Alberto Moravia
BIOGRAFÍA
EL EQUÍVOCO
(“L’equivoco”)
Un tal Urati, mecánico, tras haber servido como camarero durante unos diez días en un chalet, se había quedado con la idea fija de introducirse a hurtadillas una noche en él y echar mano a cuantos objetos de valor allí se encontraban. Urati no tenía antecedentes, pero esos diez días de servicio, como él mismo decía, le abrieron los ojos. Allí dentro había, pensaba él, lo suficiente para vivir a sus anchas y sin trabajar durante unos años. Se confió a un sencillo y rudo camarada, llamado Lopresto. Urati, nacido en la ciudad, tenía las apariencias de un burgués; y mientras no se veían sus manos callosas y deformadas, con uñas rotas y negras, lo podían tomar incluso por un estudiante o un joven empleado. Más aún, su cara afilada y morena, de nariz recta y fino bigote, recordaba mucho la de un célebre actor cinematográfico. Lopresto, en cambio, era un campesino y no sólo tenía informes y rudas las manos, sino también el rostro, sobre el cual, en cualquier circunstancia, restaba la expresión atónita y retrasada de quien está habituado al trabajo manual y reflexiona poco. Urati le dijo a Lopresto que podían hacerse ricos sin esfuerzo y sin peligro y le expuso su plan. Urati tenía un gran ascendiente sobre Lopresto. No necesitó mucho, con su charla perentoria y desenvuelta, para convencer, o mejor dicho para aturdir a su compañero. Este, tras hacer dos o tres objeciones ridículas y totalmente ajenas al tema, se rindió casi de inmediato ante las burlas de Urati y aceptó.
El chalet donde había servido Urati estaba en la cima de una solitaria loma, en una zona colinosa en los bordes de un barrio elegante. Urati, poco valiente pese a la fanfarronería con que había deslumbrado a Lopresto, se veía atraído a intentar la empresa no sólo a causa de la gran cantidad de objetos valiosos esparcidos por las salas, sino también por el hecho de que en el chalet sólo había mujeres: la vieja dueña de casa, su hija y dos criadas. Urati, que conocía los hábitos de las mujeres, le dijo a su camarada que podían entrar tranquilamente después de medianoche: a esa hora todos dormían. Urati había conservado la llave de la puerta: entrarían, desvalijarían los salones de la planta baja y se marcharían completamente inadvertidos. Pero Urati se equivocaba. Hacía un mes que el chalet se había vendido y ya no pertenecía a aquella anciana señora sino a un tal Sangiorgio, comerciante.
Sangiorgio, un hombre tosco y ancho de espaldas como un gorila, con una enorme cara amarilla y chata sobre la que caían en largos y puntiagudos mechones unos lisos cabellos negros, sin fuerza y como de muerto, sólo en apariencia era un hombre plácido. En realidad lo dominaban una o dos veces al año espantosos ataques de cólera homicida durante los que perdía la razón y se sentía irresistiblemente inclinado a cometer actos irreparables. Sangiorgio conocía perfectamente esta fatalidad suya y le tenía un miedo terrible.
