Ilustración de Jonny Ruzzo |
J.D. Salinger
EL PERÍODO AZUL DE DAUMIER-SMITH
Traducción de Marcelo Berri
Mi padre y mi
madre se divorciaron durante el invierno de 1928, cuando yo tenía ocho años, y
mi madre se casó con Bobby Agadganian a fines de esa primavera. Un año más
tarde, en el desastre de Wall Street, Bobby perdió todo lo que tenían él y
mamá, excepto, al parecer, una varita mágica. De todos modos, prácticamente de
la noche a la mañana, Bobby se transformó de difunto comisionista de bolsa y
bon vivant incapacitado, en un tasador vivaz, si bien algo falto de
conocimientos, de una sociedad norteamericana de galerías y museos de arte
independiente. Unas semanas más tarde, a principios de 1930, nuestro terceto
algo heterogéneo se trasladó de Nueva York a París, más conveniente para el
nuevo comercio de Bobby. Yo tenía a los diez años un carácter frío, por no
decir glacial, y tomé la gran mudanza, por lo que recuerdo, sin ninguna clase
de traumas. La mudanza de vuelta a Nueva York, nueve años después, a tres meses
de la muerte de mi madre, fue lo que me sacudió, y de un modo terrible.
Recuerdo un incidente importante que ocurrió
justo un día o dos después que Bobby y yo llegamos a Nueva York. Yo iba por
Lexington Avenue, en un ómnibus repleto, aferrado al pasamanos esmaltado, cerca
del asiento del conductor, nalga contra nalga con el tipo que tenía detrás.
Desde hacía varias cuadras el conductor había ordenado varías veces a los que
estábamos agolpados cerca de la puerta delantera que "nos corriéramos
hacia atrás". Algunos de nosotros habíamos tratado de complacerlo. Los
demás no. Por último, aprovechando una luz roja, el atribulado conductor se dio
vuelta en su asiento y me miró a mí, que estaba justo detrás de él. A los
diecinueve años, yo era sinsombrerista, con el pelo aplastado, negro, no
demasiado limpio, estilo pompadour continental, por encima de unos tres
centímetros algo desparejos de frente. Se dirigió a mí en un tono de voz baja,
casi prudente: -Bueno, compañero -dijo-. A ver si movemos un poco ese traste.
-Creo que fue lo de "compañero" lo que me molestó más. Sin tomarme
siquiera el trabajo de inclinarme, o sea, de mantener por lo menos la
conversación en el plano privado, de bon gout, en que él la había iniciado, le
informé, en francés, que era un grosero, un estúpido, un imbécil prepotente, y
que nunca sabría cuánto lo detestaba. Acto seguido, bastante satisfecho, me
corrí hacia el interior del coche.
Las cosas empeoraron. Una tarde, más o menos
una semana después, yo salía del Hotel Ritz -donde parábamos indefinidamente
Bobby y yo- y me pareció que todos los asientos de todos los ómnibus de Nueva
York habían sido destornillados de los coches. Y colocados en la calle, donde
se estaba realizando una gigantesca polka de las sillas. Creo que habría estado
dispuesto a incorporarme al juego si la Iglesia de Manhattan me hubiera
concedido una dispensa especial, garantizándome que todos los otros jugadores
permanecerían respetuosamente de pie hasta que yo me sentara. Cuando resultó
claro que nada de ello ocurriría, me decidí a actuar en forma más directa. Recé
para que la ciudad quedara desprovista de gente, por el privilegio de estar
solo, solo, que es la única plegaria neoyorquina que rara vez se pierde o sufre
retrasos burocráticos, y en un santiamén todo lo que yo tocaba se transformaba
en una maciza soledad. Por la mañana y las primeras horas de la tarde concurría
-físicamente- a una escuela de arte en Lexington Avenue y la calle Cuarenta y
Ocho, un sitio que odiaba. (La semana antes de que dejáramos París, yo había
ganado tres primeros premios en la Exposición Nacional juvenil, realizada en
las Galerías Friburgo. Durante el viaje de regreso a Estados Unidos, usé el
espejo del camarote para observar mi notable parecido físico con El Greco.)
Tres veces por semana, en las últimas horas de la tarde, me instalaba en el
sillón de un dentista, donde, en un lapso de pocos meses, me fueron extraídos
ocho dientes, tres de ellos delanteros. Las dos tardes restantes solía pasarlas
recorriendo galerías de arte, generalmente en la calle Cincuenta y Siete, donde
me faltaba poco para silbar las muestras norteamericanas. Al anochecer,
generalmente leía. Compré una colección completa de los "Clásicos de
Harvard" -sobre todo porque Bobby había dicho que no cabían en nuestro
departamento- y leí con cierta perversidad los cincuenta volúmenes. A la noche,
casi invariablemente, instalaba mi caballete entre las dos camas gemelas de la
habitación que compartía con Bobby, y me dedicaba a pintar. En un solo mes,
según mi diario de 1939, completé dieciocho cuadros. Merece señalarse que diecisiete
de ellos eran autorretratos. Pero a veces, tal vez cuando mi musa se mostraba
caprichosa, dejaba la pintura de lado y hacia dibujos. Aún conservo uno. Es la
cavernosa vista de la enorme boca de un hombre a quien atiende su dentista. La
lengua del hombre es un sencillo billete de cien dólares y el dentista está
diciendo, tristemente, en francés. "Creo que podemos salvar la muela, pero
tendremos que extirpar la lengua." Era uno de mis favoritos.
Como compañeros de pieza, Bobby y yo éramos
tan poco compatibles como, por ejemplo, un estudiante avanzado de Harvard
excepcionalmente desprejuiciado, y un chico nuevo de Cambridge particularmente
desagradable. Y cuando más tarde, al correr de las semanas, descubrimos que
ambos estábamos enamorados de la misma difunta mujer, las cosas no mejoraron
por eso. La verdad es que empezó a establecerse entre nosotros a causa de ello
una horrible relación tipo pasa-tú-primero. Cuando nos chocábamos en el umbral
del cuarto de baño empezábamos a intercambiar animadas sonrisas.
Un día de mayo de 1939, unos diez meses
después de que Bobby y yo nos trasladamos al Ritz, en un diario de Quebec (uno
de los dieciséis diarios y periódicos en francés a los que me había suscripto
en un dispendioso arrebato) vi un aviso de un cuarto de columna publicado por
la dirección de una escuela de arte por correspondencia de Montreal. Aconsejaba
a todos los profesores calificados -en realidad decía que nunca se los
aconsejaría lo bastante fortement- que acudieran de inmediato por empleo a la
escuela de arte por correspondencia más nueva y más progresista del Canadá. Los
aspirantes a profesores, decía el aviso, debían dominar perfectamente el
francés y el inglés, y solo debían presentarse quienes tuvieran costumbres
moderadas y una acrisolada honradez. La temporada de verano en Les Amis des
Vieux Maltres se iniciaría oficialmente el 10 de junio. Las muestras de
trabajo, decía el aviso, debían comprender tanto el campo del arte académico
como el del comercial, y serían examinadas por Monsieur I. Yoshoto, director,
ex miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes de Tokio. De inmediato,
sintiéndome casi insoportablemente apto para el puesto, saqué la máquina de
escribir Hermes Baby de Bobby de debajo de la cama y redacté, en francés, una
larga e intempestiva carta dirigida a Monsieur Yoshoto, por la cual me perdí
todas las clases matutinas en Lexington Avenue. Mi párrafo inicial, de unas
tres páginas de extensión, prácticamente echaba humo. Decía que tenía
veintinueve años y que era sobrino nieto de Honoré Daumier. Agregaba que
después del fallecimiento de mi mujer había dejado mi pequeña propiedad en el
sur de Francia, para volver a los Estados Unidos -temporariamente, tenía el
cuidado de aclarar- con un pariente inválido. Había pintado, explicaba, desde
mi primera infancia pero, siguiendo el consejo de Pablo Picasso, uno de los
amigos más viejos y queridos de mis padres, nunca había expuesto. Sin embargo,
varias de mis acuarelas y óleos estaban ahora en algunas de las casas más
suntuosas, y, por supuesto, no de noaveaux riches de París, donde habían
merecido gran atención por parte de los críticos más formidables de nuestra
época. Después -dije- de la muerte trágica y prematura de mi mujer, debida a
una ulcération cancéreuse, había decidido sinceramente no volver a empuñar un
pincel. Pero algunos recientes reveses financieros me habían llevado a
modificar esa firme résolution. Decía, además, que me sentiría muy honrado de
someter muestras de mi trabajo a Les Amis des Vieux Maitres, tan pronto me fueran
remitidas por mi agente de París, a quien escribiría, sin falta, tress pressé.
