Julia Kornberg
La salud de los animales
Con Beltrán aprendí a saltar. No de la forma en la que todos usualmente lo hacen, es decir, de a poco y con Patricia sosteniéndote la cuerda, moviéndose lentamente por la pista como si estuviese paseando por un boulevard, asomando la cabeza para confirmar que existe un cordón umbilical entre el animal, Patricia, y el mundo. Por el contrario, aprendimos juntos y sin ayuda (Beltrán y yo) cuando yo tenía unos once años o unos diez años y Beltrán apenas un poco más.
Al principio lo hacía solo, sin él: me encerraba en mi cuarto a practicar, ponía el banquito del piano entre las patas y cerraba los ojos como si estuviera de nuevo en la pista. Ahí, con la madera apretada entre los isquiotibiales, imaginaba que Bel estaba galopando, cerraba muy fuerte los ojos y saltábamos juntos. Siempre pensé que, en su casa, Bel estaba haciendo lo mismo. Ejercíamos esa educación placebo para poder saltar primero separados y después juntos, aprendíamos uno del otro, sosteniéndole una mirada burda al mundo que estaba más allá de las rejas de Libertador.
El Hipódromo queda bastante cerca de casa. Bel nunca me perteneció del todo porque mi papá decía que había que pagar impuestos por él si lo comprábamos. Realmente nunca entendí qué tenía que ver Beltrán con una tasa impositiva, a qué institución se le ocurriría que Bel tenía que pagar impuestos como si fuera una de las casas o la fachada de una tintorería que papá no quería declarar. Y de todas formas se sentía mío: iba a verlo todos los días, paseábamos por el hipódromo como si fuese nuestro, y en el club había un acuerdo tácito que implicaba que no lo usaría nadie más. Cerrábamos los ojos y saltábamos, yo afianzaba mis muslos rasgadísimos sobre su piel dura y con ese olor a pasta y heno, sostenía la boca muy cerca de sus ojos y cuando Bel nos devolvía al piso me sentía a salvo otra vez.
Cuando yo me iba en los veranos y Bel se quedaba en la ciudad lloraba como creo que nunca lo hice con ningún amigo de los que se quedaban y que, a fuerzas, tenía que dejar de ver. El calor en Buenos Aires es insoportable. Con mi familia pasábamos todo enero en algún lugar de Uruguay y yo me quedaba pensando en que Bel no estaba hidratado, que tenía frío de noche cuando la brisa estival surcaba con sus temperaturas imposibles. A veces pensaba que quizás había decidido huir y estaba trotando a pata suelta hacia Uruguay, hacía mí, como lo hacen algunos caballos en las películas. Qué negros eran esos días de verano, cuando todo estaba lleno de una luz rotunda que desligaba la cabeza con una migraña en dos mientras mi madre me comparaba con un tomate deshidratado y me untaba SPF 85. Yo pensaba en Bel y en el agujero de ozono. La crema blanca me dolía sobre el ácido saladito del sudor.
A veces durante esos veranos decidía encerrarme en el cuarto del hotel y visitar todos los catálogos de potrillos habidos y por haber para entender cuáles se acercaban más a Beltrán. La página de Wikipedia me sobrecargaba de información y yo iba decidiendo cuál era cual. Por ejemplo, Beltrán nunca podría ser un caballo Anglo-Argentino, porque realmente esa coagulación de sangre extranjera con lo irremediablemente local no me hacía ningún sentido. Su página nunca leería: “armonioso, cuello fuerte y bien sentado.” Por un rato pensé que era un caballo azteca; me lo imaginé golpeando el piso terraza por terraza y llegando a lo más alto de las pirámides de Teotihuacán. Pero Beltrán era frágil, un poco de madera para todos los otros chicos que no eran como yo, y resoplaba acongojado cuando la gente le pedía más velocidad de la que podía dar. Con el tiempo llegué a la conclusión de que sus patas blancas no podían sino dejarlo como parte de lo que llaman caballos de siga, o como una suerte de hijastro de los de siga con los aztecas: el tipo de caballo hecho un poco para pertenecer a la realeza, pero, mayormente, para armar puentes y transportar pasto. Beltrán era manso y fuerte, frágil y de espíritu rebelde, podía ser ambas y también tranquilamente no ser ninguna. Se me cansaba la retina de la tablet buscando un catálogo que pudiera comprender a Beltrán tan bien como lo hacía yo. Cuando me aburría evolucionaba a búsquedas estériles de cualquier tipo. Migraba de los caballos a paseos virtuales por fábricas de guantes de látex, intentaba comprender el funcionamiento de las arquitecturas más altas del mundo, leía sobre la espesura de algunas montañas en rankings aleatorios armados por revistas de geografía.
