domingo, 24 de junio de 2018

Alberto Moravia / El amante desdichado



Alberto Moravia
BIOGRAFÍA
El amante desdichado



      Tras haberse peleado de manera definitiva con su amante, Sandro, no encontrándose a gusto en la ciudad donde hasta entonces habían vívido juntos, se marchó a una isla no lejana de la costa. Era junio, aún no hacía demasiado calor, sabía que en la isla encontraría poca gente, pues la temporada de baños empezaba en julio. En efecto, al llegar se había encontrado muy bien. Para estar más solo no había ido al hotel, sino a casa de una mujer que alquilaba habitaciones amuebladas. Estas ha­bitaciones, alineadas ante una terraza común protegida por una galería, eran todo lo que restaba de un antiguo convento. Tres lados del primitivo claustro habían desaparecido, sólo quedaba aquella fila de habitaciones ado­sadas a los acantilados de la isla. Bajo las habitaciones había un huerto muy sombreado y tupido; luego, la pendiente, sembrada de blancos chalets, de chumberas y de olivos, descendía hasta el mar. El mar se veía a lo lejos, tranquilo y centelleante como un cristal en las anfractuosidades de la escarpada costa.

      Las habitaciones no estaban habitadas de momento, salvo una al lado de la de Sandro. La primera vez que salió a la terraza vio en seguida a su ocupante. Era una muchacha joven y de buena planta, con espléndidos ca­bellos rubios y una cara parecida al hocico de un lechón. Ella lo saludó y Sandro le devolvió el saludo. Ella le preguntó si iba a la playa y Sandro le contestó que a veces iba; luego volvió a entrar en su cuarto. Desde ese día no pudo salir ni un momento a la terraza sin que de inmediato se abrieran las persianas de la habitación contigua y la muchacha apareciera a hablarle. Era obs­tinada y no la desanimaban las bruscas respuestas de Sandro. Le hablaba agarrándose con las dos manos a la barandilla, mirando ora al mar, ora a él, con sus ojillos hundidos e inexpresivos. Por último Sandro evitó apare­cer por la galería.

      Empezó a llevar una vida muy regular. Por la mañana bajaba bastante temprano a la playa, se desnudaba y se tendía sobre la arena en espera de que el sol quemase lo bastante para justificar el baño. Luego entraba en el agua, mirándose sus pies blancos y temblorosos sobre el fondo de gruesos guijarros. El agua subía lentamente con un cosquilleo delicioso, primero hasta el vientre, después hasta el pecho, luego hasta el cuello. Apenas sentía que no hacía pie se lanzaba a nadar y, siempre nadando, daba una vuelta en torno a los escollos, o bien iba de un punto a otro de la costa. Mientras nadaba, advertía que no pensaba en nada y esto le agradaba. A veces se tendía de espaldas, con los brazos abiertos, y cerraba los ojos, dejando que la corriente, con leves im­pulsos, lo llevara por el mar tranquilo hacia metas im­previstas. Estaba un rato así, supino en el agua, los ojos cerrados, las orejas acariciadas por las ondas; luego abría los ojos y veía, en medio de una luz intensa, cómo la gran roca roja de la isla se desplomaba sobre él en un cielo ardiente. El baño resultaba lo más agradable de su jornada, pues era lo que lo distraía más que nada. Des­pués del baño subía al pueblo, comía solo en una trattoria, después regresaba a su cuarto y trataba de dormir un par (le horas. Mientras tenía algo concreto que hacer, como nadar o comer o tomar el sol, lograba fácilmente no pensar en su amante y en el dolor de haberse sepa­rado de ella. Pero por la tarde, en esas largas horas lánguidas y vacías, le asaltaba una especie de excitado tedio, amargo, como de una espera que sabía que jamás quedaría satisfecha. Así, esforzándose por distraerse, sin conseguirlo, llegaba a la noche agotado y rabioso.

      Habían transcurrido dos semanas de esta vida cuando una mañana le llegó una postal con recuerdos de la mu­jer desde un lugar no muy alejado. La postal llevaba la dirección y era claramente una invitación a mantener una correspondencia. Sandro escribió una postal algo más larga y dos días después recibió una nota que le daba noticias de su salud, del tiempo y de otras cosas pare­cidas. Alentado, envió entonces una carta de ocho pági­nas en la que pedía a la mujer que se volvieran a ver, aunque sólo fuera un día. Pero tan pronto como salió la carta se arrepintió de haberla escrito. Sabía por expe­riencia que la mujer tenía un carácter tal que no era capaz de amar a no ser por despecho. y, en efecto, no recibió ninguna respuesta. Pasaron dos semanas más; ya Sandro había perdido la esperanza, cuando recibió un telegrama donde ella le anunciaba su llegada para el día siguiente.

      Esa mañana se despertó sobresaltado, temiendo haber dormido mucho. Pero, mirando el reloj, vio que faltaba más de una hora para la llegada de la lancha. Salió a la terraza para escrutar el mar: estaba tranquilo, no había peligro de que una tempestad impidiera la llegada del vapor a puerto. Su vecina, como de costumbre, se asomó a la terraza a toda prisa, como si temiera verlo desapa­recer, y le dijo que hacía un bonito día. Sandro contestó que el día no habría podido ser más bonito y entró en su cuarto. Se le quedó grabada la imagen de la muchacha erguida frente al mar, con las manos en la barandilla, el rostro marcado por una expresión boba y desilusionada.

      Acabó de vestirse y bajó sin prisas a la plaza. Era el principio de la mañana, con esa luz especial, fresca y clara, que en esos lugares no parece venir del cielo, sino del mar. La plaza estaba desierta, las mesitas de los dos o tres cafés, vacías. Unos pocos habitantes del lugar disfrutaban de aquel joven sol acuclillados en las escali­natas de la iglesia. Los tenderos abrían los comercios, quitaban los postigos de los escaparates. De vez en cuan­do alguna señora madrugadora, semidesnuda, con gafas de sol, una gran bolsa de tela al brazo, atravesaba de prisa la plaza dirigiéndose hacia el atajo que llevaba al mar. Sandro paseó durante un rato por la plaza y luego fue hasta el mirador.
      Desde allí se veía toda la extensión del mar, liso y tranquilo, con perezosos y diseminados rastros blancos: las grandes, vagas serpientes de cristal de las corrientes, muertas y abandonadas a sí mismas. La lancha donde debía encontrarse su amante era ya visible en el estrecho brazo de mar que separaba la isla de los montes del continente. Avanzaba silenciosamente, dejando tres ella, en el mar diáfano y luminoso, una larga estela cente­lleante. En ciertos puntos el cielo y el mar parecían evaporarse y confundirse uno con otro y entonces el barco simulaba navegar en una zona indistinta que ya no era aire y todavía no era agua. Sandro bajó la vista hacia el precipicio que había bajo el mirador. Los raíles negros del funicular descendían empotrados en sus ci­mientos y desaparecían en el verdor de la pendiente. Pronto, entre los pámpanos y las hojas de aquella viña exuberante, asomaría lentamente el vagoncito rojo que traía a su amante. Dejó el mirador y fue a sentarse en un café, desde el que podía vigilar la salida del funicular.
      Le parecía que estaba muy tranquilo y lúcido y ello le agradaba. Un poco después empezaron a llegar pequeños grupos de gentes, identificables por sus trajes urba­nos en aquel sitio donde todos llevaban sandalias y pan­talones de tela. Pero el primer vagón se vació sin que apareciera la mujer. Asaltado por súbita impaciencia, Sandro se levantó del café y fue a situarse junto a la entrada del funicular.