Saludaba, por fin, muy respetuosamente, Jean de Daumier-Smith.
Elegir el seudónimo me llevó casi tanto tiempo
como redactar la carta.
La escribí en papel común, pero la metí en un
sobre del Ritz. Después de haberle puesto un sello de expreso que encontré en
el cajón superior de Bobby, eché la carta en el buzón del hotel. En el camino
previne al empleado de la portería (que me odiaba sin duda alguna) que
estuviera atento a cualquier carta que llegara a nombre de Daumier-Smith.
Luego, a eso de las dos y media, me deslicé en la clase de anatomía de las dos
menos cuarto en la escuela de arte de la calle Cuarenta y Ocho. Por primera vez
mis compañeros me parecieron un grupo bastante simpático.
Durante los cuatro días siguientes,
aprovechando todos mis ratos libres y algunos otros que no me pertenecían
íntegramente, hice alrededor de una docena de dibujos que, a mi juicio, eran
típicos del arte comercial norteamericano. Empleando sobre todo pinturas
aguadas, pero también la pluma, de vez en cuando, para deslumbrar, dibujé gente
vestida de gala que descendía de imponentes automóviles en noches de fiesta
-parejas erguidas, esbeltas, superchic, que obviamente jamás en la vida habían
ofendido a alguien por descuidar sus axilas-, parejas que, en realidad, tal vez
ni siquiera tenían axilas. Dibujé gigantes y bronceados jóvenes en smoking
blanco, sentados ante blancas mesas sobre el borde de piscinas color turquesa,
brindando entre ellos, algo exaltados, con grandes vasos de whisky, de una
marca barata pero ostensiblemente muy de moda. Dibujé niños sonrosados, como de
carteles publicitarios, enloquecidos de alegría y salud, mostrando sus vacíos
tazones de cereales para el desayuno y pidiendo un poco más con excelentes
modales. Dibujé chicas sonrientes, de altos pechos, practicando esquí acuático
con la mayor tranquilidad del mundo, a causa de haberse protegido ampliamente
contra esas plagas nacionales como son las encías que sangran, los lunares
faciales, los pelos antiestéticos, y los inadecuados o deficientes seguros de
vida. Dibujé amas de casa que, hasta el momento de comprar el jabón en polvo
ideal, dejaban la puerta abierta a los pelos hirsutos, las posturas ridículas,
los chicos malcriados, maridos indiferentes, manos ásperas (pero delgadas), y
cocinas desordenadas (pero enormes).
Cuando las muestras estuvieron listas, se las
remití en seguida a Monsieur Yoshoto, junto con una media docena de cuadros no
comerciales que había traído conmigo de Francia. Incluí también lo que yo creía
era una notita muy displicente que apenas empezaba a relatar la pequeña pero
muy humana historia de cómo, totalmente solo y enfrentado a diversos
obstáculos, dentro de la más pura tradición romántica, había alcanzado las
frías, blancas y retiradas cimas de mi profesión.
Los siguientes fueron días de terrible
suspenso, pero antes de terminar la semana llegó una carta de Monsieur Yoshoto
aceptándome como profesor en Les Amis des Vieux Maitres. La carta estaba
escrita en inglés, pese a que yo había escrito en francés. (Después pude
enterarme de que Monsieur Yoshoto, que sabía francés pero no inglés, había
encargado la redacción de la carta, por algún motivo, a Madame Yoshoto, que
tenía algunos conocimientos prácticos de inglés.) Monsieur Yoshoto me informaba
que la temporada de verano sería probablemente la más agitada del año, y que se
iniciaría el 24 de junio. Esto, según me indicaba, me concedía casi cinco
semanas para arreglar mis cosas personales. Me hacía saber sus ilimitadas
condolencias por mis recientes contrastes efectivos y financieros. Esperaba que
yo arreglara mis cosas para presentarme en Les Amis des Vieux Maitres el
domingo 23 de junio, a efectos de familiarizarme con mis obligaciones y
establecer "una firme amistad" con los otros profesores (que, como me
enteré después, sumaban dos, y eran Monsieur y Madame Yoshoto). Decía lamentar
profundamente que no fuese norma de la escuela adelantar los gastos de viaje a
los nuevos profesores. El sueldo inicial era de veintiocho dólares por semana,
estipendio que, como el mismo Monsieur Yoshoto reconocía no era gran cosa,
aunque, como incluía alojamiento y comida nutritiva, y como él había advertido
en mí una verdadera vocación, confiaba en que no me desanimaría. Esperaba un
formal telegrama de aceptación de mi parte con ansiedad, y mi llegada con ánimo
gozoso, y se declaraba, sinceramente, mi nuevo amigo y empleador, I. Yoshoto,
ex miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes de Tokio.
A los cinco minutos ya había enviado mi formal
telegrama de aceptación. Y cosa curiosa: a causa de mi excitación o
posiblemente de mi sentimiento de culpa por estar usando el teléfono de Bobby
para ordenar el telegrama, constreñí deliberadamente mi prosa y limité el
mensaje a diez palabras.
Esa noche cuando, como de costumbre, me
encontré con Bobby a la hora de cenar en el Salón Ovalado, me molestó ver que
había traído una invitada. No le había dicho ni insinuado una palabra sobre mis
recientes actividades extraoficiales, y me moría por comunicarle la noticia
bomba -y dejarlo con la boca abierta- cuando estuviéramos solos. La invitada
era una joven señora muy atractiva, divorciada hacía unos pocos meses, con
quien Bobby se veía bastante seguido y a quien yo había encontrado en diversas
oportunidades. Era una persona verdaderamente encantadora, y todos los intentos
que hizo para lograr mi amistad, para persuadirme amablemente a que me
despojara de mi armadura, o por lo menos del yelmo, fueron interpretados por mí
como una velada invitación a meterme en su cama en cuanto me viniera bien, es
decir, apenas pudiéramos esquivar a Bobby, que notoriamente era demasiado viejo
para ella. Durante toda la cena, aclaré sucintamente cuáles eran mis planes
para el verano. Cuando terminé, Bobby me hizo un par de preguntas bastante
inteligentes. Las contesté con frialdad, con excesiva brevedad, sintiéndome el
rey incontrastable de la situación.
-¡Oh! ¡Me parece algo muy interesante! -dijo
la invitada de Bobby y esperó, perversamente, a que le deslizara por debajo de
la mesa mi nueva dirección en Montreal.
-Creí que ibas a ir conmigo a Rhode Island
-comentó Bobby.
-¡Oh, querido, no seas aguafiestas! -le dijo
la señora X.
-No lo soy, pero no me molestaría saber un
poco más de todo esto -dijo Bobby. Pero me pareció adivinar por su actitud que
ya estaba cambiando mentalmente su reserva de camarote para Rhode Island por
una sola cama.
-Es la cosa más maravillosa, más halagadora
que he oído en mi vida -me dijo fervorosamente la señora X. Sus ojos brillaron
de malignidad.
Ese domingo, cuando pisé por primera vez la
plataforma de Windsor Station, en Montreal, vestía un traje cruzado de
gabardina beige (sobre el que tenía una muy elevada opinión), una camisa de
franela azul marino, una corbata amarilla de algodón, zapatos marrones y
blancos, un sombrero Panamá (que era de Bobby y me quedaba chico), y un bigote
pelirrojo de apenas tres semanas. Monsieur Yoshoto estaba allí esperándome. Era
un hombre menudo, que no medía más de un metro cincuenta, y llevaba un traje de
hilo algo sucio, zapatos negros, y un sombrero de fieltro negro con el ala
levantada. No sonrió ni dijo nada -según puedo recordar- cuando nos dimos la
mano. Su expresión -y el término me vino de una versión francesa de la serie de
Fu Manchú de Sax Rohmer- era "inescrutable". Por algún motivo, yo
sonreía de oreja a oreja. No podía moderar la sonrisa y mucho menos suprimirla.
