BIOGRAFÍA
Según los testimonios de cuantos lo conocieron, la mano que daba Oscar Wilde para saludar era mullida como un cojín, o más bien fofa como plastilina gastada y algo grasienta, y uno tenía la impresión de haberse manchado después de estrechársela. También se ha dicho que su piel era «sucia y biliosa», y que al hablar tenía la fea costumbre de pellizcarse y tirarse levemente de la papada, que no era de por sí inexistente. Mucha gente, prejuiciada o juiciada, lo halló repelente al primer golpe de vista, pero todos coinciden en señalar que tal sensación se desvanecía en cuanto Wilde empezaba a hablar, y aún es más, se veía sustituida por otra, de vago maternalismo o abierta admiración, de simpatía incondicional. Hasta el Marqués de Queensberry, que lo llevaría a la cárcel y a no escribir más, sucumbió a su encanto personal cuando lo conoció en el transcurso de un almuerzo en el Café Royal, a donde había acudido con su hijo Lord Alfred Douglas con vistas a apartarlo del dañino influjo de Wilde. Según ha contado el propio Douglas, que en aquella época respondía más bien por el apelativo de «Bosie» a quienes le tenían cariño, Queensberry llegó lleno de odio y desprecio hacia Wilde y muy mal dispuesto, pero a los diez minutos «comía en la palma de su mano» y al día siguiente envió una nota a su hijo «Bosie» retirando cuanto había dicho o escrito en contra de su amigo: «No me extraña», le decía, «que le tengas tanto aprecio, es un hombre maravilloso».
Bien es verdad que esta segunda impresión no le duró demasiado, y ya antes de que ambos caballeros se llevaran mutuamente a juicio con la desgraciada derrota de Wilde que todo el mundo conoce, tuvieron al menos otro encuentro, mucho más tenso. En esta ocasión el Marqués, que ha pasado a la historia por haberle dado carta de deporte de caballeros al boxeo además de por haber privado al público inglés de algunas de sus —previsiblemente— comedias favoritas, se presentó en casa de Wilde acompañado por un púgil no sólo profesional, sino además campeón. El propio Marqués había sido un notable peso ligero aficionado, y por entonces aún destacaba como brioso jinete y cazador furioso. A esta ruda pareja se oponían Wilde y su criadito, un muchacho de diecisiete años que parecía una miniatura. Pero no hizo falta llegar a las manos. El «chillón Marqués escarlata», como lo llamaba Wilde, soltó cuanto tenía que soltar en su misión de rescate del corrompido vástago, y entonces Wilde hizo sonar la campanilla y, cuando reapareció su mayordomo mínimo y niño, le indicó: «Este hombre es el Marqués de Queensberry, el más infame bruto de la ciudad de Londres; no vuelvas a dejarlo entrar en esta casa», tras lo que abrió la puerta y le ordenó: «Salga». El Marqués obedeció, y al púgil, que por lo visto era de buen corazón y respetuoso, no se le ocurrió intervenir en una discusión entre dos caballeros.
Oscar Wilde era, pues, hombre firme pese a su aparente blandura, ya iniciada, según la leyenda, en su más tierna infancia, cuando su madre, la activista y poetisa irlandesa Lady Wilde, decepcionada por haber dado a luz a un segundo varón en vez de a la niñita que deseaba, no se conformó fácilmente y vistió a Oscar con atuendos feminoides durante más tiempo del quizá aconsejable. De su firmeza y poderío físico existe a su vez otra leyenda, según la cual, cuando era estudiante en Oxford, recibió en sus habitaciones la indeseada visita de cuatro gamberros de Magdalen College salidos de una fiesta etílica y dispuestos a pasar a su costa el mejor de los ratos. Los menos bravucones de la partida, que se habían quedado al pie de las escaleras como espectadores, vieron, para su sorpresa, rodar por ellas uno tras otro a los cuatro fornidos adelantados que habían subido a destruir el disfraz estético y la porcelana china del amanerado hijo de Irlanda.