      Esperó unos diez minutos repitiéndose que no había nada que temer, que su amante había telegrafiado que venía y que, con toda seguridad, vendría. Llegó el segundo vagón, uno tras otro descendieron los viajeros y la mujer no apareció. Sandro fue a comprar un paquete de cigarrillos y esperó al tercer vagón. Fumaba rabiosa­mente los cigarrillos hasta la mitad o la tercera parte y luego los tiraba.
      He aquí el tercer vagón. El barco, como había notado desde el mirador, no estaba muy lleno. En efecto, esta vez bajaron tres o cuatro viajeros, no más, y muchos porteros de hotel. La mujer no estaba.
      Maquinalmente, sin saber qué hacer, aturdido por el desengaño como por una insolación, se encaminó por la carretera que llevaba al mar. A medio camino vio que venía hacia él un carruaje. El cochero, para evitar un camión lleno de verduras que estaba parado ante una tienda, llevó al carruaje al borde de la carretera. Entonces vio a su amante.
      Esperó que el carruaje llegase a su altura y llamó por su nombre, con voz clara, a la mujer. Ella se volvió y él vio que seguía siendo la misma, seria y como descon­tenta de su encuentro. Dijo:
      —Ah, eres tú —y ordenó al cochero que se detuviese.
      —Te esperaba en el funicular —dijo Sandro, acercándose al carruaje pero sin subir.
      —Sí, me lo he imaginado —respondió ella con tono descontento—, pero había tanta gente... Preferí coger un coche.
      Se miraron.
      —¿Qué haces ahí? —añadió con su acostumbrada voz dura y lisonjera—. ¿Por qué no subes?... Ante todo, tengo que ir al hotel.
      Sandro subió y el carruaje volvió a partir al trote.
      —Te he reservado una habitación —dijo él, tan pronto como se hubo sentado.
      —Gracias —contestó ella, distraída.
      Miraba a su alrededor con una curiosidad suficiente, luego dijo:
      —¿Sabes que es un sitio bonito?
      —Es famoso —contestó Sandro con una sonrisa.
      Pero se arrepintió en seguida de esta frase, que le pareció estúpida, y añadió:
      —¿Te quedarás mucho?
      —No lo sé —contestó ella con tono indeciso—, de­pende.
      Sandro se arrepintió también de su pregunta, pen­sando que ella podía deducir su ansiedad sobre su es­tancia en la isla. Y concluyó:
      —Si te apetece, te quedas... Y si no, te vas.
      —Exactamente —dijo ella con una risa maligna—. ¡Qué descubrimiento!
      Sandro se mordió los labios hasta hacerse sangre y no volvió a abrir la boca hasta llegar a la plaza. En la plaza bajaron y Sandro preguntó al cochero cuánto que­ría. El cochero pidió treinta liras. Sandro sabía que la tarifa era la mitad de eso y contestó sin reflexionar:
      —Es mucho.
      —Vamos, vamos... cuántas discusiones —dijo ella mirando a su alrededor y fingiendo avergonzarse.
      Sandro se mordió de nuevo los labios y pagó.
      Atravesaron la plaza, pasaron bajo un estrecho arco, empezaron a subir por una callejuela encajada entre altas y apretadas casas blancas. Sandro llevaba la maleta y la mujer lo precedía unos pasos mirando todo con su aten­ción suficiente y asombrada. De vez en cuando se paraba, alzaba la vista y examinaba aquella singular arquitectura. Entre las terrazas y los balcones, muy arriba, brillaba el cielo azul. La callecita giraba, se transformaba en un tramo de escalones, entraba en un pasaje oscuro, con­tinuaba subiendo. A las casas les sucedieron largos mu­ros blancos, desbordantes de verdor. Desde la cima de los muros, medio confundidos con las plantas, mucha­chos y niños semidesnudos los miraban pasar.
      —Es realmente un sitio precioso —dijo ella, con én­fasis—, parece un sueño.
      Ella hablaba así, pensó Sandro, porque era poco inte­ligente y se expresaba con lugares comunes. y, pese a todo, cuánto mayor peso tenían las frases de ella, tan convencionales, que las suyas, más rebuscadas y agudas. Quiso decir algo que estuviera a su nivel y contestó:
      —Sí, un sueño..., pero para soñarlo dos...
      Ella no pareció oírlo y preguntó:
      —¿Aún falta mucho?
      —Hemos llegado —dijo Sandro.
      Dejó la maleta en el suelo, sacó del bolsillo una gran llave de hierro y la introdujo en la cerradura de la vieja puerta verde y maltrecha del antiguo convento. Entra­ron por un corredor oscuro y fresco.
      —¡Qué muros tan gruesos! —dijo la mujer, mirando las claraboyas encajadas en el espesor de las bóvedas.
      —Era un convento —dijo Sandro. Fue hasta el final del corredor, abrió la puerta y añadió—: Te he reser­vado una habitación al lado de la mía... Mientras tanto, puedes entrar aquí.
      Ella no dijo nada y fue derecha a mirarse en el es­pejo colgado sobre el lavabo. Sandro se sentó en el borde de la cama, observándola. En el espejo veía el rostro de ella, serio y atento. Le agradó mirarla ahora, porque en la calle no se había atrevido a ponerle la vista encima por miedo a revelarle sus sentimientos. Ella tenía ojos grandes, oblicuos, de un azul encendido y como furioso que le comían la frente bajo los rubios y rizados cabellos. La estrecha frente y el tamaño de los ojos hacían pensar en un animal. Y la nariz, aguda y perfilada, las mejillas delgadas que parecían desahogar­se en la gran boca hinchada confirmaban esta impresión de animalidad. Era una cara que recordaba el hocico de tuna cabra: una cabra apacible, loca y un poco obscena. Ella era flaca y ardiente, con cuello largo y nervioso, hombros huesudos, cintura muy esbelta; pero tenía unas rotundas caderas y, bajo estas caderas, las piernas flacas y desgalichadas, al salir de la ancha falda, daban una sensación de alegría danzarina y maliciosa; uno esperaba verlas alzarse y marcar el ritmo en un baile de sátiro, con los grandes pies calzados de altas sandalias. Con seguridad temía parecer cansada después del viaje; pero cl examen de su rostro debió de satisfacerla porque, de pronto, lo miró de reojo, por encima del hombro, y empezó a canturrear. Era la única canción que sabía de memoria, una canción que Sandro conocía bien por ha­bérsela oído cantar en la época de su amor. Solía cantar­la con una ironía pintoresca, parodiando los gestos torpes y provocativos y el descarado acento de las tonadilleras de ínfima categoría. Ella canturreó un momento, sin de­jar de mirarse al espejo, luego se volvió, puso las manos en jarras y entonó en voz alta la canción, meneando las caderas y echando los pies al aire en el angosto es­pacio que quedaba entre la cama y el lavabo. Cuando estaba de frente a Sandro tenía los ojos bajos, pero si le daba la espalda volvía la cara para mirarlo por encima del hombro, Su gran boca roja se abría ampliamente, se veía la gran lengua ágil moverse cantando. Ella sabía que esta actitud era irresistible; en efecto, Sandro, cuan­do se puso a tiro, no supo resistir' e hizo ademán de agarrarla. De inmediato ella dejó de cantar y de con­tonearse y dijo:
      —Seamos serios.
      —¿Quieres ver tu habitación? —dijo Sandro, despe­chado.
      Su amante asintió y Sandro la precedió en la terraza. En seguida las persianas contiguas se abrieron y la chica rubia apareció a su vez. Estaba a punto de hablar, tenía ya la boca abierta, luego vio a la mujer, recogió de prisa un traje de baño tendido en la barandilla y se retiró a su cuarto.
      —¿Quién es? —preguntó la mujer.
      —No lo sé.
      —Vamos, lo sabes de sobra, apuesto a que ya le has hablado, si no algo más... —el tono era bromista enteramente desprovisto de celos.