Pero, aparte esta especie de maldición, Sangiorgio no sólo era bueno y honrado, sino que tenía una natural tendencia a los sentimientos delicados. Le gustaban tanto los niños que iba a los jardines públicos, a las horas de sol, para verlos jugar; y rumiaba sin tregua, desde hacía años, el sueño meticuloso de una mujer que lo amara y a la que pudiera colmar de regalos y caricias. Y experimentaba una aguda y lastimera necesidad de esa mujer y de esos niños. Por contraste, crecía en él la impaciencia ante su soledad. Era rico y su riqueza aumentaba día tras día; ¿por qué trabajaba, para quién? Impulsado por todas estas necesidades, Sangiorgio, que sólo conocía hombres de negocios y sólo para asuntos de negocios, acabó casándose con la hija de uno de sus contables, llamada Gil-da. Rubia y delicada, de carácter tranquilo, parecía poseer todas las cualidades que Sangiorgio atribuía a la mujer de sus sueños. Sangiorgio, sencillo y sin la menor complicación psicológica, había creído, al casarse, que la muchacha lo amaba. O, por lo menos, que con el tiempo lo amaría. A pesar de su desesperada necesidad de afecto, Sangiorgio no comprendía nada del carácter femenino, y en el matrimonio razonaba igual que en los negocios. Había pagado, existía un contrato, y, por tanto, la mujer era suya. Pero Gilda, la misma noche de bodas, cuando llegaron a aquel chalet que él había comprado para ella, le declaró sin ambages que no lo quería y que se había casado únicamente para librarse de su familia. El, añadió Gilda, debía apreciar esta lealtad suya, sin querer arrancarle por la fuerza unas demostraciones de afecto conyugal, incluso las más superficiales, que ella estaba resuelta a no concederle jamás. Sería, concluyó, una compañera para él, una colaboradora, una amiga, pero nunca una esposa. La muchacha, exaltada quizá por la lectura de novelas, creía de buena fe que Sangiorgio iba a acoger estas declaraciones con comprensión, ya que no con agrado; y que la admiración por su valor y su rectitud podría más que la desilusión de sus aspiraciones y deseos. Como siempre ocurre cuando uno está infatuado con una idea y no advierte lo que en ella hay de ofensivo para los demás, ella se olvidaba de que Sangiorgio no se había casado sólo para procurarse una dama de compañía. Sangiorgio, por lo demás, no sólo no apreció en absoluto esta tardía y repentina sinceridad, sino que no creyó una sola palabra de lo dicho por la muchacha. Desconfiado por naturaleza, pensó que Gilda lo había engañado por otros motivos de los que decía; que, en suma, tenía un amante desde antes de su boda y que, a pesar del matrimonio, quería seguirle fiel.
Cruelmente desilusionado, envenenado por las sospechas, tras una violenta escena durante la cual se guardó mucho de manifestar sus celos, anunció a Gilda que, en vista de que ella pensaba así, él reanudaría desde esa misma noche su vieja vida de antes; y, por pronto, al día siguiente emprendería un viaje hacia M., donde lo esperaba cierto negocio que había aplazado a causa de la boda. Sangiorgio no tenía la menor intención de emprender aquel largo viaje. Estaba convencido de que su mujer aprovecharía su ausencia para hacer que el amante la visitara en su casa, y quería sorprenderlos.
Partió, pues, Sangiorgio, o mejor dicho, fingió partir a la tarde siguiente de su primera y triste noche de bodas; y en el instante de partir tuvo su primer acceso de furor. Le pidió un beso a su mujer, que lo acompañaba hasta la puerta; pero Gilda se lo negó recordándole, como ella misma dijo, con terca y pueril meticulosidad, sus pactos. Sangiorgio, que no quería saber nada de pactos y que después de engañado se veía ahora burlado, la miró sombrío, apretando los dientes; y después se marchó en silencio.
Sangiorgio se dirigió a un cine del barrio y allí pasó la velada. Mientras miraba, sin verla, la pantalla, su furor iba en aumento. Y aumentaba aún más en los raros momentos en que advertía que a su pesar se interesaba por la película. En esos momentos Sangiorgio se rebelaba ante la idea de una posible indiferencia suya ante la traición de su mujer y proporcionaba a su rabia nuevos motivos para avivar sus llamaradas, igual que alguien que, con tal de calentarse, tira al fuego cada vez que lo ve vacilar y disminuir todo el combustible que tiene a mano, hasta los muebles de la casa.
Cuando salió del cine, Sangiorgio advirtió que había dejado los guantes en la butaca. Regresó y pidió permiso para buscarlos. Pero, ya fuera que alguien los hubiera cogido, ya que el acomodador no iluminase bien el sitio, no los encontró. Este incidente, y quizá aún más el hecho de no poder dejar de tomarlo a pecho, en las circunstancias en que se encontraba, aumentaron hasta el colmo el miserable y encarnizado furor de Sangiorgio. A pie, se encaminó por las desiertas calles del barrio hacia su casa.
