Mavis Gallant Paris, 1960 |
He escrito, o al menos he pensado en cosas sobre las que escribir, desde que era niña. Inventaba rimas e historias cuando no podía dormirme y por la mañana, cuando me decían que era demasiado pronto para levantarse, pronunciaba diálogos para mi gran colonia de muñecos de papel. En cierta ocasión me sorprendió oír a mi madre decir: «Ah, habla sola sin parar». Yo no me había dado cuenta de que ese tipo de discurso podía escucharse y, claro está, yo no hablaba, sino que daba voz. Hablando de mi vocación en la edad adulta, les diré que he vivido de la escritura, como un cubo de agua alojado en un río, durante más de cuarenta y cinco años. Si añadimos los seis años que pasé en un semanario, The Standard, hoy día muerto y enterrado, son más de cincuenta. En aquella época, en casa, me dedicaba con entereza a llenar una vieja cesta de picnic con libretas y manuscritos. La distinción entre periodismo y ficción es la diferencia que existe entre contar con algo y no contar con ello. El periodismo recuenta, tan exacta y económicamente como sea posible, el tiempo que hace en la calle; la ficción no considera ese tiempo en particular, sino que da vida a una destilación de todos los tiempos, el clima de la mente. Lo cual no quiere decir que no tenga que ser exacto y económico: se trata de una precisión de distinto cariz.
Todavía no sé qué es aquello que empuja a alguien en su sano juicio a dejar tierra firme para pasarse la vida describiendo gente que no existe. Si se trata de un juego de niños, una extensión del mundo de la fantasía, algo que te aseguran frecuentemente aquellos que escriben sobre la escritura, ¿cómo se explica que exista un deseo primordial de hacer eso y solo eso, y considerarlo una ocupación tan racional como subir a los Alpes en bicicleta? Tal vez ese agregado cultural de la embajada canadiense que me dijo: «Sí, pero ¿a qué se dedica realmente?» estaba expresando una opinión adulta. Puede ser que un escritor tan solo sea en realidad un niño disfrazado que improvisa al intentar dotar de sentido el comportamiento adulto, alguien con esa perspectiva lúcida, tan fiel como el ambiente le permite, que tiene el niño acerca de los mayores. Cuando Peter Quennell imaginaba a Shakespeare, que es lo mismo que decir cuando imaginaba lo inexplicable, decía que Shakespeare había recibido la llamada secreta que lo había llevado por la senda adecuada. Las llamadas secretas y la senda adecuada es lo que los genios y los santos tienen en común. Igual les pasa a los grandes escritores, los medio grandes, los buenos, los menores, los que son tenaces, aquellos a los que les cuesta horrores y aquellos que no cuentan más que con su ansiedad por hacerlo. Todos ellos descubrirán que el Paraíso (el futuro de todo hombre) está oculto por setos. Si miramos a través de ese seto hacia el verde lugar en el que se consigna el genio, podríamos verlos a todos juntos, esperando recibir una recompensa colectiva, aunque tan solo sea porque están de acuerdo en la procedencia de su vocación y el comienzo de la senda adecuada. Y pudiera ser que en su ansia de conocimiento ese coro de voces que flota sobre el seto vaya cantando: Bon qu’à ça.
Janet Flanner, una gran periodista en su época, corresponsal del New Yorker en París durante medio siglo, dijo cuando estaba a punto de cumplir ochenta años que habría preferido ser una escritora de ficción. La necesidad de ganarse la vida, nuestro equipaje común, evitó que dejara aquello para lo que estaba tan dotada y se embarcara hacia quién sabe dónde. Había publicado ficción, pero no mucha, y con pocas satisfacciones. Así que pensó que sus deseos de escribir eran mayores que su talento. Había algo que no encajaba. Mi padre, que era más joven que Janet Flanner, y que murió apenas cumplidos los treinta años, nunca pensó en sí mismo más que como pintor. Tal vez fuera bueno —para él— que no llegara a descubrir que jamás podría ser más que un aficionado con dedicación. No es que lo intentara y fracasase. En cierto modo nunca llegó a emprender el camino, excepto el recorrido por un firme ideal en el que vida y arte se implicaban mutuamente. La idoneidad requería un desplazamiento, así que marchó de Inglaterra a Canadá. Sus amigos le recordaban como una persona sensata. Nadie le oyó jamás decir que había esperado esto, o que se arrepentía de aquello otro. Su personalidad de artista era algo tan asumido, se daba tanto por hecho, era tan aceptado por los demás, que me costó años comprender aquello que debería haber sido obvio: que él también había trabajado, que antes de que llegara a enfermar hasta el punto de no poder trabajar en nada, había estado yendo a la oficina diariamente.