      —No... no —dijo Sandro, riendo, halagado por la idea de que ella pudiera sospechar que la traicionaba; pero comprendió de pronto que volvía a caer en el acostumbrado error de demostrar sus sentimientos y se puso de nuevo serio.
      —Esta es tu habitación.
      Era una habitación enteramente similar a la de San­dro. La mujer se sentó en la cama y dijo:
      —Pero aún no sé si me quedaré esta noche o me ire por la tarde.
      —Puedes hacer lo que gustes —dijo Sandro, rabio­samente.
      Ella lo miró, fue hacia él anhelante y alegre y le acarició la cara:
      —¿Estás enfadado?
      —No —dijo Sandro; e hizo un gesto para tomarla por la cintura. Pero ella se soltó en seguida.
      —Es muy pronto... Deja que me acostumbre, por lo menos... y, además, no estoy muy segura de quedarme.
      —¿Quieres que vayamos a la playa?
      —Vamos.
      Ella dejó la maleta en la catea y sacó todos los ob­jetos de tocador, que dispuso uno a uno en la repisa del lavabo. Luego metió en una bolsa de tela el baña­dor, el gorro de goma, un pañuelo y una botella de aceite de nuez y dijo que estaba lista. Salieron, Sandro se mantenía algo detrás porque quería mirar a la mujer sin que ella lo advirtiese. Pero cuando estuvieron en la plaza ella dijo con calma:
      —Anda a mi lado... no puedo soportar que vayas detrás con los ojos clavados en mí...
      —No te miraba —dijo Sandro.
      —Cuentos.
      Atravesaron la plaza, cogieron el atajo que llevaba al mar. El atajo, durante un buen trecho, giraba entre tu­pidos jardines cuyos árboles apenas dejaban entrever las fachadas ennegrecidas de viejos chalets de estilo ára­be o pompeyano. Era la parte más antigua de la isla, como explicó Sandro a la mujer, aquellos chalets tenían todos unos cincuenta años. Luego el atajo se metió entre dos rocas altísimas y tras las rocas apareció el mar, al fondo de un acantilado sembrado de enormes peñascos aislados. El atajo bajaba en zigzag entre los peñascos. El parapeto encalado le hacía parecerse a una cinta grisorlada de blanco, caída del cielo y blandamente dispuesta entre las rocas.
      —¿Dónde está la playa? —preguntó la mujer, parán­dose y asomándose al parapeto.
      —Allá abajo —dijo Sandro, indicando al final de la pared vertical de la isla unas remotas casetas verdes alineadas entre las rocas, a lo largo de la orilla.
      Iniciaron el descenso por el empinado caminito de cemento, lentamente primero; luego la mujer aligeró el paso y empezó a correr precipitadamente riendo y vol­viéndose de vez en cuando a mirar a Sandro. Llegaron sin aliento y recorrieron en silencio el sendero terroso entre hierbas amarillas y secas, bajo un sol que quemaba las orejas. Ahora el mar estaba cerca y se veía muy tran­quilo. Débiles y sin espuma, las olas se esparcían de cuando en cuando sobre los guijarros dé la orilla, desen­rollándose con lentitud, como una alfombra. Se oía tam­bién la resaca sobre los cantos, fresca y sonora.
      Cuando llegaron al mar y vieron que había poca gen­te, apenas algún bañista tendido boca abajo en la playa, con una toalla bajo la cabeza, o bien erguido en la orilla recibiendo en los pies la lánguida fluctuación del plácido mar. Sandro llevó a la mujer a la caseta, ella dijo que se desvestiría en seguida y cerró la puerta. Salió pronto, con un bañador color herrumbre, estirando los bordes sobre las piernas y mirando a su alrededor a través de sus gafas negras. Sandro se encerró a su vez en la caseta, se desnudó muy de prisa y, dejando en el suelo los pantalones, salió atándose el bañador. Pero ella ya no estaba en la veranda; como si Sandro no existiera bajaba ya la escalerilla del establecimiento de baños que llevaba a la playa.
      Se reunió con ella corriendo y juntos caminaron por la playa, que era estrecha y de gruesos guijarros. Los guijarros ardían bajo los pies obligando a Sandro a una especie de danza; en cambio, la mujer caminaba segura con sus babuchas de suela de goma. Ella buscó un rincón apartado y, tan pronto como se sentó, le tendió a Sandro el frasco de aceite de nuez:
      —Untame.
      Sandro cogió el frasco, lo destapó, vertió un poco de aceite en la palma de la mano y empezó a untar la es­palda de la mujer. Ella tenía un dorso flaco y, al estar inclinada, las vértebras afloraban bajo la piel, que el aceite ponía reluciente y morena. Untada la espalda, ella se dio aceite en los brazos y el pecho; después desplegó sobre los guijarros una toalla, se tendió boca abajo y de­sató los tirantes del bañador, bajándoselo sobre el pecho. En esta posición se veían las tetas pálidas y exiguas aplas­tadas entre la axila y el suelo. El cuerpo, que en movi­miento era siempre poco agraciado y saltón, revelaba, al extenderse, su armonía. Tenía una espalda de hombros anchos que se estrechaba gradualmente hasta la menuda cintura. Luego las caderas, la única parte carnosa y re­donda de toda la figura. Las piernas eran rectas desde los muslos a los talones, unidas y sin divergencias. Bajo el borde del bañador, los muslos mostraban como unas grietas de la piel, y éste era el único signo que recordaba que ya no era muy joven.
      Sandro se tumbó también sobre el vientre, aunque semejante posición le resultaba incómoda. y, acercando su cara a la de la mujer, le preguntó:
      —¿En qué piensas?
      —En nada.
      Ella estaba inmóvil, con el rostro escondido tras las grandes gafas ahumadas, los codos sobre las piernas, la cabeza hundida entre los hombros. Las manos le colga­ban hacia delante, lánguidamente. Eran descarnadas, du­ras, nerviosas, con los finos dedos separados entre sí y curiosamente divergentes y doblados, como torcidos. Un gran anillo macizo con las armas de la familia sobre el engaste bailaba en torno a su flaco índice. Sandro sentía la tentación de esas manos, y el propio ardor del sol que le quemaba la espalda le parecía el de la tentación. Por fin alargó una mano y agarró la derecha de la mujer. Ella no se movió.
      —Tu querida mano —dijo él, en un soplo.
      La mujer no dijo nada, pero un leve estremecimiento de su nariz le advirtió a Sandro que estaba descontenta. Siempre le temblaban de ese modo las puntiagudas aletas nasales, como a un perro a punto de morder. Le acome­tió una especie de pánico y buscó de improviso un pre­texto más racional para aquel apretón de manos.
      —¿Qué es este anillo?
      —Lo habrás visto mil veces —dijo ella secamente. Y con un gesto duro y poco gracioso se quitó el anillo del dedo y lo dejó caer sobre las piedras.
      —Es cierto, ya lo había visto —dijo Sandro, devolviéndoselo.
      Alguien caminó ante sus ojos, pero sólo vieron los pies largos, blandos y blancos que se posaban contraídos so­bre los guijarros ardientes.
      —No esperaba volver a verte —empezó Sandro tras un momento—; más aún, había decidido que si me escri­bías no te contestaría.
      Ella no dijo nada.
      —Me has tratado horriblemente mal —continuó San­dro, sintiendo confusamente que estaba diciendo precisa­mente todo lo que no debía—, y sé por qué ha ocurrido esto.
      —¿Por qué?
      —Porque te di a entender demasiado pronto que te amaba y te lo dije demasiadas veces.
      Ella cogió la bolsa, la abrió, sacó la pitillera y encen­dió un cigarrillo. Luego ofreció la pitillera a Sandro, que rehusó.
      —Tengo sueño —dijo ella—, déjame dormir un poco.
