Alberto Moravia
BIOGRAFÍA
Malinverno
(“Malinverno”)
Nunca he podido soportar el ruido del agua corriendo en la oscuridad mientras a su alrededor murmura la lluvia. Fuentes estrepitosas en la noche, dentro del vasto crujido de un temporal, resaca metálica del mar azotado por una efímera llovizna, lúgubre borboteo de una gárgola de hierro en las tinieblas de una calleja inundada, el oír un agua rumorear en la oscuridad mientras enormes cantidades de agua se derraman desde el cielo sobre la tierra me irrita y me indigna como un exceso casi increíble. Sobre todo en la ciudad, el agua tan alegre de las fuentes se convierte para mí, en las noches lluviosas, en una verdadera persecución. Pienso entonces en la ciudad como un gran cuerpo llegado a un supremo grado de descomposición, el cual, bajo el diluvio que lo pudre, gime y desborda en los lugares más inesperados el abundante humor que lo hincha y lo hace pesado.
Recuerdo que este hastío del agua me perseguía sobre todo durante el invierno, especialmente lluvioso, de 19... Estaba triste entonces, si bien, a decir verdad, no tenía motivos, pues me había prometido precisamente aquel otoño con la muchacha a la que amaba o a la que creía amar; estaba triste con la tristeza incómoda e ingrata que inspira la oscura conciencia de un error desconocido anidado en nuestra vida como una carcoma en la madera; y, como suele ocurrir en esos estados melancólicos, durante los cuales la sensibilidad se agudiza morbosamente y advierte muchas cosas que antes se le habían escapado, este detalle de las aguas que dejaban oír sus rumores dentro del ruido difuso y eterno de la lluvia, me intrigó primero como una observación nueva y luego, con ayuda de mi hipocondría, se convirtió en una verdadera obsesión. Le huía y al mismo tiempo lo buscaba. Me ocurría que caminaba bajo la lluvia, a oscuras, por una calle desconocida, y me decía: “Tres losas más por la acera y después oiré rumorear un agua”. Y, en efecto, un borboteo, un chorro, un sonido acuático, en suma, viniendo no sé de dónde, que me hacía detenerme de pronto y estremecerme de zozobra y de fastidio. La verdad es que nunca me había dado cuenta de que la ciudad contase con tantas fuentes, fuentecillas, gárgolas, acequias, manantiales y otros surtidores semejantes. Escapaba de uno para caer en otro. Y mientras tanto, sobre todo esto, la lluvia continuaba cayendo, tenebrosa y tranquila.
Todas las noches, tras haber cenado solo en una mediocre pensión, me dirigía a pie hacia el chalet, poco distante, de mi novia. Los Malinverno, que así se apellidaba la muchacha, habían sido numerosos unos años atrás. Después, muertos los abuelos y el padre, casada en provincias la hermana mayor, sólo quedaban en el chalet la madre y la hija pequeña, Clara. El chalet había sido construido, en tiempos, en los límites del campo; pero, con los años, la ciudad lo había rodeado y ahora se alzaba en un barrio de edificios casi populares. Era una construcción muy sólida, pero tétrica: muros grises y agrietados, persianas descoloridas, jardín angosto donde hiedra negra y gigantesca serpenteaba por todas partes con su agitado follaje. En la planta baja, el chalet tenía dos o tres salas fastuosamente decoradas, aunque sin intimidad, con esos grandes divanes dorados llenos de rizos de madera y esos cortinajes teatrales con que la burguesía de antaño había tratado de rivalizar con la magnificencia de los palacios históricos; pero el resto eran muebles de chamarilero sin ningún valor, piezas desvencijadas y mal conjuntadas. Las dos mujeres, cerrados los salones donde ya no penetraba nadie jamás, pasaban la mayor parte de su tiempo en las pocas habitaciones del piso superior. Los Malinverno nunca habían sido muy ricos y ahora incluso vivían estrechamente.
