martes, 30 de agosto de 2022

Lucia Berlin / Y llegó el sábado

Ilustración de Banksy

Lucia Berlin
Y llegó el sábado


    El trayecto del calabozo municipal a la cárcel del condado pasa por la cima de las montañas sobre la bahía. La avenida está bordeada de árboles y aquella última mañana se veía brumosa como una pintura china antigua. Solo el ruido de los neumáticos y los limpiaparabrisas. Nuestros grilletes tintineaban como instrumentos orientales y los prisioneros, con sus uniformes naranjas, se mecían acompasadamente como monjes tibetanos. Os reís. Bueno, a mí me pasó lo mismo. Sabía que era el único blanco en el autobús, y que todos aquellos tipos no eran el dalái lama, pero la escena era hermosa. Quizá me reí porque me sentí ridículo al verla así. Karate Kid me oyó reír. Seguro que el viejo Chaz tiene el cerebro empapado en alcohol, debió de pensar. Ahora la mayoría de los que van a la cárcel son chavales metidos en el crack. Me dejan a mi aire, creen que no soy más que un viejo hippy.


    La primera vista de la cárcel es espectacular. Después de una larga cuesta llegas a un valle entre las montañas. Las tierras antes eran la finca de verano de un millonario llamado Spreckles. Los campos que rodean la cárcel del condado parecen los jardines de un castillo francés. Aquel día había cientos de cerezos japoneses en flor. Membrillos a punto de brotar. Más adelante había campos de narcisos, y luego lirios.
    Delante de la cárcel hay un prado donde pastan búfalos. Una manada de sesenta cabezas, más o menos. Ya habían nacido seis nuevas crías. Por alguna razón mandan aquí a todos los búfalos enfermos de Estados Unidos. Los veterinarios los tratan y los estudian. Te das cuenta cuando los tipos del autobús cumplen su primera condena porque alucinan.
    —¡Hala, qué pasada! ¿Nos van a dar búfalo para comer? Miradlos, cabrones.
    La cárcel y el pabellón de mujeres, el taller mecánico y los invernaderos. No hay gente, ni otras casas, así que es como si estuvieras de pronto en una pradera primigenia iluminada por los rayos del sol que atraviesan la neblina. El autobús siempre asusta a los búfalos, aunque viene a traer presos una vez por semana. Echan a galopar, salen en estampida hacia las verdes colinas. Como un turista de safari, en el fondo esperaba alcanzar a ver los campos.
    El autobús nos descargó en la celda de contención, en el sótano, donde guardamos turno. Una larga espera, y otra vez a abrir el culo.
    —Chaz, a ver si te ríes ahora —me dijo Karate Kid.
    Me contó que CD estaba allí, que lo habían violado. La jerga de la cárcel tiene mucho del habla hispana. La taza «se rompe». Tú no violas la condicional, es la policía quien te viola a ti.
    La banda de Sunnyvale mató a Chink. No me había enterado. Sabía que CD quería mucho a su hermano Chink, un traficante de peso en La Misión.
    —Qué fuerte —le dije.
    —Muy jodido. Todo el mundo se había largado cuando llegó la policía, menos CD, que estaba ahí sentado aguantándole la cabeza a Chink. Solo pudieron meterle por violar la condicional. Seis meses. Cumplirá tres, quizá, y luego irá a por esos hijos de puta.
    Tuve suerte y me tocó el módulo tres (aunque sin vistas), una celda donde solo había dos chavales huraños y Karate, a quien conozco de la calle. Solo hay otros tres blancos en ese bloque, así que me alegré de que Karate estuviera conmigo. En principio las celdas son dobles, pero normalmente hay seis presos; dentro de una semana meterán a un par más. Karate Kid pasará su condena levantando pesas y practicando patadas y embestidas, o lo que sea que hace.
    Cuando llegamos Mac era el supervisor de los celadores. Siempre me viene con el rollo de AA. Sabe que me gusta escribir, a pesar de todo, así que me trajo un cuaderno amarillo y un bolígrafo. Dijo que me habían encerrado por allanamiento y robo, pasaría una buena temporada allí dentro.