Al parecer es mucha la gente que en su día mintió sobre Wilde, y a ello hay que achacar los considerables contrastes en la información que sobre él se posee. Aunque puede que en realidad no entre en contradicción con su fama de temerario la siguiente anécdota, relatada por Ford Madox Ford: después de salir de la cárcel, en sus últimos años parisinos, Wilde era frecuente objeto de burla por parte de los estudiantes cuando paseaba por Montmartre. Un apache llamado Bibi La Touche solía acercarse a él acompañado de otros matones y le decía a Wilde que se le había antojado su bastón de ébano con incrustaciones de marfil y mango en forma de elefante, y que, si no se lo entregaba en el acto, lo asesinaría de camino a casa. Según Ford, Wilde lloraba con gruesas lágrimas que empapaban sus mejillas enormes y rendía el bastón invariablemente. A la mañana siguiente los apaches se lo devolvían a su hotel, sólo para exigírselo de nuevo a los pocos días. Es posible que todas las leyendas sean ciertas, habida cuenta de lo mucho que había cambiado el Wilde ex-convicto. Quizá en la cárcel aprendió a tener miedo, en todo caso era un hombre prematuramente envejecido, sin más dinero que el que le iban procurando sus más fieles amigos, perezoso ante el trabajo (esto es, ante la escritura), quejoso hasta la exasperación y un poco cómico. En esa época adoptó el nombre de Sebastian Melmoth, sólo dio a la imprenta su famosa Balada de la cárcel de Reading, estaba cada vez más sordo, tenía la piel enrojecida y vulgarizada y caminaba como si los pies le dolieran, apoyado siempre en su bastón tan arrebatado. Sus ropas no eran tan fúlgidas como en el pasado, había cedido por fin a la obesidad que tanto lo había acechado, y existe una foto de él, ante San Pedro de Roma, tres años antes de su muerte, en la que la figura entera se ve dominada y ridiculizada por un sombrero minúsculo que subraya cruelmente su muy gorda cabeza, aquella cabeza que en su juventud había lucido largas melenas artísticas y generosos sombreros ornados de plumas. Lo único que no perdió fue su capacidad conversadora, y se dice que dirigía las reuniones y las cenas con el mismo firmísimo pulso y variadísimo anecdotario que durante sus años de mayor gloria en Londres, los años en que fue dramaturgo. No era sólo que tuviera infinitas ocurrencias, inventara juegos de palabras inverosímiles y lanzara máximas a cual más brillante, sino que al parecer contaba extraordinariamente, mucho mejor de lo que lo hiciera por escrito nunca. En cualquier ocasión mundana era él quien hablaba, casi el único que hablaba, lo cual no impedía, sin embargo, que cuando se hallaba a solas con alguien, ese alguien tuviera la sensación de no haber sido jamás escuchado con mayor atención, interés y piedad, si esto último le hacía falta. Bien es verdad que en sus retruécanos se lo acusaba a menudo de plagio: tal cosa la había dicho antes Pater, tal otra Whistler, tal otra Shaw. Sin duda era así en muchos casos (sobre todo copió del pintor Whistler, a quien primero reverenció y con quien luego se enemistó), pero lo cierto es que las ingeniosidades, pertenecieran en su origen a quien pertenecieran, se hacían célebres sólo tras pasar por sus labios.
El bisexualismo de Wilde es cosa probada, aunque por culpa del escándalo de sus procesos tiende a pensarse en él como en el puro apóstol y protomártir moderno de la homosexualidad. Pero no sólo se casó con Constance Lloyd, de la que tuvo dos hijos, sino que se ha hablado mucho de una sífilis contraída con una puta en su juventud y de un temprano desengaño con una joven irlandesa a la que cortejó muy en serio durante dos años, al cabo de los cuales ella se casó con Bram Stoker. (Hay que concluir, dicho sea de paso, que la joven en cuestión gustaba de las emociones fuertes, habiendo oscilado entre los futuros autores de El retrato de Dorian Gray y de Drácula, prefiriendo a la postre el inmortal vampirismo sobre un pictórico y no tan duradero pacto con el demonio). Y más de un amigo o conocido suyo se quedó perplejo cuando se desató el escándalo y supo cuáles eran las acusaciones: jamás habrían sospechado en él semejantes tendencias, dijeron, pese a la insistente profesión de helenismo que Wilde había hecho desde sus años estudiantiles y su viaje a Grecia, del que resultaron una fotografía del viajero con traje típico local de amplias faldas y su abrazo formal del paganismo, en detrimento del catolicismo al que había dudado si entregarse justo antes: llegó a decorar sus aposentos oxonienses con retratos del Papa y del Cardenal Manning, pero cuando le tocó visitar al primero, en una audiencia romana procurada por su catoliquísimo y adinerado amigo Hunter Blair, se mantuvo en huraño silencio y el encuentro le pareció un espanto; después se encerró en la habitación de su hotel y salió con un soneto alusivo. Pero lo peor vino luego: al pasar junto al cementerio protestante, Wilde insistió en detenerse y allí se postró ante la tumba del poeta Keats con mucha más devoción de la que había ofrecido al no tan pío Pío IX.