Yo penetraba en la casa por una vasta y desnuda antesala, subía dos tramos de una ancha escalera limpia y triste y, empujando en el primer piso una puerta encristalada, que denunciaba mi llegada, desembocaba en un largo pasillo enteramente desnudo. Al fondo del pasillo, aparecía una puerta abierta de par en par y, a la luz de una lámpara de contrapeso, veía, sentada con algún paño o tela drapeada sobre las rodillas y en el suelo, a la anciana madre inclinada cosiendo. En aquella habitación había una mesa redonda sobre la que la madre tenía la cestilla con las tijeras, las agujas y los hilos, una consola con un espejo y un canapé bastante duro, de respaldo relleno. Yo saludaba a la anciana, me sentaba en el canapé y esperaba que llegase Clara. Poco después la veía asomar al fondo del pasillograndee. y algo fantasmal, sobre todo a causa de la rigidez de su porte que armonizaba tan mal con la inseguridad de sus pasos sobre los tacones altos y finos. Se acercaba sin prisa, rozando las paredes del pasillo, dudosa y vacilante como una sombra que oscila según los resplandores de la llama de una vela; y casi siempre entraba sin saludarme ni sonreírme, llevándose el pañuelo a la nariz o haciendo alguna observación a su madre, como si yo no estuviera allí. Esta frialdad y reserva era una de sus características más notables; y junto con la exuberancia dura y desagradable de su cuerpo y la palidez de su cutis, de una calidad tan poco sensual que hacía pensar en un mármol tenuamente veteado de azul, contribuía mucho a asemejarla a una estatua. Se sentaba a mi lado, sin doblar el busto —que mantenía erguido como si hubiera sido de una sola pieza—, sino solamente las rodillas; y así, posada a mi lado sobre el hinchado relleno del canapé, pasaba las veladas charlando muy poco de cosas insignificantes. Ni una sola vez se abandonaba contra el respaldo ni modificaba de ninguna manera la compostura de su actitud. Si tenía que cruzar las piernas, lo cual hacía muy de tarde en tarde, era para mí casi materia de diversión observar con cuánta lentitud y discreción superponía, bajo la larga falda, un muslo sobre el otro, sin bajar los ojos, sin dejar de hablar, y después, con la mano, que tenía grande, mórbida y blanca, daba un discretísimo tirón del traje para que llegara como antes hasta media pantorrilla. He dicho muslo y pantorrilla, pero estos términos físicos son enteramente impropios al hablar de su muslo, de su pantorrilla; porque su excesivo pudor impedía no sólo notar, sino incluso imaginar que estaba hecha del mismo modo que las demás mujeres. Y a veces, en los momentos de ocio, al tratar de figurarme cómo debía de ser desnuda, me irritaba al ser incapaz de ello y al no saber pensar en ella más que como la veía siempre, completamente vestida, comedida, impenetrable. Aquel invierno, a causa del frío del chalet, casi carente de calefacción, estaba resfriada a menudo; y el pañuelo que tenía en la muñeca, dentro de la manga, constituía también un pretexto para una cantidad de gestos extraordinariamente lentos, púdicos, discretos. ¡Con qué imperceptible presión apretaba la nariz con la batista, qué comedidamente se sonaba, de qué actitudes se servía para retirar la nariz del pañito y meter éste en la manga! Tembloroso y lleno de fuego al lado de ella, tan fría e inmóvil, a menudo me preguntaba qué podía haber de común entre nosotros y si no pertenecíamos a dos razas enteramente distintas y enemigas.
Ella tenía una cabeza bastante grande, sobre todo a causa de sus abundantes cabellos negros, que llevaba recogidos en un rodete sobre la nuca; su cara era agraciada, blanca y limpia, sin el menor rastro de polvos o de carmín; los ojos grandes, pero inexpresivos. Sin duda dicha inexpresividad era debida también a su voluntad de reserva, por la cual, si tenía que mover las pupilas, lo hacía con lentitud y circunspección, casi como asegurándose antes de que el objeto que miraba no era desagradable o indigno y de que el movimiento de sus ojos no podía ser mal interpretado. Lo mismo podía decirse de sus sonrisas, infrecuentes y siempre tan breves que era difícil comprender si sonreía de verdad de alegría o sólo por complacer a su interlocutor.