      Puso la cabeza entre los brazos y cerró los ojos.
      —¿Cómo te las arreglas para dormir y fumar al mis­mo tiempo? —preguntó Sandro, tratando de dar a su voz un tono alegre y desenvuelto.
      —Fumaré un rato y después dormiré —murmuró ella, con el cigarrillo entre los labios.
      —No se pueden hacer las dos cosas.
      —¿Por qué hablas sin parar? —preguntó ella con as­pereza—. ¡Se está tan bien al sol en silencio!
      Sandro se mordió los labios y miró a su alrededor. Ahora la playita estaba discretamente atestada. Mujeres y hombres yacían, unos boca abajo, otros supinos, inmó­viles, como muertos, sobre los guijarros ardientes. En la veranda del establecimiento, que se adentraba entre los escollos como la toldilla de una nave, se veía una hilera de dorsos desnudos de bañistas, encaramados en la ba­randilla, que reían y charlaban con otros tendidos en las tumbonas.
      —Voy a darme un chapuzón —anunció, levantándose.
      La mujer no contestó; y Sandro, desanimado, se alejó sobre los guijarros, que quemaban. Pasó bajo el estable­cimiento y se dirigió hacia un escollo que, adentrándose a guisa de promontorio en el mar, formaba una pequeña ensenada donde en plena temporada se apiñaban los ba­ñistas, numerosos como las olas. En este escollo, en un punto alto, había un trampolín de cemento para las zambullidas. A Sandro no le gustaba tirarse ni sabía ha­cerlo. Pero esperaba que una vez que él se había mar­chado la mujer dejaría de dormir y lo seguiría con los ojos. Entonces él se tiraría desde el elevado trampolín y ella, al verlo realizar semejante hazaña, quizá volviera a sentir algo por él.
      Trepó por el escollo, agujereado y lleno de cortantes excrecencias que herían sus pies. El escollo estaba blanco de sal y entre una punta y otra, en el fondo de los huecos, se estancaba un poco de agua verde y pútrida, llena de detritus y de papelotes. Desde una punta a otra llegó al trampolín. Subió a él y muy erguido, de pie, pensando que su cuerpo debía hacer un bello efecto sobre el fondo del cielo, miró hacia abajo. Cuatro metros por debajo de él, el agua verde, veteada de azul y blanco, palpitaba y corría brillando al sol. Parecía muy lejana y daba vér­tigo. Se preguntó si tenía que llamar la atención de su amante sobre la zambullida, y decidió que no. Pero en el último momento un impulso venido de no sabía dónde lo obligó a agitar los brazos gritando fuertemente el nom­bre de la mujer. No consiguió saber si ella estaba allí y lo miraba. Cerró los ojos, unió los brazos sobre la cabeza y se tiró.
      La caída le pareció larga, sin gracia, similar en todo a la de un peñasco o de cualquier objeto pesado e informe. Luego la cabeza hendió el agua y todo el cuerpo se metió por la hendidura. Abrió los ojos en una densa claridad verde, se liberó luchando y comprendió que salía a flote. Le parecía haberse ido muy lejos, pero cuando asomó fuera del agua advirtió que estaba aún bajo el escollo desde el que había saltado. Con el ánimo lleno de no sabía qué temeroso alborozo se lanzó a nado hacia la orilla.
      Encontró a la mujer ante una cesta llena de erizos de mar. Acurrucado junto a ella, un chaval de pelo en­marañado los abría con una navajita y les echaba unas gotas de zumo de limón.
      —¿Has visto? —le dijo jadeante, llegando a su lado sobre los guijarros ardientes—, me he tirado desde el trampolín más alto...
      —Caíste de barriga —observó ella.
      El chaval le tendió un erizo ya abierto y condimen­tado; ella cogió con precaución, entre dos dedos, la ne­gra envoltura erizada de espinas y con una cucharita co­mió, haciendo melindres, los sedimentos anaranjados.
      —¿Quieres que salgamos en barca? —propuso Sandro, que a pesar de la seca respuesta había cobrado valor tras la heroica zambullida.
      —Vamos.
      Sandro corrió a la orilla y batió palmas, llamando al bañero. El y el bañero echaron la barca al mar. Luego, tanto él como el bañero, ofrecieron el brazo a la mujer para subir. Ella eligió al bañero y, dando un salto, fue a sentarse a popa. Sandro se apresuró a subir a su vez, se apoderó de los remos y con unas pocas remadas llevó a la barca fuera de la ensenada. Remó con fuerza un rato, impulsando la barca hacia el mar abierto. Quería doblar cierto promontorio formado por una roca enhiesta y pun­tiaguda. Sabía que detrás de aquella roca no había baños ni bañistas, sólo peñas y mar. Mientras tanto la mujer estaba sentada en la popa, dándole la espalda, y contem­plaba los cantiles de la isla.
      El promontorio estaba más lejos de lo que parecía. Cuando llegaron bajo la roca vieron que estaba rodeada por completo de bancos rocosos, sumergidos a medias y hormigueantes de algas, sobre los que el mar fluía y re­fluía, cubriéndolos y descubriéndolos según el movimiento de la resaca. Sandro giró al llegar a estos bancos y se encontró al otro lado del promontorio. Apareció una en­senada más angosta que aquella donde se encontraban los baños. Los acantilados de la isla adoptaban allí la forma de un castillo, con puntas agudas, escollos erguidos, pare­des verticales que hacían pensar en torres, miradores y murallas; el agua, entre estas rocas que caían a plomo y la encerraban por todas partes, estaba tranquila, de un color oscuro a causa de las matas submarinas de algas, sombríamente brillante al sol y llena de una majestuosa soledad. Al fondo de la ensenada, contra la roja pared de la isla, blanqueaba una minúscula playa de guijarros. San­dro impulsó la barca hacia la playa. La barca surcó el agua, chocó con la proa en la grava. Después él saltó a tierra y tendió la mano a la mujer, que bajó a su vez.
      —¿Por qué hemos venido aquí? —preguntó, mirando en torno suyo.
      —Ya ves —dijo Sandro, con voz estrangulada—, para estar solos.
      Ella lo miró atentamente y después preguntó:
      —¿Qué hora es?
      Sandro miró el reloj que llevaba en la muñeca y dijo la hora.
      —Es tarde —profirió ella—, hay que volver... Tene­mos que comer pronto porque luego yo tengo que tomar la lancha.
      Y al hablar así, se dirigió con decisión, tropezando en los guijarros, hacia la barca. Sandro corrió tras ella y en el momento en que ponía las manos en la proa de la barca le ciñó la cintura con un brazo. Ella volvió la cara hacia él, interrogativamente. Sin decir nada, Sandro acercó sus labios a los de la mujer y la besó. Ella prime­ro le devolvió el beso, como por instinto; luego Sandro sintió que trataba de echarse hacia atrás y de rechazar sus labios. Entonces le pasó una mano detrás de la nuca y sujetó la cabeza que intentaba soltarse.
      Por fin se separaron. Y de inmediato la mujer, bajan­do la cabeza, subió de prisa a la barca, se lanzó sobre los remos y con espasmódicos movimientos trató de lle­var la barca hacia el mar abierto. Sandro comprendió las intenciones de la mujer y, saltando a su vez en la barca, le quitó con violencia los remos y de un empujón la hizo caer a popa.
      —Volvamos —dijo ella, con una voz seca y jadean­te—; te he dicho muchas veces que conmigo no valen estos modales... Si antes podía tener la intención de quedarme esta noche... ahora ya está decidido... No po­días encontrar mejor manera de obligarme a marchar.
      —Mentira..., ya habías decidido irte... Desde el mo­mento en que llegaste no has hecho sino hablar de mar­charte.
