Thomas Mann |
BIOGRAFÍA
Según Thomas Mann, toda novela resultaba insulsa sin ironía, y desde luego él creía que a las suyas las recorría ese don de arriba abajo, creencia un tanto extraordinaria si se conocen algunos de sus novelones más célebres. Quizá su afirmación se comprenda un poco más si se tiene en cuenta que Mann distinguía claramente entre el humor y la ironía, y que juzgaba a Dickens sobrado de lo primero y escaso de lo segundo. Tal vez eso explique que Mann sólo obligue a sonreír a veces (uno percibe que él se estaba sonriendo al escribir) y que Dickens haga reír abiertamente cada pocas páginas.
Lo cierto es que donde jamás parece haber hecho sonreír Thomas Mann (ni siquiera a la fuerza) es en su vida personal, a juzgar por sus cartas y diarios, de una seriedad temible. Estos últimos, como es sabido, sólo pudieron verse a los veinte años de su muerte, en 1975, y, una vez leídos, la demora sólo es explicable por tres motivos: para hacerse esperar y darse importancia; para que no se supiera demasiado pronto que se le iban los ojos tras cualquier jovenzuelo; para que no se supiera lo mal que andaba del estómago y lo fundamentales que le parecían sus vicisitudes (las del estómago, quiero decir).
Cualquier escritor que deja sobres cerrados que no deberán abrirse hasta mucho después de su muerte está convencido de su tremenda importancia, y eso suele corroborarlo la apertura de los dichosos y decepcionantes sobres al cabo de la paciente espera. En el caso de Mann y sus diarios, lo más llamativo es que todo lo que le ocurría le parecía sin duda digno de ser registrado, desde la hora a que se levantaba hasta el tiempo que hacía, pasando por lo que leía y sobre todo lo que escribía. Acerca de tales cosas rara vez, sin embargo, hace alguna reflexión sagaz, de modo que más parecen los diarios de alguien dispuesto a facilitar a la posteridad la minuciosa reconstrucción de sus incomparables jornadas que los de alguien interesado en relatar hechos secretos o verter opiniones privadamente. Dan la impresión de que Mann pensaba en un futuro estudioso que exclamaría tras cada entrada: «¡Caramba, caramba, así que el Mago escribió aquel día tal página de El elegido y a la noche leyó versos de Heine, cuán revelador es esto!». Más difícil resulta quizá prever la posible revelación y asombro que provocarían los insistentes informes sobre sus evoluciones estomacales: «Indispuesto; dolores de cintura causados por el colon y el estómago», anota un día de 1918. «Ligeros dolores abdominales», considera oportuno destacar en 1919, y el mismo año precisa: «Pude hacer mis necesidades después del desayuno». En 1921 las cosas no han mejorado, pero son igualmente dignas de reseñarse: «En la noche, taquicardia y retortijones de estómago», o bien: «Indisposición, irritación intestinal». Más adelante, en 1933, Mann sigue obsesionado, y con razón: «Desayuné en la cama. Propensión a la diarrea». No es de extrañar que un año después se queje: «Me duelen los intestinos», ni que en 1937 tenga la suficiente lucidez para reconocer: «Tengo el estómago sucio», para añadir: «Tuve dificultades al tragar la comida, que tuvo que ser pasada por el colador». En 1939 se han invertido las tornas, por lo que le parece juicioso señalarlo: «Estreñimiento». Menos mal que un año antes, en 1938, nos encontramos con un apunte más variado, aunque no menos asqueroso: «Pasé largo rato sin la dentadura postiza. Padecimientos».
Aunque, como se ve, Mann no especificaba mucho, es de suponer que los ataques, excesos y perturbaciones debían de estar relacionados con su mujer, Katia, madre de sus seis hijos. Sin embargo, las demás mujeres parecen haberle resultado del todo invisibles, a diferencia de los muchachos. Cuando fue a oír un recital de Rabindranath Tagore, se le confirmó la impresión que tenía de él: «Me parece una vieja dama inglesa muy distinguida», pero en cambio no le pasó inadvertido que su hijo era «moreno y musculoso, de aspecto muy viril». En el mismo acto quedó «cautivado por dos jóvenes que me eran desconocidos, guapísimos, quizá judíos». Unos días después la compañía de un «joven lozano de dorados cabellos» lo sumió «en un dulce embeleso», y unas semanas más tarde un joven jardinero, «lampiño, de brazos morenos y pecho descubierto, me dio mucho que hacer». Agradecía enormemente al cine alemán de los años treinta que, a diferencia del americano o el francés, ofreciera «el placer de contemplar cuerpos jóvenes, sobre todo del sexo masculino, en su desnudez». Aunque despreciaba en general ese arte, poco dado a la palabra y representativo sólo del hombre vulgar y corriente, por suerte le reconocía sus «efectos sensuales sobre el alma».
