viernes, 9 de septiembre de 2022

Peter Straub / El pacto

 


Peter Straub
EL PACTO


—Ya ha empezado el invierno —dijo Alison.
    —¿Qué?
    —Hace un mes que empezó el invierno.
    —No entiendo.
    —¿Qué día es hoy?
    —Veintiuno de julio. Jueves.
    —Dios, mira esas estrellas —dijo Alison—. Me gustaría dar un salto fuera del planeta y ponerme a navegar entre ellas.

    El y Alison, primos carnales procedentes de extremos opuestos del continente, yacían tendidos uno al lado del otro en el jardín de su abuela, en la parte del Wisconsin rural más próximo al río Mississippi, y miraban hacia el firmamento por entre las grandes y oscuras copas de los nogales. «Mi espíritu está penetrando en ti», gritaba Oral Roberts, y la madre de Alison, Loretta Greening, rió suavemente. El muchacho volvió de lado la cabeza sobre la hierba áspera y elástica y miró el perfil de su prima. Era vulpino, ardiente, y, si la sola voluntad bastara para elevarla sobre la tierra, estaría ya volando, lejos de él. Captó su olor a agua fría y vigorizante.
    —Dios —repitió Alison—, me largaría allá arriba. Es lo que siento a veces cuando escucho a Gerry Mulligan. ¿Has oído hablar de él?
    No había oído hablar de él.
    —Deberías vivir en California, chico. En San Francisco. Y no sólo porque así podríamos vernos más, sino porque es que Florida está tan condenadamente lejos de todo… Gerry te volvería loco. Es realmente formidable. Jazz progresista.
    —Ojalá viviéramos cerca de vosotros. Sería estupendo.
    —Yo odio a todos mis parientes, excepto a ti y a mi padre. —Volvió la cabeza hacia el rostro de él y le dedicó una sonrisa de brillante y deslumbradora blancura—. Y supongo que a él le veo menos aún que a ti.
    —Suerte que tengo.
    —Podrías considerarlo así.
    Alison apartó de nuevo la vista. Oían las voces de sus madres, mezcladas con el ruido de la radio. Su abuela, Jessie, el centro juicioso de la familia, estaba haciendo algo en la cocina, y de vez en cuando su voz, más suave, se deslizaba por entre las conversaciones que entrelazaban las hermanas en el porche. Había estado encerrada todo el día con su primo Duane, a quien le faltaba poco para casarse. Los niños sabían que su abuela se oponía al matrimonio, por razones tenues pero poderosas.
    —El año pasado volviste a meterte en líos —dijo Alison.
    El asintió con un gruñido, azorado, sin ningún deseo de hablar del asunto. Se suponía que ella no debía conocer esta faceta suya. La última vez, la cosa había estado a punto de ser seria, y todas sus circunstancias y complicaciones irrumpían en sus sueños varias noches a la semana.
    —Te has metido en muchos líos, ¿verdad?
    —Supongo que sí.
    —Yo también he tenido alguno. No como tú, pero sí lo suficiente para que se fijasen en mí. Tuve que cambiar de escuela. ¿Cuántas veces has cambiado tú de escuela?
    —Cuatro. Pero la segunda fue…, la segunda vez fue sólo porque uno de los profesores la tenía tomada conmigo.
    —Yo tuve una aventura con mi profesor de arte.
    Él la miró fijamente, pero le era imposible saber si mentía. Pensó que probablemente no mentía.
    —¿Por eso es por lo que te expulsaron?
    —No. Me echaron porque me cogieron fumando.
    Comprendió que era verdad…, las mentiras nunca eran tan poco sugestivas. Se sintió profundamente interesado y lleno de envidia. Ambos sentimientos se mezclaban junto a una gran admiración. A los catorce años, uno más que él, Alison formaba parte del apasionado mundo adulto de aventuras amorosas, cigarrillos y cócteles. Ella le había revelado anteriormente su entusiasmo por los martinis «con quiebro», fuera eso lo que fuese.
    —Al bueno de Duane le gustaría tener una aventura contigo —dijo él.
