martes, 27 de septiembre de 2022

Así comienza / Hilary Mantel / En la corte del lobo


Hilary Mantel

BIOGRAFÍA

EN LA CORTE DEL LOBO


Primera parte

I
Hacia el otro lado del estrecho


    Putney, 1500
    —Vamos, levántate.
    Ha caído derribado, aturdido, mudo; desplomado cuan largo es en el empedrado del patio. Ladea la cabeza, vuelve los ojos hacia el portón, como si pudiese llegar alguien a ayudarle. Un solo golpe, en el lugar adecuado, podría matarle ahora.


    Le cae por la cara la sangre del corte de la cabeza (el primer objetivo de su padre). Se añade a esto que no puede abrir el ojo izquierdo; aunque, de reojo, puede ver con el derecho que a su padre se le ha descosido una costura de la bota. El bramante se ha soltado del cuero y un nudo duro que hay en él le ha alcanzado en la ceja y le ha abierto otro corte.

    —¡Vamos, levántate! —le grita Walter mientras estudia dónde asestar la patada siguiente. Él alza un poco la cabeza y avanza sobre el vientre, procurando hacerlo sin sacar las manos, que a Walter le encanta pisotear.
    —¿Qué eres, una anguila? —pregunta su padre. Luego retrocede, toma impulso y le asesta otra patada.
    Exhala con ella el último aliento; eso piensa él, que debe de ser el último. La frente vuelve al suelo. Espera, tendido, que Walter salte sobre él. La perra, Bella, está ladrando, encerrada en un cobertizo. «La echaré de menos», piensa él. El patio huele a cerveza y a sangre. Alguien grita abajo, en la orilla del río. Nada duele, o tal vez sea que duele todo, porque no hay ningún dolor diferenciado que pueda señalar. Pero nota el frío en un punto exacto: justo en el pómulo que tiene apoyado en las piedras.
    —Mira, mira —vocifera Walter. Salta a la pata coja como si estuviese bailando—. Mira lo que he hecho. Reventar la bota dándote patadas en la cabeza.
    Palmo a palmo. Palmo a palmo, hacia delante. «No importa que te llame anguila, gusano o culebra. No alces la cabeza, no le provoques.» La sangre le tapona la nariz y tiene que abrir la boca para respirar. Aprovecha la distracción momentánea de su padre por la pérdida de su excelente bota para vomitar.
    —Eso es. Vomítalo todo —grita Walter. Vomítalo todo, en mi buen empedrado—. Vamos, muchacho, arriba. Veamos cómo te levantas. ¡Por la sangre de Cristo reptante, ponte de pie!
    «¿Cristo reptante? —se pregunta él—. ¿Qué quiere decir?» Ladea la cabeza, apoyando el pelo en el vómito. La perra ladra, Walter vocifera y las campanas repican al otro lado del río. Tiene una sensación de movimiento, como si el suelo sucio se hubiese convertido en el Támesis. Su superficie cede y se balancea. Él deja escapar el aliento, un gran jadeo final. «Esta vez lo has hecho», le dice una voz a Walter. Pero él cierra los oídos, o Dios los cierra por él. Se ve arrastrado corriente abajo, en una marea negra y profunda.
    Cuando vuelve en sí, es casi mediodía, y está apoyado en la entrada de Pegaso, el Caballo Volador. Su hermana, Kat, sale de la cocina con una bandeja de pasteles calientes en las manos. Casi se le caen al verle. Abre la boca, atónita.
    —¡Qué te ha pasado!
    —Kat, no grites, me hace daño.
    Ella llama a gritos a su marido.
    —¡Morgan Williams! —Se vuelve, despavorida, la cara ruborosa del calor del horno—. Coged esta bandeja, por Dios, ¿dónde estáis todos?
    Él tiembla de pies a cabeza, igual que Bellacuando se cayó de la barca aquella vez.
    Llega corriendo una muchacha.
    —El amo ha ido a la ciudad.
    —Ya lo sé, tonta.
    El pánico que le ha causado ver a su hermano le ha nublado el juicio. Le entrega de malos modos la bandeja a la chica.
