sábado, 29 de octubre de 2022

Hebe Uhart / Un viaje a La Paz

Hebe Uhart


Hebe Uhart

BIOGRAFÍA


Un viaje a La Paz



Cuando tenía veinte años hice mi primer viaje al exterior: fui en tren a La Paz, tardamos tres días en llegar y se podía hacer sociabilidad dentro del tren. Yo fui con Julia Leguizamón, que tenía unos años más que yo. Para mí ella era el colmo del misterio y de la sofisticación intelectual, algo de lo que yo carecía. Tenía un aire a Jeanne Moreau, estaba siempre recostada en la cama del camarote y, si salía, era como si no tuviera más remedio que hacerlo, como si el pesado mundo le impusiera unas obligaciones agobiantes. Los razonamientos más agudos y fascinantes salían de sus labios sin que ella dejara de observarse en un espejito; se depilaba los pelos invisibles con aire de reina desterrada que se quedó sin criada para esas tareas inferiores, y como si estuviera humillada, permanentemente, por esa situación. Yo la admiraba por la naturalidad con que enunciaba sus razonamientos que para mí eran descubrimientos (yo los hubiera proclamado por todo el tren) y, también, por la forma de procesar su pasado desconocido para mí. Una vez pasábamos por un café al que yo quería entrar. Ella dijo: “Aquí no, hay fantasmas”. Yo entendi eso de modo literal y pensé: “¿Creerá en fantasmas?”. Dije algo al respecto, tímidamente, y me dio a entender que el asunto era simbólico, pero no me atreví a preguntar nada más. No daba lugar.

Ella no me acompañaba en mis correrías por el tren, yo hacía varias travesías a todo lo largo, varias veces al día, y me miraba en los vidrios de las ventanillas, iba con vaqueros y mi remera a rayas rojas y blancas; era mi uniforme, y recorrer el tren era como una misión, el tren me llamaba. El primer día de viaje, encontré a dos muchachos peruanos que estudiaban Medicina en Buenos Aires y volvían a su casa por las vacaciones. Yo les debo haber dicho dónde nos domiciliábamos en el tren porque Julia no bajaba, así fue como el mayor de los hermanos charlaba con Julia y el más chico, de mi edad, conmigo. Era muy parecido a mi hermano pero en morocho, y enseguida pensé en qué extraordinario sería que mi hermano se transformara en morocho, para no quedar siempre del mismo monótono color. Él me dijo que era descendiente de un príncipe inca (después comprobé que todo peruano que se precie y tenga cierta pinta desciende de un príncipe inca), pero no sabía si creerle o no. Tanto hablar del incario, de la Argentina y del Perú lo llevó a pedirme que me sentara sobre sus rodillas (estábamos en un ancho pasillo del tren y el sentado en una especie de asientito que había en un rincón). Yo, ante esa insinuación, salí caminando ligerito por los coches e hice de cuenta que no había pasado nada. De diferente forma, Julia entró a charlar con el hermano mayor; él se sentaba en la cama de abajo del camarote y ella, alta e inalcanzable como una reina, se recostaba en la de arriba. No pude escuchar mucho de lo que decían, porque estaba acostumbrada a que los chicos no escuchan las conversaciones de los mayores, pero ella tenía la actitud de que la palabra y la sabiduría no se le niegan a nadie y, a pesar de estar recostada, toda la situación era de mucho respeto y se ve que para el peruano ella también era una fuente de sabiduría. Pero, al segundo día, la presencia de los peruanos se hizo más intermitente porque deben haberse dicho: “Mucho palique y poco pique”.