    —A lo mejor esta vez das el cuarto paso, Chaz.
    Ahí es cuando reconoces todos tus errores.
    —Mejor tráeme otra docena de cuadernos —le contesté.
    Cualquier cosa que digas de la cárcel es un cliché. Humillación. La espera, la brutalidad, el hedor, la comida, la rutina perpetua. No hay manera de describir el ruido incesante que te revienta los tímpanos.
    Pasé dos días con temblores horribles. Una noche debió de darme un ataque, o bien cincuenta tipos me molieron a palos mientras dormía. Me levanté con el labio partido, varios dientes rotos, morados y hematomas por todas partes. Intenté que me mandaran a la enfermería, pero ninguno de los guardas estaba por la labor.
    —No tienes por qué volver a pasar por esto nunca más —me dijo Mac.
    Por lo menos me dejaron quedarme en la litera. CD estaba en otro módulo, pero a la hora de gimnasia lo veía en el patio, fumando con otros colegas, escuchando mientras los otros reían. La mayor parte del tiempo daba vueltas solo.
    Es raro el poder que tiene alguna gente. Hasta los cabrones más despiadados lo respetaban, se notaba solo por cómo se apartaban cuando pasaba cerca. No es grandullón como su hermano, pero transmite la misma fuerza y el mismo aplomo. Eranhijos de madre china y padre negro. CD lleva una coleta larga que le cae por la espalda. Su piel tiene un color de otro mundo, como una vieja fotografía en sepia, té negro con leche.

    A veces me recuerda a un guerrero masái, otras a un buda o un dios maya. Puede quedarse media hora ahí plantado sin moverse, ni pestañear siquiera. Desprende la serenidad impasible de un dios. Cualquiera que me oiga seguramente me tomará por chalado o por maricón. Aun así, CD deja esa misma impresión en todo el mundo.
    Lo conocí en la cárcel del condado cuando él acababa de cumplir dieciocho años. Ninguno de los dos había estado antes en prisión. Yo le contagié el gusto por los libros. La primera vez que se enamoró de las palabras fue con El bote abierto de Stephen Crane. Cada semana venía el encargado de la biblioteca, le devolvíamos unos libros y escogíamos otros. Los latinos usan aquí un elaborado lenguaje de signos. CD y yo empezamos a hablar en el lenguaje de los libros. Crimen y castigo, El extranjero, Elmore Leonard. Volvimos a coincidir otra vez en la cárcel, y para entonces fue él quien me descubrió a autores diferentes.
    Fuera a veces me lo encontraba por la calle. Siempre me daba dinero, y se me hacía raro, pero yo andaba por ahí mendigando, así que nunca le dije que no. Nos sentábamos en el banco de una parada de autobús y hablábamos. A estas alturas CD ya ha leído más que yo. Tiene veintidós años. Yo tengo treinta y dos, pero la gente siempre me echa más. A mí me da la sensación de que tuviera dieciséis. He estado borracho desde entonces, así que me he perdido muchas cosas. Me perdí el Watergate, gracias a Dios. Todavía hablo como un hippy, digo expresiones como «bárbaro» o «qué viaje».
    Willie Clampton me despertó aporreando los barrotes cuando mi módulo volvió del patio.
    —Eh, Chaz, ¿qué pasa? CD dice que bienvenido a casa.
    —Willie, ¿cómo te va?
    —Sobre ruedas. Un par de programas de Soul Train y estoy fuera. Vengo a deciros que tenéis que apuntaros a la clase de escritura. Ahora hay cursos guapos. Música, alfarería, teatro, pintura. Y hasta dejan venir a las del pabellón de mujeres. ¿Sabes, Kid? Dixie está en la clase. Palabra.
    —Imposible. ¿Qué hace Dixie en la cárcel del condado?