«¿Y de qué pensabas que vivíais?», me dijo aquel amigo de la familia que acababa de darme a conocer que mi padre era, bien mirado, como la mayoría de la gente. Estaba en una empresa que empleaba trabajadores ingleses. Importaban unos muebles de oficina enormes hechos con una madera pesada. No todas las empresas querían a los ingleses. Tenían fama de criticar Canadá y no hacer nada para tirar del carro. Con mucha frecuencia los ponían en puestos en los que no pudieran hacer daño real o les otorgaban cargos genéricos. Esto creó una pequeña inflación de inspectores, controladores, estimadores, gerentes, ayudantes, consejeros y vicepresidentes. Algunos de ellos se agarraban a su rango militar de la Primera Guerra Mundial, e iban por ahí haciéndose llamar capitanes y comandantes. Esta farsa de imperio menor prosperó en los años treinta, cuando la Depresión se desmoronó sobre todos esos puestos y supuestos puestos de trabajo.
A los dieciocho fui a echar un vistazo a aquel edificio de oficinas, una casa de ladrillo gris situada en Beaver Hall Hill. Recuerdo que cuando me llevaron allí iba con el uniforme de la escuela de monjas, sarga negra con collarín de cura, y que me presentaron a un hombre con acento inglés. Mi padre tenía tendencia a exhibir a su hija en público, así que ya estaba acostumbrada. Lo que se me quedó marcado de aquella visita fue una lámpara resplandeciente de cristal verde, un escritorio pulido de alguna madera de color oscuro, y un cuarto en penumbra, una habitación invernal. Precisamente fue en Beaver Hall Hill, más o menos por aquella época, donde me encontré a otro extraño que me paró en la calle al tener yo un sorprendente parecido con mi difunto padre. La posibilidad de que tuviera una hija mayor no podía haber sido más crucial: yo había desaparecido de Montreal a los diez años y había vuelto por cuenta propia. Pero la edad legal para tomar una decisión como esa eran los veintiún años, y yo lo había hecho a los dieciocho esperando que nadie se diera cuenta. Había cierta gente en Montreal que me creía muerta. Era un rumor, una historia que rondaba por ahí sin fundamento alguno, y entonces ya había dejado de importarle a nadie, excepto a una familia francocanadiense que había estado rezando plegarias por mí todo este tiempo el día de mi cumpleaños.
Unos años más tarde, en una ciudad llamada Châteauguay, escuché el eco de los últimos coletazos de la crónica. Este era el sitio donde pasábamos los veranos, e incluso hubo un tiempo en que vivimos allí durante dos temporadas completas. Ese paralizante viento invernal que soplaba desde el río Châteauguay supuestamente había de ser reconstituyente para el enfermo. Mi madre, que jamás tuvo un solo resfriado, respiró el aire y dijo con sinceridad: «¿No os parece maravilloso?». Volví allí cincuenta años después de la última vez que tomé el tren desde Montreal para cruzar el puente sobre aquel río. Fui con un equipo de televisión de Toronto. Buscábamos localizaciones en las que yo hubiera estado de pequeña. En una de las direcciones de Montreal había ahora un banco. Mi primera escuela era un solar en venta. Aquel pequeño edificio en el que había alquilado mi primer apartamento, en el que me había instalado con mis propios muebles y había llenado las estanterías de libros y panfletos políticos (tantos como era posible de los prohibidos en Quebec), en el que había colgado cuadros, comprados a pintores de Montreal, una escuela floreciente por aquella época, era ahora una residencia de estudiantes que se venía abajo, se desmoronaba por el abandono. Jamás habría vuelto a Châteauguay yo sola. Aquel fue el último lugar en el que vivimos juntos como familia. Cuando mi padre murió me dijeron que se había ido a Inglaterra y que no tardaría en volver, y yo me lo creí. Una unidad de televisión está compuesta por extraños, en su mayoría indiferentes, que tienen como objetivo cumplir su encargo y volver a casa cuanto antes. Su indiferencia era lo que yo necesitaba: un muro de cristal grueso contra los efectos de la memoria.