      —Hablaba, sí..., pero quizás me hubiera quedado. Ahora, en cambio, se acabó.
      —Pero tú me has devuelto el beso en cierto momento —dijo él, con rencor.
      —No es cierto... Me sujetabas la cabeza y no podía soltarme.
      Siguió un largo silencio. La mujer miraba a lo lejos, con aire severo y despechado, y Sandro remaba. Man­tenía la barca pegada a la pared de la isla. Se veía, a ras del agua, sobre la roca roja, a la menor resaca del mar, la barba chorreante de las algas oscuras y verdes que emergía bajo un rastro de sal seca. A cada resaca, el mar hacía contra la roca un ruido agradable y sonoro, como el de un beso. Allá a lo lejos, el sol centelleaba intensamente en cada ola.
      —Está bien, te irás —dijo de pronto Sandro, con es­fuerzo—, pero no es preciso seguir de ese humor la hora o dos que aún nos queda juntos. Antes te gustaba ba­ñarte en el mar abierto. Olvidemos lo sucedido, te bañas, y luego te llevo a la orilla.
      Su amante lo miró, tentada.
      —Está bien... con tal de que no lo intentes más.
      —Pero si soy yo quien te lo ha propuesto...
      Sandro detuvo la barca y la mujer se puso de pie en la popa. Se colocó el gorro de goma, metiéndose dentro los rizos que asomaban. Luego se ató el gorro bajo la barbilla y miró al mar. La cabeza encerrada en el gorro tenía un aspecto belicoso, se veían, sobre todo, los grue­sos labios prominentes y el gran tamaño irritado y obli­cuo de los ojos. Subió a popa, alzó los brazos, juntó las manos por encima de la cabeza.
      —No te muevas.
      Dobló algo las piernas, como probando su fuerza, y dio un salto. Cayó impecablemente, la cabeza hacia ade­lante y el cuerpo detrás, y lo último que Sandro vio fue­ron los muslos de piel morena y algo agrietada, de mujer madura, que, apretados y lisos, penetraban en el agua entre la blancura de la espuma. En la transparencia del agua la vio volverse sobre sí misma y alejarse nadando, una especie de sombra verde e hirviente. Después, im­pulsada hacia arriba como un muelle, su cabeza horadó la superficie del mar a bastante distancia de la barca. Se zambullía muy bien, era una buena nadadora y sabía permanecer mucho tiempo bajo el agua.
      Sandro la vio sacudir la cabeza y nadar con fuerza y sin prisas en dirección a la barca. Cuando estuvo junto a ella, se agarró con las dos manos al borde y dijo, ja­deando un poco:
      —Está fría.
      —¿Quieres tirarte otra vez?
      —No.
      —Entonces, me tiraré yo.
      Cruzó los remos dentro de la barca, subió a la popa y sin muchas precauciones, pues ahora ya no esperaba que lo admirasen, se tiró de cabeza. Cayó mal, de través, y hasta sintió un dolor en un costado. Volvió a salir pronto a la superficie y se sonó las narices, mirando a su alrededor y buscando con los ojos a la mujer.
      —Has dado una buena panzada —dijo ella, con calma.
      —Ya lo sé y no me importa nada.
      —Si no pones algo de interés —insistió ella—, no aprenderás nunca.
      Sandro habría querido nadar mar adentro y dejar plan­tada a la mujer. Quizás ella habría subido a la barca y habría corrido tras él. En cambio, asombrado, advirtió que nadaba hacia ella. Cuando estuvo a su lado se agarró también él a la barca. Sus piernas, mientras las agitaba para mantenerse a flote, se encontraron con las de la mujer y durante un momento se trenzaron fraternalmen­te con ellas.
      —Ahora —dijo, mirándola—, si quisiera, podría co­gerte por los hombros y mantenerte bajo el agua hasta que te ahogases... Nadie vendría en tu ayuda.
      Ella lo miró y contestó:
      —No bromees... No soporto las bromas en el mar.
      —¿Quién te ha dicho que sea una broma?
      La mujer no dijo nada y Sandro, aferrándose al borde de la barca, subió de un salto y se sentó entre los remos.
      —Oye —dijo ella—, voy a nadar hacia el estableci­miento de baños... Tú, sígueme con la barca.
      —Está bien —contestó Sandro.
      Ella dejó la barca y empezó a nadar en dirección al promontorio. En aquella ensenada tranquila y solitaria, oscurecida por las severas sombras de las rocas, un cen­telleo seguía y rodeaba sus gestos lentos y enérgicos, parecidos a los que hace una tribu de peces hormiguean­do a ras del agua. Nadaba bien, con ritmo, sin fallar ni desviar nunca una sola brazada. Sandro agarró los remos y empezó a remar lentamente. El sol quemaba fuerte, un vago tedio se había apoderado de su alma. Le parecía que realmente no le importaba nada la mujer. Haría lo que había dicho, la llevaría a comer a un buen restau­rante, haría todo lo que tenía que hacer y luego al final la acompañaría al funicular. Con estas ideas remaba des­pacio y sin ganas. El sol lo había secado ya; se inclinó, cogió del bolso de su amante la pitillera y encendió un cigarrillo. La mujer estaba bastante lejos, bajo las altas rocas aparecía pequeña y perdida; y, sin embargo, pare­cía que aquel sitio, con sus castillos de rocas y sus flujos solitarios servía de escenario para su natación. Luego Sandro la vio detenerse y agitar un brazo, como llamán­dole. Empezó a remar más de prisa y con pocas remadas la alcanzó.
      —Ya basta —dijo ella, jadeando y agarrándose a la barca—, ya no resisto tanto como antes. Se ve que en­vejezco. Ayúdame...
      Sandro dejó los remos y la cogió por las axilas. Ella subió trabajosamente a la barca y se quitó el gorro, sa­cudiendo los cabellos comprimidos. Sus músculos, bajo la delgadez, estaban aún tensos y temblorosos, el agua no se adhería a la piel, sino que la perlaba con raras y grue­sas gotas.
      —¿Sabes que es precioso esto? —dijo ella tras un momento, echando una ojeada a la ensenada desierta y brillante entre las altas paredes rojas.
      —¿Por qué no te quedas? —preguntó Sandro, asom­brándose en seguida de haber dicho semejante cosa—; podrías quedarte esta noche y después, mañana, bañarte y marcharte por la tarde.
      Temió una respuesta negativa y pensó: «Si me con­testa de malos modos, cojo un remo y le doy en la ca­beza». En cambio, con gran asombro suyo, ella dijo de pronto, haciéndole una señal con la mano.
      —Ven aquí.
      Sandro obedeció y fue a sentarse a su lado. Ella se volvió con decisión, le cogió la cara entre las palmas y lo besó en la boca. Sandro vio, por un momento, por encima de sus cabezas, la roca más alta del monte y des­pués cerró los ojos. Por primera vez después de tanto tiempo volvió a percibir el sabor de aquella boca, tan parecido a ella, un licor viejo y embriagador, y la dul­zura casi le hizo desmayarse. Había deseado tanto aquel momento y por fin había llegado.
      Cuando se separaron, él le preguntó casi con ira: —¿Por qué has hecho eso?
      —Ya ves —contestó ella, mirándolo con una sonri­sa—, de repente sentí muchas ganas...
      Sandro no dijo nada y recogió los remos. Ahora ex­perimentaba una gran alegría y, al mismo tiempo, un gran miedo. Alegría por la esperanza de reanudar los lazos tan añorados, miedo de dar un paso en falso, de cometer un error que habría podido comprometer de forma definitiva la resurrección de su amor. Era como salir a la caza de un animal ágil, desconfiadísimo, inasi­ble, pensó, una luciérnaga, una mariposa, un pájaro, y saber que el menor ruido puede espantar la ansiada presa. No debía cometer más errores, pensó aún, tenía que ser perfecto. Con estas reflexiones continuaba re­mando.