    Karate Kid había sido el chulo de Dixie. Ahora ella lleva su propio negocio feminista, chicas y coca para abogados y ejecutivos de las altas esferas. A saber por qué la habían encerrado, pero seguro que saldría pronto. Ya era cuarentona, pero todavía de buen ver. En la calle podías confundirla con una clienta de Neiman Marcus. Siempre fingía no reconocerme, pero me regalaba cinco o diez pavos y una gran sonrisa. «Y ahora, jovencito, invierte esto en un buen desayuno nutritivo».
    —¿Y qué escribís?
    —Cuentos, rap, poemas. A ver qué te parece mi poema:

    Pasan de largo los coches patrulla,
    porque mientras sea negro sobre negro
    no es cosa suya.

    »Y otro:
    Dos terrones empapados
    por un cigarrillo.
    Gran trapicheo.

    Karate y yo nos echamos a reír.
    —Adelante, cabrones, reíos. Chupaos esto.
    Que me maten si no se puso a recitar un soneto de Shakespeare. Willie… Su voz profunda se impuso al demencial ruido de la cárcel. «¿Habría de compararte a un día de estío? Pero tú eres más hermosa, y más serena…».
    —La profesora es blanca, mayor. De la edad de mi abuela, pero enrollada. Lleva botas Ferragamo. El primer día que vino se había puesto perfume Coco. No se podía creer que yo lo reconociera. Ahora va alternando. Los reconozco todos. Opium, Ysatis, Joy. Solo fallé con Fleurs de Rocaille.
    Sonó como si lo pronunciara a la perfección. Karate y yo nos partimos de la risa con Willie y sus Fleurs de Rocaille.
    De hecho, algo que se oye mucho en la cárcel es la risa.
    Esta no es la típica cárcel. He estado en las típicas cárceles, Santa Rita, Vacaville. Es un milagro que siga vivo. La Condal 3 ha salido en 60 Minutos como modelo de cárcel progresista. Cursos de informática, de mecánica, de imprenta. Una escuela de horticultura famosa. Suministramos verdura para Chez Panisse, Stars y otros restaurantes. Aquí fue donde me saqué el graduado escolar.
    El director de la cárcel, Bingham, es único. Para empezar, es un exconvicto. Asesinó a su padre. Cumplió una condena de las de verdad. Cuando salió se matriculó en la escuela de derecho, decidido a cambiar el sistema penitenciario. Él sabe lo que es la cárcel.
    Hoy en día se habría librado, alegando defensa propia por malos tratos. Joder, hasta yo me libraría de asesinato en primer grado con solo hablar de mi madre ante el jurado. Y con las historias sobre mi padre podría ser el puto Asesino del Zodiaco.
    Van a construir una nueva cárcel, al lado de esta. Bingham dice que esta cárcel es igual que la calle. La misma jerarquía de poder, las mismas actitudes, la brutalidad, la droga. Con la nueva cárcel todo eso cambiará. Se te quitarán las ganas de volver, dice. Hay que reconocerlo, una parte de ti quiere volver aquí dentro, descansar un poco.
    Me apunté a la clase solo para ver a CD. La señora Bevins dijo que CD le había hablado de mí.
    —¿Este viejo borracho? Apuesto a que ha oído más cosas de mí. Soy el Karate Kid. Voy a sacarle una sonrisa. A poner un poco de chispa. A traer un poco de marcha.
    Un escritor, Jerome Washington, habló de ese afán de los negros por congraciarse a toda costa. Usar la jerga negrata con los blancos. Verdad, nos encanta. La profesora se estaba riendo.
    —No le haga ni caso —dijo Dixie—. Es incorregible.
    —Ni hablar, mamita. Anímeme todo lo que quiera.
    La señora Bevins nos pidió a Karate y a mí que rellenáramos un cuestionario mientras los demás leían sus trabajos en voz alta. Pensé que las preguntas serían sobre nuestros estudios y nuestro historial delictivo, pero eran cosas tipo «Describe tu habitación ideal». «Eres una cepa. Descríbete como cepa».