Dibujé un mapa del sitio y se lo di al productor: la ciudad, el puente, la estación de tren, la iglesia católica, la iglesia anglicana, la escuela protestante, casas junto a una carretera que daba al río, incluso la tienda de caramelos. Todo era exactamente así, excepto la escuela protestante, que nos olvidamos de buscar. Vi la casa, tal como la recordaba, aún en pie, aunque visiblemente alterada. La tienda de caramelos era ahora una cafetería cochambrosa con un par de mesas de billar. La granja de los Duranseau había sido reemplazada por una señal: RUE DURANSEAU, que no indicaba más que la calle. Pude reconocer el Dundee Cottage, que ahora se llamaba de otra forma, y villa Crépina, donde vivían aquellos chicos, los Crépin. Les tiraban piedras a los perros de los demás, especialmente si eran perros ingleses. El seto bajo de hoja perenne que tenían en la vereda todavía daba bayas rojas. En cierta ocasión me advirtieron de que no tocara las hojas ni las bayas, que se decía que eran venenosas. Yo me comí unas cuantas hojas y nunca me pasó nada. Sabían como a té fuerte, algo que también estaba prohibido, y por lo tanto era deseable. Las bayas estaban envueltas en un aura de peligro que daba rienda suelta para imaginar un largo sueño de cuento de hadas.
En el café pude hablar con unos hombres que estaban sentados, arracimados sobre la barra. Cuando entramos hablando en inglés el lugar quedó en silencio. Les pregunté si alguien había oído hablar de familias que yo conocía, los Duranseau, con cuyos hijos yo jugaba, los arrendatarios del Dundee Cottage, cuyo nombre apareció repentinamente para volver a disolverse, u otro anciano vecino —anciano en mis recuerdos, tal vez no llegara a los cuarenta— que se quejó a mi madre porque yo había dicho «maricón» y que se volvió a quejar cuando me dirigí a él alegremente como «viejo chocho». Yo no tenía ni idea de lo que significaba nada de aquello. Ninguno de los que había en la barra me miró. Sus espaldas jorobadas hablaban la lengua de la desconfianza pueblerina. Al final uno de los más jóvenes dijo que era pariente de los Crépin. Debió de nacer toda una generación más tarde de aquellos tiempos en que yo cogía una hoja envenenada cada vez que pasaba por el seto de su tío abuelo. Conocía mi casa, radicalmente cambiada ahora, por cierto crío, una niña, que vivía allí hacía mucho tiempo y se había ahogado en el río. Me dio el número de teléfono de su tía abuela, diciendo que ella lo sabía todo de cada casa, árbol, piedra, y persona que hubieran desaparecido. Jamás llamé. No había nada que preguntar. Había otra familia anglocanadiense con hijo único que había vivido en la misma orilla del río. Tenían una casa mucho más grande, con una empalizada de piedra a modo de cerca, y el que se había ahogado era un chico. Le pusieron su nombre a la escuela protestante.