Era una noche de invierno, muy fría, barrida por un viento punzante. La luna, con su más intenso fulgor, resplandecía, blanca, en el cielo sereno. En ciertos trechos la luz lunar era tan fuerte que se veían los colores, el verde de las ventanas, el rojo de los ladrillos, aunque velados por el hielo nocturno. Pero este extraordinario plenilunio, que ya duraba más de una semana, aumentó el furor de Sangiorgio, en vez de aplacarlo. El viento helaba sus manos sin guantes y sus rodillas; pensaba, de manera absurda, que aquella luna tan brillante debía calentar como el sol, y se lanzaba instintivamente al sitio de la calle donde la luz lunar parecía más fúlgida. Pero el frío no cesaba por ello, y entonces Sangiorgio se enfurecía aún más. Entre estos accesos de ira y de aguda infelicidad llegó a los pies de la loma donde se alzaba el chalet.
Contra el cielo transparente, el chalet apareció enteramente negro, con una sola ventana en el segundo piso que brillaba con luz amarilla. Era la ventana de su mujer, y Sangiorgio, por un instante, pensó que sus sospechas eran infundadas. Pero precisamente en el momento en que formulaba este pensamiento vio, de pronto, un rectángulo amarillo que se encendía repentinamente en la planta baja, donde se encontraba la puerta de la casa. Sangiorgio vio que en este rectángulo se dibujaba una figura negra que hizo un ademán de llamada. Y, en efecto, un momento después otra figura negra salió de la sombra que difundía la fachada del chalet y entró a su vez. El rectángulo de luz se apagó. Pero inmediatamente después se iluminó otra ventana en la planta baja, en el punto donde se encontraba el salón.
Sangiorgio había sospechado en el primer momento de su mujer, aunque esperando en el fondo del alma que no fuera cierto; luego, al descubrir aquella luz encendida en el segundo piso, había pensado que su mujer le era fiel, pero al tiempo había esperado que no lo fuese porque así lo quería su furor. Ahora, al ver cómo se abría la puerta y su mujer llamaba a un hombre para que entrase en la casa, quedó anonadado. Había sospechado, sí; pero una sospecha que de pronto se hace realidad parece algo enteramente nuevo, y la previsión anterior no hace más que añadirle algo diabólico, como un milagro a la inversa. De pronto, a Sangiorgio le pareció descubrir como por primera vez toda la maldad de su mujer.
El camino que llevaba a la loma subía en zigzag con cuatro cómodas rampas. Las rampas estaban unidas entre sí por atajos en forma de escalinatas. Sangiorgio, jadeante y fuera de sí, empezó a subir aquellos fatigosos escalones en la claridad de la luna que los iluminaba.
Sangiorgio creía haber descubierto a su mujer que, temblando de adúltero gozo, llamaba a la casa a su amante. En realidad había visto a Urati, el cual, tras entrar a hurtadillas y comprobar que el chalet estaba hundido en el sueño, llamaba a su compañero que había quedado fuera, vigilando.
Urati, una vez que Lopresto entró en el zaguán y cerró la puerta, se quedó dudoso unos instantes. Aquél era, sí, el zaguán del chalet donde había servido. He aquí el pavimento de mosaico brillante, he aquí las cuatro columnas, dos a cada lado, de mármol gris y rojo con sus capiteles cremosos, he aquí, al fondo, la espiral de blancos peldaños de la escalera que, girando sobre sí misma, subía al primer piso. Pero ¿dónde se habían metido los sillones, las butacas y las mesas que antes se encontraban en el zaguán? Y, además, ¿cómo a esa hora, contra todas las costumbres de la casa, el zaguán y las escaleras estaban iluminados? Urati acabó creyendo que la dueña había hecho algunos cambios, y dijo a su compañero que lo siguiera. Sabía que en el salón había gran cantidad de bibelots y de objetos valiosos diseminados sobre las mesitas. Junto al salón estaba el comedor, con la vajilla y los cubiertos de plata. Urati contaba con desvalijar aquellas dos habitaciones y después irse.