    —Si los dejas donde puedan cogerlos los gatos, te abofetearé hasta que veas las estrellas. —Une las manos un momento como en ferviente oración—. ¿Otra pelea o ha sido tu padre?
    «Sí», dice él asintiendo vigorosamente, con lo que le caen gotas de sangre de la nariz. «Sí», se señala, como si dijera: «Walter estuvo aquí». Kat pide una palangana, pide agua, pide agua en una palangana, pide un paño, pide que aparezca el diablo en el acto y se lleve a Walter, su servidor.
    —Siéntate antes de que te caigas.
    Él intenta decir que acaba de levantarse, de salir al patio. Podría hacer una hora, incluso un día, y, por lo que sabe, hoy podría ser mañana. Salvo que si hubiese estado allí tirado un día, seguro que habría aparecido Walter y le habría matado por obstruir el paso, o se le habrían coagulado un poco las heridas y estaría todo dolorido y casi demasiado entumecido para moverse. Sabe bien, por la larga experiencia de los puños y las botas de Walter, que el segundo día puede ser peor que el primero.
    —Siéntate. No hables —dice Kat.
    Cuando llega la palangana, se inclina sobre él y trabaja con ahínco, dándole leves toques en el ojo cerrado, limpiándole en pequeños círculos. Respira entrecortadamente y le apoya la mano libre en el hombro. Jura entre dientes, y chilla a veces y le acaricia la nuca, susurrando: «Vamos, calla, vamos», como si fuese él quien chillase. Él tiene la sensación de estar flotando, y de que ella le sujeta a la tierra. Le gustaría abrazarla, apoyar la cara en su delantal y reposar allí, escuchando los latidos de su corazón. Pero no quiere mancharla, llenarla de arriba abajo de sangre.
    Llega Morgan Williams, ataviado con su chaqueta buena de la ciudad. Parece galés y combativo. Es evidente que ha oído la noticia. Se queda parado junto a Kat, mirando hacia abajo, momentáneamente sin palabras; hasta que dice: «¡Mira!», cierra un puño y lo lanza tres veces en el aire.
    —¡Esto! —dice—. Esto es lo que recibiría Walter. Esto es lo que recibiría. De mí.
    —Apártate un poco —le aconseja Kat—. No querrás manchas de sangre de Thomas en tu ropa de Londres.
    Desde luego que no. Retrocede.
    —No es asunto mío, pero mírate, muchacho. Podrías dejar baldado a ese animal en una lucha justa.
    —Nunca es una lucha justa —dice Kat—. Se acerca por detrás, ¿verdad, Thomas? Con algo en la mano.
    —Parece que una botella de cristal, en este caso —dice Morgan Williams—. ¿Era una botella?
    Él cabecea. Vuelve a sangrarle la nariz.
    —No hagas eso, hermano —dice Kat. Le ha caído sangre en la mano. Se limpia en la ropa. Qué desastre, en el delantal. Podría haber apoyado la cabeza en él después de todo.
    —Supongo que no lo viste —dice Morgan—. ¿Con qué te pegó exactamente?
    —Ésa es la ventaja —dice Kat— de aproximarse por detrás: que luego tú no sabes qué decirles a los jueces. Vamos, Morgan, ¿es que he de explicarte cómo es mi padre? Agarra lo primero que encuentra. Que a veces es una botella, sí. Le he visto hacérselo a mi madre. Incluso le vi golpear en la cabeza a nuestra pequeña Bet. Y, a veces, no le veía hacerlo porque quien iba a caer sin sentido era yo…
    —Me asombra la gente con la que he ido a emparentar —dice Morgan Williams.
    Pero, en realidad, Morgan sólo habla por hablar; algunos hombres tienen catarro permanente, algunas mujeres, dolor de cabeza, y Morgan tiene ese asombro. El muchacho no le escucha. «Si mi padre le hacía eso a mi madre, que murió hace tanto tiempo —piensa—, tal vez la matase él. No, por eso seguramente le habrían detenido; en Putney no hay ley, pero si cometes un asesinato no te libras.» Kat ha sido la única madre que ha tenido él, la que ha llorado por él, la que le ha acariciado la nuca.