    Alison soltó una risita.
    —Bueno, me temo que el bueno de Duane no tiene muchas probabilidades.
    Luego, volviéndose hacia él con todo su ardiente e inesperado vigor, rodó rápidamente de lado y le miró.
    —¿Sabes qué hizo ayer? Me preguntó si quería ir a dar una vuelta con él en su furgoneta…, eso era mientras tú y tu madre estabais visitando a tía Rinn, y yo le dije que claro, por qué no, y él me llevó a dar una vuelta y me puso la mano en la rodilla tan pronto como salimos del paseo de coches. No la retiró hasta que pasamos delante de la iglesia.
    Rió de nuevo, como si este último detalle fuese la prueba concluyente de la ineptitud de Duane como amante.
    —¿Le dejaste?
    —Tenía la mano toda sudorosa —dijo Alison, sin dejar de reír…, de hecho, lo dijo en voz tan alta que el muchacho se preguntó si Duane podría oírla—, y parecía como si me estuviese frotando la rodilla con grasa de tractor o algo así. Le dije: «Apuesto a que no tienes mucha suerte con las chicas, ¿verdad, Duane?», y él paró el coche y me hizo bajar.
    —¿Te gusta alguno de los chicos de aquí?
    Quería que le respondiera negativamente, y su respuesta, al principio, le hizo enrojecer de satisfacción.
    —¿Aquí? ¿Bromeas? En primer lugar, no me gustan gran cosa los chicos, son muy inexpertos, y no me gusta el aroma a establo que rodea a la mayoría de los granjeros. Pero Oso Polar
me parece bastante guapo. Oso Polarasí llamado por la blancura de su pelo, era el hijo del policía del municipio de Arden, y era un muchacho regordete, aproximadamente de la misma edad que Duane, que había ido varias veces a la granja Updahl para mirar admirativamente a Alison. Era un famoso alborotador, aunque, que él supiera, no le habían expulsado aún de ninguna escuela.
    —A él también le pareces guapa, pero supongo que incluso un patán como Oso Polar se daría cuenta.
    —Bueno, tú sabes que sólo te quiero a ti. —Lo dijo en un tono tan alegre que sonaba a falso.
    —Aceptaré eso —dijo él, pensando que había dicho algo muy sofisticado, la clase de cosa que podría decir su profesor de arte.
    Duane había empezado a gritar en la cocina, pero, al igual que sus madres, ellos no le hicieron ningún caso.
    —¿Por qué has dicho eso de que está empezando el invierno?

    Ella le tocó la nariz con un dedo, y el gesto le hizo enrojecer.
    —Porque tal día como hoy hace un mes tuvimos el día más largo del año. Se está esfumando el verano. ¿Te gusta tía Rinn? A mí me parece que hay algo fantasmal en ella. Es realmente extraña.
    —Sí que lo es —corroboró él, con vehemencia—. Me dijo algo acerca de ti. Cuando mamá estaba fuera mirando las plantas.
    Alison pareció ponerse rígida, como si supiera que el comentario de la anciana no podía haber sido lisonjero.
    —¿Qué te dijo de mí? Le hace demasiado caso a mi madre.
    —Fue…, dijo que debía tener cuidado contigo. Dijo que tú eras mi cepo. Dijo que serías mi cepo aunque, no fuésemos primos, aunque no nos conociéramos, pero que al ser primos era mucho más peligroso. No quería decírtelo.
    —Tu cepo —dijo Alison—. Bueno, quizá sea tu cepo. Parece una cosa estupenda serlo.
    —Estupenda para mí querrás decir.
    Alison sonrió, sin afirmar ni negar, y se volvió de nuevo hasta quedar otra vez boca arriba, mirando al brillante y estrellado cielo. Cuando habló, dijo:
    —Estoy aburrida. Vamos a hacer algo para celebrar el comienzo del invierno.
    —No hay nada que hacer.
    —A Oso Polar se le ocurriría algo —dijo Alison con voz dulce—. Ya sé. Vamos a nadar. Vamos a la presa. Me gustaría bañarme. ¿Qué te parece? Anda, vamos.