El miedo de haber heredado un legado defectuoso, una vocación sin un talento que la sostuviera, me persiguió desde muy joven. Esa era la razón de que hiciera trizas más de lo que salvaba, el porqué de que fuera reacia a enseñar mi trabajo, salvo a uno o dos amigos, y no con mucha frecuencia. Cuando tenía veintiún años alguien a quien le había dado dos historias solo para que las leyera, las mandó a una revista literaria local, y pude ver el aspecto que tenía un relato rodeado de poesía y otras ficciones. Envié otra de mis historias a una emisora de radio. Me pagaron algo y descubrí cómo sonaba mi trabajo con una voz diferente. Después de eso seguí escribiendo sin la intención de publicar nada ni de pedir opinión alguna durante seis años. Entonces yo tenía veintisiete años y me estaba convirtiendo exactamente en aquello que no quería ser: una periodista que escribía ficción en su tiempo libre. Pensé que la cuestión de escribir o dejar de hacerlo de una vez por todas tenía que ser decidida antes de cumplir los treinta. La única solución parecía ser romper con todo e intentarlo: me daría dos años. No daba la impresión de que me preocupase mucho de qué viviría durante aquellos dos años. Cuando miro atrás creo que tenía concentrados todos mis esfuerzos en largarme.
No había ciudad en el mundo que me atrajera más que París. Cuando me preguntan el porqué no soy capaz de decirlo. Se trataba de un lugar en el que no tenía amigos, contactos, ni posibilidad de encontrar empleo en caso de que fuera necesario —aunque tal como yo razonaba las cosas, si tenía que ir allí con un trabajo y un salario en mente, era mejor quedarme donde estaba—; un lugar en el que posiblemente me quedaría sin dinero. Aquello de que tal vez no sobreviviera, que tal vez tuvieran que rescatarme de lo más profundo y ponerme en un barco rumbo a casa, jamás me entró en la cabeza. Lo que creía era que si había de darme el nombre de escritora, tendría que vivir de la escritura. Si no era capaz de vivir de ello, al menos modestamente, destruiría cada uno de los legajos, cada traza, cada libreta, y viviría de cualquier otro modo. Pasara lo que pasase no iba a hacer mi entrada en los treinta como una periodista (o lo que fuera) cuyas historias se iban amontonando en su cesta de picnic. Decidí enviar tres de mis historias a The New Yorker, una después de otra. Con que me aceptaran una sería suficiente. Si rechazaban las tres lo tomaría como algo decisivo. Pero entonces hice algo que puede parecer extraño y contradictorio: unos días antes de poner la primera historia en el correo (estaba pasándolas canutas calibrando si estaba bien o era una basura), le dije al director del periódico que dejaba el trabajo. Creo que tenía miedo de echarme atrás. No hacía mucho que el periódico había comenzado un plan de pensiones y yo había pedido quedar al margen de él. Trabajaba en una oficina en la que había visto a gente desfilar hacia la jubilación y esa perspectiva me horrorizaba. El director creyó que por alguna razón yo no estaba contenta. Me mandó a ver a otra persona que tenía el papel de averiguar de qué se trataba. En esa segunda oficina me dijeron que me había vuelto loca, que no servía de nada enseñarles el oficio a las mujeres, que siempre abandonaban, que algún día volvería arrastrándome a pedir que me devolvieran el puesto, que todos los reporteros piensan que pueden escribir, que tenía la audacia de llamarme a mí misma escritora cuando tan solo era como un arquitecto que jamás ha diseñado una casa. Volví a mi escritorio, mecanografié una renuncia formal y la entregué.
The New Yorker devolvió la primera historia con una amable carta que decía: «¿Tiene usted alguna otra cosa que pueda enseñarnos?». La segunda la admitieron. La tercera ya no me gustaba. La rompí y mandé una nueva historia desde París.