El viaje en ómnibus desde Windsor Station
hasta la escuela era de varios kilómetros. No creo que Monsieur Yoshoto haya
dicho más de cinco palabras en todo el trayecto. A pesar del silencio, o mejor
dicho a causa de él, yo conversé, sin parar, con las piernas cruzadas (un
tobillo sobre la rodilla, y empleando continuamente el calcetín para absorber
la transpiración de las manos). Me pareció imperioso no solo reiterar mis
mentiras anteriores -sobre mi parentesco con Daumier, mi esposa fallecida, mi
pequeña propiedad en el sur de Francia- sino además agregar algunos detalles.
Por fin, para no insistir en estas penosas reminiscencias (y empezaban a
resultarme un poco penosas), giré hacia el tema del amigo más viejo y más fiel
de mis padres: Pablo Picasso. Le pauvre Picasso, como yo le decía. (Debo
aclarar que elegí a Picasso porque lo consideraba el pintor francés más conocido
en los Estados Unidos. Tranquilamente incluí al Canadá dentro de los Estados
Unidos.) Para beneficio de Monsieur Yoshoto recordé, con una manifiesta dosis
de compasión por el gigante caído, las veces que le había dicho: Monsieur
Picasso, oú allez vous? y cómo, en respuesta a esta penetrante pregunta, el
maestro se dirigía siempre con un lento y pesado andar hasta la otra puerta de
su estudio para mirar una pequeña reproducción de "Los
Saltimbanquis", y la gloria, perdida desde hacía tiempo, que había sido suya.
El problema de Picasso, le expliqué a Monsieur Yoshoto, mientras descendíamos
del autobús, era que nunca escuchaba a nadie, ni siquiera a sus amigos más
íntimos.
En 1939, Les Amis des Vieux Maitres ocupaba el
segundo piso de un edificio pequeño de aspecto muy poco favorecido, de tres
pisos -un conventillo, en realidad-, en el barrio Verdún, el menos atrayente de
Montreal. La escuela estaba directamente sobre un negocio de ortopedia. En
realidad, Les Amis des Vieux Maltres se reducía a una pieza grande y un pequeño
excusado sin llave. Sin embargo, apenas entré, me pareció que el lugar no
estaba nada mal. Había una poderosa razón para que así fuera. En las paredes de
la "sala de profesores" lucían varias pinturas, todas acuarelas,
cedidas por Monsieur Yoshoto. De vez en cuando todavía sueño con un ganso
blanco que vuela en un cielo azul muy pálido con -y este era el prodigio de
destreza más atrevido y logrado que he podido ver- el azul del cielo, o un
latido del azul del cielo, reflejado en las plumas del ave. Este cuadro colgaba
justo detrás del escritorio de Madame Yoshoto. Era lo que daba su sello propio
a la habitación, junto a dos o tres cuadros de similar calidad.
Madame Yoshoto, con un quimono de seda muy
hermoso, color negro y cereza, se hallaba barriendo con una escoba de mango
corto cuando Mensieur Yoshoto y yo entramos en la sala de profesores. Era una
mujer de pelo gris, una cabeza seguramente más alta que su marido, con rasgos
más malasios que japoneses. Dejó de barrer y se adelantó hacia nosotros, y
Monsieur Yoshoto nos presentó sucintamente. Ella me pareció tan absolutamente
inescrutable como Monsieur Yoshoto, si no más. En seguida Monsieur Yoshoto se
ofreció para mostrarme mi habitación, la cual, según me explicó (en francés)
acababa de quedar libre pues su hijo -que era quien la ocupaba- se había
trasladado a la Columbia Británica para trabajar en una granja. (Después de su
prolongado silencio en el ómnibus, le agradecí que hablara con cierta
continuidad y hasta lo escuché con atención.) Empezó a disculparse de que en la
habitación de su hijo no hubiera sillas -solo cojines-, pero en seguida lo
convencí de que eso era para mí una especie de don del cielo. (En rigor, creo
que le dije que odiaba las sillas. Estaba tan nervioso que si me hubiera dicho
que en la habitación de su hijo había treinta centímetros de agua, tanto de
noche como de día, probablemente hubiera dejado escapar una breve interjección
de placer. Le hubiera dicho, tal vez, que padecía de una curiosa enfermedad de
los pies, que me obligaba a mantenerlos dentro del agua ocho horas por día.)
Luego me llevó por una crujiente escalera de madera hasta mi habitación.
Mientras subíamos le comuniqué, con especial énfasis, que estaba estudiando
budismo. Después descubrí que tanto él como Madame Yoshoto eran presbiterianos.
Ya tarde, esa noche, despierto todavía en mi
cama, con la cena japonesa-malasia de Madame Yoshoto aún en masse y viajando
por mi esternón como por un ascensor, uno de los dos Yoshoto empezó a quejarse
en sueños, justo del otro lado de la pared divisoria. Era un quejido agudo,
tenue, discontinuo, que parecía provenir no de un adulto sino de algún niño
trágico y anormal o de un animal muy pequeño y deformado. (Esto llegó a ser una
función de todas las noches. Nunca descubrí cuál de los Yoshoto era el
responsable y menos aún el motivo.) Cuando me resultó intolerable seguir
escuchando acostado, me levanté, me puse las pantuflas y fui a sentarme en la
oscuridad en uno de lo de los cojines. Me quedé allí con las piernas cruzadas
un par de horas, fumando un cigarrillo tras otro, apagándolos en la suela de
las pantuflas y guardando las colillas en el bolsillo de mi pijama. (Los
Yoshoto no fumaban y no se veían ceniceros por ninguna parte.) Me dormí a eso
de las cinco de la mañana.
A las seis y media, M. Yoshoto llamó a la
puerta y me advirtió que a las siete menos cuarto se serviría el desayuno. Me
preguntó a través de la puerta si había dormido bien, y le contesté:
"Oui" Después me vestí -poniéndome el traje azul, que consideré apropiado
para un profesor en su primer día de clase, y una corbata roja de Sulka que me
había regalado mi madre- y, sin lavarme, me apresuré a bajar a la cocina de los
Yoshoto. Madame Yoshoto estaba junto a la hornalla, preparando un pescado para
el desayuno. Monsieur Yoshoto, en camiseta y pantalones, estaba sentado a la
mesa de la cocina, leyendo un diario japonés. Me saludó con un movimiento de
cabeza, como ausente. Nunca me habían parecido ambos tan inescrutables. En
seguida me sirvieron un pescado de algún tipo con un dejo leve pero discernible
de ketchup a lo largo de uno de sus bordes. Madame Yoshoto me preguntó en
inglés -y su acento me resultó inesperadamente encantador- si no hubiera
preferido un huevo, pero yo le dije "Non, non, Madame, merci!" Agregué
que nunca comía huevos. Monsieur Yoshoto apoyó su diario contra mi vaso de agua
y los tres comimos en silencio... es decir, ellos comieron y yo tragué
sistemáticamente en silencio.
Terminado el desayuno, y antes de salir de la
cocina, Monsieur Yoshoto se puso una camisa sin cuello, Madame Yoshoto se quitó
el delantal, y los tres bajamos con cierta ineptitud hasta la sala de
profesores. Allí, en una desordenada pila, sobre el amplio escritorio de Mr.
Yoshoto, se hallaba una docena o más de sobres oficio, enormes, abultados y sin
abrir. A mí me impresionaron como un montón de nuevos alumnos recién cepillados
y peinados. Monsieur Yoshoto me designó mi escritorio, que estaba aislado en un
extremo de la habitación, y me pidió que me sentara. Luego, con Madame Yoshoto
a su lado, empezó a abrir algunos de los sobres. los dos parecían examinar los
diversos contenidos con cierto método, consultándose de vez en cuando, en
japonés, mientras yo permanecía sentado en la otra punta de la habitación con
mi traje azul y mi corbata Sulka, tratando de parecer simultáneamente atento,
paciente y, de algún modo, indispensable para la organización. De un bolsillo
interior saqué varios lápices de mina blanda que había traído de Nueva York y
los acomodé sobre el escritorio tratando de hacer el menor ruido posible. En
cierto momento, Monsieur Yoshoto me miró por algún motivo y le dediqué una
sonrisa completamente compradora. Después, de improviso, sin dirigirme una
palabra ni una mirada, los dos se sentaron ante sus respectivos escritorios y
empezaron a trabajar. Eran como las siete y media.