Esos habían sido los veranos cuando era más chico y mi cuerpo era otro: extrañar a Beltrán y después cabalgar todo febrero. Sentir cómo me salían estrías de tanto crecer a este cuerpo elongado y raquítico que tengo ahora, subalimentado pero armado para correr. En marzo ir al colegio de vez en cuando, musitarles palabras en inglés para que se quedaran tranquilos. Beltrán hacía que todo estuviera estable y se sentía parecido a mí: por lo ojos, por lo débil, por lo relativamente impune en este país que mamá dice que está forjado en Tierra del Fuego para temperaturas de Purmamarca o Pampichuela.
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Después vinieron las tormentas. Hubo un verano donde no estuvimos en Buenos Aires, pero escuchábamos de todos modos los truenos desde lejos: desde el otro lado, en Uruguay, un barullo impensado nos llegó acerca de los rayos y las inundaciones, un temblor un poco frágil, el bamboleo sísmico de las tardes porteñas. Pensé en los puertos moviéndose de un lado para el otro, como en esos mitos de migración europea que tienen todas las familias de clase media sobre sus antepasados. Escuché que uno de los centros de la ciudad llamado Chacarita el cementerio se llenó de agua por completo, sosteniendo en su fortaleza una cuna de agua hasta que las paredes se abrieron e inundaron las calles con los muertos que estaban adentro. Imagínense, negaba mamá con la cabeza: todo Chacarita cubierto de huesos. Incluso las cocinas modernas, incluso los lugares de ropa usada que a mis primas les iban a fascinar.
Beltrán y todos los caballos se quedaron estancados en el agua y fueron desechados sobre el Río de la Plata. Con Chacarita y los huesos de Perón se cayeron, también, algunos parques y más de un Hipódromo. El que quedaba cerca de casa se destruyó por completo, llenando de barro y espuma rabiosa las esquinas de la calle Libertador y llegando, tímidamente, hacia las esquinas del centro comercial. Me decepcioné: yo creía que con sus patas de trabajador y su cuerpo netamente proletario Beltrán iba a sobrevivir aquel altercado del clima mejor que cualquier otro de sus compañeros. Nunca más volví a saltar, y por años los veranos después de la tormenta se fueron coagulando los unos a los otros. Papá ahora invierte más en el edificio Rural que queda a la vuelta de donde antes vivía Beltrán. Ya no nos vamos a Uruguay. Dicen que perdimos muchos campos.
* * *
Hace poco conseguí un trabajo cerca de donde antes iba a galopar. No es el mejor trabajo, pero es, al menos, algo para hacer resguardado del sol casi devastador de afuera. Me paro en la heladería de un amigo de papá en los meses de descanso de mi secundario tiránico y miro a los turistas pasar, a las chicas hermosas de pelo lavandina evadir la mirada del local, escucho a los bebés hacer mucho ruido cuando las luces del centro se vuelven demasiado fuertes y encandilantes para sus cerebros de corcho y lana. El centro comercial parece todo armado de triángulos y vidrios, una arquitectura que en los años ’90 estuvo mucho de moda y que ahora simplemente quedó. Cuando nadie me observa, visito a las chicas del otro lado de la heladería para probarme lo que tengan para mostrar. Les gusta usar mi cuerpo como si fuese una cartulina de moda, y yo me dejo: dicen que tengo las medidas necesarias para que todo ajuste, que ninguna pollera me puede quedar mal. Aprecian mi cadera, la tocan como si fuese un juguete, me cubren las estrías de crecimiento con maquillaje caro y yo las amo un poquito por eso.
En la cadena de juegos también descubrí, inesperadamente, la tracción del porro. Trini, una de las chicas que me mete lentejuelas hasta el fondo de las orejas y después me las saca con el cariño de una madre, me dijo un día que llegase temprano a la heladería, una o dos horas antes de que tuviésemos que abrir. Ella y su novio Julián atienden locales equidistantes: el de ropa para adolescentes daba justo a la avenida y el de Julián, que vende comida de animales y chalecos para gatos, está en el piso de abajo y desde ahí se puede ver el Río. Trini y Julián y un par de los chicos demasiado jóvenes como para estar trabajando se encuentran juntos en el patio de juegos y desde ahí aspiran sustancias tristes justo antes de empezar el día.
En la heladería yo guardo un sobre chiquito abajo del mostrador que, cuando el amigo de papá viene a saludar, reubico en el local de zapatillas que atiende el Sultán – un árabe que trabaja en la mezquita del barrio los martes y que los sábados y domingos busca hambriento a adolescentes como yo pero más deportistas que quieran ansiosamente la camiseta de Mesut Özil o Mohammed Salah. Sino Trini agarra uno de los corpiños que vende con tanto esmero, lo busca cuatro o cinco talles más grandes, y juega a las tetas masivas estalladas de porro saludando a las clientas y con ellas hace frente a la chatura aburrida del resto de sus días.