    Cierra el ojo izquierdo para que esté igual que el derecho, luego intenta abrir los dos.
    —Kat —dice—, tengo un ojo cerrado, ¿verdad? Es que no veo nada.
    —Sí, sí, sí —dice ella, mientras Morgan Williams prosigue con su investigación de los hechos.
    Se decide por un objeto duro, moderadamente pesado, afilado, pero posiblemente no una botella  rota, porque, en ese caso, Thomas habría visto su borde mellado antes de que Walter le abriese la ceja, decidido a dejarle ciego. Él oye a Morgan elaborar esta teoría y le gustaría hablar de la bota, del nudo, el nudo en la costura, pero el esfuerzo de mover la boca parece desproporcionado para la recompensa. Está de acuerdo con la conclusión de Morgan en términos generales; intenta encogerse de hombros, pero le duele mucho y se siente tan aplastado y descoyuntado, que se pregunta si no tendrá el cuello roto.
    —De todos modos —dice Kat—, ¿qué estabas haciendo para que empezara, Tom? No suele hacerlo sin motivo hasta después de oscurecer.
    —Sí —dice Morgan Williams—. ¿Había algún motivo?
    —Ayer. Me peleé.
    —¿Te peleaste ayer? ¿Con quién te peleaste, en nombre del cielo?
    —No sé.
    El nombre se le ha ido de la cabeza, y también el motivo; pero tiene la sensación de que se hubiesen llevado, al salir, una esquirla mellada de hueso de su cráneo. Se toca el cuero cabelludo con cuidado. ¿Una botella? Tal vez.
    —Oh —dice Kat—, los chicos siempre andan peleándose. A la orilla del río.
    —A ver si lo entiendo bien —dice Morgan—. Llega a casa ayer con la ropa rota y los nudillos despellejados y el viejo dice: «¿Qué es esto, has tenido una pelea?». Y va y espera un día y entonces le atiza con una botella. Y cuando le tiene allí tirado, en el patio, le da de patadas, le arrea una buena tunda con una tabla que encuentra a mano…
    —¿Fue eso lo que hizo?
    —¡Lo sabe toda la parroquia! Estaban haciendo cola en el muelle para contármelo, me lo gritaron antes de amarrar la barca. «Morgan Williams, escucha: el padre de tu mujer le ha pegado una paliza a Thomas, que se ha arrastrado moribundo a casa de su hermana. Han llamado al sacerdote…» ¿Habéis llamado al sacerdote?
    —¡Oh, vosotros, los Williams! —dice Kat—. Os creéis tan importantes aquí… La gente hace cola para deciros las cosas. Pero ¿por qué? Porque os creéis lo que sea.
    —¡Pero es verdad! —grita Morgan—. Casi todo, ¿no? Menos lo del sacerdote. Y que aún no está muerto.
    —Conseguirás ese puesto en el banco de los magistrados, seguro —dice Kat—, con tu minucioso estudio de la diferencia entre un cadáver y mi hermano.
    —Cuando sea magistrado, pondré a tu padre en la picota. ¿Multarle? No hay multa suficiente para él. ¿Qué sentido tiene multar a alguien que volverá a robar o estafar lo mismo al primer infeliz que se cruce en su camino?
    Él gime. Procura hacerlo sin interrumpir.
    —Vamos, vamos, ya está —susurra Kat.
    —Creo que los magistrados están hasta la coronilla de él —dice Morgan—. Cuando no se dedica a aguar la cerveza, anda metiendo ganado ilegal en el ejido, y cuando no está expoliando a la comunidad, agrede a un agente de la autoridad, y cuando no está bebido está borracho perdido; si no muere antes de su hora es que no hay justicia en este mundo.
    —¿Has terminado? —pregunta Kat; se vuelve a él—. Tom, será mejor que te quedes con nosotros. ¿Qué dices tú, Morgan Williams? Podrá hacer el trabajo pesado, cuando se cure. Puede hacerte las cuentas, sabe sumar y… ¿qué es lo otro? Bueno, no te rías de mí, ¿cuánto tiempo crees que tuve para aprender los números, con un padre como ése? Si sé escribir mi nombre es porque Tom me enseñó.