El trabajo en el periódico me sirvió como aprendizaje. Nunca me pareció que fuese un lastre, una lata o una pérdida de tiempo. No tenía experiencia alguna y jamás me hubieran aceptado de haber algún hombre disponible. En aquella época el periodismo todavía era una profesión de hombres. Oí a un director decir: «De no haber sido por la guerra, no habríamos empleado a una sola de esas malditas mujeres». Las horribles leyes de Quebec hacían que los periódicos lo tuvieran fácil para prohibir los sindicatos. Percibía la mitad de sueldo que los hombres y continuamente tenía que oír, y no solo de los hombres, que tenía «un buen trabajo, para una muchacha». Aparentemente, al mantenerlo, me estaba interponiendo en el camino de un buen número de hombres cualificados, todos ellos con mujer e hijos a los que alimentar. Esa era la visión que se aceptaba de cualquier muchacha periodista, a menos que escribiera sobre dobladillos o mermelada de frutas variadas.
Mi método para conseguir algo publicable era el mismo que utilizaba para escribir ficción en casa: no empezaba la segunda frase hasta que la primera sonaba real. ¿Real en base a qué? A cierto arreglo mental, supongo. Escribía a mano, con lápiz, haciendo cambios constantemente. Borraba, rellenaba, lo pasaba a máquina, corregía, lo volvía a pasar a limpio. Dicen que una ventaja de practicar el periodismo a una edad temprana es que te enseña a escribir rápido. Cualesquiera que fueran mis enseñanzas, entre ellas no se incluía la velocidad. Siempre estaba al límite de la fecha de entrega, incluso fuera de plazo. Al pensar ahora en aquella ultrajante lentitud mía, no sé cómo no me despidieron una decena de veces. O tal vez sí. Yo era capaz de escribir un inglés inteligible, cobraba la mitad que un hombre y parecía tener una fuente inagotable de ideas para artículos, entrevistas o historias para trabajar junto a un fotógrafo. Era la época de la fotonovela y a mí me encantaba dar vida a aquellas historias. Eran algo así como guiones en miniatura. Siempre vi las fotografías como si fueran fotogramas de una película. Me conocía Quebec de cabo a rabo, no solo los enclaves anglohablantes de Montreal. Podía entrevistar a los francocanadienses sin tener que arrastrarlos hasta el inglés, un terreno de reserva y animadversión. Sugería temas sobre los que quería saber más, y sobre lugares y personas que tenía curiosidad por conocer. Solo me rechazaron unas pocas, normalmente porque atacaban el poder político o la sensibilidad de los anunciantes. Escribía crónicas desde el principio. Fui crítica ocasional hasta que hice una crítica impertinente sobre una película y varios cines reaccionaron cancelando un buen número de anuncios. Escribía una columna, hasta que el director de una agencia protestó por un articulito que se mofaba de un anuncio de la radio, momento en el cual la columna fue retirada. Todo esto no es más que una parte de la historia social de una época en una región de Norteamérica que vivía un momento de estancamiento político.
Me las ingenié para conseguir una autonomía impresionante, librándome de escribir sobre los temas ñoños reservados para las mujeres, y todo eso sin que me despidieran, ni tan siquiera cuando alguien escribió para protestar contra «esa niña mimada marxista», a pesar de que no eran ni el momento ni el lugar oportunos para estar a salvo de tales acusaciones. Tenía un salario modesto, pero había muchas familias viviendo con menos dinero. Había reunido un enorme catálogo mental sobre lugares y gente, una información que todavía se filtra en mis narraciones. El periodismo era un tipo de vida que me gustaba, pero no era la que yo quería. Una amiga norteamericana me contó que cuando teníamos quince años yo ya decía que estaba decidida a escribir y vivir en París. No recuerdo aquella conversación, pero mi amiga no es de las que inventan anécdotas a posteriori. Esto es todo en lo referente al proyecto. El resto son recuerdos y evidencias incuestionables.