      Mientras tanto habían doblado ya el promontorio y se divisaban de nuevo las casetas alineadas en torno a la ensenada, entre peñascos desiguales. La playa hormi­gueaba de gente. En el agua se veían muchos bañistas, unos agrupados, otros solitarios, nadando. Una que otra piragua erraba mar afuera.
      —Entonces, ¿de verdad quieres marcharte hoy? —pre­guntó Sandro.
      —Ya veremos..., según me sienta después de co­mer.
      Sandro continuó remando y la mujer volvió a contem­plar el horizonte. Sandro habría querido no mirar a su amante; pero invenciblemente sus ojos se dirigían siem­pre a la popa, donde estaba sentada. Ella había cruzado las flacas piernas musculosas y fumaba con aire reflexi­vo. Repentinamente, como siguiendo el hilo de sus pen­samientos, dijo:
      —Esa habitación que me has encontrado no me gus­ta... No tiene agua corriente.
      —Creía que sólo te ibas a estar un día —dijo Sandro, contento—, pero si te quedas más, podrás ir a un hotel... Hay muchos...
      —¿Y hay paseos?
      A ella le gustaba caminar; junto con la natación, era su pasatiempo preferido.
      —Todos los que quieras.
      Ahora habían entrado en la ensenada, entre los bañistas que alborotaban y se agitaban en el agua poco pro­funda. Sandro llevó la barca a la orilla, acudió el bañero y los ayudó a bajar. Ya era tarde. Muchos bañistas deja­ban el agua, que parecía caliente y cansada bajo el sol ardiente; otros, ya vestidos, subían despacio las empina­das escalerillas que llevaban desde el establecimiento a la carretera. Sandro se vistió el primero y después su aman­te entró a su vez en la caseta. No se quedó dentro mucho tiempo y salió vestida, llevando en una mano la bolsa y en la otra el bañador mojado.
      —¿Por qué no lo dejas aquí? —preguntó Sandro, indicando al bañador—. El bañero lo pondrá a secar.
      —¿Y si me marcho?
      —Haz lo que quieras —dijo Sandro, y empezó a su­bir la escalerilla dando la espalda a la mujer.
      Tenía que obrar así, pensó, no darle importancia, no importunarla, no ocuparse de ella. Pero cuando estuvie­ron en el carruaje que, al lento paso del caballo, subía por la carretera en cuesta, se sintió casi seguro de que la mujer se quedaría y su amor volvería a empezar. El carruaje subía lentamente entre espesos jardines que ex­tendían ramas de árboles sobre sus cabezas; su amante hablaba con el cochero, pidiéndole información sobre los chalets que se entreveían entre los bosquetes; el cochero, medio vuelto en el pescante, le contestaba en su dialec­to; hacía un gran calor y no había ni sombra de tensión o de mal humor. Ella vestía un traje de color agua marina y sobre aquel color sus brazos, morenos y cáli­dos, resultaban hermosos a la vista.
      Sandro se preguntó de pronto si podía o no cogerle un brazo. Recordaba que en los primeros tiempos de estar juntos, cada vez que él le agarraba el brazo ella le apretaba fuertemente la mano sobre el costado y lo miraba largamente, en silencio, con ojos llenos de amor.
      El cochero cesó de hablar y como habían llegado a un terreno llano puso el caballo al trote.
      —¡Cómo me alegro de que estés aquí! —dijo San­dro, cogiendo a la mujer de un brazo.
      Ella no dijo nada, sólo que con la mano libre se ajustó las gafas ahumadas, frunciendo las cejas.
      —Elena... —murmuró Sandro.
      —Sigues siendo el mismo —dijo ella, sin maldad, aunque como si hiciera una comprobación definitiva.
      —¿Qué quieres decir?
      —No es éste el momento ni el lugar para abando­narse a estas efusiones.
      Un carruaje tirado por un caballo blanco, más fuerte y más joven que el suyo, se puso a su lado y los ade­lantó. Dentro iban un hombre y una mujer. Se tenían de las manos y la mujer reclinaba la cabeza en el hombro de su compañero.
      —Para ellos —dijo Sandro, indicando el carruaje que los adelantaba— sí es el momento y el lugar.
      Ella se encogió de hombros y no dijo nada. El carrue­je empezó a rodar entre las casas del pueblo, sobre grandes losas desiguales. La gente se hacía a un lado ante su paso ruidoso y vehemente. El cochero restallaba el látigo y despertaba frescos ecos entre las casas.
      En la plaza se bajaron. Sandro pagó al cochero y la mujer se encaminó con decisión a la casilla del funicular. Resultó que la lancha salía bastante pronto, por la tarde.
      —Me parece —dijo ella, dirigiéndose con él hacia la plaza— que tendré que pernoctar aquí.
      —¿Quieres ir al hotel?
      —No seas bobo.
      Desde la plaza, por una escalinata, pasaron a una especie de soportales que, como una galería, giraban por el interior del pueblo, detrás de la hilera de casas que daba al mar. Los soportales eran muy blancos, con re­dondas bóvedas blancas, paredes torcidas, pilares blan­cos, y parecían justamente una galería excavada dentro de un único bloque de sal o de mármol. De vez en cuando se abría una arcada y entonces, en medio de una luz intensa, se descubría el mar azul y resplande­ciente hasta los nublados límites del horizonte.
      —Conozco un restaurante que tiene una pérgola sobre el mar —dijo Sandro.
      —No importa gran cosa, con tal de que se coma: me muero de hambre.
      La terraza del restaurante, bajo las hojas y los raci­mos aún verdes de la pérgola, estaba desierta, salvo una pareja de ancianos extranjeros que comían en un rincón.
      —Tienen un vino estupendo —dijo Sandro, sentán­dose satisfecho.
      Sabía que su amante bebía de buena gana y que cuando estaba borracha era más amable.
      —También este sitio es precioso —dijo ella, mirando hacia el mar entre las macetas que había en el parapeto de la terraza.
      —Ya te lo dije... Una vez que se está aquí, no se tienen ganas de irse —ahora sentía grandes deseos de mostrarse alegre y despreocupado—. Voy a ver qué tie­nen en la cocina —añadió; y, sin esperar la respuesta de la mujer, se levantó de la mesa.
      La cocina daba a la terraza por una ventana de postigos abiertos. Se asomó a la ventana y miró hacia den­tro. La dueña, bajita y redonda, movía el soplillo ante los hornillos. La ayudaban dos niñas y un chico. Había muchas cacerolas, ollas y sartenes bajo la ennegrecida campana de la chimenea. Sobre una mesa de mármol, montones de fruta, manojos de hortalizas y pescados de distinto tamaño se mezclaban en desorden.
      —¿Qué hay para comer?
      —Tenemos pulpo —contestó la dueña, sin volverse, con voz cantarina—, tenemos budín de patatas, tenemos berenjenas, pimientos, albóndigas; las albóndigas son muy buenas... —levantó la tapa de una olla y enseñó las albóndigas.
      —Sírvame dos raciones de berenjenas —dijo Sandro.
      Quería darle una sorpresa a la mujer, llevando él mismo la comida. La dueña destapó otra cacerola y con sólo dos cucharones le llenó dos platos hasta el horde.
      Sandro cogió los platos a través de la ventana, se hizo dar dos panes que se puso bajo el brazo y volvió a la mesa.
      —¿Qué es eso?
      —Berenjenas..., las hacen muy bien.
      Hubo una pausa.
      «Ahora me va a decir que no le gustan», pensó San­dro. Se sintió tonto por aquel gesto de ir a buscar los platos a la cocina, que ya no le gustaba. Pero, ante su sorpresa, la mujer, tras haber probado remilgadamente con la punta del tenedor un trocito de berenjena, dijo:
      —¡Están muy buenas! —y empezó a comer con apetito.