Yo había conocido a Clara tras un período de mi vida especialmente desordenado. Quizás había sido el contraste entre ella y las mujeres que entonces trataba, más que una verdadera y honda atracción, lo que había contribuido a que me hiciera la ilusión de estar enamorado. Y, en realidad, esto ocurre muy a menudo: se considera como un sentimiento afectivo lo que no es más que una sensación de aburrimiento, un deseo de cambios, una aspiración ideal u otro estímulo parecido, poco amoroso. Entonces mi estado de ánimo era poco menos que desesperado; y Clara, al aparecer en ese momento como una especie de alba tras una noche tenebrosa, había despertado en mí un entusiasmo efímero y lleno de buena voluntad que cometí el error de tomar por amor. Sin reflexionar, impetuosamente, la pedí en matrimonio. Mi propuesta fue aceptada y se fijó la boda para unos meses después, tan pronto como se ultimaran los preparativos. Aquellos manteles y aquellas sábanas que con tanta frecuencia envolvían las piernas de la madre de Clara eran justamente los que, una vez casado, utilizaría para dormir y para comer. Pero precisamente cuando todo parecía marchar de la mejor manera, empecé a arrepentirme de mi apresurada decisión.
Había pedido a Clara en matrimonio sin conocerla; y al verla tan fría y reservada me había hecho la ilusión de que dicha actitud había que atribuirla, más que a otra cosa, a nuestra escasa intimidad. Pero ahora, después de casi tres meses de noviazgo, durante los cuales había estado con ella varias horas diarias, comenzaba a espantarme ante el inalterable hielo y empacho de nuestras relaciones. “¿Cómo haré —pensaba a veces durante esas veladas, tras haber agotado todos los posibles temas, no digo de una creciente intimidad sino simplemente de una conversación normal—, cómo haré para pasarme toda mi vida junto a una mujer tan inerte, tan helada, tan impasible?” Me arrepentía; y, como ocurre en estos casos, una vez iniciada la vía del arrepentimiento, mi espíritu, que no conoce términos medios y pasa con facilidad de la alegría al descorazonamiento, llegó muy pronto al colmo de la más abyecta desesperación. La presencia de Clara, a la que no sabía qué decir y que no me decía nada, me exasperaba singularmente; y cuando me encontraba solo en mi cuarto de la pensión habría querido darme de cabeza contra las paredes debido a la violencia de mi arrepentimiento. “Estoy acabado —pensaba, tirándome de los pelos y retorciéndome las manos—, yo mismo me he emparedado... estoy muerto y enterrado... nunca más viviré... nunca más amaré y seré amado”. Otro en mi lugar, más libre y más atrevido, habría resuelto el asunto buscando un pretexto para romper el noviazgo; o bien, sin ningún pretexto, habría declarado a Clara sus verdaderos sentimientos. Pero yo no tengo un carácter fuerte y la irresolución es en mí una afección casi morbosa; tomar semejante decisión era mucho más de lo que yo podía hacer; y aunque no pasaba día sin que sintiese crecer la necesidad de una ruptura, no encontraba el valor para hablar a las dos mujeres. Sentía con angustia que nunca tendría ese valor y que, inevitablemente, si no ocurría alguna novedad, acabaría casándome.