El impulso de escribir y la tozudez necesaria para seguir adelante supuestamente deberían haber salido de algo que me conmovió de manera drástica a una edad temprana. Hay incluso un término para ello: la conmoción del cambio. Probablemente se trate de una sacudida que se salta la puerta que hay entre la percepción y la imaginación, dejándola entreabierta a la vida, o que fusiona el recuerdo con el lenguaje y las ensoñaciones. Puede que algunos escritores vengan directamente al mundo con una visión que solapa las cosas tal y como se ven con la visión de las cosas como podrían llegar a ser vistas. Todos tienen la capacidad de contener la respiración mientras continúan respirando: este es el requerimiento básico. Si la conmoción y el cambio explicaran el resto, millones de hombres y mujeres que han sido golpeados dura y firmemente no harían otra cosa sino escribir. Lo cierto es que no es así. No hay niñez que sea inmune a la alteración. Siempre hay un temblor en el subsuelo cuando un adulto en el que confiamos dice una cosa y hace otra. Saca a relucir ese universal e incontestable lamento: «¡No es justo!», con la consabida réplica de que la vida tampoco lo es no consigue restaurar el orden.
Yo daba por hecho que mientras la vida de los niños era dura los adultos lo pasaban de miedo. Mis padres disfrutaban, o al menos eso parecía. Si quiero retrotraerme a uno de esos sábados por la noche de pleno verano, con las parejas bailando en la galería frontal (así llamamos en Quebec a la veranda inglesa), el gramófono a toda marcha y una pila de discos quebradizos, tan solo necesito escuchar el principio de «West End Blues». Los bailarines bajan de Montreal o suben desde Estados Unidos, donde impera la ley seca. En Quebec la Prohibición sería algo impensable a pesar de que el resto de Canadá disfrute mostrando su sequedad. Tan solo lo menciono para decir que no existe nada a lo que se pueda llamar una infancia canadiense. Los orígenes de uno son regionales. Los míos son por completo quebequenses, ingleses y protestantes, sí, pero con una fuerte influencia francesa y católica. Fueron mis jóvenes padres los que me introdujeron en esa corriente al enviarme a una escuela de monjas francesas por razones que nunca quedaron claras. Recuerdo que mi abuela dijo: «Bueno, yo abandono». Era una cosa bastante peculiar, algo inaudito en aquellos días. Heredé así los modos de ver la vida divididos por la sintaxis y la tradición, dos entornos a considerar —uno de ellos encallado en una larga penumbra de religiosidad del siglo XIX —, dos códigos de conducta social y mucha experiencia práctica de la diferencia entre una regla y un argumento moral.
En algún lugar de esta dualidad debe encontrarse el punto exacto en el que comencé a escribir. De lo único de lo que estoy segura es que aquella frágil raíz, aquel provisional sí o no, fuera puesto a salvo gracias a la lectura. No puedo recordar la época en que no sabía leer. Me acuerdo de que leían para mí y quería tomar el libro para descifrarlo por mí misma. Un amigo de la familia recuerda haberme visto sentada en una silla alta con mi padre mientras intentaba enseñarme el abecedario. Ponía el libro apoyado contra una bandeja —cualquier libro que sacara de la estantería, tal vez una novela— y me señalaba las mayúsculas. Parece ser que yo era capaz de traducir a simple vista del inglés al francés, leyendo en voz alta sin dificultad. No fui precoz en nada más: durante años iba siguiendo la estela de los demás niños para aprehender las sumas más sencillas, decir la hora (leía las agujas al revés, las siete en punto eran para mí las cinco) o distinguir la derecha de la izquierda. Pensaba que el hijo mayor de una familia era el que nacía el último. A los siete años me preguntaba por qué nadie se casaba con un perro cariñoso. Cuando mi madre me lo explicó me quedé de una pieza. (Es posible que la cuestión se remontara a mi atenta lectura de unas historietas cómicas para niños llamadas El anuario de Pip y Squeak, en el cual había un perro, Pip, y un pingüino llamado Squeak, que parecía ser el padre de un conejo llamado Wilfred.) Yo no sabía que hubiera ninguna diferencia en particular entre el cuerpo de las chicas y el de los chicos hasta que tuve ocho años, pensaba que era una cuestión de ropas, peinados y temperamento en general. A los nueve todavía buscaba sirenas en el río Châteauguay. Mi padre me había pintado un biombo en el que salían sirenas con el pelo largo y rojo surgiendo entre las olas. Todavía no había visto el océano, tan solo lagos y ríos. El río que había al cruzar la calle se volvía blanco al helarse en invierno, y en el deshielo tomaba una tonalidad cobriza clara. Aparte de un error en los colores, parecía impropio que él pintara algo que no fuera verdadero.