Pero grande fue su asombro cuando encendió la araña del salón y se encontró con aquella estancia, antes atestada de muebles, transformada en una especie de helada sala de museo. Sangiorgio, en su prisa por casarse, había ido a comprar en una tienda de muebles una de esas habitaciones completas que a veces se ven en los escaparates; y la había hecho trasladar tal cual a su chalet. Era un salón Luis XV; y Sangiorgio no había tenido tiempo de añadirle ni siquiera el menor bibelot desde que lo habían descargado los mozos de la fábrica. Todo aquel oro estaba tan deshabitado y desierto allí dentro como en la tienda. E incluso más, porque en el escaparate, amontonados, los muebles parecían animarse de cierto modo, mientras que aquí, diseminados por el pavimento desnudo, contra las blancas paredes peladas, estaban cada uno por su cuenta; a tanta distancia el uno del otro que excluían la posibilidad de que alguien se hubiera sentado en ellos para conversar.
Urati comprendió a la primera ojeada lo ocurrido y que toda aquella falsa riqueza de rizos de madera dorada, de espejos enmarcados, de telas desplegadas no le permitiría llevarse ni un alfiler. Con tono desilusionado le dijo a Lopresto, deslumbrado por tantos dorados, que la casa había cambiado de dueño. Y si no había nada al alcance de la mano sería mejor no insistir y marcharse.
Pero el comedor le reservaba a Urati una sorpresa aún mayor. Empezó con que, a pesar de darle a la llave, la luz no se encendió. Entonces, entrando un poco en la sala, Urati rascó un fósforo. Y, a su lucecilla temblorosa, la sala apareció enteramente vacía. Salpicaduras de cal manchaban el suelo, los muros parecían recién blanqueados, en un rincón se podía ver todo el instrumental de un pintor: latas llenas de pintura, pinceles, cajas y una escalera de mano apoyada contra la pared. El fósforo se apagó, cayendo en las tinieblas del cuarto.
—Veamos el piso de arriba —dijo Urati, bastante desconcertado.
Pero Lopresto, que pasado el primer aturdimiento de la palabrería de Urati sólo había conseguido luego despertarse y comprobar la gravedad de la empresa en que se había metido, dijo de pronto que no quería subir al piso alto y que lo esperaría allí, en el salón. Su tono era rudamente firme y desesperado, como si de pronto comprendiese a qué lo había arrastrado su camarada y, lealmente, prefiriera no hacerle reproches y tomarla consigo mismo. Durante un momento, erguidos ambos en la franja de luz que se difundía desde el salón sobre el piso manchado y polvoriento del comedor, discutieron en voz baja. Lo-presto se negaba a seguir a Urati, y Urati trataba de convencerlo de que no lo abandonara. Por último, en vista de que sarcasmos y ruegos, órdenes e insultos resultaban vanos, Urati, bastante contrariado, dijo que subiría solo.
Cautamente, de puntillas, Urati subió la escalera y llegó a la antecámara a la que daban las habitaciones del primer piso; allí vaciló un momento. Todas las puertas parecían cerradas, excepto una que estaba entornada; y por la rendija se veía que el cuarto estaba a oscuras. Urati se dirigió hacia allí resueltamente, encendió francamente la luz y lo primero que apareció a sus ojos fue una mesita de noche con superficie de mármol gris sobre la que brillaba una larga y plana pitillera de oro. En aquel cuarto, tan pequeño, amueblado con trastos provisionales, dormía Sangiorgio en espera de la decoración definitiva. Urati se metió la pitillera en el bolsillo, apagó la luz y volvió a la antecámara.
Ahora Urati, envalentonado por el hallazgo de la pitillera, pensaba que la casa estaba enteramente deshabitada. Atravesó la antecámara y fue a la puerta opuesta, donde sabía que había un guardarropa. Con gran lentitud, procurando no hacer ruido, Urati abrió la puerta, entró y encendió la luz.