A eso de las nueve, Monsieur Yoshoto se quitó
los lentes, se levantó y vino hasta mi escritorio con un fajo de papeles en su
mano. Yo había pasado una hora y media sin hacer absolutamente nada salvo
tratar de que no rezongara mi estómago audiblemente. Me puse de pie con
presteza cuando se acercó a mí, mientras me inclinaba un poco como para no
parecer irrespetuosamente alto. Me tendió el manojo de papeles que había traído
y me preguntó si sería tan amable de traducir al inglés las correcciones que
había escrito en francés. Dije, "Oui, Monsieur". Se inclinó levemente y regresó a su
escritorio. Hice a un lado mi colección de lápices de mina blanda, saqué mi
estilográfica y -un tanto desolado- empecé a trabajar.
Como muchos artistas realmente buenos,
Monsieur Yoshoto no enseñaba mejor que un artista común con ciertas dotes
pedagógicas. Con su trabajo práctico -es decir, sus dibujos en papel de calcar
superpuestos a los dibujos de los alumnos- junto a sus comentarios escritos al
dorso de los dibujos, podía enseñarle a un alumno razonablemente talentoso cómo
dibujar un cerdo reconocible en un chiquero reconocible, y hasta un cerdo
pintoresco en un pintoresco chiquero. Pero lo que no podía enseñar de ningún
modo era a dibujar un hermoso cerdo en un hermoso chiquero (que era
precisamente el pequeño detalle técnico que sus mejores alumnos ansiaban
recibir por correo). No era -debo agregar- que consciente o inconscientemente
escatimara su talento o que no quisiera prodigarlo, sino simplemente que no
estaba a su alcance hacerlo. Para mí esta cruda verdad no encerraba ningún
elemento de sorpresa y, por lo tanto, no me tomó de improviso. Pero por fuerza
debió tener cierto efecto acumulativo, considerando dónde me hallaba sentado, y
cuando llegó la hora del almuerzo debía esmerarme para no borronear las
traducciones con mis manos transpiradas. Para hacer aún más opresivas las
cosas, la letra de Monsieur Yoshoto era a duras penas legible. De todos modos,
a la hora de comer me excusé de acompañar a los Yoshoto. Dije que debía ir al
correo. En seguida bajé la escalera casi a la carrera y empecé a caminar
apresuradamente, sin rumbo fijo, a lo largo de un laberinto de calles de
aspecto extraño y poco privilegiado. Cuando llegué a un bar, entré y engullí
cuatro sandwiches de salchicha y tres tazas de café barroso.
Cuando volvía a Les Amis des Vieux Maltres
empecé a preguntarme -primero de un modo familiar, pusilánime, que más o menos
sabía por experiencia cómo contrarrestar, y luego con un pánico absoluto- si no
habría algo personal en el hecho de que Monsieur Yoshoto me hubiera usado toda
la mañana exclusivamente como traductor. ¿Era que ese viejo Fu Manchú sabía
desde el comienzo que yo usaba, entre otros accesorios y efectos engañosos, un
bigote de muchacho de diecinueve años? Se trataba de una posibilidad
prácticamente inaguantable. También tendía a socavar por completo mi sentido de
la justicia. Ahí estaba yo -un hombre que había ganado tres primeros premios,
un amigo íntimo de Picasso (ya empezaba a creer que lo era) - y me usaban de
traductor. El castigo no guardaba relación con el pecado. Para empezar, mi
bigote, por más ralo que fuera, era mío; no lo había pegado con cola. Para
confortarme lo palpé con los dedos mientras regresaba de prisa a la academia.
Pero cuanto más pensaba en todo el asunto, más me apresuraba, hasta que al fin
trotaba, como si temiera que en cualquier momento empezaran a apedrearme de
todos lados.
Aunque solo había tardado unos cuarenta
minutos, más o menos, para almorzar, los dos Yoshoto se encontraban trabajando
ante sus escritorios cuando regresé. No levantaron la vista ni dejaron
traslucir ningún signo de haberme oído entrar. Transpirando y sin aliento crucé
la habitación y me senté en mi silla. Me quedé rígidamente inmóvil durante los
quince o veinte minutos siguientes, repasando mentalmente toda suerte de nuevas
anécdotas de Picasso por si a Monsieur Yoshoto se le ocurría de pronto
levantarse y venir a desenmascararme. Y de improviso, en efecto, se incorporó y
se acercó a mí. Yo me puse de pie para enfrentarlo con la cabeza, si era
necesario, con un cuentito fresco de Picasso, pero cuando estuvo a mi lado
comprobé con horror que me había olvidado el argumento. Aproveché el momento para
expresarle mi admiración por el cuadro del ganso volando que colgaba detrás de
la cabeza de Madame Yoshoto. Me explayé en profusas alabanzas. Dije que conocía
a un hombre en París -un paralítico con mucho dinero, aclaré- que estaría
dispuesto a pagar una elevada suma por esa pintura. Dije que podía ponerme en
contacto con él de inmediato si a Monsieur Yoshoto le interesaba. Pero por
suerte, Monsieur Yoshoto dijo que el cuadro era propiedad de su primo, que en
esos momentos estaba visitando a unos parientes en el Japón. Luego, antes de
que pudiera comunicarle mi pesar, me preguntó -llamándome Monsieur
Daumier-Smith- si tendría la amabilidad de corregir algunas lecciones. Fue a su
escritorio y regresó con tres de los enormes y abultados sobres, que dejó sobre
mi mesa. Luego, mientras yo permanecía ahí, atontado, asintiendo
incansablemente con la cabeza y palpando mi bolsillo donde había vuelto a
guardar los lápices de dibujo, Mr. Yoshoto me explicó el método de enseñanza de
la academia (o, mejor dicho, su inexistente método de enseñanza). Cuando hubo
regresado a su escritorio, necesité varios minutos para recobrarme.
Los tres alumnos que me habían sido
adjudicados eran de idioma inglés. La primera era una ama de casa de Toronto,
de veintitrés años, cuyo seudónimo profesional era -según decía- Bambi Kramer,
y solicitaba a la academia que la correspondencia le fuera a ese nombre. A
todos los alumnos nuevos de Les Amis des Vieux Maitres se les pedía que
llenaran algunos formularios y adjuntaran sus retratos. La señora Kramer había
enviado una foto en papel brillante, de formato grande, donde se la veía con un
traje de baño sin breteles, una ajorca en uno de los tobillos, y una gorra
blanca de marinero. En el cuestionario declaraba que sus artistas preferidos eran
Rembrandt y Walt Disney. Afirmaba que su única esperanza era poder emularlos
algún día. Los dibujos que incluía como muestra estaban abrochados, con cierto
criterio de subordinación, a su fotografía. Todos los dibujos resultaban
impresionantes. Uno era verdaderamente inolvidable. El dibujo inolvidable era
una acuarela florida, con un título que decía "Y perdona sus
pecados". Se veían tres niños pequeños pescando en un curioso espejo de
agua, mientras la chaqueta de uno de ellos tapaba un letrero que decía
"Prohibido Pescar". El chico más alto, en primer plano, parecía tener
raquitismo en una pierna y elefantiasis en la otra, efecto que -sin duda- la
señora Kramer había usado para acentuar la postura del chico, con las piernas
ligeramente separadas.
Mi segundo alumno tenía cincuenta y seis años
y era un "fotógrafo de sociales" de Windsor, Ontario, de nombre R.
Howard Ridgefield, quien manifestaba que desde hacía años su señora le insistía
en que se metiera en el asunto este de la pintura. Sus artistas preferidos eran
Rembrandt, Sargent y "Titán", pero agregaba que a él no le interesaba
particularmente hacer esa clase de pintura. Decía que le interesaba más el lado
satírico del arte que el artístico. En apoyo de este credo adjuntaba una buena
cantidad de dibujos y óleos originales. Uno de sus dibujos -que creo era el más
importante de todos- me ha sido tan fácil de recordar a través de todos estos
años como, por ejemplo, la letra de "Dulce Susana" o "Déjame que
te llame mi Amor". Satirizaba allí la tragedia familiar y cotidiana de una
joven pura y casta, de pelo rubio largo hasta los hombros y pechos grandes como
ubres, que era atacada criminalmente en la iglesia, a la sombra misma del
altar, por el cura. Las vestimentas de ambos personajes se veían gráficamente
desordenadas. En realidad, me impresionaron menos los efectos satíricos del
asunto que la calidad de la técnica utilizada. Si no hubiera sabido que los
separaban centenares de kilómetros, habría podido jurar que Ridgefield había
recibido algunos consejos puramente técnicos de Bambi Kramer.