Nos intercambiamos las llaves como si fuesen figuritas de fútbol. El centro comercial es nuestro. Nos metemos en los carritos del supermercado de abajo y hacemos carreras – Sultán y yo por un lado y Trini y Julián por el otro. Sultán y yo ganamos siempre
Salimos a destiempo y, entonces, el día para nosotros funciona al revés: en el verano, las fiestas son muy temprano a la mañana y durante el mediodía y la tarde hay que trabajar.
“Creo que es por acá,” le dije al árabe el otro día, justo antes de que me soltara en una curva del supermercado e hiciera que todo mi costado izquierdo se topara violentamente con una góndola de autitos de juguete. Los moretones no se cubren con maquillaje. Los moretones son hermosos.
* * *
Dejemos los días pasar, le digo a Sultán y le agarro las manos. Él es más grande y tira todo el peso de su cuerpo sobre mí. Me corre un poco la chomba un poco desgastada y me da un beso muy grande en el cuello. Paso cuatro días escuchando música adentro del centro comercial con una bufanda para tapar el moretón ácido que me dejó Sultán una mañana fumada, desquiciada, imberbe.
* * *
Lo que más me gusta hacer antes de entrar a trabajar es acompañarlo a Juli a su local. No me podrían importar menos los suéteres para gatos de animal print pero, en cambio, no hay nada más hermoso en el mundo que aquellas lagartijas que, intuimos, nadie en la historia del Alcorta va a haber comprado jamás. Con la primera inundación se murieron muchas mascotas, así que ya casi nadie se atreve a tener gatitos o perritos, menos se van a animar a comprar un anfibio de sangre azul que probablemente fantasee con comérselos en sueños.
“¿Viste todos los perros ancianos que se agolpan en la escalera del Museo de Bellas Artes cuando parece que va a llover?” comenta Julián, desanimado, “a veces me robo comida de acá y los alimento. Están muertos de hambre siempre, más allá de lo que les lleve o les traiga. Ya nadie compra comida para perro.”
Las lagartijas, en cambio, no necesitan mucho alimento. Sobreviven con bichos y un poco de aire puro que se le inflige con un calentador o un limpiador, alternativamente. Tienen la sangre fría pero el corazón limpio: las lagartijas nunca fumaron, son afectuosas en la medida justa, y si ponés tu dedo sobre la pecera y lo bamboleás de un modo lento y parsimonioso, te siguen el ritmo como si les marcaras un camino desde el afuera de tu existencia.
A veces Julián me deja sacarlas y acariciar a un par de ellas, las escamas haciendo escombro con mi propia piel de madrugada. Después te pasan la lengua por la piel para olerte, porque las lagartijas huelen con la lengua e intuyo que así también te conocen, como un perro que recién se encuentra con tu colonia específica o con el gusto amargo que tiene tu aliento a la mañana. Algunas tienen manchas blancas que salen en pleno día de sol cuando no llueve por mucho tiempo. Ninguna de ellas habla. Hay una, la Tiku, que cuando se asusta me mira muy raro, me agarra el dedo con sus manitos de reptil y después saca sangre de los ojos, un líquido espeso y verde que se me chorrea entre el índice y el anular de forma lenta y precisa, escarbando las prematuras arrugas de mi mano joven. Julián dice que así se protege, y algo de mí se muere en decirle que no tiene nada que temer. Conmigo estás a salvo. Conmigo estás a salvo. Yo no lloro sangre pero a veces pienso que me podría pasar.
Una vez volví a mi departamento cerca del centro comercial y miré los ventanales de mi casa pensando en las lagartijas. A nosotros también nos da mucho el sol, nosotros también damos al río. Nuestra casa, como la suya, está en pura ruina y en medio de una tristeza indecible más o menos desde que se fue Beltrán. El único diferencial absoluto es el de la privacidad: a las lagartijas las vemos todos, en cambio a mamá paseando desnuda con sus collares en frente del espejo solo los veo yo.
* * *
Pasó mucho tiempo y tengo muchos sueños sobre Beltrán. En ellos, paseo con Bel por el shopping y vemos juntos el amanecer en el río. Después damos vueltas patrullando las peceras de las lagartijas, nos tomamos un helado como planeábamos hacer cuando éramos chicos. Me despierto con la boca seca y mucha hambre. Mamá llama a Berta para que haga el desayuno, y me devoro todo lo que ella me pueda servir. Mientras lo hago, mamá y Berta comentan con énfasis sobre los centímetros que van sumándose en mi espina dorsal y que ya no manejo, la forma rara que tengo de caminar con esta altura imposible que voy ganando, la comida que ingiero y que solo parece desprenderme del piso hacia arriba. Nadie en casa come tanto como yo. Sospecho que nadie en el shopping lo hace, tampoco. Soy una torre de jenga y cualquier persona me puede sacar una vértebra que me haga caer.