Cuatro semanas después de mi cuarto cumpleaños, cuando me inscribieron como interna en mi primera escuela, que estaba dirigida por una orden de semiclausura de monjas educadoras y misioneras, me llevé conmigo desde casa algunos libros de historias inglesas junto con mi nuevo, extraño, rígido, incómodo y tan poco inglés uniforme, y una ropa interior abotonada de modo severo. Tenía algunos libros en francés, regalo de un médico, un especialista francocanadiense que me atendió de una infección mastoidea debida a la escarlatina, y que se convirtió en un gran amigo de mis padres. Yo era demasiado niña para comprenderlos. Se trataba de fábulas morales para niños mayores, e incluso años después me parecieron una lectura pesada. Eso estaba bien —lo de tener libros en inglés— porque a partir de ese momento prácticamente no iba a escuchar ni a hablar inglés, salvo en las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa, y esos raros fines de semana en que me venían a buscar para llevarme a casa. Siempre que volvía a la escuela llevaba libros nuevos que eran sometidos a examen, pero como nadie sabía inglés y la monja que lo enseñaba no sabía hablarlo en absoluto, les echaban un vistazo rápido a las ilustraciones por decencia y me devolvían los libros, que eran apilados en la mesita de noche que había junto a mi cama.
A los libros para niños (libros de fotos, tebeos y después los clásicos ingleses y norteamericanos) debo la plena asimilación del ritmo de la prosa inglesa, el orden que han de tener las palabras en la oración y su ortografía. No me enseñaron a escribir y a pronunciar el inglés de modo correcto hasta que tuve ocho años, y aquello que me enseñaron ya lo había aprendido por mi cuenta. Entonces el inglés se había convertido ya de manera inalterable en la lengua de la imaginación. No había nada que tuviera la forma de la suposición, ensoñación, creación o invención, que entrara en mi cabeza a través del francés. En la época de los muñecos de papel, inventé una mezcolanza de inglés y francés, junto a las misteriosas sílabas italianas de las grabaciones de bel canto que gustaban a mi madre y que ella tocaba con frecuencia. Llamé a esta mezcla «hablar en Marigold». Marigold desapareció pronto junto a los muñecos de papel. Después de esto solo hubo un sonido para las narraciones y para contar cuentos.
La primera ráfaga de ficción llega sin palabras. Consiste en una imagen fija, como una diapositiva, o mejor aún, como una instantánea congelada que muestra personajes en una situación simple. Por ejemplo, la visión de Barbara, Alec y sus tres hijos bajando de un tren en el sur de Francia anunciaron «Sin remisión». La escena en cuestión no sale en la historia pero permanece como una vieja fotografía de un periódico con una leyenda al pie en la que se dan todos los nombres. La rápida llegada y salida de esa imagen silenciosa podría asimilarse a los primeros momentos de una obra de teatro antes de que se pronuncie la primera palabra. La diferencia es que los personajes de ese fotograma no se ven, sino que son una evocación de futuro, y no necesitan hablar para explicarse. Todos los personajes salen a la luz con su nombre (que puedo cambiar), edad, nacionalidad, profesión, una voz y un acento característicos, un pasado familiar, una historia personal, un destino, cualidades, secretos, una actitud hacia el amor, la ambición, el dinero, la religión, y con un centro de gravedad propio.