Salvo en raras circunstancias, cuando tenía
diecinueve años, ante cualquier crisis mi sentido del humor era siempre lo
primero que se paralizaba total o parcialmente. Ridgefield y la señora Kramer
me provocaron muchas cosas, pero ni por asomo llegaron a divertirme. Tres o
cuatro veces, mientras examinaba el contenido de los sobres, me sentí tentado
de levantarme para presentar una
protesta formal a Monsieur Yoshoto. Pero no tenía una idea muy clara
sobre la forma que debía adoptar mi protesta. Pienso que lo que temía era
llegar junto a su escritorio solo para comunicarle, gritando: "Mi madre ha
muerto, y yo tengo que vivir con su encantador marido, y nadie habla francés en
Nueva York, y en la pieza de su hijo no hay sillas. ¿Cómo espera que le enseñe
a dibujar a estos dos chiflados?" Por último, largamente entrenado como
estaba a desesperarme sentado, no me levanté. Abrí el sobre de mi tercer
alumno.
Se trataba de una monja de la orden de las
Hermanas de San José, llamada Hermana Irma, que enseñaba "cocina y
dibujo" en una escuela primaria de un convento situado en las afueras de
Toronto. Y no tengo la menor idea sobre cómo o por dónde empezar a describir el
contenido del sobre. Podría limitarme a mencionar que, en lugar de su retrato,
la Hermana Irma había adjuntado, sin ninguna clase de explicación, una foto
panorámica del convento. Recuerdo también, que había dejado sin llenar en el
formulario la línea en que el estudiante debía hacer constar su edad. Aparte de
eso, contestaba el resto del cuestionario como seguramente ningún otro
cuestionario de este mundo se lo merece. Había nacido y se había criado en
Detroit, Michigan, donde su padre era "probador de automóviles Ford".
Su educación se reducía a un año de escuela secundaria. No había aprendido a
dibujar formalmente. Decía que la única razón por la que enseñaba dibujo era
que la Hermana Fulana había fallecido y el Padre Zimmermann -ese nombre me
quedó especialmente grabado porque así se llamaba también el dentista que me
había sacado ocho dientes- la había elegido a ella para hacerse cargo de sus
clases. Decía que tenía "34 gatitos en la clase de cocina y 18 gatitos en
la de dibujo". Sus hobbies eran amar al Señor y la palabra del Señor, y
"juntar hojas, pero solo cuando estaban en el suelo". Su pintor
favorito era Douglas Bunting. (Nombre que, lo confieso, busqué durante años, y
que me llevó a muchos callejones sin salida.) Decía que a sus gatitos
"siempre les gustaba dibujar gente corriendo y para eso soy una calamidad".
Decía que estaba dispuesta a estudiar muchísimo para mejorar, y que esperaba
que nosotros no fuéramos muy impacientes con ella.
Había, en total, seis muestras de sus trabajos
en el sobre. (Todas estaban sin firmar. Un detalle que no tenía gran importancia,
pero que en ese momento resultaba
desproporcionadamente refrescante. Todos los dibujos de Bambi Kramer y
Ridgefield estaban firmados o -lo que resultaba aún más irritante- solo
llevaban sus iniciales. Al cabo de trece años, no solo recuerdo perfectamente
las seis muestras de la Hermana Irma, sino que creo recordar a veces cuatro de
ellas con demasiada nitidez para mi propia tranquilidad de espíritu. El mejor
de sus trabajos era una acuarela sobre papel madera. (El papel madera,
especialmente el de envolver, muy agradable, muy cálido para dibujar. Muchos
artistas experimentados lo han empleado cuando no trataban de hacer nada
extraordinario ni grandioso.) La pintura, pese a su reducido tamaño (unos
veinticinco centímetros por treinta), representaba muy detalladamente el
traslado de Cristo a su sepulcro en el jardín de José de Arimatea. En primer
plano, a la derecha, dos hombres que parecían criados de José transportaban el
cuerpo con bastante torpeza. José de Arimatea marchaba detrás, con un aire quizá
demasiado marcial, dadas las circunstancias. A respetuosa distancia venían las
mujeres de Galilea, mezcladas con una multitud heterogéneo -algunos con
apariencia de no haber sido invitados- de dolientes, espectadores, niños, y no
menos de tres juguetones e impíos perros barcinos. Para mí, la figura más
importante del cuadro era una mujer que se hallaba en primer plano, a la
izquierda, de frente al espectador. Con la mano derecha alzada por encima de su
cabeza hacía frenéticas señas a alguien -tal vez a su hijo, o a su marido, o
tal vez simplemente al espectador- para que dejara todo en seguida y se
apresurara. Dos de las mujeres, en la primera fila de la multitud, llevaban
aureola. Sin una Biblia a mano, solo podía hacer una aproximada conjetura de
quienes se trataba. Pero identifiqué de inmediato a María Magdalena. Al menos,
estaba seguro de haberla identificado. Se hallaba en el centro del primer
plano, al parecer apartada de la multitud, con los brazos caídos. No se
esforzaba, por así decirlo, en demostrar su dolor. Más aún, -no se veía ningún
exterior de sus recientes y envidiables vinculaciones con el Difunto. Su cara,
como todas las otras caras de la pintura, estaba hecha con tintes baratos color
carne. Era dolorosamente claro que la misma Hermana Irma había juzgado
insatisfactorios los colores y había hecho todo lo posible -con nobleza pero
con ignorancia- para rebajarlos un poco. El trabajo no tenía otras fallas
serias. Es decir, ninguna digna de mayor atención. Era, en definitiva, la obra
de un artista, hecha con alto y organizado talento y Dios sabe cuántas horas de
arduo trabajo.
Desde luego, una de mis primeras reacciones
fue correr hasta el escritorio de Monsieur Yoshoto con el sobre de la Hermana
Irma. Pero, una vez más, permanecí sentado. No quería correr el riesgo de que
me quitaran a la Hermana Irma. Por fin, me limité a cerrar el sobre con cuidado
y lo dejé encima del escritorio, con el excitante plan de dedicarme a él por la
noche, en mis horas libres. Luego, demostrando una tolerancia mayor de la que
creía tener, casi diría con buena voluntad, me pasé el resto de la tarde
corrigiendo por superposición algunos desnudos masculinos y femeninos (sans
órganos genitales) que había dibujado R. Howard Ridgefield con obscenidad y
decoro.
A la hora de la cena, abrí tres botones de mi
camisa y guardé el sobre de la Hermana Irma donde no pudieran introducirse los
ladrones ni, para ser franco, los Yoshoto.
Una rutina tácita pero férrea imperaba en las
cenas de Les Amis des Vieux Maitres. Madame Yoshoto se levantaba de su
escritorio a las cinco y media en punto y subía a preparar la comida, mientras
Monsieur Yoshoto y yo seguíamos
trabajando -en fila, por así decir- hasta las seis en punto. No había ningún
desvío lateral, por esencial o higiénico que fuera. Esa tarde, no obstante,
sintiendo contra mi pecho la tibieza del sobre de la Hermana Irma, me sentí
liviano como nunca. Durante la cena no pude estar más conversador y
extravertido. Prodigué un cuento fantástico sobre Picasso que se me acababa de
ocurrir y que realmente podía haber dejado para un día de lluvia. Monsieur
Yoshoto apenas bajó un poco su diario japonés para escucharlo, pero Madame
Yoshoto pareció interesarse o, por lo menos, no estar totalmente exenta de
interés. De cualquier modo, cuando terminé la anécdota me habló por primera vez
desde que me preguntara esa mañana si quería un huevo. Me preguntó si estaba
seguro de que no quería una silla en mi habitación. Rápidamente dije:
"Non, non, merci, madame." Dije que como los almohadones estaban apilados
contra la pared, me daban una excelente oportunidad de acostumbrarme a mantener
derecha la espalda. Me levanté para mostrarle que tenía hombros caídos.