Entre tanto, a la par que mi arrepentimiento crecía mi antipatía hacia Clara; o, mejor dicho, mi odio y mi encarnizado y rabioso deseo de golpearla. Me preguntaba a menudo de qué pasta estaba hecha, si de carne y hueso o de piedra; y durante esas largas veladas me acometían a veces locos impulsos de gritar obscenidades, romper algún objeto, ponerle las manos encima, con tal de verla, aunque fuera a través de un sentimiento de repulsión, de sorpresa, de indignación, convertirse en humana. Como ya he dicho, me exasperaba sobre todo no sentir a su lado ni el más ligero y remoto deseo; y no ser capaz, por mucho que esforzase mi fantasía, de imaginar cómo era bajo sus rígidos y feos vestidos. ¿Tenía el pecho con dos tetas, como todas las mujeres? ¿Y el vientre? ¿Y las piernas? ¿Era cálida su piel y bajo ella se movían los músculos y corría la sangre, o estaría petrificada como la de una momia? Estas cosas y otras semejantes rumiaba estirándome sobre el duro canapé en mis diversas tentativas para mantener encendido el fuego moribundo de nuestra desganada conversación. Y como contagiado por su cercanía, me parecía a veces que tampoco yo era un hombre como todos los demás, de carne y hueso, sino una especie de larva erosionada por impulsos contradictorios e incapaz de tomar cuerpo y figura. Esta sensación de irrealidad me hacía sufrir sobre manera, como un capullo de falsedades en el que con el tiempo me encontraría encerrado sin remedio.
Una noche en que, lleno de mal humor, entraba en la calle donde se encontraba el chalet de los Malinverno, al llegar a la esquina que hacía el chalet con una calle transversal oí claramente a través del susurro de la lluvia el chorrear tranquilo pero abundante de un agua que parecía correr bajo tierra. Un paso más adelante, el chorrear se precisó, y un poco más adelante se convirtió, por así decirlo, en algo palpable, como si el agua brotase bajo mis pies. Dudoso, sin ver alrededor ninguna fuente, desanduve el camino ya recorrido y comprobé de nuevo el mismo hecho. Hacia la mitad de los muros del chalet el chorro se hacía más fuerte y parecía alcanzar su nota más alta; algo más allá el rumor decrecía y luego se extinguía del todo.
Observé entonces, por primera vez, que el chalet daba a la calle, además de con dos hileras de ventanas, con cinco aberturas en forma de media luna abiertas a ras de tierra, las cuales, según todas las apariencias, debían de dar luz a los sótanos. Encendí una linterna de bolsillo y examiné las aberturas. Aparecieron todas cegadas por una tapia toscamente blanqueada, señal de que el sótano era muy profundo y de que la luz debía de pasar entre la pared y la tapia y descender verticalmente en forma de débil claridad, más o menos como ocurre en las prisiones con las ventanas llamadas de boca de lobo. El ruido del agua partía precisamente de la tercera abertura, que era la del medio; a ambos lados disminuía, aunque seguía siendo perceptible hasta llegar a las esquinas del chalet. Apagué la linterna y, tras haber escuchado un rato, en aquella oscuridad lluviosa, con creciente irritación, el fragor del agua que parecía repercutir bajo bóvedas amplias y heladas, me dirigí a la habitual visita nocturna.
Encontré a la madre en el sitio de costumbre, en el cuarto al final del pasillo, inclinada sobre una gran sábana que caía desde sus rodillas hasta los pies en muchos pliegues rígidos. Bordaba unas grandes iniciales entrelazadas y me dijo, sin alzar la cabeza, con una complacencia que me hizo temblar, que era la sábana de bodas. Me incliné a palparla y casi me parecía imposible que esa tela fuera a cubrir pronto nuestros dos cuerpos enlazados, el de Clara y el mío. Al poco rato, bamboleándose, erguida sobre los altos tacones, con el pañuelo en la nariz y los ojos bajos, llegó la hija. Aquel paso lento, como de quien no tiene prisa y está seguro de que nada se le escapa, aquel pañuelo en la nariz me llenaron de irritación. Sin embargo, no dejé traslucir nada y me senté a su lado en el canapé. La madre, como siempre, nos daba la espalda, quizás para que me hiciera la ilusión de que no nos vigilaba; pero justamente enfrente tenía el gran espejo de la consola donde podía, cada vez que hubiera tenido la curiosidad, seguir todos nuestros movimientos.
