sorprendió.
    —Willie, ¿quién es el secretario de Agricultura?
    —¿Topeka y Santa Fe?
    Creo que los dos estábamos ebrios de sueño. Cada vez que nos pegaba en la cabeza con el libro de Educación Cívica, nos reíamos con más ganas. A Willie lo mandó al pasillo y a mí al guardarropa, y al final de la clase nos encontró a los dos acurrucados, profundamente dormidos.
    De vez en cuando Sextus trepaba al cuarto de Dot.
    —¿La niña está dormida? —le oía susurrar.
    —Como un tronco.
    Y era verdad. Por más que intentaba quedarme despierta para ver lo que hacían, no había manera.
    Me pasó una cosa rara esta semana. Con el rabillo del ojo empecé a ver pequeños cuervos que pasaban volando como flechas. Cuando me volvía ya no estaban. Y cuando cerraba los párpados veía destellos fugaces, como motos surcando la autopista a toda velocidad. Pensé que sufría alucinaciones o que tenía un tumor en el ojo, pero el médico me dijo que eran máculas en la retina, que a mucha gente le ocurre.
    —¿Cómo puede haber luces en la oscuridad? —lepregunté, tan desconcertada como solía quedarme con la luz del frigorífico.
    Me explicó que mi ojo le decía al cerebro que había luz, así que mi cerebro lo creía. Por favor, no se rían. Eso solo exacerbó la cuestión de los cuervos. Y reavivó la paradoja del árbol que cae en el bosque. Quizá mis ojos simplemente le decían a mi cerebro que había cuervos en el arce.
    Un domingo por la mañana me desperté y Sextus estaba durmiendo al otro lado de Dot. Quizá me habría interesado más si hubieran sido una pareja más atractiva. Él llevaba el pelo al rape y tenía granos, cejas albinas y una enorme nuez de Adán. Aun así era muy bueno en los rodeos, campeón con el lazo y en las carreras de barriles, y su cerdo había ganado tres años seguidos la exposición ganadera. Dot era fea, fea sin más. Toda la pintura que se ponía ni siquiera la hacía parecer ordinaria, solo acentuaba sus ojillos castaños y su enorme boca, siempre entreabierta por unos colmillos prominentes y a punto para gruñir. La zarandeé con suavidad y señalé a Sextus.
    —¡Cielo santo! —dijo, y lo despertó.
    Salió por la ventana, bajando el álamo, y desapareció en pocos segundos. Dot me sujetó contra el heno, me hizo jurar que no diría una palabra.
    —Oye, Dot, hasta ahora no he dicho nada, ¿verdad?
    —Hazlo, y contaré lo tuyo con el mexicano —me estremecí, sonaba igual que mi madre.
    Era un alivio no preocuparme por mi madre. Ahora me sentía mejor persona. No hosca ni resentida. Educada y solícita. No derramaba ni rompía ni dejaba caer las cosas como en casa. No me quería marchar nunca de allí. El señor y la señora Wilson siempre decían que era una chica dulce, trabajadora, y que me tenían por una más de la familia. Los domingos cenábamos en familia. Dot y yo trabajábamos hasta mediodía mientras ellos iban a la iglesia, luego cerrábamos, volvíamos a casa y ayudábamos a preparar la cena. El señor Wilson bendecía la mesa. Los chicos se daban codazos y reían, hablaban de baloncesto, y todos hablábamos de, bueno, no me acuerdo. Quizá tampoco hablábamos mucho, pero se respiraba cordialidad. Decíamos: «Por favor, pasa la mantequilla». «¿Salsa para la carne?». A mí me encantaba que mi servilleta, con su correspondiente aro, fuese en el aparador con las de todos los demás.