Después de comer, mientras los Yoshoto
discutían, en japonés, algún tema tal vez apasionante, pedí permiso para
retirarme de la mesa. Monsieur Yoshoto me miró al principio como si no pudiera
explicarse cómo había hecho yo para entrar en su cocina, pero luego asintió con
la cabeza, y rápidamente me dirigí hacia mi habitación. Prendí la luz y cerré la
puerta detrás de mí. Saqué del bolsillo los lápices de dibujo, me quité la
chaqueta, me desabroché la camisa, y me senté en uno de los almohadones con el
sobre de la Hermana Irma en la mano. Hasta pasadas las cuatro de la mañana, con
todos los elementos necesarios desparramados a mi alrededor por el suelo, me
dediqué a satisfacer las necesidades artísticas más urgentes de la Hermana
Irma.
Lo primero que hice fue trazar diez o doce
bocetos a lápiz. En vez de bajar a la sala de profesores para buscar papel de
dibujo, recurrí a mi papel personal, usando ambos lados de la hoja. Cuando hube
terminado, le escribí una larga, casi interminable carta.
Toda mi vida he guardado cosas como una urraca
excepcionalmente neurótica, y todavía tengo el penúltimo borrador de la carta
que escribí para la Hermana Irma esa noche de junio de 1939. Podría
transcribirla aquí palabra por palabra, pero no es necesario. El grueso de la
carta, y qué grueso, lo dediqué a explicarle dónde y cómo, en su trabajo
principal, había cometido algunos errores, y sobre todo con los colores. Hice
una lista de algunos materiales de dibujo que a mi juicio le eran
indispensables, y hasta los costos aproximados. Le pregunté quien era Douglas
Bunting. Pregunté dónde podía ver sus obras. Le pregunté (sabiendo cuán
improbable era) si había visto una reproducción de algún cuadro de Antonello da
Messina. Le pedí que por favor me dijera cuántos años tenía y le aseguré,
profusamente, que la información, de ser suministrada, no saldría de mi
persona. Dije que se lo preguntaba solo porque la información me ayudaría a
darle una enseñanza más adecuada. Sin cambiar de tono, le pregunté si en el
convento admitían visitas.
Creo que las últimas líneas (o pies cúbicos)
de mi carta podrían transcribirse aquí ... con su puntuación, sintaxis y todo
lo demás.
... De paso, si usted domina el francés, le
pediría que me lo hiciera saber, ya que puedo expresarme con gran precisión en
ese idioma, pues he pasado la mayor parte de mi juventud en París, Francia.
Como por lo visto usted está preocupada por el dibujo de personas que corren, a
fin de poder trasmitir esa técnica a sus alumnas del convento, le adjunto
algunos bocetos hechos por mí y que tal vez resulten útiles. Usted verá que los
he hecho rápidamente y que no son de ninguna manera perfectos, ni siquiera
encomiables, pero creo que le darán los rudimentos que a usted le interesan.
Por desgracia me temo que el director de la escuela carece de todo método
pedagógico. Me alegro muchísimo de que esté usted tan adelantada, pero no tengo
idea de lo que el director pretende que yo haga con los demás alumnos que están
muy atrasados y que, en mi opinión, son, sobre todo, estúpidos.
Desgraciadamente, soy agnóstico, pero admiro
mucho a San Francisco de Asís, desde lejos, claro está. Me pregunto si usted
sabe, por casualidad, lo que dijo (San Francisco de Asís) cuando le iban a
quemar un ojo con un hierro caliente al rojo. Dijo así: "Hermano fuego,
Dios te hizo hermoso y fuerte y útil; te ruego que seas amable conmigo."
En mi opinión, usted pinta hasta cierto punto como él habló, en muchos
agradables sentidos. A propósito, ¿puedo preguntarle si la joven de vestido
azul en primer plano es María Magdalena? Me refiero a la composición que hemos
estado analizando, por supuesto. Si no, me he equivocado tristemente. Aunque no
sería una novedad.
Espero que me considere enteramente a su
disposición mientras sea alumna de Les Amis des Vieux Maitres. Francamente,
creo que usted tiene mucho talento y no debe asombrarse en lo más mínimo si en
unos pocos años llega a ser un genio. Nunca me atrevería a alentarla en esto
sin fundamento. Esta es una de las razones por las cuales le he preguntado si
la mujer en el primer plano era María Magdalena, porque de ser así temo que
usted está usando más su incipiente genio que sus inclinaciones religiosas.
Pero, en mi opinión, esto no es para asustarse.
Con sincera esperanza de que goce de perfecta
salud, me despido de usted.
Con
todo respeto,
(firmado)
Jean
de Daumier- Smith
Profesor
Les Amis des
Vieux Maitres
P. D. Estaba por olvidar que los
alumnos deben enviar trabajos cada dos semanas a la academia. ¿Sería usted tan
amable de hacerme unos bocetos al aire libre como primer deber? Hágalos a gusto
suyo, sin esforzarse. No sé, desde luego, cuánto tiempo le permiten dedicar al
dibujo personal en el convento y espero que me informe al respecto. También le
ruego que compre los materiales necesarios que me he tomado la libertad de
señalarle, pues me gustaría que empezara a usar óleos lo más pronto posible. Si
me permite que se lo diga, creo que es usted demasiado apasionada para pintar
siempre a la acuarela, sin intentar el óleo. Se lo digo en forma impersonal y
no quiero molestara en realidad, es algo así como un cumplido. Además mándeme,
por favor, todos los trabajos anteriores -que tenga a mano, pues me encantaría
verlos. No necesito decirle que, hasta que llegue su próximo envío, los días
serán insufribles para mí.
Si no me extralimito, me gustaría mucho que me
contara si le resulta satisfactorio ser una monja, en un sentido espiritual,
por supuesto. Francamente, tengo el hobby de estudiar diferentes religiones
desde que leí los volúmenes 36, 44 y 45 de los Clásicos de Harvard, que usted
posiblemente conozca. Me fascina sobre todo Martín Lutero, que era protestante,
desde luego. Por favor, no se ofenda por esto. No abogo por ninguna doctrina;
no está en mi carácter hacerlo. Para terminar, le ruego no se olvide de
informarme sobre sus horas de visita, pues, si no me equivoco, tengo libres los
fines de semana y bien puede ser que algún sábado, por casualidad, me encuentre
cerca de allí. Y no se olvide, por favor, de decirme si tiene buenos
conocimientos de francés, pues tengo poca soltura para expresarme en inglés
debido a mi educación variada y en general bastante insensata.
Envié la carta y los dibujos a la Hermana Irma
a eso de las tres y media de la mañana, para lo cual debí salir a la calle.
Después, extasiado, me desvestí con dedos entumecidos y me desplomé en la cama.
Estaba por dormirme cuando sentí otra vez a través de la pared el sonoro gemido
que venía del dormitorio de los Yoshoto. Me imaginé que a la mañana los Yoshoto
vendrían a pedirme, a suplicarme que escuchara su secreto problema hasta el
último y espantoso detalle. Me figuraba exactamente cómo sería. Estaría sentado
entre ellos ante la mesa de la cocina, escuchándolos. Escucharía, escucharía,
escucharía, con la cabeza entre las manos, hasta que, incapaz de seguir
soportándolo, metería la mano por la garganta de Madame Yoshoto, le sacaría el
corazón y lo abrigaría como si fuera un pájaro. Luego, cuando todo se
arreglara, mostraría los trabajos de la Hermana Irma a los Yoshoto, y ambos
compartirían mi alegría.
Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero
la diferencia más notable que existe entre la felicidad y la alegría es que la
felicidad es un sólido y la alegría es un líquido. Mi alegría empezó a
escurrirse de su recipiente ya a la mañana siguiente, cuando Monsieur Yoshoto
se acercó a mi escritorio con los sobres de dos alumnos nuevos. En ese momento
yo estaba trabajando en los dibujos de Bambi Kramer y con bastante
despreocupación, porque sabía que mi carta a la Hermana Irma estaba en el
correo. Pero para lo que no me hallaba ni remotamente preparado era para
afrontar el extraño hecho de que en el mundo hubiera dos personas que tenían
menos talento para el dibujo que Bambi o R. Howard Ridgefield. Sintiendo que se
me acababa la buena disposición, prendí un cigarrillo en la sala de profesores
por primera vez desde que entrara a formar parte del cuerpo docente. Al parecer
me sirvió de ayuda y de nuevo me enfrasqué en el trabajo de Bambi. Pero antes
de la tercera o cuarta pitada sentí, sin necesidad de verlo, que Monsieur
Yoshoto me estaba mirando. Como confirmación, sentí que empujaba hacia atrás su
silla. Como de costumbre, me puse de pie cuando estuvo junto a mí. Me explicó,
en un irritante susurro que él personalmente no tenía nada en contra del
cigarrillo pero que, por desgracia, las normas de la escuela prohibían fumar en
la sala de profesores. Interrumpió mis profusas disculpas con un magnánimo
gesto de la mano y regresó al extremo de la habitación que compartía con Madame
Yoshoto. Me pregunté con verdadero pánico cómo aguantaría sin volverme loco los
trece días que faltaban hasta el próximo sobre de la Hermana Irma.