    A él le pareció una propuesta dudosa.
    —No nos dejarán.
    —Espera y verás. Te voy a enseñar cómo nadamos en California.
    El preguntó cómo recorrerían los trece kilómetros que había hasta la presa. Esta se hallaba situada en las colinas, a las afueras de Arden.
    —Espera y verás.
    Alison se puso en pie de un salto y echó a andar hacia la casa. Oral Roberts había dejado para otra semana la curación por la fe, y los sonidos de una orquesta de baile se mezclaban ahora con las voces de sus madres.
    El corrió para alcanzarla y la siguió a través de la puerta persiana del porche.
    Loretta Greening, una versión más suave y alta de Alison, se hallaba sentada con la madre de él en el sofá del porche. Las dos mujeres se parecían mucho. Su madre estaba sonriendo; la de Alison mostraba su perpetua expresión de excitación nerviosa mezclada con descontento. Al cabo de unos momentos, el muchacho advirtió la presencia de Duane, sentado en una silla de mimbre al otro extremo del porche. Se golpeaba silenciosamente el muslo con un puño y parecía mucho más descontento que Mrs. Greening. Estaba mirando a Alison como si la odiase, pero ella no le prestó la menor atención.
    —Dame las llaves del coche —dijo Alison—. Queremos ir a dar una vuelta.
    Mrs. Greening se encogió de hombros al tiempo que miraba a su hermana.
    —Oh, no —dijo la madre del chico—. Alison es demasiado joven para conducir, ¿no?
    —Es para practicar —dijo Alison—. Sólo en las carreteras secundarias. Tengo que practicar, o no aprobaré nunca el examen.
    Duane continuaba mirándola.
    —Yo tengo la teoría de que una siempre les deja hacer lo que ellos quieren —dijo Mrs. Grening a la madre del chico.
    —Porque yo aprendo de mis errores.
    —Bueno, ¿no crees que…? —empezó la madre de él.
    —Toma —dijo Mrs. Greening, y le echó las llaves—. Y, por amor de Dios, ten cuidado con ese viejo mentecato de Hovre. Seguro que preferiría echarte una multa a mascar ese repugnante tabaco.
    —Oh, no vamos a acercarnos a Arden —respondió Alison.
    Duane había apoyado las manos en los brazos de su silla. El muchacho comprendió con horrorizada certeza que Duane iba a invitarse a sí mismo, y temió que su madre insistiera en que le dejaran conducir el «Pontiac» de los Greening.
    Pero Alison actuó demasiado rápidamente como para que ni Duane ni su madre tuvieran tiempo de hablar.
    —Muy bien, gracias —dijo, y volvió a cruzar la puerta del porche.
    Para cuando el muchacho pudo reaccionar, ella estaba ya deslizándose en el interior del coche.
    —Nos hemos librado bien de ése, ¿verdad? —dijo Alison minutos después, mientras abandonaban la carretera del valle para pasar a la autopista de Arden. Él estaba mirando por la ventanilla posterior, donde creía haber visto los faros de la furgoneta de Duane. Pero podía haber sido cualquier furgoneta de una de las granjas del valle.
    Se disponía a contestar, cuando Alison habló de nuevo, en extraño contrapunto a sus pensamientos. Era una experiencia corriente entre ellos, este acceso recíproco a sus pensamientos y fantasías, y el muchacho pensaba que eso era lo que había notado tía Rinn.
    —Duane estaba a punto de autoinvitarse, ¿verdad? No me habría importado si no fuese tan patéticoParece como si no pudiera hacer nada a derechas. ¿Viste la casa que estaba construyendo para su novia?
    Alison soltó una risita. La casa se había convertido en una secreta broma familiar, pero sin mencionarla jamás delante de los padres de Duane.
    —Ya me he enterado —dijo él—. Y, desde luego, resulta gracioso. No quiso que la viera. La verdad es que Duane y yo no nos llevamos muy bien. Tuvimos una pelea terrible el año pasado.
    —¿Y no te acercaste a echar por lo menos un vistazo? Cristo, es una cosa pasmosa. Es…
    Se interrumpió, sofocada por la risa, incapaz de caracterizar mejor la casa.