      Vino una de las niñas y dejó en la mesa una botella llena de vino. La botella, panzuda, de vidrio opaco y áspero que quería imitar el empañamiento del recipiente helado en contacto con el aire caliente, llevaba la eti­queta de una naranjada. Sandro sirvió el vino en los vasos y bebió: era fresco y ligero, agradable como un refresco en aquel calor.
      —¿Está bueno, verdad? —le preguntó, dejando el vaso en la mesa.
      —Sí, muy bueno —contestó la mujer, convencida.
      Después de las berenjenas comieron pulpo y, después del pulpo, una ensalada de tomate. Sandro creía que es­taba haciendo beber a la mujer, pero en realidad era él quien bebía. Con la borrachera perdía la timidez y el miedo a su amante. Le parecía que ya no le importaba nada; y, al mismo tiempo, comprendía que nunca había estado tan apegado a ella y a su amor como en ese mo­mento. Cuando acabaron de comer se quedaron en si­lencio, frente a frente. La mujer abrió el bolso, sacó la polvera y empezó a retocarse la cara. Tenía una expre­sión fría y como fastidiada. Sandro temió de pronto que se aburriese; y recordando que en otros tiempos ella había demostrado que le gustaban ciertas anécdotas chis­tosas, dijo sonriendo:
      —Me gustaría contarte una historia..., pero no sé si tienes ganas...
      —Veamos.
      —Una señora tenía un amante...
      Sandro odiaba las historietas alegres pero sabía que a ella le gustaban y puso mucho brío en su relato. Aca­bada la historia, ella rió de una manera provocativa y halagüeña; y Sandro, animado, inició una segunda anéc­dota más fuerte y más picante que la primera. Ella se rió de nuevo y esta vez con abandono, llevándose la mano al pecho y cerrando los ojos. Sandro contó una tercera historia, pero tan subida que ella se rió con pru­dencia, como si temiera comprometerse; había más com­plicidad en esa risa discreta que en las carcajadas desen­frenadas que la habían precedido.
      —Ahora te haré un juego —dijo Sandro; y, levantán­dose de su sitio, fue a sentarse junto a ella; y le hizo un juego con unos palillos.
      También este juego tenía un significado obsceno y ella se lo hizo repetir dos veces, para aprenderlo.
      —Es muy fácil —dijo al final, con asombro.
      Ahora estaban uno junto al otro, la terraza estaba desierta, los extranjeros habían pagado y se habían ido.
      —¿Me quieres? —preguntó de pronto Sandro.
      E, inclinándose un poco, le rozó el cuello con los la­bios. Sintió que, bajo su boca, el cuello se estremecía y se ponía rígido y pensó que se debía a un temblor de placer. Ella no contestó; estaba con el rostro incli­nado sobre la mesa, el cigarrillo entre los dedos.
      Sandro, alentado, la cogió del brazo, muy arriba, bajo la axila, apretándoselo fuerte. Entonces, de repente, ella se volvió con furia, iluminados los ojos por el fuego de un encarnizado resentimiento, y le dio un golpe en la mano:
      —No me toques... Por favor, no me toques...
      El gesto había sido tan violento, tan encendidos los ojos en el rostro furioso, que Sandro de momento no supo qué decir. La mano le dolía a causa del gran anillo que ella llevaba en el dedo. El se levantó, dio la vuelta a la mesa y fue a sentarse en su sitio de antes.
      —Está bien, no te tocaré —dijo—, pero tú..., tú eres incapaz de amar.
      Quería decirle algo cruel y todo su pensamiento se tensaba en esta voluntad.
      —No puedo soportar que me pongan las manos encima.
      —Tu corazón es árido... Ya no eres joven... Jamás serás capaz de amar...; es más, no has amado nunca.
      La cara de ella se puso roja de pronto, lo que era señal de mortificación y dolor. Sandro vio, con asombro, que sus ojos azules se llenaban de lágrimas.
      —Vámonos —dijo ella, poniéndose en pie.
      Sandro llamó a la dueña y pagó. Durante todo ese tiempo ella estaba junto a él, con el rostro obstinada­mente vuelto hacia el mar. Se veía perfectamente que tenía los ojos llenos de lágrimas y que ano divisaba el mar, ni el cielo ni nada, sólo la hosca niebla del llanto. Tan pronto como Sandro pagó empezó a andar de prisa, precediéndolo fuera del restaurante.
      Las calles estaban desiertas y llenas de sol, todas las persianas de las casas estaban cerradas, en la plaza la radio voceaba sola en uno de los cafés, entre las mesitas vacías. Atravesaron la plaza y tomaron la callejuela en cuesta que llevaba al convento.
      Durante un rato caminaron en silencio. Después San­dro dijo:
      —De saber que ibas a sentirlo tanto, no te hubiera dicho aquello...
      Ella contestó en seguida, sin volverse:
      —No es nada... Estoy nerviosa..., eso es todo.
      Y Sandro se sintió de nuevo animado. Aquel no era el tono de una persona que odiaba.
      Cuando llegaron al convento, Sandro buscó la llave en el bolsillo y ella esperó mansamente a que la puerta se abriese, como una mujer que ya está de acuerdo y que sabe que una vez dentro de la casa sólo habrá el amor. Sí, pensó Sandro, ahora irían al cuarto, se abrazarían largamente, se tenderían juntos sobre la cama. Experimentaba una sensación agradable y punzante de seguridad e impaciencia, como en la época de sus pri­meras citas afortunadas.
      En el pasillo, tras cerrar la puerta, le dijo:
      —Esta casa tendrá muchos defectos..., pero es muy tranquila..., como hecha adrede para descansar.
      —Ahora dormiré —contestó ella—, estoy muy cansada.
      Entraron en la habitación y Sandro cerró la puerta. Ella se dirigió en seguida al espejo del lavabo y se es­crutó con atención, levantando los labios sobre los dientes.
      Sandro habría querido quedarse lejos de ella, pero sin saber cómo se encontró de pronto muy cerca, a sus espaldas. Le preguntó:
      —¿Estás enfadada conmigo?
      —No —dijo la mujer distraídamente, sin dejar de mi­rarse al espejo.
      —Creía que me odiabas.
      Ella se miraba en el espejo y no respondió. A través de la ventana abierta se veía el mar, que resplandecía hasta perderse de vista. Del huerto cercano llegaba, en el silencio del sol, el cloqueo de una gallina. Ella dijo con convicción:
      —Ahora, me dormiré —y fue a tumbarse en la cama.
      —¿Qué quieres que haga? —preguntó Sandro, de pie en medio del cuarto—. Si quieres me voy..., pero, si no te molesta, me quedo.
      —Puedes quedarte.
      Ella se había tendido supina, un brazo sobre los ojos. La otra mano fue hasta el vestido, que al subir a la cama había dejado al descubierto sus rodillas, y lo estiró hacia abajo.
      Sandro pensó que no debía aprovecharse de una invi­tación tan desganada y que debía marcharse. Aunque sólo fuera a la habitación contigua. Ella dormiría, quizás fuera cierto que estaba nerviosa a causa del viaje, y des­pués de dormir todo iría mejor. Pero aunque estaba persuadido de la prudencia de estos propósitos no con­siguió llevarlos a cabo. En cambio, se acercó a la cama y, procurando no hacer ruido y no mover el colchón, se sentó al lado de su amante. Ella no dijo nada, ni se inmuto. Tenía el brazo sobre los ojos y parecía amodo­rrada. Sandro, procurando siempre obrar lo más despacio posible, subió las piernas y se tendió boca arriba. Pen­saba dormir también él. Era dulce dormir juntos.