    Los sábados conseguía que alguien me llevara a Nogales, y luego iba en autobús a Tucson. Los médicos me colocaban durante horas en un aparato de tracción idéntico a un fundíbulo medieval, hasta que no podía resistir el dolor. Me medían y comprobaban lesiones nerviosas clavándome agujas, golpeándome las piernas y los pies con unos martillos. Ajustaban el corsé y el alza de mi zapato. Parecía que se acercaban a un veredicto. Distintos doctores examinaron mis radiografías. Un especialista de renombre al que estaban esperando dijo que mis vértebras estaban demasiado cerca de la médula espinal. La cirugía podía provocar parálisis, perjudicar los distintos órganos que se habían compensado por la desviación. Sería caro, no solo por la cirugía, sino porque durante la recuperación habría de pasar cinco meses inmóvil tumbada boca abajo. Me alegré de no verlos muy partidarios de la operación. Estaba segura de que si me enderezaban la columna, mediría más de dos metros, pero quería que continuaran examinándome. No quería ir a Chile. Dejaron que me quedara con una de las radiografías, en la que se veía el corazón de plata que Willie me regaló. Mi columna en forma de S, mi corazón desplazado y el corazón de plata justo en el centro. Willie la puso en una ventanita al fondo del Laboratorio de Ensayos Minerales.
    A veces los sábados por la noche había bailes campestres, a las afueras de Elgin o Sonoita. En graneros. Acudía todo el mundo de varios kilómetros a la redonda, viejos, jóvenes, chiquillos, perros. Los huéspedes de los ranchos para turistas. Las mujeres traían cosas para comer. Pollo frito y ensaladilla de patata, pasteles, tartas y ponche. Los hombres salían en pelotón y se quedaban bebiendo cerca de sus rancheras. También algunas mujeres; mi madre siempre, por ejemplo. Los chicos del instituto se emborrachaban y vomitaban, los sorprendían besuqueándose. Las señoras mayores bailaban entre ellas, o con los niños. Todo el mundo bailaba. Polcas, más que nada, pero también bailes lentos y bugui-bugui. Algunas cuadrillas, o danzas mexicanas como La Varsoviana . Salto, salto y vuelta entera. Tocaban cualquier cosa, de «Night and Day» a «Detour, There’s a Muddy Road Ahead», de «Jalisco no te rajes» a «Do the Hucklebuck». Cada vez había una orquesta distinta pero con el mismo repertorio. ¿De dónde salían aquellos músicos maravillosos y variopintos? Pachucos a los metales y el güiro, guitarristas country con anchos sombreros, percusionistas de bebop, pianistas con aires de Fred Astaire. Lo más parecido que he oído a aquellas pequeñas bandas fue en el Five Spot a finales de los cincuenta. El «Ramblin’» de Ornette Coleman. A todo el mundo le pareció rompedor y alucinante. A mí me sonaba a Tex-Mex, como un buen baile folclórico en Sonoita.
    Las sobrias amas de casa, herederas del espíritu de los pioneros, se engalanaban para el baile. Permanentes caseras y carmín, tacones altos. Los hombres eran rancheros o mineros curtidos, criados en la Gran Depresión. Trabajadores serios, temerosos de Dios. Me encantaban las caras de los mineros. Los hombres a los que solía ver sucios y demacrados al final de un turno ahora estaban colorados y alegres, aullando el «Aha, San Antone» o sus «Ay, ay, ay» a grito pelado, porque la gente no solo bailaba, sino que también cantaba y daba alaridos. Cada tanto el señor y la señora Wilson paraban un momento.
    —¿Has visto a Dot? —me preguntaban jadeando.
    La madre de Willie iba a los bailes con un grupo de amigas. Bailaba todas las canciones, siempre con un vestido bonito, el pelo recogido,el crucifijo meciéndose al compás. Era hermosa y joven. Y toda una dama. Mantenía las distancias en los bailes lentos y no salía a beber. No, yo no me fijaba en eso. Pero las mujeres de Patagonia sí, y lo mencionaban a su favor. También decían que no seguiría viuda mucho tiempo. Cuando le pregunté a Willie por qué él nunca venía, me dijo que no sabía bailar y además debía cuidar de sus hermanos. Pero vienen muchos niños, por qué no podían venir ellos también. No, dijo Willie. Su madre necesitaba un poco de diversión, despreocuparse de los hijos de vez en cuando.
    —Bueno, ¿y tú qué?
    —A mí no me importa. Y no lo hago por generosidad. Quiero que mi madre encuentre otro marido tanto como ella —dijo.
