Rudyard Kipling |
BIOGRAFÍA
Pese a lo muchísimo que viajó, la figura de RudyardKipling se asemeja a la de un recluso o un ermitaño. Nació en la India, trabajó como periodista, muy joven alcanzó la fama, visitó el Japón, Canadá, Estados Unidos, Brasil, Ceilán, Sudáfrica (por mencionar sólo lugares distantes), y sin embargo la impresión que transmite su personalidad es la de un individuo recatado y huraño, ensimismado y desdichado sin causa. Uno de sus poemas se tituló «Himno al dolor físico», y su alabanza se fundamentaba en la capacidad de ese dolor para borrar y anular el remordimiento, la pena y otras miserias del espíritu. El hombre parecía hablar con conocimiento de causa, por lo que cabe deducir que estaba desesperado. En otro de sus poemas, titulado «Los inicios», lo que se puede leer es una apología del odio, y por mucho que las circunstancias de la Gran Guerra contribuyan a explicarlos, los siguientes versos no dejan de producir cierto escalofrío: «No se predicó a la masa, / ni lo enseñó el Estado. / Nadie lo pronunció en voz alta, / cuando empezaron a odiar los ingleses». El propio Kipling reconoció en una ocasión que era perfectamente capaz del odio personalizado y lento para olvidar, lo cual no quiere decir, por suerte, que llevara a la práctica sus aborrecimientos, esto es, que se dedicara a maquinar venganzas: más bien, en armonía con el resto de su personalidad, rumiaba sus aversiones y las alimentaba sólo en su reconcentrado pecho.
Más auténtica y menos forzada pareció su amistad con un tercer escritor, Rider Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón, quizá propiciada por la coincidencia métrica de sus dos extravagantes nombres; el de pila de Kipling era el de un lago junto al que se habían conocido sus padres, y su apellido algo escandinavo traía a la memoria inevitablemente al vikingo; en cuanto a Haggard, de nombre Henry, sus dos apellidos quieren decir literalmente «Jinete Ojeroso», o no sé si peor, «Jinete Macilento». Sus visitas eran ansiadas en el hogar de los Kipling, sobre todo por los hijos, que le seguían «como sabuesos» para que les contara «más historias de Sudáfrica» (niños insaciables, dicho sea de paso, ya que siendo la ocupación favorita de su propio padre la de relatar cuentos a los niños, aún exigían más al señor Macilento). Pero ambos escritores descubrieron «por accidente» (palabras de Kipling) que cada uno podía trabajar cómodamente en la compañía del otro, de modo que a partir de entonces se visitaban con sus folios bajo el brazo, e incluso tramaban relatos juntos. Parece peligroso que de un mismo cuarto salieran tantas aventuras crueles y exóticas.
Una de esas historias, «El hombre que iba a ser rey», era al parecer el cuento favorito tanto de Faulkner como de Proust, lo cual bastaría para que su responsable hubiera pasado, si no necesariamente a la historia de la literatura, sí a la de los lectores y los escritores. Pero además de eso, y mucho antes, sus libros de relatos habían sido devorados primero en su India natal y luego en el resto del mundo de habla inglesa e incluso no inglesa. Su popularidad era tan inmensa que cuando en 1898 enfermó de pulmonía al poco de arribar a Nueva York y se temió por su vida, las masas se congregaban a la puerta de su hotel para recibir el parte, como si hubiera sido un padre de la patria. Se recuperó, no así en cambio su hija mayor Josephine, que a los seis años dijo adiós a la vida sin que las masas en realidad lo sintieran más que por persona paterna interpuesta. Muchos años después Kipling perdió en el frente a su hijo John, que acababa de ser reclutado con dieciocho años. Pasaron dos desde que se informó de que había sido herido y había desaparecido en Loos (pero Kipling lo dio ya por perdido) hasta que se supieron las valerosas circunstancias y la muerte fue oficial. El cuerpo no fue nunca encontrado.
Rudyard Kipling no se andaba con bromas: detestaba las intromisiones en su vida personal, evitaba que le hicieran fotografías (aunque se conservan bastantes), se negaba a dar opiniones sobre las obras de sus contemporáneos (por lo que se ignora a quién respetaba y a quién no literariamente) y no consentía en hablar de lo que no le interesaba. El escritor Frank Harris, «en quien descubrí al único ser humano con el que no podía llevarme bien bajo ningún concepto», no es tal vez, por esa misma razón, una fuente muy fidedigna, pero en todo caso contó cómo en una ocasión discutió con él acerca de la inverosimilitud, en uno de sus relatos, de un accidente provocado por la aparición repentina de un indio con una pareja de bueyes y un cargamento de leña al borde de un precipicio. La aparición causaba el despeñamiento inmediato de uno de los personajes y así acababa la historia. Según Harris, «poner fin a una discusión psicológica con un brutal accidente era un insulto a la inteligencia». «¿Por qué?», preguntó Kipling. «En la vida ocurren accidentes». Harris insistió, juzgando que aquél era demasiado improbable y que «en el arte lo improbable es peor que lo imposible». La respuesta de Kipling fue muy simple, pero bastó para poner fin a las objeciones: «Yo veo al indio», dijo.