    —A él no —dice Thomas—. Le gustará.
    Sólo puede hablar así, con frases breves, simples, explicativas.
    —¿Gustarle? Debería avergonzarse —dice Morgan.
    —La vergüenza se quedó fuera cuando Dios hizo a mi padre —dice Kat.
    —Sólo hay una milla de distancia. Y puede fácilmente… —dice él.
    —¿Venir a buscarte? Déjale que lo haga. —Morgan blande de nuevo su pequeño y nervioso puño galés.
    Cuando Kat terminó de curarle y Morgan Williams dejó de fanfarronear y de hablar de la agresión, él pasó echado una hora o dos, para recuperarse. En ese tiempo, Walter acudió a la puerta, con conocidos suyos, y se oyeron gritos y golpeteo de puertas, aunque a él le llegó de un modo apagado y pensó que tal vez estuviese soñando. «Qué voy a hacer, no puedo quedarme en Putney», eso es lo que tiene ahora en la cabeza. Se debe en parte a que está recuperando el recuerdo de anteayer y de la pelea anterior, y piensa que podría haber habido un cuchillo en ella en algún momento; un cuchillo que no se clavó en él, así que ¿lo clavaría él? Todo está confuso en su mente. Lo único que está claro es lo que piensa sobre Walter: «Estoy harto de esto. Si vuelve a por mí, lo mataré; y si lo mato, me ahorcarán, y si tienen que ahorcarme quiero que sea por un motivo mejor».
    Le llega el subir y bajar ele sus voces. No puede oír todas las palabras. «Ha quemado las naves», dice Morgan. Kat se está arrepintiendo de su primera oferta (un puesto como lavaplatos, criado para todo y vigilante), porque Morgan está diciendo: «Walter andará siempre rondando por aquí. "¿Dónde está Tom? —dirá—, tiene que volver a casa. ¿Quién pagó a ese cura condenado para que le enseñara a leer y a escribir, eh? Yo, lo pagué yo, y ahora recoges los malditos beneficios tú, furcia come puerros"».
    Baja las escaleras.
    —Tienes buen aspecto, después de todo —le dice Morgan alegremente.
    La verdad sobre Morgan Williams (y él no lo estima menos por ello), la verdad es que la idea de que va a pegarle un día una paliza a su suegro, es pura fantasía. En realidad, teme a Walter, como muchos de Putney, y, en realidad, de Mortlake y de Wimbledon.
    —Bueno, me marcho —dice él.
    —Tienes que quedarte esta noche —le dice Kat—. Ya sabes que el segundo día es el peor.
    —¿A quién le pegará cuando yo me vaya?
    —No es asunto nuestro —dice Kat—. Bet está casada y ya se libró de eso, gracias a Dios.
    —Si Walter fuese mi padre, te aseguro que yo me largaría —dice Morgan Williams; él espera que continúe—. Mira, hemos reunido un poco de dinero.
    Una pausa.
    —Os lo devolveré.
    —¿Y cómo vas a hacerlo, Tom? —dice Morgan, riendo con alivio.
    No lo sabe. Le cuesta respirar, pero eso no significa nada, es sólo por el coágulo que tiene en la nariz. No parece rota; la toca, inspeccionándola, y Kat dice, precavida: cuidado, éste es un delantal limpio. Sonríe, una sonrisa triste, no quiere que él se vaya, pero no va a contradecir a Morgan Williams, ¿verdad? Los Williams son gente importante en Putney, en Wimbledon. Morgan la adora; le recuerda que tiene sirvientas para que se ocupen del horno y de hacer la cerveza. ¿Por qué no se sienta en el piso de arriba a coser como una dama y a rezar para que a él le salga todo bien cuando va a Londres a hacer tratos con su ropa de ciudad? Podría hacer un recorrido por el Pegaso dos veces al día bien vestida y poner en orden lo que fuese preciso: eso es lo que piensa Morgan. Y aunque, por lo que él puede ver, ella trabaja tanto como cuando era pequeña, comprende lo que debe de gustarle que Morgan insista en que no se esfuerce y viva como una dama.