Eso fue el martes por la mañana. Pasé el resto
de las horas de trabajo en ese día y las horas de trabajo de los dos días
siguientes, febrilmente atareado. Desarmé, por así decirlo, todos los dibujos
de Bambi Kramer y de R. Howard Ridgefield y los armé con piezas nuevas. Les
preparé docenas de ejercicios anormales, insultantes, pero totalmente
constructivos. Les escribí extensas cartas. Casi le supliqué a R. Howard Ridgefield
que desistiera de la sátira por un tiempo. Le pedí a Bambi, con el máximo de
delicadeza, que se abstuviera, temporariamente, de enviar dibujos con títulos
semejantes a "Y perdona sus pecados". Entonces, el jueves por la
tarde, sintiéndome dispuesto y audaz, empecé con uno de los alumnos nuevos, un
norteamericano de Bangor, estado de Maine, que declaraba en su formulario con
locuaz y simple hostilidad que su artista preferido era él mismo. Se
consideraba un realista-abstracto. En cuanto a mis horas libres, el martes por
la tarde tomé un ómnibus que me llevó al centro de Montreal y entré a ver un
festival de dibujos animados en un cine de tercera categoría, lo que significó
en gran medida asistir a una sucesión de gatos bombardeados con corchos de
champagne por gavillas de ratones. El miércoles por la tarde junté los
almohadones de mi habitación, los apilé de a tres, y traté de reproducir de
memoria el dibujo de la Hermana Irma sobre el entierro de Cristo.
Me siento tentado a decir que la tarde del
jueves fue extraña, o quizá macabra, pero la verdad es que no tengo adjetivos
vistosos para la tarde del jueves. Salí de Les Amis después de la cena y fui no
recuerdo a dónde... probablemente a caminar o al cine; no puedo recordarlo, y
esta vez mi diario de 1939 también me falla, porque la página que necesito está
totalmente en blanco.
Sé, sin embargo, por qué está en blanco la
página. Cuando regresaba de donde fuera que había estado esa tarde -y sí
recuerdo que ya había oscurecido-- me detuve en la acera de la academia y
contemplé la vidriera iluminada de la casa de artículos ortopédicos. Entonces
pasó algo verdaderamente horrible. Empecé a pensar que por más que aprendiera
algún día a vivir con frialdad, sensibilidad o gracia, siempre sería, en el
mejor de los casos, un visitante en un jardín lleno de chatas y orinales
esmaltados, donde había un maniquí ciego, de madera, que estaba ahí con un
braguero para hernia a precio rebajado. La imagen no podía ser tolerable más
que algunos segundos. Recuerdo que subí corriendo a mi pieza, y me desvestí y
me metí en la cama sin abrir siquiera el diario, y mucho menos anotar algo en
él.
Permanecí despierto durante horas, temblando.
Escuché los quejidos de la otra habitación y forzosamente pensé en mi mejor
alumna. Traté de visualizar el domingo en que la iría a visitar al convento. La
vi venir hacia mí -junto a un alto alambrado-, una tímida y hermosa muchacha de
dieciocho años, que aún no había hecho los votos definitivos y que estaba por
lo tanto libre para reingresar en el mundo con el Abelardo que ella eligiese.
Vi cómo caminábamos lenta, silenciosamente, hacia un lugar remoto y sombreado
del convento donde, de pronto y sin pecado, yo pondría mi brazo alrededor de su
cintura. La imagen era demasiado sublime para retenerla, y por fin solté
amarras y me dormí. Pasé toda la mañana y la mayor parte de la tarde del
viernes trabajando duro, tratando, con ayuda de papel de seda superpuesto, de
convertir en árboles reconocibles una selva de símbolos fálicos que el hombre
de Bangor, Maine, había dibujado en costoso papel de hilo. A eso de las cuatro
y media de la tarde me sentía bastante agotado mental, física y
espiritualmente, y solo me incorporé a medias cuando Monsieur Yoshoto se acercó
por un instante a mi escritorio. Me entregó algo, y lo hizo con la
impersonalidad con que un camarero reparte la lista del día. Era una carta de
la Madre Superiora del convento de la Hermana Irma informando a Monsieur
Yoshoto que el Padre Zimmermann, por circunstancias que no dependían de él, se
veía obligado a modificar su decisión de permitir que la Hermana Irma estudiara
en Les Amis des Vieux Maitres. La Madre Superiora decía que lamentaba
profundamente cualquier confusión o inconveniente que pudiera causar a la
escuela este cambio de planes. Confiaba en que el arancel de catorce dólares
pudiera ser reintegrado a la diócesis.
Durante años estuve seguro de que el ratón
vuelve cojeando a casa desde la rueda incendiada del parque de atracciones, con
nuevos e infalibles planes para matar al gato. Después de leer y releer la
carta y después de contemplarla fijamente durante largos minutos, me despabilé
de pronto y escribí cartas a mis cuatro alumnos restantes, aconsejándoles que
abandonaran la idea de hacerse artistas. Les dije, individualmente, que estaban
malgastando su valioso tiempo y el del colegio. Escribí las cuatro cartas en
francés. Cuando terminé, salí de
inmediato y las despaché. La satisfacción duró poco, pero mientras duró
fue magnífica.
Cuando llegó el momento de desfilar hacia la
cocina, pedí que me excusaran. Dije que no me sentía bien. (Yo mentía, en 1939,
con mucha más convicción que cuando decía la verdad, por lo que quedé
convencido de que Monsieur Yoshoto me miraba con suspicacia cuando dije que no
me sentía bien.) En seguida fui a mi pieza y me senté en un almohadón. Estuve
así seguramente durante una hora, contemplando un agujero de la persiana por
donde entraba luz, sin fumar ni sacarme la chaqueta ni aflojarme la corbata.
Luego, de pronto, me levanté, tomé mi papel personal y escribí una segunda
carta a la Hermana Irma, usando el piso como escritorio. Nunca despaché esa
carta. Lo que sigue ha sido copiado directamente del original.
Montreal,
Canadá
28
de Junio de 1939
Querida Hermana Irma:
¿Le habré dicho, por casualidad, algo molesto
o irreverente en mi última carta, que haya llamado la atención del Padre
Zimmermann y le haya causado, de algún modo, un inconveniente a usted? Si es
así, le suplico que, por lo menos, me dé una razonable oportunidad de
retractarme de cualquier cosa que hubiera podido decir sin darme cuenta en mi
ferviente anhelo de llegar a ser su amigo así como su maestro. ¿Es pedir
demasiado? No lo creo.
La verdad lisa y llana es la siguiente: si
usted no aprende algunos rudimentos más de la profesión, será una artista muy,
muy interesante durante el resto de su vida en lugar de ser una gran artista.
Esto es, en mi opinión, terrible. ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación?
Es probable que el Padre Zimmermann la haya
obligado a retirarse de la escuela porque piensa que podría significar un
obstáculo para que usted llegue a ser una monja como es debido. Si es así, no
puedo menos que decir que ha sido una gran imprudencia de parte del Padre
Zimmermann en muchos aspectos. No es incompatible con el hecho de que usted sea
una monja. Yo mismo vivo como un monje malévolo. Lo peor que podría
significarle ser artista es que podría hacerla siempre un poquito infeliz.