    Nos pusimos a escribir, peropresté atención mientras Marcus leía una historia. Marcus es un tipo sin escrúpulos, indio, un auténtico criminal. Había escrito una buena historia, sobre un crío que ve cómo unos paletos le dan una paliza a su padre. Se titulaba «Cómo me convertí en cherokee».
    —Es un relato magnífico —dijo la profesora.
    —Es una puta mierda. Ya lo era cuando lo leí la primera vez no sé dónde. Nunca conocí a mi padre. Me figuré que es la clase de patraña que quiere que le contemos. Seguro que se corre viva pensando cuánto ayuda a los desgraciados como nosotros, víctimas de la sociedad, a conectar con nuestros sentimientos.
    —No me importan un carajo vuestros sentimientos. Estoy aquí para enseñar a escribir. De hecho, podéis mentir y aun así decir la verdad. Esa historia es buena, y suena verdadera, venga de donde venga.
    La profesora iba reculando hacia la puerta mientras hablaba.
    —Odio a las víctimas —dijo—. Y desde luego no pienso ser la tuya.
    Abrió la puerta y les pidió a los guardas que se llevaran a Marcus al módulo.
    —Si esta clase va como ha de ir, lo que haremos será confiar nuestras vidas a los demás —dijo.
    Nos explicó a Karate y a mí que la consigna era escribir sobre el dolor.
    —Por favor, CD, lee tu historia.
    Cuando acabó de leerla, la señora Bevins y yo nos sonreímos. CD sonrió también. Fue la primera vez que lo vi sonreír de verdad, dientes blancos y pequeños. La historia iba de un hombre joven y una chica que miran el escaparate de una tienda de trastos viejos en North Beach. Hablan sobre la quincalla, el retrato antiguo de una novia, unos zapatitos, un cojín bordado.
    El modo en que describía a la chica, sus muñecas finas, la vena azul de su frente, su belleza e inocencia, te rompía el corazón. A Kim se le saltaron las lágrimas. Es una puta joven de Tenderloin, una zorra de cuidado.
    —Vale, está muy bien, pero no hay dolor —dijo Willie.
    —Yo he sentido el dolor —dijo Kim.
    —Y yo también —dijo Dixie—. Mataría por que alguien me viera así.
    Todo el mundo empezó a discutir, diciendo que hablaba de la felicidad, no del dolor.
    —Es de amor —dijo Daron.
    —De amor, nada. Él ni siquiera la toca.
    La señora Bevins pidió que nos fijáramos en todos los recuerdos de gente muerta.
    —La puesta de sol reflejada en el vidrio. Todas las imágenes evocan la fragilidad de la vida y el amor. Esas muñecas finas como juncos. El dolor está en la conciencia de que la felicidad no durará.
    —Sí —dijo Willie—, excepto que con esta historia él la injerta de nuevo.
    —¿Qué hablas, negro?
    —Es de Shakespeare, hermano. Eso es lo que hace el arte. Congela su felicidad. CD puede recuperarla cuando quiera, solo con leer esa historia.
    —Ya, pero no se la va a follar.
    —Lo has captado perfectamente, Willie. Juro que esta clase comprende mejor las cosas que cualquiera donde he enseñado —dijo la profesora.
    Otro día dijo que había poca diferencia entre la mente de un criminal y la mente de un poeta.
    —Es una cuestión de superar la realidad, de crear nuestra propia verdad. Vosotros tenéis ojo para el detalle. Dos minutos en una habitación bastan para sopesarlo todo y a todos. Oléis una mentira a la legua.
    Las clases duraban cuatro horas. Hablábamos mientras escribíamos, a ratos leíamos nuestros trabajos o escuchábamos cosas que ella nos leía. Hablábamos con nosotros mismos, con ella, unos con otros. Shabazz dijo que le recordaba la catequesis de los domingos cuando era pequeño, pintando imágenes de Jesús y hablando en voz muy suave, igual que aquí. Shabazz es un fanático religioso, está aquí por las palizas que pegaba a su mujer y sus hijos. Sus poemas eran un cruce de rap y el Cantar de los Cantares.