Yo me sentía irritado e inquieto, dividido entre el deseo de avanzar en mi intimidad con Clara y el de romper el noviazgo. Tras una charla insignificante le agarré la mano, intentando retenerla en la mía y acariciarla al mismo tiempo con la otra. Ella la dejó un momento, pero rígida y contraída; después, con su habitual lentitud, la soltó y la retiró, sin mirarme ni decir palabra, pero dando a entender con su silencio e indiferencia hasta qué punto desaprobaba mi gesto. Semejante esquivez me enfureció; y con voz baja y resentida le pregunté:
—Somos novios... ¿y ni siquiera me está permitido estrecharte una mano?
—No es eso —contestó ella—, sino que tienes las manos heladas...
Era una mentira, porque, hallándome siempre en un estado febril, mis manos incluso son excepcionalmente calientes. Pero esta respuesta me confirmó lo que otros incidentes parecidos me habían hecho sospechar: con Clara no llegaría jamás a una comunión; ella siempre se las arreglaría para rechazarme a una zona convencional y sin intimidad.
—Pero, cuando estemos casados —insistí en voz baja—, ¿podré entonces estrecharte la mano?
Ella se llevó el pañuelo a la nariz:
—Hablemos de otra cosa, ¿quieres?
Siguió un breve silencio; la madre hizo un brusco movimiento con la sábana y yo, siempre con mi idea fija de sacudir y despertar a Clara, murmuré:
—Esa sábana... tu madre me ha dicho que será la de nuestra noche de bodas... ¿Has pensado en ello alguna vez?
Ella debió de decirse que yo estaba loco; y el tono bajo e intenso de mi voz, la expresión de mi rostro inclinado sobre su hombro sólo podían confirmarla en su idea. La vi inclinarse con gran lentitud hacia adelante, y levantar un borde de la sábana, preguntando:
—¿Te falta mucho?
—Casi he acabado —dijo la madre, sin volverse.
De manera que ella ni siquiera se tomaba el trabajo de contestarme. Pensé en todas las veces que adoptaría esta táctica del silencio después de habernos casado; y, furioso, apreté los dientes con tanta fuerza que los sentí rechinar. Luego volví a oír la lluvia que murmuraba sobre las persianas y me acordé de golpe del subterráneo ruido de agua advertido poco antes mientras me dirigía al chalet.
—A propósito —pregunté—, ¿qué es ese fragor de agua que se oye pasando junto a esta casa?
Clara me miró sin comprender. Repetí la pregunta, especificando el lugar y la clase de ruido.
—Ah, es el agua del lavadero —dijo simplemente.
—Pero un chorro de esa clase —insistí— me parece mucho más fuerte que el de un lavadero.
—La pila es muy grande —contestó ella—, ocupa todo el piso de una sala... y, además, el grifo está muy alto.
Me volvió la idea de romper el noviazgo. Pero allí, ante la madre, me pareció imposible hablar. Pensé que en cualquier otro sitio, por ejemplo en el sótano, por fin tendría el valor que me faltaba.
—Mira —dije con aire preocupado—, no creo que sea el grifo... El ruido era demasiado fuerte... En mi opinión, hay una avería... Quizás se haya roto una tubería... El sótano estará inundado.
—¿Una avería? —repitió ella lentamente—, ¿por qué una avería?
Ya había encontrado el pretexto que necesitaba. La madre, alarmada, suspendió su labor, se volvió a medias y me miraba con ojos perplejos. Reanudé mis argumentos, con singular calor, casi asombrado de estar tan elocuente. En realidad me agarraba con todas mis fuerzas a esta idea absurda: que en el sótano sabría decir las palabras que en el primer piso era enteramente incapaz de pronunciar. Clara no parecía convencida y callaba. Por último, la madre vino en mi ayuda, exhortando a su hija a que me diera gusto.
—¿Sabes? —dije, satisfecho, ppniéndome en pie—, no quisiera que por culpa de estas lluvias torrenciales se produjeran desperfectos... el chorro era realmente fuerte.