Descubrió que el cuarto había quedado en las mismas condiciones que cuando él servía en el chalet: totalmente forrado de armarios empotrados, con puertas lacadas en blanco. Una mesa, igual que entonces, ocupaba el centro del cuarto. Una plancha eléctrica estaba sobre la mesa, aunque desenchufada.
La mirada de Urati fue de inmediato a la otra puerta del cuartito y entonces vio que estaba entornada y que por la rendija asomaba una luz. Urati apagó a toda prisa la luz del guardarropa y aplicó el ojo a la rendija.
Vio un dormitorio completamente amueblado y, lo que era más importante, con señales de estar habitado. La cama, baja y abultada, tenía las sábanas abiertas; sobre ella se veía un camisón de señora, de gasa rosa, tendido con los brazos abiertos sobre la almohada. En las sillas se veían diversas prendas. Cerca de la cama, un tocador coronado por un espejo estaba atestado de cajas y de frasquitos.
Urati estaba tan seguro de sí que de pronto se olvidó de los motivos por los que se había introducido en el chalet y ya sólo pensó en espiar a la mujer que ocupaba aquel cuarto. Las mujeres eran la pasión dominante de Urati: y se había decidido a robar, sobre todo, para satisfacer las muchas necesidades que le ocasionaba esta pasión. A Urati le pareció mentira poder espiar a una mujer hermosa y joven en el corazón de su intimidad.
Pronto se abrió la puerta del cuarto de baño y Gilda entró, apareciendo en seguida en el campo visual de Urati. Gilda vestía una ligera bata azul, muy larga y amplia, que le arrastraba detrás como un manto real. La bata estaba abierta y Gilda aparecía sin traje ni falda, los pies con zapatos de tacón alto, las piernas delgadas enfundas en seda hasta medio muslo, el cuerpo vestido con una transparente gasa azulina que ponía una mortal frialdad sobre su carne blanca y flaca. Había soltado los cabellos, que de día llevaba enrollados en torno a la cabeza. Estos cabellos, de un rubio metálico, esparcidos sobre los hombros y encrespados en mil diminutas ondas, formaban una compacta masa de oro. El rostro de Gilda asomaba entre ellos con una frente prominente e infantil, redondos ojos celestes, nariz sutil, boca muy roja y carnosa; frígido y desdeñoso de ordinario, en ese momento lo avivaba una expresión de vanidad. Se acercó al espejo y dando la espalda a Urati, se miró. Durante un momento estuvo como insegura, luego se levantó el pelo con una mano y asumió una actitud indolente con las caderas y las largas piernas, como la que suelen tener las maniquíes de las casas de modas al presentar un vestido, y se quedó inmóvil. Urati, que esperaba algún otro gesto, quizá más íntimo, se sintió desilusionado. Gilda se miraba entre atónita y compungida, y eso parecía bastarle. En realidad Urati asistía a una especie de rito que se repetía todas las noches. Otros rezan o leen, o fantasean antes de acostarse. Gilda, en cambio, pasaba media hora o una hora ante el espejo, con actitud de escrutarse y de reflexionar, pero en realidad sin pensar en nada y hundiéndose en un estupor sin fondo. Gilda sólo sentía curiosidad por sí misma y hubiera podido pasarse toda su vida ante el espejo.
Urati esperó durante unos momentos que la mujer saliese de su contemplación; luego, viendo que no ocurría nada, decidió marcharse. La pitillera era un botín suficiente, habría podido irle peor. Se apartó de la rendija y de puntillas, como había venido, salió a la antecámara y se encaminó por la escalera. Estaba tan preocupado por lo que hacía que no miró hasta el zaguán hasta que estuvo a la mitad de los peldaños. Y entonces vio a Sangiorgio, que desembocaba desde el salón.