Durante los siguientes días anoto largos parlamentos de los diálogos. A esto le siguen escenas completas, completas en sí mismas, pero que conforman algo así como las partes de una película que aún no han sido ensambladas. No es que invente de manera deliberada nada de esto: simplemente ocurre. Hay escritores que dicen escuchar las palabras en sí, pero creo que ese «escuchar» hay que ponerlo entre comillas. Yo no escucho nada: sé lo que se está diciendo. Finalmente (describo un largo y complejo proceso de la manera más sencilla posible) parecerá que la historia está completa, en el sentido de que todo lo que hacía falta decir se ha escrito. Está completa pero es ilegible. Nada encaja. Una analogía cercana sería una película sin el montaje. Puede que el primer fotograma se haya disuelto en el sonido y el movimiento (Sylvie con su madre caminando cogidas del brazo en «Cruzar el puente»), o que acabe siendo el final (Jack y Netta en la place Masséna, en «La mujer del moro»), o algo secundario, como el joven Angelo mendigando monedas de Walter, que aparece someramente en «El verano de un hombre soltero».
A veces se ve enseguida qué es lo que hace falta, lo cual no significa que se pueda hacer deprisa: he dejado aparte elementos de una historia durante meses e incluso años. Está acabado cuando parece cuadrar con un plan que, aunque es muy probable que yo tenga en la mente, no soy capaz describir, o cuando llego a la conclusión de que no puede ser escrito de manera más satisfactoria, al menos por mí. En unas pocas ocasiones esa lenta transformación de imagen a ficción comienza con algo atisbado en la realidad: una joven leyendo una carta del extranjero en el metro de París por la mañana temprano, un hombre en Berlín comiendo un plato de fiambre junto a una cortina de encajes que filtra la luz plomiza de la tarde; una madre norteamericana en Venecia haciendo todo lo posible para que se vea que lo está pasando bien y sus dos niñas atentas y discretas. Alguna vez, casi nunca, he visto claramente cómo un personaje que ha aparecido de nadie sabe dónde se está haciendo pasar por alguien que conocí en algún momento, disfrazado con tanto tacto como un extraño en un sueño. Siempre los he dejado estar. Todo lo que comienzo llega a publicarse, a su debido tiempo, y pasa a ser como una casa en la que viví antaño.
La mayoría de las historias se publicaron en The New Yorker. La buena y la mala suerte van por rachas. Fue una buena racha la que me llevó hasta William Maxwell, que leyó mi primera historia y todas las que le siguieron durante veinticinco años. Nunca ha querido que lo compense de ninguna manera, un sencillo ejemplo de que jamás podré pagarle todo lo que le debo. Así que ahora intentaré compensarle aunque no tenga respuesta: a él se lo debo todo. Cuando nos encontramos por primera vez, aquella primavera de 1950, no le relacioné inmediatamente al autor de La hoja plegada. Por supuesto él no dijo nada de sí mismo. Me hizo unas cuantas preguntas y me dejó pensar que mandar al garete tu trabajo, todos tus amigos y cualquier cosa familiar, y marcharte a escribir a miles de kilómetros era lo más natural del mundo. Hizo que no pareciera más absurdo o inusitado que tomar un autobús para ir al museo. El resto de las personas que conocía decían más bien todo lo contrario. De repente me sentí como un ejército perdido con un aliado inesperado. Yo estaba a punto de emprender algo completamente normal y de lo cual (él hizo que sonara obvio) no iba a arrepentirme.
Siempre me ha parecido el más norteamericano de todos los escritores y el más norteamericano de todos los norteamericanos que he conocido. Pero incluso al decir esto sé que no tiene sentido, que es algo indefinible y que no soy capaz de explicar lo que quiero decir. De la única manera que me puedo escapar es diciendo que se trata de un halago.
Hay algo que siempre quiero decir acerca de leer relatos cortos. Y lo hago ahora porque tal vez sea la última oportunidad que tenga para hacerlo: los relatos no son capítulos de novelas. No se deberían leer uno tras otro como si fueran correlativos. Hay que leer uno. Luego cerrar el libro. Leer otra cosa. Volver más tarde. Los relatos pueden esperar.
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