En una correría posterior por el tren, encontré al padre Werner, que estaba en segunda clase rodeado de innumerables canastas y cajas; yo lo había dejado de ver a los diez años, pero me miró como si me hubiera visto ayer. Él había sido cura teniente de Moreno (las malas lenguas decían que había llegado castigado al pueblo) y tenía costumbres singulares. Para llegar más pronto al altar, y porque debía atravesar la pieza donde dormía el sacristán, había hecho un boquete del otro lado y entraba agachado, con los ornamentos en la mano. Se alimentaba solo de bananas y chocolate, como comía mientras iba en bicicleta por todos lados, así no perdía tiempo en comer. Cuando mi hermano tenía doce o trece años, sacó plata de casa para darle al padre Werner: era para unos experimentos que hacía para curar el cáncer, a la orilla del río. De paso, ya que estaba cerca del río, estudiaba la flora y la fauna. Una vez vino de visita a mi casa y le contaba a mi mama como se había escapado de Alemania bajo el gobierno nazi; dijo que se unió a una carrera de ciclistas, disfrazado de tal. Y, yo pensaba, si se escapó como corredor, ¿dónde estaban su ropa y su valija? Todos los viajeros llevan valija, pero se ve que esa gente venida de la guerra es distinta de todos los demás. En mi casa, lo mirábamos como mira al héroe de la tragedia griega el coro, con reprobación, admiración, y asombro. Mientras contaba su asombrosa aventura, ensopaba una vainilla en una copita de licor y tragaba todo eso junto con la indiscriminación del químico que era, debía decirse que todo se mezcla en el estómago y todo lo que no es veneno es comida. Pero era gente que venía de la guerra que, como se sabe, es gente distinta. A mi hermano le perdonaron que sacara dinero de casa, finalmente era para un fin noble. La gente decía que se fue castigado de Moreno porque dejó entrar a los fieles en la iglesia con short, y lo mandaron a un municipio donde nadie miraba al vecino en la iglesia: escuchaban la misa aunque tuvieran de vecino a un elefante sentado. ¿Y quién estaba en la segunda del tren, rodeado de collas, sentado en un banco de madera con listones, rodeado de canastas? El padre Werner. Ni se inmutó cuando me vio después de diez años, como si hubiera estado esperándome. Me preguntó si iba en camarote y le dije que sí, un poco incómoda por el hecho de que un sacerdote viajara en segunda con ese incordio de las cajas. Me preguntó si podía poner las cajas en el camarote, le dije que iba a consultarle a mi compañera de viaje. Justo se paró el tren un rato largo y Julia se bajó al andén porque se le acalambraban las piernas (ella se movía siempre por motivos urgentes y por necesidades impostergables, no como yo). Y, ni corto ni perezoso, ya estaba el padre Werner en el andén rodeado de cajas, junto a nosotras. Pensé qué llevaría con tanto bulto, si estaría por mudarse (viendo bien, él se mudaba mucho), pero tambien podria llevar oro o gallinas. A mí no me gustaba que pusiera esas cajas y canastas en el camarote. Y si llevaba unas sotanas sucias de cura nómade? (La limpieza no parecía una vocación suya.) ¿Y si todo se llenaba de olor? No es que tuviera una mugre visible, nada era visible en él, ni siquiera se podía saber si estaba sucio o limpio, pero Julia, con un gesto de emperatriz a la que un detalle tan nimio como el de las cajas la deja sin cuidado, le dio permiso para ponerlas. Por un lado, yo admiraba a una persona tan elegantemente generosa y, por otro, no le conté que sabía del padre, porque algo oscuro me decía que podía perjudicarlo a él en su misión. Esas cajas obstaculizaban el paso para mis excursiones por el tren, ella qué viva, bajaba de su cama de arriba una vez por año. Pero ahora estábamos con el tren parado, hablando con él en el andén. Entonces sacó una especie de péndulo –dijo que medía la energía positiva– y lo hizo oscilar a la altura del corazón de los tres, equitativamente. Yo a esa altura le tenía desconfianza a ese aparato, y lo miraba como los indios a la brújula, que la llamaban “aguja de marear”; y, cuando ya renunciaba a entender a ese hombre–quién puede entender al que es capaz de cualquier cosa–, él empezó a hablar de la caza de chinchillas en la zona. Planteaba la caza de chinchillas como una aventura impersonal, no se sabía si él iba a cazarlas, o nosotras para él, o todos juntos. Era así: primero uno le debía caer bien a un indio que cuidaba un predio, después sortear peligros y dificultades como clima, alimañas y gendarmería, y no sé en qué momento ni de dónde sacó él un hermoso libro sobre la cría de chinchillas que entusiasmó a Julia como si toda la vida se hubiera dedicado a cazar bichos. De los canastos no sacó el libro y esa era otra particularidad suya: de repente aparecía una cosa o un tema y después desaparecía. ¿Repartiría el padre Werner libros sobre chinchillas como quien reparte estampitas o la banana y el chocolate de su dieta? Se ve que lograba discípulos, primero mi hermano y ahora Julia. Una vez que pasamos la frontera, desapareció y no supimos más nada de él. No recuerdo en qué momento sacó las canastas del camarote. Yo seguía recorriendo el tren de punta a punta, con mi vaquero y mi camiseta a rayas blancas y rojas. Para tomarme un descanso, me senté en un asiento de segunda clase frente a una señora joven con su nene. La señora llevaba un trajecito azul muy gastado, de un azul humo, un bolso ídem y zapatos de taco. Me pareció que esa vestimenta era inadecuada para viajar y me sentí superior como turista. Ella me sonrió y yo a ella. La sonrisa de ella era prudente, como si estuviera mal desplegarla, como si se hiciera perdonar. Su bolso, su traje y el nene que sostenía con la mano estaban de los más limpios (el nene era muy moreno, pero parecía lustrado, igual que sus zapatillitas). Algo de esa incongruencia entre aquel azul triste y viejo y la limpieza me interesó, y empecé a charlar. Era maestra como yo, daba clases en una escuela del Estado en las afueras de La Paz. Me contó que en la escuela no había bancos para los alumnos, que daban clase en troncos de los árboles, que circulaban las gallinas cerca y distraían a los niños, que no había ni mapa ni pizarrón ni . . .En cambio, dijo: “La escuela privada tiene todos los lujos habidos y por haber”. Dejé de despreciar su vestimenta inadecuada. Mientras iba hablando, le venía una especie de indignación que me la hizo ver como a una persona digna. Entonces la conversación se hizo más fluida y, en un momento, sacó del bolso un pollo trozado y le cortaba pedacitos chicos al nene. Le decía:

–Come, hijito.

Otra vez pensé que era inadecuado llevar pollo para un viaje tan largo (estábamos en la frontera y ella iba a La Paz); lo cortaba tan prolijamente que finalmente decidí que estaba bien comer pollo en el tren. Empecé a pensar en las similitudes y en las diferencias. Las dos éramos maestras (yo maestrita), pero mientras ella vivía de su pobre sueldo yo usaba el mío para viajar y para comprar cuanta pavada se me antojara; no pensaba en ser maestra toda la vida y, además, daba clases en una escuela que tenía de todo, aunque fuera del Estado. Y yo no quería mejorar nada de mi escuela, más bien quería incendiarla porque pensaba que la directora me perseguía, y eso era una persecución inaguantable: me había dicho dos veces que no pusiera el portafolio sobre el escritorio. Ella, en cambio, hacía pedidos a las autoridades para que le mandaran mapas, libros, bancos, y leche para los alumnos. No bien pasamos la frontera, sacó una banderita de Bolivia, se la dio al nene y le dijo:

–Di “Viva Bolivia” hijito.

El nene, ella y yo dijimos “Viva Bolivia” y su sonrisa se abrió, triste, y fue como un regalo. Yo en ese momento no estaba politizada en lo más mínimo, ni siquiera leía los diarios. Volví al camarote y la olvidé al momento, con la inconciencia propia de la primera juventud que entra y sale de los acontecimientos en un santiamén. Lo consideré un encuentro interesante, como el del padre Werner o los muchachos peruanos. Pero ¡había tantas cosas interesantes para ver todavía! Años después, empecé a leer toda una bibliografía sobre dependencia y liberación, las lanzas y las llamas, en fin, todo lo que estaba en plaza. Leía con la pasión de una iluminada, como si al fin hubiera encontrado mi lugar en la vida. Por supuesto que de todo eso que leí tengo una idea global, pero de la maestra boliviana me he acordado siempre, a lo largo del tiempo.



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