Javier Marías, al volante; detrás, su hermano Fernando. Soria, 1959 |
Javier Marías
BIOGRAFÍA
El Mau Mau pacífico
Cuando era niño e impresionable, mi mayor miedo nocturno era al Mau Mau. Extravagante, supongo, pero en los pánicos imaginarios siempre hay un elemento de azar. Entre mis compañeros era más frecuente el temor a Drácula, o al llamado Sacamantecas que se decía que sacaba las tripas a los niños y actuaba en la madrileña colonia de El Viso, y cuyo rostro figurado coincidía con el del actor alemán Gert Froebe, que encarnó a un asesino de niñas en aquella rara película semiespañola, y extrañamente apta para todos los públicos, titulada El cebo; o incluso al Anthony Perkins de Psicosis, que en cambio era para mayores pero que algunos chicos lograban ver en los cines de verano más permisivos. A mí me dio por el Mau Mau, y se lo debí a dos películas: Safari, con Victor Mature, y Sangre sobre la tierra, con Rock Hudson y Sydney Poitier, de 1956 y 1957 respectivamente. Sin duda lo que más me aterraba era comprobar que los mau maus (una guerrilla anticolonial que utilizó métodos terroristas contra los británicos en Kenya, entre 1951 y 1960) no se detenían ante nada en sus asaltos a las tierras y casas de los colonos blancos, y mataban a golpe de machete hasta a los niños. No sé los de ahora, pero los de mi época teníamos la sensación, posiblemente errónea, de estar a salvo de las atrocidades precisamente por ser niños, y ver que ciertos grupos e individuos no nos respetaban la vida era lo que podía infundirnos mayor pavor.
Durante largos meses –o así es en mi recuerdo– me acostaba con la idea de que los sanguinarios mau maus iban a colarse en mi casa aquella misma noche. “Pero están en África, muy lejos”, me decía. Y me contestaba: “Sí, pero pueden venir en canoas y barcos”. “Tardarían mucho en llegar”, me argumentaba. Y me respondía: “Sí, pero, ¿quién sabe si no partieron hace un mes y esta es la noche en que ya están aquí? Quizá estén ahora trepando por la fachada”. Y pasaba horas de duermevela vigilando la ventana, sin poderme dormir del todo, temiendo ver aparecer a unos negros despiadados con machetes en las manos. Creo que por eso ésta es el arma que me produce más escalofríos.
Ahora, impensadamente, parte de la antigua pesadilla se ha hecho realidad, pero con qué signo tan distinto. Avalanchas de negros intentan entrar en nuestro país asaltando las vallas de Melilla y Ceuta. Pero ni blanden machetes ni son despiadados ni –de momento– quieren matarnos. Vienen con las manos vacías y heridas, están hambrientos y desesperados y huyen de sus países sumidos en la guerra, la miseria y la enfermedad (esto último con ayuda del Papa Wojtyla y de los Estados Unidos, sus prédicas contra el preservativo y la consiguiente expansión del sida). Uno los ve en la televisión y le inspiran mucha más piedad que miedo, aunque lo segundo no esté ausente del todo. He leído un montón de artículos sobre el asunto, la mayoría dictados sólo por los sentimientos: de indignación y de compasión. Lanzan denuestos contra nuestras verjas, contra la “fortaleza europea”, contra el rechazo de estos asaltos, y piden, más o menos, que nuestras puertas se abran a la riada. Sus autores –se nota– se ufanan de su humanidad. Son piezas bien intencionadas, pero acaso poco pensadas, y a veces autocomplacientes. Seguramente yo no debería escribir nada al respecto, porque por desgracia carezco de una idea clara, y, a diferencia de esos columnistas coléricos y compasivos, ni tengo opinión ni se me ocurre una solución inmediata. A la larga, oh sí, todos estamos de acuerdo en que a África se la ha abandonado después de explotarla, y en que habría que haber invertido en ese continente en el que, por otra parte, no es muy fácil hacerlo sin que las ayudas se queden en manos de sus tiranuelos varios y no alcancen nunca a la población desamparada. Pero, ¿y ahora?
Cuando no se sabe o no se ve claro qué hacer, hay que empezar por averiguar, al menos, lo que no se puede hacer. No se puede permitir el avasallamiento de una frontera, mientras las haya. No se puede abrir la verja sin más, porque no se trata de una situación transitoria ni de un número cerrado de personas que aspiran a entrar: la invasión sería eso, una invasión ilimitada, de indigentes y desheredados que, como ya hacen muchos, pulularían por nuestras calles perdidos y sin medios de subsistencia, y eso, en cientos de miles si no en más, no hay Estado que lo aguante. Tampoco se puede disparar contra masas famélicas y desarmadas, ni se las puede enviar al desierto sin comida ni agua, a morir lenta o rápidamente. ¿Qué ocurre cuando uno no puede hacerse cargo ni salvar, pero tampoco desentenderse sin más de quien aporrea la puerta? ¿Qué, cuando uno quisiera hacer algo, pero todo lo posible le parece mal y que tendrá graves consecuencias, a la corta unas y a la larga otras? No me cabe duda de que una de las cosas más difíciles de soportar es el sentimiento de impotencia. Y otra, la mala conciencia. Pues me temo que estamos en ambas. Ojalá se les ocurra algo a nuestros Gobiernos o a las organizaciones internacionales, porque si no no quedará más remedio que aprender a convivir con ellas, acaso como con las horribles pesadillas de infancia.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 23 de octubre de 2005
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