    Las clases cambiaron mi amistad con Karate Kid. Escribíamos cada noche en nuestra celda, y nos leíamos nuestras historias o nos turnábamos para leer en voz alta. «El blues de Sonny», de Baldwin. «El asesinato», de Chéjov.
    Dejó de darme vergüenza después del primer día, leyendo en voz alta «Mi cepa». Mi cepa era la única que quedaba en un bosque quemado. Estaba negra y muerta y, cuando soplaba el viento, pedazos de carbón se desprendían y caían al suelo.
    —¿Qué tenemos aquí? —preguntó la profesora.
    —Depresión clínica —dijo Daron.
    —Tenemos a un hippy quemado —dijo Willie.
    Dixie se rio.
    —Veo a alguien con graves problemas de imagen.
    —Está bien escrito —dijo CD—. Realmente me ha transmitido toda esa tristeza y desesperanza.
    —Cierto —dijo la señora Bevins—. Siempre se repite que hay que «decir la verdad» cuando se escribe. En realidad mentir es difícil. Parece un ejercicio tonto… una cepa. Pero este transmite un sentimiento profundo. Yo veo a un alcohólico que está harto y cansado. Me habría identificado con esa cepa antes de dejar de beber.
    —¿Cuánto tiempo estuviste sobria antes de sentirte distinta? —le pregunté.
    Me dijo que en realidad iba al revés. Primero has de pensar que no eres un caso perdido, y entonces puedes dejarlo.
    —Vale ya —dijo Daron—. Si quiero oír esta mierda, me apuntaré a las reuniones de AA.
    —Perdonad —dijo ella—. Hacedme un favor, de todos modos. No contestéis en voz alta. Pensadlo. Preguntaos a vosotros mismos si la última vez, o veces, que os arrestaron, por lo que fuera, ibais drogados o bebidos en ese momento.
    Silencio. Cazados. Todos nos reímos.
    —¿Conocéis ese grupo de Madres Contra el Alcohol y la Droga? —dijo Dwight—. Nosotros aquí somos el Desmadre de Drogas y Alcohol.
    Willie salió un par de semanas después de entrar yo. Nos dio pena que se marchara. Dos de las mujeres se pelearon, así que solo quedaban Dixie, Kim y Casey, y seis tíos. Siete, cuando Vee de la Rangee ocupó el lugar de Willie. Un travesti enclenque y feo con permanente rubia, raíces negras. Llevaba un aro en la nariz hecho con la tira de plástico del pan de molde, y más de veinte pendientes en cada oreja. A Daron y Dwight se les veía en la cara que hubieran podido matarlo. Vee dijo que había escrito algunos poemas.
    —Léenos uno.
    Era una fantasía barroca y violenta sobre la heroína en el mundo queer . Cuando acabó de leer, nadie dijo nada. Al final CD rompió el silencio.
    —Es rollo duro. Oigamos alguno más.
    Fue como si CD diera permiso a todo el mundo para aceptar a Vee, que a partir de ahí tomó vuelo y en la siguiente clase ya estaba como en casa. Se notaba cuánto significaba para él que lo escucharan. Y qué demonios, a mí me pasaba lo mismo. Una vez incluso me armé de valor para escribir de cuando murió mi perro. Ni siquiera me importaba que se rieran, pero nadie lo hizo.
    Kim no escribía mucho. Básicamente poemas de arrepentimiento por el hijo que le habían quitado. Dixie escribía cosas satíricas sobre el tema «Servicio de vicio». Casey era fantástica. Escribía sobre la adicción a la heroína. A mí me llegaba de verdad. La mayoría de los que están aquí dentro vendían crack, pero o no se metían tanto, o eran demasiado jóvenes para saber lo que te pueden hacer años y años de volver a caer en el infierno por tu propio pie. La señora Bevins sí lo sabía. No hablaba mucho del tema, pero lo suficiente para dar a entender que había sido un gran paso dejarlo.