Quizá no era tan extraño que él lo viera y no el americano Harris, ya que, según su propia confesión, los años más felices de su vida habían sido los de su primera infancia en Bombay, rodeado de sirvientes nativos que satisfacían sus caprichos y de un mundo de viveza y color que siempre echó de menos en Inglaterra, sobre todo cuando a los seis años fue trasladado a Southsea, cerca de Portsmouth, para su educación británica. El lugar en que él y su hermana Trix vivieron durante varios años, separados de sus padres que habían permanecido en la India, recibió en el texto autobiográfico póstumo Algo de mí el nombre de «Casa de la Desolación», lo cual da una doble idea de la dickensiana infancia que también conoció el joven Rudyard en su país no natal. Tan torturado fue, al parecer, por la mujer que regentaba esa casa y su hijo (un matón) que cuando en una visita su madre se llegó hasta su cama para saludarlo en mitad de la noche, el pequeño Ruddy (así lo llamaban en la familia) tuvo por primera reacción protegerse el rostro con una mano. Es de suponer, por tanto, que allí se lo despertaba a golpes.
No se sabe bien por qué los padres de Kipling confiaron sus vástagos a tan dañina institución, pero cabe recordar (aunque eso no los exculpe) que en un cuento Kipling afirmó de un niño de seis años muy parecido a él: «No le entraba en la cabeza que ningún ser humano vivo pudiera desobedecer sus órdenes»; y una de sus tías señaló que era un crío destemplado y dado a chillar incontinentemente cuando estaba enfadado. Hay que decir, sin embargo, que de su posible despotismo infantil no le quedó, por fortuna, casi nada en la edad adulta, aunque, como antes se ha dicho, no se andaba con bromas: durante una de sus largas estancias en América, su otro cuñado, Beatty Balestier, aún más destemplado y ciertamente proclive a beber, se peleó con él y en el calor de la discusión lo amenazó de muerte. Tanto si la amenaza había de tomarse en serio como si no, lo cierto es que Kipling se fue derecho a la policía y el cuñado acabó entre rejas.
Kipling pareció siempre más viejo de lo que era: aunque en nuestro tiempo el aspecto juvenil tiende a perpetuarse más de la cuenta y no nos sirve para medir, hay una foto suya con dieciséis años (en el colegio aún) que casi asusta: lleva una gorrilla, gafitas metálicas y un bigote ralo, y se diría un hombre de cuarenta y cinco. Más nobles son sus retratos de la madurez y vejez, con el bigote abundante y blanco, la calva limpia y las gafas metálicas como signo de fidelidad.
Tenía sólo cuarenta y un años cuando en 1907 le fue concedido el Premio Nobel, que aceptó pese a haber declinado en su propio país el título de Poeta Laureado, la Orden del Mérito y otros honores más o menos nobiliarios. Tuvo sin embargo mala suerte, ya que durante su travesía hacia Estocolmo murió el rey de Suecia, por lo que se encontró con un país desolado y a todo el mundo en traje de etiqueta (el luto oficial), lo cual le impresionó y le aguó la fiesta.
No era un hombre vanidoso ni presumido, rara vez iba al sastre, aunque se cambiaba para la cena todas las noches, porque, «después de todo, era eso lo que se hacía, y lo que se hacía era probablemente lo más sensato que se podía hacer». Su poema «If» o «Si» fue tan famoso que le trajo más de un disgusto con sus favoritos, los niños, quienes a menudo, cuando iba de visita a los colegios, le reprochaban que lo hubiera escrito, tanta era la frecuencia con que se veían obligados a copiarlo como castigo. Ya en vida fue acusado de escritor «imperialista», a lo cual él respondía que quizá era más bien «imperial». Algunas de sus declaraciones públicas no lo ayudaron mucho, como cuando afirmó que «al final de la guerra no deben quedar alemanes». Padecía úlceras duodenales, y poco después de cumplir los setenta sufrió una grave hemorragia y fue trasladado al Hospital de Middlesex, donde murió el 18 de enero de 1936. Sus cenizas reposan en el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster. Fue admirado y leído, tal vez no muy querido, aunque nadie dijo nunca nada en su contra como persona.
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