Pero, en mi opinión, no es ninguna situación trágica. El día más feliz de mi
vida fue cuando tenía diecisiete años, hace mucho tiempo. Iba a encontrarme con
mi madre para almorzar juntos. Ella salía a la calle por primera vez después de
una larga enfermedad, y yo flotaba de felicidad cuando de pronto, al llegar a
la avenida Víctor Hugo, que es una calle de París, me encontré con un tipo sin
nariz. Le pido que considere ese factor, más aún, se lo ruego. Está lleno de
sentido.
También es posible que el Padre Zimmermann le
haya obligado a renunciar debido a que el convento carece, quizá, de los fondos
necesarios para abonar su matrícula. Espero de todo corazón que así sea, no
solo porque me alivia el espíritu sino también por sus aspectos prácticos,
porque siendo así, bastará con que usted me lo diga para que yo le ofrezca mis
servicios gratis por un período indefinido de tiempo. ¿Podemos seguir
discutiendo esta cuestión? ¿Puedo preguntar de nuevo cuáles son sus días de
visita en el convento? ¿Puedo considerarme en libertad de visitarla en el
convento el próximo sábado, 6 de julio, entre las tres y las cinco de la tarde,
según el horario de trenes entre Montreal y Toronto? Espero su respuesta con
enorme ansiedad.
Con
respeto y admiración, sinceramente,
(firmado)
Jean
de Daumier-Smith
Profesor
Les
Ames des Vieux Maitres.
P.D. En mi última carta le pregunté al pasar
si la joven de vestido azul en el primer plano de su dibujo religioso era María
Magdalena, la pecadora. Si usted hasta ahora no ha contestado mi carta, siga
absteniéndose. Posiblemente yo estaba equivocado y no quiero provocar más
desilusiones en este momento de mi vida. Estoy dispuesto a seguir en la
oscuridad.
Aún hoy, después de tantos años, tiendo a
ruborizarme cuando recuerdo que había llevado conmigo un traje de etiqueta
cuando fui a Les Amis des Vieux Maitres. Pero, en efecto, lo tenía, y cuando
terminé la carta a la Hermana Irma, me lo puse. Todo el asunto parecía reclamar
imperiosamente que me emborrachara, y como jamás en la vida había estado
borracho (por temor de que el exceso de bebida hiciera temblar la mano que
pintó aquellos cuadros que ganaron los tres primeros premios, etc.), me sentí
impulsado a vestirme de etiqueta para esa trágica ocasión.
Mientras los Yoshoto aún estaban en la cocina,
me escurrí escaleras abajo y llamé por teléfono al Hotel Windsor, que me había
recomendado la señora X, la amiga de Bobby, antes de salir de Nueva York.
Reservé una mesa para las ocho y para una sola persona.
Alrededor de las siete y media, vestido y bien
peinado, saqué la cabeza por el vano de la puerta para ver si alguno de los
Yoshoto estaba en los alrededores. Por alguna razón no quería que me viesen en
traje de gala. No estaban a la vista y bajé apresuradamente a la calle y me
lancé en busca de un taxi. En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba mi
carta a la Hermana Irma. Me proponía leerla durante la cena, a la luz de las
velas.
Caminé cuadra tras cuadra sin encontrar un
taxi y menos uno desocupado. Era algo desagradable. El barrio Verdún de
Montreal no era lo que se dice elegante, y yo estaba convencido de que cada
transeúnte me miraba más de una vez, sobre todo con desaprobación. Cuando
llegué por fin al bar americano donde el lunes anterior había engullido los
sandwiches de salchicha, decidí echar por la borda mi reserva en el Hotel
Windsor. Entré al bar americano, me senté en uno de los compartimientos más
apartados, y cubrí mi corbata negra de lazo con una mano mientras pedía sopa,
pan y café negro. Confiaba en que los demás parroquianos me considerarían un
camarero que se dirige a su trabajo.
Mientras tomaba la segunda taza de café, saqué
mi carta, aún sin despachar, y la releí. El fondo del asunto parecía un poco
insustancioso y resolví volver en seguida a Les Amis para hacerle algunos
retoques. Consideré también mis planes para visitar a la Hermana Irma, y me
pregunté si no sería buena idea sacar los billetes de tren esa misma noche.
Cavilando sobre ambas cosas -sin que mejorara por ello sensiblemente mi estado
de ánimo- salí del bar y regresé rápidamente al colegio.
Unos quince minutos más tarde me ocurrió algo
bastante fuera de lo común, frase que, me temo, tiene todas las desagradables
características de un "recurso estilístico", pero que precisamente es
todo lo contrario. Tengo que relatar una experiencia extraordinaria, que
todavía me sigue pareciendo trascendental, y me gustaría que, en lo posible, no
se tomara por un caso, incluso un caso límite, de auténtico misticismo. (Lo
contrario, pienso, equivaldría a afirmar o dar a entender que la diferencia de
las sorties espirituales entre un San Francisco y un besador de leprosos común,
hiperestésico y dominguero, es sólo de grados.)
En la penumbra de las nueve de la noche,
cuando me acercaba al edificio de la academia cruzando la calle, había una luz
prendida en la casa de artículos ortopédicos. Me asombré de ver una persona de
carne y hueso en el escaparate, una muchacha bastante corpulenta, de unos
treinta años, que llevaba un vestido de chiffon color verde, amarillo y
heliotropo. Le estaba cambiando el braguero al maniquí de madera. Cuando llegué
frente al escaparate, acababa, evidentemente, de quitarle el braguero anterior;
lo tenía debajo del brazo izquierdo (me presentaba su perfil derecho) y le
estaba colocando el nuevo. Me detuve a contemplarla, fascinado, hasta que de
repente la chica sintió, y después vio, que alguien la miraba. Rápidamente le
sonreí -como para demostrarle que la figura vestida de etiqueta que estaba del
otro lado del vidrio no le era hostil-, pero no me dio resultado. La confusión
de la chica estaba más allá de toda proporción. Se sonrojó, dejó caer el
braguero viejo, dio un paso hacia atrás, pisó un lote de irrigadores... y
perdió el equilibrio. Instantáneamente hice ademán de tenderle la mano,
golpeándome los nudillos contra el vidrio. La chica aterrizó pesadamente sobre
sus asentaderas, como una patinadora. En seguida se incorporó sin mirarme. Con
el rostro aún sonrojado, se alisó el pelo con una mano, y continuó atando los
cordones del braguero. justamente en ese momento tuve mi Experiencia. De pronto
(y creo que digo esto con toda la lucidez necesaria) salió el sol y se
precipitó hacia el puente de mi nariz a una velocidad de setenta y tres
millones de kilómetros por segundo. Enceguecido y aterrorizado, tuve que apoyar
una mano en el vidrio para no caerme. La cosa no duró más que unos segundos.
Cuando recuperé la visión, la chica había desaparecido de la vidriera, dejando
un ondeante campo de flores esmaltadas, exquisitas, dos veces benditas.
Me alejé del escaparate y di dos vueltas a la
manzana, hasta que terminaron de temblarme las rodillas. Luego, sin atreverme a
dirigir otra mirada hacia el escaparate de la tienda, subí a mi habitación y me
tiré en la cama. Algunos minutos, u horas, más tarde, hice -en francés- la
siguiente anotación en mi diario: "Le estoy dando a la Hermana Irma la
libertad de seguir su propio destino. Todo el mundo es una monja." (Tout
le monde est une nonne.)
Esa noche, antes de acostarme, escribí cartas
a mis cuatro alumnos recientemente rechazados, reincorporándolos. Dije que en
la sección administrativa se había cometido un error. En realidad, era como si
las cartas se escribieran solas. Tal vez influyó el hecho de que, antes de
sentarme a escribir, había traído una silla desde la sala de profesores.
Parece un total anticlímax mencionarlo, pero
la academia Les Amis des Vieux Maitres fue clausurada esa misma semana por
falta de permiso adecuado (en realidad, por no tener ninguna clase de permiso).
Empaqué mis cosas y fui a reunirme con Bobby, mi padrastro, en Rhode
Island donde pasé las seis u ocho
semanas siguientes -hasta que reinició sus cursos la academia de bellas artes-
investigando el más interesante de todos los animales activos en el verano: la
Chica Americana en Shorts.
Para bien o para mal, nunca jamás tuve
contacto con la Hermana Irma, aunque a veces me llegan noticias de Bambi
Kramer. Lo último que supe es que se dedicaba a ilustrar sus propias tarjetas
de Navidad. Debe ser algo digno de verse, si no ha perdido la mano.
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