    —Y no hay que mencionársela a Duane —añadió, pugnando por tomar aliento—, no se puede hacer ni el más mínimo comentario…
    —Reía ya incontrolablemente.
    Como el coche iba haciendo eses, él dijo:
    —¿Cómo has aprendido a conducir? Mis padres ni siquiera me dejan tocar el coche.
    —Oh, de esos changos con los que suelo salir a veces.
    El se limitó a soltar un gruñido, sin la menor idea de qué eran los changos y pensando que sonaban peor aún que el profesor de arte.
    —¿Sabes lo que deberíamos hacer? —dijo Alison—. Deberíamos hacer un pacto. Un pacto serio. Un juramento. Prometer que, suceda lo que suceda…, ya sabes, cualquiera que seala persona con quien nos casemos, ya que no podemos casarnos el uno con el otro, que permaneceremos en contacto; no, que permaneceremos juntos.
    Le miró unos instantes con expresión extraña, y luego, detuvo el coche a un lado de la carretera.
    —Hagamos un juramento. Es importante. Si no, no podemos estar seguros.
    Él la miró en silencio, sorprendido por esta súbita emoción.
    —¿Quieres decir que prometamos vernos cuando estemos casados?
    —Casados o solteros, vivamos en París o en África…, como sea. Digamos…, digamos que nos reuniremos aquí un día determinado. Tal día como hoy dentro de diez años. No, eso no es suficientemente lejano. Dentro de veinte años. Yo tendré treinta y cuatro, y tú treinta y tres. Muchos menos de los que tienen ahora nuestras madres. El 21 de julio de…, a ver…, 1975. Si es que todavía existe el mundo en 1975. Promételo. Júramelo. —Le estaba mirando con tanta intensidad que él no se atrevió a echar a broma la absurda promesa.
    —Lo juro.
    —Yo también lo juro. En la granja, dentro de veinte años. Y, si te olvidas, iré a buscarte. Si te olvidas, que Dios te proteja.
    —De acuerdo.
    —Ahora tenemos que besarnos.
    Su cuerpo pareció volverse más ligero. El rostro de Alison parecía más grande, más desafiante, parecido a una máscara. Tras la máscara, sus ojos le miraban, resplandecientes. Movió con dificultad el cuerpo en el asiento del coche. Se inclinó hacia ella. El corazón empezó a latirle con fuerza. Cuando su rostro, súbitamente enorme, llegó junto al suyo, sus labios se rozaron. Su primera sensación fue la de la inesperada blandura y suavidad de los labios de Alison, y, luego, la sustituyó la conciencia de su cálido aliento. Alison apretó con más fuerza su boca contra la suya, y él sintió las manos de ella en su nuca. La lengua de Alison se le deslizó por entre los labios.
    —Esto es lo que le asusta a tía Rinn —susurró Alison, derramando sobre la boca de él el calor de la suya.
    Volvió a besarle, y él experimentó una intensa sensación.
    —Me haces sentir como un chico —dijo Alison—. Me gusta.
    Cuando se retiró, Alison le miró al regazo. Él, aturdido, mantuvo la vista fija en su cara. Le habría dado cualquier cosa, habría muerto por ella allí mismo.
    —¿Has ido alguna vez a nadar de noche? —preguntó Alison.
    Negó con la cabeza.
    —Nos vamos a divertir —dijo Alison, y puso de nuevo en marcha el coche. Con desenvuelto ademán, enfiló otra vez la carretera.
    Él volvió la cabeza para mirar por la ventanilla posterior y vio los faros de otro vehículo aparecer por una curva a unos treinta metros por detrás de ellos.
    —Creo que Duane nos está siguiendo.
    Ella se apresuró a mirar por el espejo retrovisor.
    —No le veo.
    Él volvió la cabeza: Los faros habían desaparecido.
    —Pero estaba ahí antes.
    —No se atrevería. No te preocupes por Duane. Figúrate, con un nombre como ése.
    Él se echó a reír, aliviado, y, de pronto, se interrumpió, lleno de consternación.