    Todos escribimos algunas cosas buenas.
    —¡Magnífico! —le dijo la señora Bevins a Karate una vez—. Cada semana lo haces mejor.
    —¿En serio? Entonces, profe, ¿soy tan bueno como CD?
    —Escribir no es una competición. Solo consiste en que lo que haces sea cada vez un poco mejor.
    —Pero CD es tu favorito.
    —Aquí no hay ningún favorito. Tengo cuatro hijos. Siento algo distinto por cada uno de ellos. Con vosotros me pasa lo mismo.
    —Pero a nosotros no nos dices que estudiemos, que consigamos una beca. A él siempre quieres convencerlo para que cambie de vida.
    —Lo hace con todos —intervine yo—, menos con Dixie, lo que pasa es que es sutil. Quién sabe, a lo mejor dejo la bebida. De todos modos, CD es el mejor. Todos lo sabemos. El día que llegué lo vi abajo en el patio. ¿Sabéis lo que pensé? Pensé que parecía un dios.
    —No sé cómo son los dioses —dijo Dixie—, pero tiene dotes de estrella. ¿Verdad, señora Bevins?
    —Bueno, vale ya —dijo CD.
    La señora Bevins sonrió.
    —De acuerdo, lo admito. Creo que todos los profesores ven eso a veces. No se trata simplemente de inteligencia o de talento. Es cierta nobleza de espíritu. Una cualidad que haría a alguien ser grande en cualquier cosa que se propusiera.
    Nos quedamos en silencio. Me parece que todos estábamos de acuerdo, pero nos daba pena por ella. Sabíamos qué era lo que CD se proponía, lo que iba a hacer.
    Luego nos pusimos a trabajar de nuevo, eligiendo textos para nuestra revista. Ella iba a llevarlos a componer y la imprenta de la cárcel los imprimiría.
    Ella y Dixie se reían. A las dos les encantaba chismorrear. Ahora estaban puntuando a algunos de los celadores. «Es de los que se dejan los calcetines puestos», dijo Dixie. «Exacto. Y antes se pasa el hilo dental».
    —Necesitamos más prosa. Probemos con este ejercicio para la semana que viene, a ver qué se os ocurre —nos entregó una lista de títulos del cuaderno de notas de Raymond Chandler. Teníamos que elegir uno. Yo escogí «A todos nos caía bien Al». A Casey le gustó «Demasiado tarde para sonreír». A CD le gustó «Y llegó el sábado».
    —De hecho, creo que deberíamos titular así nuestra revista.
    —No podemos —dijo Kim—. Le prometimos a Willie que íbamos a usar su título, «Con ojos de gato».
    —Bien, pues lo que quiero son dos o tres páginas que lleven hasta un cadáver. No mostréis el cadáver. No nos contéis que habrá un cadáver. Acabad la historia de manera que sepamos que va a haber un cadáver. ¿Entendido?
    —Entendido.
    —Hora de irse, caballeros —dijo la vigilante, abriendo la puerta—. Ven aquí, Vee —lo roció con perfume antes de mandarlo de nuevo arriba. El módulo homosexual daba bastante lástima. La mitad eran viejos borrachos, el resto eran gays.
    Escribí una historia magnífica. Salió en la revista, y todavía no me canso de leerla. Era sobre Al, mi mejor amigo. Ya murió. Solo que ella dijo que no había hecho bien el ejercicio, porque conté que la casera y yo encontramos el cadáver de Al.
    Kim y Casey escribieron la misma historia terrible. La de Kim iba de las palizas que le daba su viejo, la de Casey de un putero sádico. Sabías que acabarían asesinando a aquellos tipejos. Dixie escribió una historia estupenda sobre una mujer incomunicada. Tiene un ataque de asma muy fuerte, pero nadie puede oírla. El terror y la oscuridad absoluta. Entonces hay un terremoto. Fin.