Ella no dijo nada y me precedió por el pasillo. Tras ella, que avanzaba en la penumbra familiar de su casa, vacilando lenta y tiesa, la seguí hasta el final del pasillo y escaleras abajo. Apenas nos encontramos en la escalera empecé a exhortarme a hablar. Me decía que estábamos solos, por fin, y que nunca volvería a presentarse una ocasión como ésta. Pero me bastaba con mirar a Clara para sentir que las palabras morían en mi boca.
—Clara —logré proferir de pronto, cuando marchábamos por el segundo tramo.
—¿Qué hay? —contestó sin volverse, con la mano en la barandilla de cobre.
Yo estaba detrás de ella, muy cerca, con la nariz casi en su cuello blanco, redondo, fuerte, y por un momento sentí el deseo de apretar aquel cuello hasta hacerla enmudecer de veras después de tantos mutismos voluntarios y ofensivos. Pero me tragué la tentación.
—¿Hace mucho tiempo —pregunté— que se construyó el chalet?
—Unos cincuenta años —contestó.
—Ya se ve —dije pasando la mano por la pared con aire de entendido.
En la antesala Clara abrió una portezuela disimulada tras las hojas de una palmera y apareció una escalerita de empinados peldaños que parecía excavada en el espesor del muro. Ella encendió una linterna roja y me precedió por los peldaños. La escalera daba vueltas muy cerradas, tan pina que tenía la cabeza de Clara casi contra mi vientre; pero una vez más me faltó valor para hablar o —como sentí de nuevo la tentación— para agarrarla y acabar con ella en aquel sitio angosto como un sepulcro. Llegamos a los sótanos. Desde el rellano vi una sala baja, con muchos pilares grises que sostenían las bóvedas. El sótano estaba vacío; sobre el cemento del suelo se alargaban las tenues sombras de los pilares; pero más allá de las arcadas resonaba el ruido de agua que había oído desde la calle. Tranquilo, quejumbroso, extraño en aquel subterráneo.
—Este es el sótano —anunció ella, inmóvil, mirando hacia abajo.
No dije nada pero bajé los últimos peldaños en dirección al ruido. Clara me siguió. Superada la hilera de pilares apareció la pila, igual que la había descrito Clara. Muy larga, ocupaba tres cuartas partes de la sala. Estaba a ras del suelo y me hizo pensar en la pileta del hipopótamo en el jardín zoológico. La misma agua negra de la que se esperaba, de un momento a otro, ver asumir la brillante piel del animal; el mismo aspecto de peligrosa profundidad. A un lado, una banqueta de granito oscuro sugería la imagen de la lavandera arrodillada torciendo y aclarando ropa en aquella balsa tenebrosa. En cuanto al chorro de agua, salía de un gran grifo de hierro empotrado en el muro. No era muy abundante, a decir verdad, y el ruido se explicaba por la altura desde la que caía el agua y por el eco helado de la bóveda.
—Y ésta es la pila —dijo Clara—. ¿Estás satisfecho ahora?
No contesté nada, pero con un gesto instintivo le pasé un brazo en torno a la cintura. Me quedé asombrado al sentir no una blanda cintura de muchacha, sino algo áspero, duro, atado, corsé o faja. Ella volvió levemente hacia mí los hombros y la cabeza, diciendo:
—¿Qué te ocurre ahora? —y, al mismo tiempo, con su habitual lentitud y compostura, trató de liberarse, como segura de que ante el contacto de sus manos la dejaría.