Tan grande fue la sorpresa de Urati que por una vez perdió la cabeza y se lanzó de nuevo hacia el primer piso, sin preocuparse de no hacer ruido. Cuando, tras dos o tres peldaños, se dio cuenta de que sus pasos resonaban con intensidad en el silencio del chalet, ya era tarde. Sangiorgio lo había oído y lo seguía.
Urati, sin saber dónde meterse, corrió a refugiarse en el guardarropa. Allí, forzado por la necesidad y por la urgencia del peligro que lo amenazaba, tuvo una idea que le pareció buena. Urati se dijo que un ladrón va a la cárcel. En cambio, un amante sorprendido sale del paso con una fuga precipitada. Además, se denuncia al ladrón, pero no al amante. Le pareció a Urati que si fingía ser el amante de aquella mujer entrevista en el cuarto contiguo podría salvarse.
Este plan correspondía en todo al carácter y a los gustos de Urati, más astuto y vano que valiente. Gilda, a pesar de la ansiedad del momento, le había gustado; esta ficción era una especie de desquite por no haber podido apoderarse de ella igual que de la pitillera. Pero no había que perder ni un segundo. Urati, que ya había dejado su abrigo fuera del chalet, se quitó la chaqueta y levantando un borde del tapete la tiró bajo la mesa. Urati pensaba que un amante tenía que ser encontrado con las ropas en desorden, como se ve en las películas; aquellas mangas de camisa, a su modo de ver, eran el amor. Tan pronto como acabó con su disfraz entró Sangiorgio en el guardarropa.
Urati había tenido cuidado de cerrar la puerta que daba al cuarto de Gilda. Así la pobrecilla no pudo oír la mentira que iba a confirmar las sospechas de Sangiorgio. Este vio a un joven moreno, atractivo, sin chaqueta. Y se le echó encima, pensando que era lo que sospechaba. Urati, que no se esperaba este asalto, se echó a un lado y, dando la vuelta a la mesa, se enfrentó a Sangiorgio. Ambos, jadeantes, no habían dicho ni una palabra.
Urati, siempre atento a los gestos que hacía Sangiorgio, empezó a suplicarle que los dejase marchar. Urati, más hábil en la ficción que en el robo, asumió adrede un tono suplicante, quejumbroso y al mismo tiempo misterioso e indeciso. Como de muchacho de buena familia que al encontrarse en un lío no sabe si debe, para salvarse, sacrificar el honor de la mujer amada. No era un ladrón, repitió varias veces, era sólo una persona que por azar se encontraba en el chalet. Urati, que ni siquiera estaba seguro de que Sangiorgio fuera el marido de la mujer entrevista, quería así tantear primero el terreno. Pero de repente Sangiorgio rompió el amenazador silencio y dijo con voz profunda y baja que no le haría nada; sólo quería saber desde hacía cuánto tiempo. Urati comprendió el error del marido y una gran alegría ensanchó su pecho: estaba salvado. Asumiendo un tono avergonzado y reticente respondió que hacía ya siete meses. Urati, ya seguro de sí, empezaba a divertirse y quería añadir que el otro tenía que prometerle que no le tocaría ni un pelo a la mujer. Pero no tuvo tiempo, porque Sangiorgio, sin ocuparse más de él, se lanzó hacia la puerta del dormitorio, la abrió y desapareció.
Gilda, que no había oído nada, tras haberse mirado bien al espejo, había vuelto al cuarto de baño para coger una crema que se daba en la cara todas las noches antes de acostarse. Ahora, con el tarro en la mano, la bata abierta sobre su flaco cuerpo de muchacha, entraba en el cuarto. Grande fue su asombro al ver a su marido, al que creía de viaje, sentado en el borde de la cama, las manos sobre las rodillas y los ojos clavados en el vacío.
—¿Tú, aquí? ¿Cómo es eso? —dijo, con acento de tranquilo asombro.
Esta tranquilidad convenció definitivamente a Sangiorgio de que se enfrentaba con una mujer de refinada y monstruosa falsedad. Era el tono de la perfecta inocencia, similar en todo, para quien sospecha, al de la más feroz culpabilidad. Sangiorgio decidió mostrarse aún más tranquilo que ella, aunque con intenciones muy diversas y en muy otra dirección.