      La mujer tuvo una respiración más profunda, parecida a un suspiro, y se dio vuelta hacia la pared. Pero ya San­dro se sentía incapaz de quedarse tendido e inmóvil al lado de la mujer amada. Se sentó en la cama y, apoyán­dose en el codo, con el rostro inclinado sobre ella, la miró.
      Ella no se movió, probablemente dormía y no lo había visto. Durante un buen rato Sandro miró el brazo que cubría parte del rostro de la mujer y el trozo de rostro que se veía. Ella tenía un brazo duro y fuerte, casi masculino, pero la muñeca era grácil, con venas azules y finas bajo la piel. Del rostro no se veían los ojos, cubiertos por el brazo, sino solo la boca, carnosa y roja, como ofreciéndose. Sandro espero un momento y des­pués, lentamente, se inclino hasta casi rozar con sus la­bios los labios de ella. No los tocaba, pero sentía el aliento de la nariz y el olor del carmín. Se daba cuenta de que, comportándose así, cometía uno más de los erro­res que se había jurado evitar; pero no podía hacer otra cosa. Por último, se inclino con decisión y apoyo sus labios sobre los de ella. Otras veces, lo recordaba, estos besos dados en el entumecimiento de una hora meridiana habían sido perezosamente tensos y prolongados, y se habían convertido en abrazos silenciosos y fervientes.
      Pero apenas sus labios se encontraron cuando ella se sentó de un salto, con cara exasperada.
      —Pero bueno, ¿es que no se puede estar tranquila ni un momento?
      —Te miraba y no pude dejar de darte un beso.
      —Pero yo quiero dormir..., estoy cansada... y, ade­más, déjame en paz con tus besos.
      —Pero yo te quiero.
      —¿Y tienes miedo de que no lo sepa? ... ¡Me lo has dicho mil veces!
      —Quiero decírtelo cuando me apetece.
      —Y yo quiero que me dejes en paz..., ¿entendido?
      Ahora gritaban ambos, uno frente a otro. Sandro alzo una mano y abofeteo a la mujer en una mejilla.
      Era la primera vez que le pegaba; y, probablemente, la primera vez en su vida que le pegaban: ella había di­cho siempre que sus amantes la veneraban. Sandro la vio abrir mucho los ojos, con airado asombro.
      —Ahora mismo me voy... ¡Qué estúpida he sido al venir!
      Ella puso los pies en el suelo e hizo un ademán para dirigirse a la puerta. Sandro se anticipó, cerro la puerta y guardo la llave en el bolsillo. Luego, de un empujón violento, la arrojo sobre la cama. Ella cayo sentada, cho­cando con la cabeza contra la pared.
      —No te moverás de aquí, ¿entendido?
      —¡Socorro! —gritó ella con voz aguda.
      Sandro miro a la ventana, abierta de par en par, y se le ocurrió que alguien podía oír su altercado. Entonces se dirigió hacia la ventana y la cerró. Pero los postigos se cerraron junto con la ventana y el cuarto quedo en la oscuridad.
      —¡Socorro! —oyó gritar aún, a oscuras.
      Ahora la voz de la mujer estaba llena de miedo, se­guramente temía que Sandro quisiera matarla.
      Esta idea lo exaspero, se arrojó en la cama y agarro a la mujer por el cuello.
      —Te quedarás aquí, ¿entendido?
      Apretaba con fuerza el cuello flaco y nervioso, pero abandonó su presa tan pronto como la sintió jadear, so­focada, y toser. Sin saber qué hacer fue hasta la ventana y la abrió de nuevo. Arrodillada en la cama, ella se aga­rraba con una mano a la barandilla, se tocaba con la otra el cuello y tosía.
      —Vete —dijo Sandro, abriendo la puerta—, vete de una vez... Yo no te retengo.
      Mientras seguía tosiendo, ella le lanzó una mirada in­crédula, y Sandro esperó durante un instante que com­prendiese que no corría el menor peligro si se quedaba con él. Pero la vio mirar con ansia hacia la puerta abierta y comprendió que vacilaba en marcharse sólo porque temía que la retuviese de nuevo.
      —Vete —repitió entonces con dolor.
      Esta vez ella no se lo hizo repetir dos veces, bajó a toda prisa de la cama y salió al corredor. Sandro la oyó entrar en la habitación vecina y cerrar la puerta.
      «Ahora —pensó sentándose en la cama, ante la puerta que había quedado abierta— hace su maleta y corre a la lancha.» Esperaba que no fuera verdad, pero los ruidos del cuarto contiguo, ruidos de pasos apresurados y de sillas desplazadas, confirmaban esta suposición. Se pre­guntó varias veces si debía ir a pedirle perdón; pero todas ellas renunció, comprendiendo que era inútil. Por fin oyó que la puerta del cuarto vecino se abría despacito, con un débil chirrido: era la mujer, que se iba, y usaba todos esos subterfugios para no ser observada por él. Tanta precaución renovó su dolor, como un rasgo de hostilidad irremediable y definitiva. Le habría gustado asomarse y decirle que se marchara sin tapujos, que él no movería un dedo para retenerla. Pero se quedó quieto y la oyó caminar de puntillas por las baldosas del corredor. Tam­bién la puerta de entrada se abrió y cerró con tanta sua­vidad que por un momento dudó de haber oído mal. Entonces se asomó y vio, en medio de una luz de aban­dono, la puerta de la habitación contigua abierta de par en par y el corredor desierto: se había marchado de ve­ras.
      Volvió a entrar en su cuarto y, maquinalmente, arre­gló las mantas arrugadas. Después salió a la terraza.
      El mar, entre las altas rocas rojas coronadas de ver­dor, enceguecía azotado por la luz del sol. En el huerto se habían callado, en aquel silencio, hasta las gallinas. Sólo se oía el zumbido de los insectos que disfrutan con la canícula anidados entre las hierbas quemadas y en las grietas del árido terreno.
      Sandro apoyó la mano en la barandilla y miró al mar.
      Las persianas del cuarto contiguo se abrieron y la mu­chacha rubia apareció en la terraza.
      Puso sus manos cortas y llenas en la barandilla, y tam­bién ella miró al mar con sus ojitos inexpresivos. Tenía realmente un espléndido pelo rubio, pensó Sandro, pero con aquel vestido escaso, como de muñeca, su exuberante cuerpo estaba ridículo. Observó que la chica no se vol­vía ante sus miradas, sino que, como un caballo bajo el cepillo del amo, daba a entender que las advertía con ciertos temblores provocativos que corrían por sus muslos y sus musculosas caderas. En la transparencia del vestido, el hermoso cuerpo ponía una sombra cálida y os­cura.
      Ella miró un rato el mar, sin que los músculos de las caderas y las piernas dejaran de temblar; después se volvió hacia Sandro y le preguntó:
      —¿No se va a bañar?
      —Me bañé esta mañana.
      —Yo también me baño por la tarde.
      —También me bañaré yo esta tarde —dijo Sandro.
      —¿Conoce...? —y ella nombró una localidad de la isla—. Yo siempre voy a bañarme allí, dentro de poco salgo...
      —Entonces —dijo Sandro— podríamos ir juntos...
      Ella lo miró interrogativamente, como si no hubiera entendido:
      —¿Viene a bañarse conmigo?
      —Sí.
      —Voy a prepararme —dijo ella, muy contenta. Y des­apareció en su cuarto—. En seguida estoy lista —añadió, asomándose un momento y desapareciendo de nuevo.
      —Está bien —contestó Sandro.
      Con las manos en la barandilla volvió a mirar el mar. En ese momento sonaron unas campanadas en la iglesia del pueblo. Sandro las contó, pensando en la lancha que iba a salir. Eran las tres de la tarde. Volvió a entrar en su cuarto y fue a sentarse en la cama.


1942.


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