    —Os lo devolveré —dice—. Podría hacerme soldado. Podría enviaros una parte de la paga y conseguir botín.
    —Pero no hay guerra —dice Morgan.
    —Habrá alguna en algún sitio —dice Kat.
    —O podría ser grumete. Pero, claro, Bella… ¿Creéis que debería volver a por ella? Estaba llorando. La tenía encerrada.
    —¿Para que no le mordisqueara los dedos de los pies? —dice Morgan. Habla burlonamente de Bella.
    —Me gustaría que viniera conmigo.
    —He oído hablar de gatos en un barco. Pero no de perros.
    —Es muy pequeña.
    —No pasará por un gato —se burla Morgan—. De todos modos, eres muy mayor ya para hacer de grumete. Tienen que subir corriendo por los aparejos, como monitos…, ¿has visto alguna vez un mono, Tom? Soldado te va más. Sinceramente, de tal padre tal hijo. Tú no estabas el último de la fila cuando Dios repartió puños.
    —Bueno, veamos —dice Kat—. A ver si aclaramos esto… Resulta que un día mi hermano Tom va y se pelea. Como castigo, su padre se le acerca por detrás y le atiza con lo que fuese, algo pesado y probablemente agudo, y luego, cuando se desploma, casi le saca un ojo, se dedica a darle de patadas en las costillas, le aporrea con una tabla que tenía a mano, le deja la cara que si yo no fuese su hermana casi no le reconocería. Y mi marido va y dice: «La respuesta a esto, Thomas, es irse de soldado, ir a buscar a alguien a quien no conoces, sacarle un ojo y darle de patadas en las costillas, en realidad matarle, me imagino, y que te paguen por ello».
    —Puede compararse —dice Morgan— con lo de andar peleándose a la orilla del río, sin beneficio para nadie. Mírale…, si de mí dependiese, organizaría una guerra sólo para darle trabajo.
    Morgan saca su bolsa. Cuenta las monedas con incitante lentitud.
    Él se toca el pómulo. Está magullado, intacto, pero muy frío.
    —Escucha —dice Kat—, nosotros somos de aquí, probablemente haya gente que eche una mano a Tom…
    Morgan le lanza una mirada que indica elocuentemente: «¿Quieres decir que hay mucha gente a la que le gustaría enfrentarse a Walter Cromwell? ¿Para que les echase la puerta abajo?». Y ella dice, como si oyera en voz alta lo que él piensa:
    —No. Tal vez. Tal vez sea lo mejor, Tom, ¿qué te parece?
    Él se levanta.
    —Morgan, míralo, no debería marcharse esta noche —dice ella.
    —Debo hacerlo. Dentro de una hora estará como una cuba y volverá. Prendería fuego a esto si creyera que yo estaba dentro.
    —¿Tienes lo que necesitas para el camino? —le pregunta Morgan.
    Él quiere volverse a Kat y decir no.
    Pero ella ha apartado la cara y está llorando. No llora por él, porque él cree que nadie llorará nunca por él, Dios no hizo las cosas de ese modo en su caso. Kat llora por la idea que tiene de cómo debería ser la vida: domingo después de misa, todas las hermanas, las cuñadas, las esposas dando besos y palmadas, y golpecitos a los niños de unas y otras, y queriéndoles al mismo tiempo y acariciando sus cabecitas redondas, las mujeres comparando e intercambiando a los niños, y todos los hombres reunidos, hablando de negocios, de la lana, el hilo, las telas, los embarques, los malditos flamencos, los derechos de pesca, la elaboración de la cerveza, el balance del año, la información oportuna, favor por favor, pequeños sobornos, pequeños pagos, mi abogado dice. Así debería ser, casada con Morgan Williams como está, siendo como son los Williams una familia importante de Putney. Pero lo cierto es que no ha sido así. Walter lo ha estropeado todo.