    Si los prospectores estaban en el pueblo, los bailes se animaban de verdad. No sé si todavía hay prospectores en las minas, pero en aquellos tiempos eran una raza aparte. Siempre trabajaban por parejas, aparecían en el yacimiento a toda velocidad entre una nube de polvo. No conducían rancheras o coches convencionales, sino biplazas relucientes metalizados que centelleaban a través de la polvareda. Tampoco vestían con ropa tejana o caqui como los rancheros o los mineros. Quizá se la pusieran cuando bajaban a los pozos, pero cuando viajaban o en los bailes iban con trajes oscuros y camisas y corbatas sedosas. Llevaban el pelo largo, peinado en un tupé, con largas patillas, a veces bigote. A pesar de que solo los vi en el oeste del país, sus matrículas solían ser de Tennessee o Alabama o Virginia Oeste. Nunca se quedaban mucho tiempo, una semana a lo sumo. Les pagaban más que a los neurocirujanos, según mi padre. Se encargaban de abrir o encontrar un buen filón, me parece. En cualquier caso eran importantes y hacían un trabajo peligroso. También parecían peligrosos y, ahora lo sé, derrochaban carisma. Fríos y arrogantes, tenían el aura de los matadores, los atracadores de banco, los lanzadores de relevo. En los bailes campestres, todas las mujeres, viejas o jóvenes, querían bailar con un prospector. También yo. Los prospectores siempre querían bailar con la madre de Willie. La esposa o la hermana de alguien que había bebido de más invariablemente acababa fuera con uno de ellos y se armaba una pelea sangrienta, y todos los hombres salían en tropel del granero. Las peleas siempre se zanjaban cuando alguien disparaba al aire y los prospectores se perdían en la oscuridad de la noche, mientras los galanes heridos volvían al baile con una mandíbula hinchada o un ojo morado, y la orquesta tocaba alguna canción sobre amores despechados.
    Un domingo por la tarde el señor Wise nos llevó a Willie y a mí hasta la mina, a ver nuestra antigua casa. Entonces me embargó la añoranza, al oler las rosas trepadoras de mi padre, caminando bajo los viejos robles. Peñascos rocosos alrededor y vistas de los valles y del monte Baldy. Vi los halcones y los arrendajos, oí el repiqueteo de las poleas en la planta trituradora. Eché de menos a mi familia e intenté no llorar, pero no pude contener las lágrimas. El señor Wise me dio un abrazo, me dijo que no me preocupara, probablemente me reuniría con ellos una vez acabara la escuela. Miré a Willie. Señaló con la cabeza hacia la hembra de gamo y sus cervatillos que nos observaban, apenas a unos pasos.
    —Ellos no quieren que te vayas —me dijo.
    Así que probablemente habría ido a Sudamérica. Pero entonces hubo un terrible terremoto en Chile, una catástrofe nacional, y mi familia murió. Seguí viviendo en Patagonia, Arizona, con los Wilson. Al acabar el instituto conseguí una beca para estudiar Periodismo en la Universidad de Arizona. Willie también consiguió una beca, y se matriculó a la vez en Geología e Historia del Arte. Nos casamos al terminar la carrera. Willie encontró trabajo en la mina de Trench y yo trabajé para el Nogales Star hasta que nació nuestro primer hijo, Silver. Vivíamos en la preciosa vieja casa de adobe de la señora Boosinger (que para entonces ya había muerto) en lo alto de la montaña, en una finca de manzanos cerca de Harshaw.
    Quizá suene melindroso, pero Willie y yo vivimos felices desde entonces.
    ¿Y si realmente hubiera ocurrido, el terremoto? Sé muy bien lo que habría pasado. Ese es el problema con las especulaciones. Tarde o temprano tropiezas con un escollo. No habría podido quedarme en Patagonia. Habría acabado en Amarillo, Texas. Planicies interminables y silos y cielo y rastrojos a merced del viento, ni una montaña a la vista. Viviendo con mi tío David y mi tía Harriet y mi bisabuela Grey. Me habrían considerado un problema. Una cruz con la que cargar. Ellos siempre se quejarían de mis «llamadas de atención», que para el terapeuta serían «llamadas de socorro». Después de salir del correccional de menores no pasaría mucho tiempo antes de que me fugara con un prospector de paso por la ciudad, camino a Montana, y ¿pueden creerlo? Mi vida habría acabado exactamente igual que ahora, bajo las rocas calizas de la cresta Dakota, con los cuervos.


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