Fotografía de Carlos Pérez Siquier |
Carlos Pérez Siquier:
"Moriré con las fotos puestas"
Una visita íntima al penúltimo héroe de la fotografía española de los 60 descubre un valor de rebeldía en su obra. Él lo sabe y así se reivindica
José Aymá
Olula del Río, Almería, 22 de julio de 2017Carlos nos invita a pasar, mira, habla justo, mira como mira un fotógrafo, mirando para su foto imaginada. Embelesa la salpicadura agreste de sus cabellos blancos, tan torrenciales como..., no sé quizás como la luz que nos persigue en Almería. El espacio muestra el tránsito del fotógrafo que se muda. Concha lleva su cresta a lo alto, viste con seda blanca una discreción dulcificada con carmín rojo. El mobiliario de la casa está tapado para soportar la ausencia con sábanas de algodón, también blancas. Carlos se mueve despacio, arrastrando la luz, para seguir teniendo sombra densa, igual que aquella con la que contó La Chanca en los 50. La voz delicada, modulada con inteligencia, ejerce hipnosis sobre la voluntad de Concha, que se deja hacer. Carlos consigue su foto, mujer con blusa blanca contra sábanas blancas y carmín rojo. Entonces Carlos me presta atención. Ya estoy. Entiendo su silencio.Tengo delante a Carlos Pérez Siquier, ejecutivo de corbata diaria, fotógrafo de fin de semana por pura pulsión en otro tiempo. El empleado de banco que se acercó a La Chanca a ratos libres, para contar la realidad cotidiana de sus habitantes, sin artificios tal y como los veía, sin juicios de valor, sólo mostrando la dignidad de sus gentes. El fotógrafo solitario, tachado de tendencia tenebrista, al estilo de Goya, Valdés Leal o Solana, que abofeteó la visión idílica que el régimen franquista quería proyectar fuera de España. Lucida puya a los reaccionarios patrios.Tengo delante una pata de Afal; la otra fue José Maria Artero. Levantaron un grupo fuera de los estereotipos, con declaración rupturista, leitmotiv definido por sondeos continuos hacía las periferias de vanguardia, donde cocía verdad contestataria. Inconformes, díscolos, amalgama de fotógrafos diferentes unidos en la fractura, con una forma muy distinta de ver lo que sucedía en España. Oriol Maspons, Ramón Masats, Ricard Terré, Gabriel Cualladó, Alberto Schommer, Joan Colom... Fueron sus compañeros, hermanos de viaje.
Tengo delante al fotógrafo, que cazó con su Rolleiflex, señoras embutidas en trikinis haciendo artística y deseable la lorza ibérica. Cazó hombres de pelo en pecho, con tueste bonito, del que sólo se coge en la Costa del Sol, gentes que se dejaban hacer porque eran otros tiempos. Enlució a todo color el gris tristón de una sociedad que quería respirar distinto, arriesgando un ejercicio que pilló por sorpresa a creídos y descreídos. En la pulsión descubrió un código poco sondeado en la fotografía española, definido por vistazos rápidos, encuentros salpicados de color, milimétricamente encajados en el límite cuadrado. Acotó el conflicto con una mirada heterodoxa, educada en sentir imaginaciones, pulsiones cromáticas de belleza hipnótica. Cortes arriesgados, fotos anti-playa, vendetta irónica y sublime contra los correctos. Fotografías de las que, al verlas colgadas en una exposición, Martin Parr preguntó dos veces si de verdad habían sido hechas a principios de los 70. Creo que Fontcuberta sacó al inglés de la incredulidad.Tengo delante al hombre que paró en el bar Antonio. Isleta del Moro, hombres a la puerta, sentados, calzando abarcas, mirada de mujer desde el umbral que busca algo. Paso cambiado a un blanco y negro más amable, distinto que el de La Chanca. La costa retratada virgen, antes de ser violada por el hormigón vacacional.Tengo delante al fotógrafo que puso el enfoque a infinito cuando, indios y vaqueros, buenos, feos y malos, caballeros del medievo, ocuparon el desierto de Tabernas. Hormiguitas diminutas, estrellas de Hollywood apagadas en la inhóspita belleza de Almería. Enfoque al primer plano para buscar la identidad hostil de inanimados figurantes de trapo. Extras baratos.
EL MUNDO
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