    —¡No hemos traído los trajes de baño! Tendremos que volver.
    Alison le dirigió una extraña mirada.
    —¿No llevas ropa interior?
    Volvió a reír, de nuevo aliviado.
    Cuando llegaron a la pista de tierra apisonada que conducía colina arriba hasta la presa, el muchacho volvió rápidamente la cabeza para ver si les seguían los faros, pero no percibió nada más que las luces de una granja a gran distancia carretera abajo. Alison conectó la radio, y retumbaron los sones de «Yakety Yak». Ella cantaba la letra de la canción mientras subían a toda velocidad la colina.
    «No respondas.»
    Una espesa barrera de matorrales separaba los irregulares escalones que conducían a la presa desde el lugar donde detuvo el coche, un llano salpicado de piedras y hierbajos.
    —Oh, esto va a ser estupendo —dijo Alison, y volvió a encender la radio.
    «… y para Johnny y Jeep y toda la pandilla del cine al aire libre de Reuter, Les Brown y su orquesta interpretando Vuelve, mi amor — sonó la grave y untuosa voz del locutor—. Y para Reba y LaVonne en la Arden Epworth League, Les Brown y
Vuelve, mi amor.»
    Desde el espacio despejado en que en otro tiempo se alzaban los barracones de los obreros, un sendero de tierra y hierba conducía a través de una abertura en la barrera de matorrales hasta los escalones rocosos que llevaban al borde de la presa. Cuando hubo seguido a Alison por los escalones, se detuvieron ambos en la plataforma de roca que se extendía a medio metro de distancia de la negra superficie del agua. Como ocurre con todas las presas, se decía que ésta no tenía fondo, y el muchacho podía creerlo… La negra lámina del agua parecía inviolada. Si uno atravesaba, nunca terminaría de caer, continuaría descendiendo eternamente.
    Ninguna de estas reflexiones turbaba a Alison. Ésta se había quitado ya la blusa y los zapatos y se estaba quitando ahora la falda. El muchacho se dio cuenta de que le estaba mirando el cuerpo y de que ella lo sabía, pero no importaba.
    —Quítate la ropa —dijo Alison—. Eres terriblemente lento, primo. Si no te das prisa, tendré que ayudarte.
    Se sacó rápidamente la camisa por encima de la cabeza. En bragas y sostén, Alison se detuvo a mirarle. Zapatos, calcetines y, luego, los pantalones. El fresco aire nocturno le acarició los hombros y el pecho. Ella le estaba mirando con aprobación, sonriendo.
    —¿Quieres hacer lo que hacemos en California?
    —Oh, desde luego.
    —Entonces, vamos a bañarnos a pelo.
    —¿Qué es bañarse a pelo? —aunque pensó que lo sabía.
    —Mírame.
    Sonriendo, ella se bajó las bragas, que resbalaron hasta el suelo, y sacó los pies. Luego, se desabrochó el sostén. La radio del coche llevaba hasta ellos una canción lánguida y sentimental interpretada por Ray Anthony.
    —Tú también —dijo Alison, sonriendo—. Verás qué agradable es.
    Un ruido que sonó sobre ellos, cerca de las rocas, le hizo dar un salto.
    —¿Qué ha sido eso? ¿Una tos?
    —¿Acaso tosen los pájaros? Anda, venga.
    —Sí.
    Se quitó los calzoncillos, y cuando levantó la vista hacia ella, Alison se estaba zambullendo en el agua. Su cuerpo resplandecía con blanco fulgor bajo la oscura superficie del agua, deslizándose durante largo rato hacia el centro de la presa. Luego, su cabeza emergió del agua y ella se echó hacia atrás el pelo en un movimiento lleno de feminidad.
    Tenía que acercarse a ella. Fue hasta el borde de la roca y se lanzó al agua: un latigazo helado pareció recorrer su sistema nervioso y quemar su piel, pero la sencilla y femenina eficiencia de su gesto había sido un latigazo más intenso. Más que sus alusiones a changos y profesores de arte, era eso lo que hacía de ella una criatura lejana.