Sin moverse, Sangiorgio preguntó con voz apenas inteligible si su presencia la asombraba. Entre tanto, la miraba; y al verla por primera vez en su vida tan ligera de ropa pensaba que aquel hermoso cuerpo había estado poco antes en los brazos de otro. Pero Gilda vio aquella mirada y con un gesto obstinado y evidente cerró la bata. Poco faltó, a pesar de su propósito de permanecer tranquilo, para que aquel ademán hiciera estallar el reprimido furor de Sangiorgio. Pero se contuvo y repitió con voz más clara su pregunta: quizá la asombraba verlo tan pronto de regreso.
Gilda pensaba que su marido estaba celoso y que por ello había vuelto. Pero no adivinaba el furor de Sangiorgio, en quien continuaba viendo, como en el pasado, a un pobre hombre inofensivo y aburrido. Contestó que comprendía perfectamente los motivos de su regreso y que lo que la asombraba más era que pudiera pensar ciertas cosas. Ella ya se lo había dicho y volvía a repetírselo: quería ser su compañera y nada más. Pero para obtener esto él tenía que confiar en ella. Todo esto de pie ante el espejo, mientras esparcía con los cuatro dedos la crema en la cara. La bata, que ya no sujetaba, había vuelto a abrírsele.
Sangiorgio repitió con voz profunda:
—Ah, mi compañera... —y se quedó un instante silencioso—. Compañera mía y amante de otro —añadió tras un instante.
Pero su voz, estrangulada, ni siquiera consiguió articular el sarcasmo.
Gilda se encogió de hombros. Y le dijo que si iba a hablar de esa manera más valía que se fuera. Además, ya se lo había avisado: no tenía que entrar en su cuarto sin llamar antes; y, desde luego, nunca de noche.
Esto fue demasiado para Sangiorgio. Se puso de pie y, agarrando a su mujer por un brazo, le preguntó quién era, en tal caso, el hombre que había escondido en el guardarropa. Gilda repitió la frase con asombro e hizo un ademán como diciendo que su marido estaba loco. Y añadió de malos modos que la dejase. Estas palabras fueron proferidas con auténtica repugnancia. Antes aun de poder darse cuenta de lo ocurrido, se encontró tendida en la cama con Sangiorgio encima, jadeante, apretándole el cuello. Gilda tuvo miedo y de pronto, con voz infantil, invocó a su madre. Pero Sangiorgio, separando las sílabas, lentamente, le dijo que se preparase a morir. Gilda abrió mucho los ojos y empezó a debatirse. Sangiorgio empujó entonces aquel rostro bajo la almohada.
Sangiorgio, cuando volvió en sí, quedó un momento encima de su mujer, jadeando y mirando a la almohada, bajo la cual el hermoso rostro había ya cesado de vivir. Luego, muy despacio, se puso en pie y fue hasta la ventana.
No sabía siquiera lo que quería hacer. Pero le acometió una sensación de pánico y de locura al mirar el cuarto tranquilo, con todas las luces encendidas y las ropas de su mujer esparcidas sobre las sillas. Casi le pareció que el aire estaba atestado de voces que susurraban tupidamente, y que al abrir la ventana aquel espesor de malignos murmullos se perdería fuera, en la noche.
Cuando se asomó a la ventana, Sangiorgio sintió con alivio que su mente, que durante el delito había enmudecido como un mecanismo trabado, empezaba de nuevo a reflexionar. Se dijo que había actuado en justicia y que no tenía nada de que arrepentirse. Con estupor, Sangiorgio descubrió que odiaba a su mujer, incluso ahora que la sabía muerta.
Sangiorgio pensó en todos sus remotos sueños de hacerse una familia, de vivir en paz con una mujer que lo amase, y se cogió la cara entre las manos. Ahora el odio se desvanecía en compasión hacia sí mismo y también hacia su mujer. En voz baja, con los dedos sobre la boca, Sangiorgio empezó a hablar como si Gilda aún estuviera viva y pudiera oírlo.