    Él se yergue con cuidado, agarrotado. Ahora le duele todo. No tanto como le dolerá mañana. Al tercer día salen los cardenales y hay que empezar a contestar a la gente que pregunta de qué son. Para entonces, ya estará lejos de aquí, y es de suponer que nadie le pedirá cuentas, porque nadie le conocerá ni se interesará por él. Pensarán que es normal en él lo de tener la cara magullada.
    Recoge el dinero. Dice:
    —Hwyl, Morgan Williams. Diolch am yr arianGracias por el dinero. Gofalwch am Katheryn. Gofalwch am eich busness. Wela I chi eto rhywbryd. Pob lwc. Cuida de mi hermana. Cuida de tu negocio. Nos veremos algún día.
    Morgan Williams le mira fijamente.
    Él casi sonríe; lo haría si no tuviese la cara como la tiene. Todas aquellas veces que había pasado el día rondando por el hogar de los Williams…, ¿pensarían que había ido sólo por la comida?
    —Pob lwc —dice Morgan lentamente. Buena suerte.
    —Si me voy por el río, ¿será una buena ruta o no? —pregunta.
    —¿Adónde quieres ir?
    —Al mar.
    Morgan Williams parece lamentar por un momento que las cosas hayan llegado a ese punto.
    —¿Te irá bien, Tom? —le pregunta—. Mira, si Bella viene a buscarte, no la mandaré a casa con hambre. Kat le dará un pastel.
    Debe procurar que le dure el dinero. Podría ir río abajo; pero teme que si le ven le capture Walter por medio de sus contactos y sus amigos, esa clase de individuos que harían cualquier cosa por un trago. Lo primero que se le ocurre es meterse furtivamente en un barco de contrabando de los que salen de Barking, Tilbury. Pero luego piensa que en Francia es donde hay guerras. Las pocas personas con las que habla (se le da muy bien hablar con desconocidos) opinan lo mismo. Dover entonces. Se pone en camino.
    Si ayudas a cargar un carro, la mitad de las veces puedes viajar en él. Eso le hace pensar lo mal que se le da a la gente cargar los carros. Hay hombres que intentan pasar por una puerta estrecha con un baúl de madera demasiado ancho. Un simple giro del baúl resuelve muchísimos problemas. Y luego los caballos, él siempre ha estado entre caballos, asustados además, porque Walter, cuando no dormía por la mañana la mona del brebaje fuerte que reservaba para sí mismo y para sus amigos, se dedicaba a su segundo oficio de herrero y herrador; y, fuese por su aliento agrio, por su voz fuerte o por su forma general de comportarse, hasta los caballos fáciles de herrar empezaban a mover la cabeza y a apartarse del fuego. Temblaban mientras Walter les sujetaba el casco. El trabajo de él consistía en sujetarles la cabeza y hablarles, frotarles el espacio aterciopelado de entre las orejas, diciéndoles cuánto los querían sus madres, hablándoles de ellas suavemente y diciéndoles que Walter acabaría enseguida.
    Pasa un día o así sin comer; le duele demasiado. Pero cuando llega a Dover, se le ha cerrado la herida del cuero cabelludo, y confía en que se la hayan curado solas las partes internas: los riñones, los pulmones y el corazón.
    Sabe que todavía tiene la cara magullada, por las miradas de la gente. Morgan Williams había hecho un inventario de él antes de que se fuese: los dientes milagrosamente en su sitio todavía y dos ojos que milagrosamente veían. Dos brazos, dos piernas: ¿qué más quieres?
    Pasea por los muelles preguntando a la gente si sabe dónde hay guerra.
    Cada hombre al que le pregunta le mira detenidamente a la cara, da un paso atrás y le contesta que él debería saberlo muy bien.
    Esto les hace mucha gracia y se ríen tanto de su propio ingenio que él sigue preguntando sólo por dar placer a los demás.
    Se encuentra, sorprendentemente, con que dejará Dover más rico de lo que llegó. Se había fijado en un individuo que estaba haciendo el truco de las tres cartas, y cuando descubrió el secreto se estableció por su cuenta. Como es un muchacho, muchos paran y prueban a ver. Y pierden.