    Para cuando llegó a la superficie, el cuerpo se le había acomodado ya a la temperatura del agua. Alison se estaba alejando de él, moviéndose suavemente a través del agua. Advirtió con disgusto que nadaba mejor que él, que se sentía orgulloso de cómo lo hacía. Y era también nadadora más potente, pues, cuando empezó a seguirla aceleró sin ningún esfuerzo el ritmo de sus brazadas y aumentó la distancia entre ellos. Al llegar al extremo de la presa, se sumergió en elegante giro para volver a emerger luego, grácil y poderosa, reluciendo sus hombros y sus brazos en la oscuridad. El resto de su cuerpo relucía también, misterioso y desdibujado por el agua. Él dejó de nadar y se limitó a sostenerse en el agua, esperándola.
    Entonces, sofocado por la música de baile que llegaba a ráfagas desde el coche, oyó otro sonido por encima de ellos y levantó rápidamente la vista. Algo blanco pasó fugazmente por detrás de uno de los matorrales menos espesos. Por un momento pensó que era una camisa blanca, pero luego aquello se detuvo y quedó demasiado inmóvil como para que se hubiera movido en absoluto…, el brillo de la luna en una roca. Desde el otro lado de la parte alta de la presa, encima y por detrás de él, llegó un breve silbido. Volvió la vista por encima del hombro, pero no vio nada.
    Alison estaba ahora cerca de él, dando sus elegantes brazadas que apenas si turbaban la superficie del agua. Flexionó la cintura, resplandecieron un instante sus nalgas y desapareció. El sintió que sus manos le rodeaban las pantorrillas y logró contener el aliento antes de sumergirse.
    En las oscuras aguas, Alison le agarraba ahora de la cintura, sonriendo. El le tocó las frías y suaves manos. Luego, audazmente, se atrevió a tocar sus desparramados cabellos y su redondo cráneo. Ella le aferró con más fuerza por la cintura y, utilizando los músculos del hombro, le hizo descender, deslizándose sobre él hasta estrecharle el pecho con los brazos. Le mordisqueó el cuello. Las piernas de ambos se extendían paralelas, tocándose. Empezó a turbársele la mente.
    Cuando lo que ella había hecho revivir le rozó el estómago, le soltó y ascendió suavemente a la superficie. Conteniendo el escaso aire que le quedaba, él vio oscilar su cuerpo, un increíble regalo de perfección casi mística. Sus pequeños pechos se balanceaban en el agua, sus piernas se doblaban en adorable curva. Sus manos y sus pies eran fulgurantes estrellas blancas. La turbación se extendió inconteniblemente por su mente, anulando todo lo demás. Se elevó junto a ella, rozando todo su cuerpo.
    La vista se le nubló por unos momentos, y el brazo de Alison se enroscó en torno a su cuello: cuando se le aclararon los ojos, estaba mirando una húmeda mata de pelo. Los duros pómulos de la muchacha le presionaban la mandíbula. Haciendo acopio de toda su fuerza, se desasió de sus brazos y la atrajo hacia sí. Hundió la cabeza bajo el agua, la apretó contra el cuello de Alison y oyó su estridente risa. Rodeó las piernas de la muchacha con las suyas. Volvieron a sumergirse, agitándose en el agua, y la turbación que inundaba su mente les hizo hundirse más aún en las frías aguas. Le retumbaron los oídos cuando ella se los golpeó.
    Todo retumbaba a su alrededor. El agua le cubría, la resbaladiza perfección de Alison pugnaba con él. Llegaron de nuevo a la superficie y aspiraron aire un instante antes de que el agua explotara de agitación. Alison dejó de reír y le agarró la cabeza, aplastándole dolorosamente las orejas, y luego parecieron ser más de dos, pugnando frenéticamente en las agitadas aguas, pugnando por respirar, pugnando por unirse. Hervía el agua a su alrededor, y siempre que sus cuerpos, su único cuerpo, rompían la superficie, brotaban también surtidores de agua.

Peter Straub
Si pudieras verme ahora
Bogotá, Círculo de Lectors, 1986, pp. 7-17



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