—¿Por qué has hecho esto? ¡Habríamos podido ser tan felices!
Estaba con estos pensamientos, cuando primero uno y después dos disparos retumbaron en la noche, despertando los ecos del valle allá abajo. Los tiros eran muy cerca; y Sangiorgio, sin saber muy bien por qué, sintió de pronto una esperanza. Se alejó de la ventana y corrió fuera del cuarto.
Cuando llegó a la planta baja resonó repentinamente el timbre de la puerta. Siempre con ese instinto de salvarse, Sangiorgio fue a la puerta y la abrió de par en par, encontrándose cara a cara con un guardia, quien, lo vio de inmediato, estaba más turbado que él.
Sangiorgio ni siquiera tuvo tiempo de hablar, porque el guardia alzó en el aire un estuche de oro en el que Sangiorgio reconoció uno de los regalos de bodas, y le preguntó con voz jadeante si era suyo. Entonces, al mismo tiempo, comprendió Sangiorgio el error en el que había incurrido y la manera que tenía de salvarse.
El guardia, que parecía más ansioso por disculparse que por acusar, dijo, volviéndose hacia alguien, en la plazoleta:
—Mira, ya ves.
Sangiorgio se asomó y descubrió un segundo guardia que sujetaba por el brazo a un hombre al que nunca había visto. Pero en el suelo, al pie de los muros del chalet, yacía acurrucado, negro en la blanca luz lunar, otro hombre en quien Sangiorgio reconoció en seguida al del guardarropa. Estaba en mangas de camisa: la chaqueta había sido arrojada junto a él.
El guardia dijo, excitado, que había querido ofrecer resistencia y que en la pelea había resultado muerto. Sangiorgio tuvo en ese momento un sincero espasmo de dolor. Y gritó que aquél era el asesino de su mujer. Pensaba en la mentira de Urati, no en su propia salvación.
Pero al guardia le convenía descubrir que el muerto, además de ladrón, era también un asesino. Y sin perder tiempo entró en el chalet, seguido por su compañero, que sujetaba a Lopresto por el brazo.
Cuando estuvieron en el dormitorio Sangiorgio se arrodilló junto a la cama y cogiendo una mano de la muerta se la puso contra los ojos. Sangiorgio creía que debía actuar así para confirmar mejor su propia inocencia. Pero de repente empezó a llorar; de modo que todo había sido un engaño, pensaba. Ahora lo comprendía todo: la inocencia de su mujer, su propio error, la maldad inconsciente de Urati. Y experimentaba una sensación firme y admirada de desolación. Como si descubriera una persecución ingeniosa, oscura, que no le había dado tregua hasta verlo perdido.
Entre tanto, la casa se llenaba de gente. Sangiorgio, sin saber cómo había ocurrido, se encontró de pronto sentado en una de las doradas butacas del salón. A través de la puerta abierta veía en el zaguán un ir y venir de personas, civiles y guardias. Hacia el alba, unos parientes suyos vinieron y se lo llevaron a su casa. Arrojándose vestido sobre una cama, en una habitación oscura, Sangiorgio se durmió y soñó que era inocente. Pero hacia mediodía despertó y advirtió que seguía siendo el Sangiorgio que había matado a su mujer. Aunque ya estaba seguro de que la culpa se la habían cargado al difunto Urati.
En la mesa, ese mismo día, los parientes hablaban en voz baja y demostraban un gran respeto hacia él.
—El aceite para Tino... Ofrézcale otra vez al señor Sangiorgio... ¿Quieres más asado?...
Después de la comida, la mujer de aquel pariente se apartó con él y le dijo que ahora tenía que pensar en hacerse una nueva vida. Sangiorgio respondió que así lo haría. Pero pensaba que su vida ya no podría ser ni vieja ni nueva. Sangiorgio, poco después de comer, se despidió de la familia.
1938.
Racconti (1927-1951)
(Milán: Bompiani, 1952.)
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