    No te puedes imaginar lo que es estar en la cárcel durante un terremoto.
    CD escribió sobre su hermano. La mayoría de las cosas que escribía eran sobre él cuando eran pequeños. Los años en que estuvieron separados en distintos hogares de acogida. Cómo se encontraron por casualidad, en Reno. Esta historia tenía lugar en el barrio de Sunnyvale. La leyó en voz muy baja. Los demás ni nos movimos. Iba sobre la tarde y la noche que desembocaron en la muerte de Chink. Los detalles sobre el encuentro de dos bandas. Acababa con ráfagas de disparos y la imagen de CD al doblar la esquina.
    Se me puso la piel de gallina. La señora Bevins se quedó pálida. Nadie le había contado que el hermano de CD había muerto. No se decía una sola palabra sobre su hermano en la historia. Así de buena era. La historia era tan brillante y tensa que solo había un desenlace posible. La sala quedó en silencio hasta que finalmente Shabazz dijo: «Amén». La celadora abrió la puerta.
    —Hora de irse, caballeros.
    Los demás celadores esperaron a las mujeres mientras nosotros salíamos en fila.
    CD quedó en libertad dos días después del último día de clase. Las revistas saldrían ese último día y habría una gran fiesta. Una exposición de arte y música a cargo de los presos. Casey, CD y Shabazz leerían. Todo el mundo recibiría ejemplares de Con ojos de gato .
    Nos habíamos entusiasmado con la revista, pero ninguno se había hecho a la idea de lo que se sentía. Al ver nuestro trabajo publicado.
    —¿Dónde está CD? —preguntó ella.
    No lo sabíamos. Nos repartió veinte ejemplares a cada uno. Leímos nuestros textos en voz alta, aplaudiéndonos unos a otros. Luego simplemente nos quedamos ahí, leyendo y releyendo cada cual el suyo en silencio.
    La clase fue corta, por la fiesta. Un tropel de guardias entró y abrieron las puertas que separaban nuestra sala de la de artes plásticas. Ayudamos a colocar las mesas para la comida. Nuestras revistas apiladas quedaban preciosas. Verde sobre el mantel de papel morado. Los de horticultura trajeron grandes ramos de flores. En las paredes había pinturas de los alumnos, y esculturas en pilares. Una banda de música empezaba a probar el sonido.
    Primero tocaría una banda, luego iría nuestra lectura y luego otra banda. La lectura fue bien, y la música era genial. Los colegas de la cocina trajeron comida y refrescos y todo el mundo se puso en fila. Había docenas de celadores, pero parecía que todos pasaban también un buen rato. Incluso Bingham estaba allí. Estaba todo el mundo menos CD.
    Ella hablaba con Bingham. Es un gran tipo. Vi que hacía un gesto y hablaba con un celador. Supe que Bingham le pedía que la dejara subir al módulo.
    No tardó mucho en volver, a pesar de todas las escaleras y las seis puertas de seguridad. Se sentó, parecía mareada. Le llevé una lata de Pepsi.
    —¿Has hablado con él?
    Negó con la cabeza.
    —Estaba encogido debajo de una manta, no me ha contestado. He pasado las revistas a través de los barrotes. Qué horror ahí arriba, Chaz. Su ventana está rota, entra la lluvia. El hedor. Las celdas son tan pequeñas y oscuras…
    —Eh, ahora ahí arriba es el paraíso. No hay nadie. Imagínate esas celdas con seis tipos metidos dentro.
    —¡Cinco minutos, caballeros!
    Dixie, Kim y Casey se despidieron de ella con un abrazo. Los demás no le dijimos adiós. Yo ni siquiera pude mirarla a los ojos. Oí que me decía: «Cuídate, Chaz».
    Acabo de darme cuenta de que estoy haciendo otra vez el último ejercicio que nos encargó. Y vuelvo a hacerlo mal, mencionando el cadáver, contando que mataron a CD el día que salió de la cárcel.


Lucia Berlin
Manual para mujeres de la limpieza



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