    Calcula lo ganado y lo gastado. Retira una pequeña suma para un breve escarceo con una dama de la noche. No es algo que se pudiese hacer en Putney, Wimbledon o Mortlake. No sin que la familia Williams se enterase y te hablase de ello en galés.
    Ve a tres flamencos ya de edad con sus bultos y se apresta a ayudarles. Los paquetes son blandos y voluminosos, muestras de telas de lana. Un empleado del puerto les plantea problemas con los documentos, gritándoles en la cara. Él se coloca detrás del empleado, fingiéndose un zoquete flamenco, e indica a los comerciantes alzando los dedos lo que considera un soborno justo. «Por favor —dice uno de ellos, en un laborioso inglés al funcionario—, ¿podríais haceros cargo de estas monedas inglesas en mi nombre? Es que me sobran.» De pronto el funcionario es todo sonrisas. Los flamencos son todo sonrisas también; ellos habrían pagado mucho más. Cuando suben a bordo dicen: «El chico viene con nosotros».
    Mientras esperan a que suelten amarras, le preguntan cuántos años tiene. Él dice que dieciocho, y ellos se ríen. «No es verdad, muchacho», le dicen. Propone quince, y ellos conferencian y deciden aceptar los quince; piensan que es más joven, pero no quieren avergonzarle. Le preguntan qué le ha pasado en la cara. Podría contarles varias versiones, pero se decide por la verdad. No quiere que piensen que es un ladrón fracasado. Lo discuten entre ellos y el que es capaz de traducir le dice: «Lo que decíamos es que los ingleses son crueles con sus hijos. Y fríos de corazón. El hijo debe levantarse si entra su padre en la habitación. Los hijos deben decir siempre muy respetuosamente "mi señor padre" y "mi señora madre"».
    Esto le sorprende. ¿Hay gente en el mundo que no sea cruel con sus hijos? Se alivia un poco por primera vez la opresión que siente en el pecho; piensa que tal vez haya lugares diferentes, mejores. Habla; les habla de Bella, y ellos parecen entenderlo, y no le dicen ninguna estupidez como que podría conseguir otro perro. Él les habla del Pegaso, y de la destilería de su padre, les cuenta que a Walter le ponen multas al menos dos veces al año por su mala cerveza. Y que le multan por robar madera, cortar árboles de otros y que mete a pastar demasiadas ovejas en el ejido. Ellos se interesan; enseñan las muestras de tela y discuten entre ellos sobre el peso y la trama, volviéndose a él de vez en cuando para incluirle e instruirle. No les parece gran cosa en general el acabado de la tela inglesa, aunque esas muestras pueden hacerles cambiar de opinión… Él pierde el hilo de la conversación cuando intentan explicarle sus motivos para ir a Calais y las diversas personas que conocen allí.
    Les habla de la herrería de su padre, y el que sabe inglés dice, interesado: ¿sabes hacer una herradura? Él indica por gestos cómo se hace, el metal caliente y un padre malhumorado en un espacio pequeño. Ellos se ríen; les gusta verle contar una historia. Buen conversador, dice uno. Antes de que atraquen, el más callado se levanta y hace un discurso extrañamente serio, al que todos asienten y que otro traducirá. «Somos tres hermanos. Ésta es nuestra calle. Si alguna vez visitas nuestra ciudad, hay una cama, fuego y comida para ti.»
    «Adiós —les dirá—. Adiós y buena suerte con vuestras vidas.»
Hwyl, pañeros. Golfalwch eich busnes. No va a parar hasta que llegue donde haya una guerra.
    Hace frío, pero el mar está en calma. Kat le ha dado una medalla bendecida para que la lleve puesta. Se la ha colgado al cuello con un cordón. La nota fría en la piel. La desata. La roza con los labios, para que le dé suerte. La deja caer; susurra en el agua. Recordará su primera visión de alta mar: una inmensidad gris y arrugada, como el residuo de un sueño.


Hilary Mantil
En la corte del lobo







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