De Constance Lloyd Wilde no se sabe demasiado, aparte de que miraba a su marido a la vez con desaprobación y dulzura. De Lord Alfred Douglas o «Bosie», en cambio, se sabe mucho, sobre todo por los varios libros que él mismo escribió a lo largo de su prolongada vida (murió en 1945, con setenta y cinco años), a partes iguales versos y volúmenes más o menos autobiográficos y justificatorios. De joven era largo de bucles y corto de luces, y en su madurez perdió los bucles y no ganó en luces: se hizo católico y puritano, y sus juicios sobre lo sucedido parecen confusos en el mejor de los casos. Le tocó en suerte vivir demasiados años marcado por un escándalo del que él era sólo reacio coprotagonista, pero nunca hizo méritos para pasar a primer plano por ningún otro motivo. Dos años después de la muerte de Wilde se casó con una poetisa, con lo que se puede decir que estableció un matrimonio curioso, de versificadores. Su bête noire fue Robert Ross, quien no sólo manipuló y se quedó con la larga carta que Wilde había escrito a «Bosie» desde la cárcel y que hoy se conoce como De Profundis, sino que además, según parece, fue el instigador remoto de toda aquella tragedia al haber sido el iniciador sexual de Wilde en su juventud, en la vertiente más helenística.
Las ocurrencias de Wilde son legión, y la mayoría han tenido suficiente acogida en el cielo de las citas como para insistir ahora en ellas. Aún es más, todavía hoy se le atribuyen ingeniosidades que nunca pasaron por su cabeza. Sí le pertenece esta descripción de un día muy atareado en la vida de un escritor: «Esta mañana», dijo, «quité una coma, y esta tarde la he vuelto a poner».
En sus últimos años pareció tomarse al pie de la letra estas palabras, tras abandonar la cárcel en la que había permanecido durante dos, con trabajos forzados. Aunque era evidente que si creaba una nueva comedia o novela le llovería el dinero y su penuria se acabaría, se sentía sin fuerzas para escribir y sin ganas de hacerlo. Según decía, había conocido el sufrimiento, y eso no podía cantarlo; lo detestaba, pero lo conocía, y por eso tampoco podía cantar ahora lo que siempre le había inspirado, el placer y la alegría. «Todo lo que me sucede», dijo, «es simbólico e irrevocable». En esos años André Gide lo describió como a «una criatura envenenada». Bebía de más, lo cual contribuía a irritarle la piel enrojecida de todo el cuerpo: tenía que rascarse a menudo, por lo que pedía disculpas: «La verdad», le dijo a un amigo, «es que parezco más que nunca un gran simio, pero espero que no te limites a invitarme a nueces, sino a un almuerzo».
Seis años antes de su caída en desgracia había escrito esto sobre la vida: «La vida lo vende todo demasiado caro, y nosotros compramos sus más mezquinos secretos a un precio monstruoso e infinito». Ese precio dejó de pagarlo el 30 de noviembre de 1900, en que murió en París a los cuarenta y seis años tras una agonía de más de dos meses. La causa de la muerte fue una infección del oído (más tarde generalizada) de origen remotamente sifilítico. Vuelve a contar la leyenda que poco antes de expirar pidió champagne y cuando le fue traído declaró con humor: «Estoy muriendo por encima de mis posibilidades». Yace en el cementerio parisino de Père Lachaise, y a su monumento, presidido por una esfinge, no suelen faltarle las flores que se ganan todos los mártires.
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