Pero yo la estreché con más fuerza contra mí y, sin decir palabra, con la otra mano, la agarré por el pelo tratando de curvar su cabeza para que nuestras bocas se encontraran. Y se encontraron, sí, sólo que la malvada apretaba los labios y los metía hacia dentro; de modo que sólo tuve contra mi boca dos relieves de carne duros y fríos. Tanta obstinación me llenó de un terrible furor:
“¡El noviazgo está roto... no volveremos a vernos!”, me habría gustado gritar; pero sólo pude rechazar con violencia, lejos de mí, aquel rígido cuerpo. Ella cayó hacia atrás, tropezando en el borde de la pila, con un grito que acrecentó mi odio, grito lleno de moderación y de suficiencia en medio del terror; luego oí el golpe sordo y fuerte que dio el cuerpo contra la banqueta. Vi que el cuerpo se hundía de costado en el agua negra y sin espuma y que después, dándose la vuelta, afloraba con un brazo y una mejilla blancas en la oscuridad. Me lancé hacia la pila y, resbalando sobre el fondo jabonoso, la saqué del agua, no sin dificultad, y la llevé hacia la escalera. Parecía desmayada; y yo, arrastrándola jadeante bajo aquellas bóveda bajas, en medio de la penumbra, tuve hasta tal punto la sensación de un crimen que estuve tentado de rematar aquel gesto instintivo inicial y volver a arrojarla en la pila de la que la había sacado. Una tentación violenta y dulcísima al tiempo, similar a la irresistible de la posesión amorosa. Y quizás era amor, o por lo menos el amor a que ella, con su compostura, me había obligado; amor mudado en odio que prefería matar a quedar insatisfecho.
Ella volvió en sí esa misma noche, en su cama, y calmó en seguida mis abyectos temores diciendo, con su habitual sencillez, que había resbalado por azar. Ahora que había vuelto en sí, su madre se recuperaba de sus primeras aprensiones y se las arregló incluso para reprochar mi funesta curiosidad. Pero yo, pasado el primer momento de alivio, estaba cada vez más asustado ante la perspectiva de aquella boda después de casi un intento de homicidio. Apretaba en mi mano la de Clara, quien, como confirmando mis terrores, no me la negaba, y me decía que mi vida estaba acabada.
Estaba otra vez tan desesperado con la idea del matrimonio, ya inevitable, que al día siguiente, cuando me enteré de que, contra las primeras esperanzas, el estado de Clara se había agravado y había entrado en la agonía, experimenté un nuevo y mayor alivio. Luego, durante los dos días que aún vivió, la velé junto con su madre y su hermana, llegada de provincias. A menudo, espiando aquel rostro inmóvil, me preguntaba lo que pensaba y más de una vez, como acometido por mi viejo frenesí, estuve tentado de agarrarla por un brazo y sacudirla y ordenarle que hablase; pero, igual que antes, su compostura, que la cercana muerte no parecía modificar de ningún modo, me helaba. Me bastaba con ver la mirada con que pedía a su madre que le diera de beber para comprender que no había cambiado en absoluto. Probablemente, si le hubiera pedido perdón, como estuve tentado de hacer varias veces, pese a estar moribunda habría fingido que no me oía o habría contestado de modo evasivo. Supongo que estas reflexiones hicieron que la odiara hasta el último momento.
Murió como había vivido: decentemente, con toda compostura. La muerte no pareció introducir el menor cambio en su figura, siempre tan fría e inexpresiva.
El día del funeral no llovió, por primera vez, y al día siguiente apareció con un tiempo intermedio, húmedo, apacible, bajo un gris cielo exhausto. Salí a pasear por una calleja en las cercanías de mi casa y advertí con estupor que sólo experimentaba, al pensar en Clara, un enorme alivio: después de todo, no me había casado.
Pensé de pronto que era una verdadera suerte vivir; y por primera vez después de tantos meses volví a disfrutar con el secreto sabor de la vida, compuesto de blando aburrimiento, de esperanza y de disponibilidad.
La madre de Clara trató de volverme a ver, sin duda para llorar conmigo la muerte de su hija. Pero con el pretexto de que el dolor me impedía semejantes evocaciones conseguí eludirla. Por otra parte, Clara tiene un lugar en mi corazón; ¿cómo no iba a tenerlo? En cuanto al ruido del agua, me he curado de mi obsesión; y ya no hago ningún caso, los días de lluvia, a cualquier voz de una fuente que llegue a mis oídos. Así, viviendo, olvido que he vivido.
1940.
(Milán: Bompiani, 1943.)
Racconti (1927-1951)
(Milán: Bompiani, 1952.)
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