Es de temer que Thomas Mann, lejos del humor y la ironía que le atribuían algunos de sus lectores y conocidos, estaba siempre aquejado de melancolía, indolencia, ataques de nervios, pánico y torturas psicológicas de variada índole, entre las que ocupaba un lugar destacado la irritación. A excepción de Proust (pero tan de otro modo), nadie como él explotó la asociación entre enfermedad y artisticidad, y en ese sentido puede decirse que desde siempre fue un anticuado, ya que dicho vínculo tenía al menos un siglo de vida cuando él publicó su primera novela, Los Buddenbrook en 1901. Lo curioso del caso es que sus males y sus angustias eran de lo más estable: no lo abandonaban en ninguno de los lugares en que se vio obligado a vivir, exiliado de Alemania desde antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, aunque después del Nobel, que recibió en 1929 con mucha naturalidad. Lo que hace a su figura más noble es, a la postre, su inequívoca oposición al nazismo, desde el principio y hasta el final, aun cuando sus ideas políticas o apolíticas no fueran nunca muy claras ni quizá muy recomendables: lo que le parecía más deseable, en oposición tanto al fascismo como al liberalismo, era una «dictadura ilustrada», expresión en la que el adjetivo es demasiado vago y connotativo como para que no sea el sustantivo lo que prevalezca en todo caso.
Lo malo de Thomas Mann es que creía no tomarse en serio, cuando si algo salta a la vista, tanto en sus novelas como en sus ensayos como en sus cartas como en sus diarios, es que se hallaba plenamente convencido de su inmortalidad. En una ocasión, para restarle méritos a su Muerte enVenecia, que un norteamericano le alababa hasta el sonrojo, no se le ocurrió otra cosa que rebajarlos diciendo: «Después de todo, yo era todavía un principiante cuando lo escribí. Un principiante de genio, pero un principiante al fin y al cabo». Una vez que ya no lo era, se consideraba capaz de los mayores logros, y en una carta al crítico Carl Maria Weber le hablaba con desparpajo de «la grandiosa historia que algún día puedo escribir, después de todo». Es conocida su admiración por el Quijote, ya que aprovechó su lectura a bordo del vapor Volendam , que lo llevaba a Nueva York, para redactar un tomito, Travesía marítima con Don Quijote. Sin embargo, el sobrio y magistral desenlace de la obra de Cervantes no sólo le decepcionó, sino que lo juzgó mejorable: «El final de la novela es más bien lánguido, no lo suficientemente conmovedor; yo pienso hacerlo mejor con Jacob». Se refería, claro está, al Jacob de su tetralogía José y sus hermanos, que en España sólo ha sido capaz de leerse entera el paciente (y rencoroso por ello) Juan Benet. Sorprende que Mann opinara que las grandes obras eran resultado de intenciones modestas, que la ambición no debía estar al principio ni anteceder a la obra, que debía estar unida a ésta y no al yo de su creador. «No hay nada más falso que la ambición abstracta y previa, la ambición en sí e independiente de la obra, la pálida ambición del yo. El que es así se comporta como un águila enferma», escribió. A la vista de sus propias ambiciones, tanto expresas como inexpresas, habría que concluir que la enfermedad que padecía el águila Mann no era otra que la ceguera. Al hablar de la muerte de un antiguo compañero de colegio, apostilló: «Inmortalizado por mí en La montaña mágica». No cabe duda de que tenía ambiciones y se tomaba en serio quien anotaba con seriedad en su diario un día de 1935: «Carta en francés de un joven escritor de Santiago de Chile, informándome de mi influencia sobre la joven literatura chilena». No puedo evitar llamar la atención sobre tres palabras: la primera es «informándome», la segunda es «influencia», la tercera es «chilena».
Thomas Mann tenía un porte solemne, sobre todo de espaldas, según los que lo trataron. De frente, la nariz, las cejas y las orejas (todas ellas picudas) le daban cierto aire de duende, reñido acaso con la solemnidad. Era vehemente en sus intervenciones públicas, hasta el punto de que en una ocasión se le pasó el tiempo durante una lectura radiofónica de su obra y no tuvo más remedio que interrumpirse en mitad de una frase y pedir disculpas. Su procedencia altoburguesa se manifestaba a veces en sus querellas con el servicio: «Ataque de rabia contra la criada Josefa»; «Cocinera desleal, criada sorda»; «Las nuevas criadas parecen servir para algo»; «Todos los criados amenazan de nuevo con marcharse. Náuseas y odio me produce esa canalla indigna», son algunos de los apasionados apuntes que al respecto pueden leerse en sus ocultos diarios.
Sus dos hermanas se suicidaron, como también su hijo Klaus, novelista más modesto y olvidado que él. Padeció mucho, por tanto, aunque en la muerte de su hermana Carla el dolor por la pérdida se mezcló con su reprobación por que se quitara la vida en la casa de la madre y no en otro sitio más adecuado. Padeció también el exilio y el salvaje odio de sus compatriotas, se hizo ciudadano checoslovaco y norteamericano, pero tuvo la satisfacción del más absoluto éxito literario a lo largo de su vida entera, lo cual pudo compensarle. Murió el 12 de agosto de 1955 en Zürich, a la edad de ochenta años, víctima de una trombosis. No hubo ironías en la hora de su muerte. Su familia tuvo el detalle de enterrarlo con una sortija de la que estaba muy orgulloso y nunca se separaba. La piedra era verde, pero no era una esmeralda.
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