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Si Sultán me quisiera a plena luz del día estaría todo bien. Nos golpearían un poco después del verano, al volver a nuestros colegios, pero con eso podríamos lidiar. Las piñas sabrían a sangre fresca como las lagartijas del shopping. En cambio, esta rabia enclosetada me tiene angustiado, un poco desprevenido, un poco con ganas de que el verano se acabe cuanto antes. ¿Cuánto dura el verano en Buenos Aires?
* * *
Hace poco la Tiku se suicidó. Julián, al menos, lo anunció así: como un suicidio. Parece que él estaba distraído jugando a un arcade en su celular o comiendo gomitas con forma de dinosaurio y se jugó una mala pasada cuando vio a la Tiku subida a una de las barandas del tercer piso de nuestro lugar de trabajo, esperando el momento en el que él mismo la viera para tirarse de, al menos, doce metros de altura hacia el vacío. Aterrizó frente a un local de Carolina Herrera, muerta con su sangre verde espesa y fría, justo al lado de algún infante que aquel día iba a visitar a los jueguitos como todos los demás. Mandaron a Juan a limpiarla, la subieron a la pala de una escoba y la tiraron con el resto de la basura a los recibos viejos y los juguetes que nadie quiere comprar. Cuando Julián me lo contó a la mañana creí que iba a morir de la angustia, que tendría que renunciar a mi trabajo o jugar carreras violentas en el supermercado y romperme varios huesos contra los televisores en venta, salir a correr frenéticamente por la autopista que está ahí nomás del shopping a ver dónde iba a terminar. Pensé en tragarme un par de perfumes y robarme un par de cosas. Metí un par de corpiños que no necesitaba en mi mochila aquella tarde, por las dudas.
Ese día probamos un ácido poco fiable que un primo de Sultán había traído de su viaje por el sudeste asiático. Pasé el día sirviendo un helado de ciruela podrido en lugar de chocolate, escuchando las réplicas de los padres atontados, los llantos de los nenes que todavía no saben leer. Decidí responderles con un acento en inglés afrancesado, a ver cómo me miraban. Sus caras se deformaban de maneras curiosas cuando se me colaban sintagmas que pertenecían a otra lengua. Los vidrios el shopping, en el transcurso del hablar, se iban desintegrando por encima de la heladería: hacía tanto calor y tanto frío de aire acondicionado que parecía que los cristales se derretirían en cualquier momento hasta formar arena, sepultando el edificio para siempre bajo su propia fuerza natural. Nadie se inmutaba frente a mis ojos desbocados. Nadie, tampoco, parecía importarse por el helado de ciruela podrida.
* * *
Desde entonces vigilo todas las mañanas y dos o tres veces por día al resto de las lagartijas. Las cuido como si fuera mi trabajo o acaso con mucho más esmero del que utilizo para mi propio trabajo. Había siete lagartijas y ahora hay seis: de alguna forma, ese degradamiento de un número perfectamente impar y perfectamente primo a la hostilidad mesurable del seis me impone un mal designio para el resto. Por eso las numeré a todas como números primos: son, en descenso, 2677, 2521, 2221, 2081, 1777, 1039 y 743.
743 se llama así porque es tan chiquita y débil que casi no cabe en la palma de mi mano. 2221, en cambio, tiene un porte real, casi de lagarto, un dragón de Komodo con personalidad dismórfica en el cuerpo de otro tipo de animal. 2081 podría haber sido Beltrán en otro momento de su vida. 2521 es mi favorita: tiene, en la cola larguísima, unas escamas inexplicablemente rojas que utiliza para agarrarse de los troncos de su pecera.
Tengo un Excel donde cuantifico a cada una de las lagartijas, por descenso, de acuerdo con sus necesidades, pequeños mimos no-programáticos, y con su condición de salud general. Regulo, en ellas, la luz con una serie de números primos que van desde el 7727 hasta el 7829, de acuerdo con la cantidad de rayos UVA y UVB que les sean necesarios para funcionar. Varían, cada una, en necesidades de rayos y de agua, como si se tratara de una planta que no terminó de hacer la fotosíntesis necesaria. Entre el 6841 y el 6949, las lagartijas tienen preparada su escenografía, las piezas de ocultamiento, piedras y pedazos de juguetes que robo y voy acomodando según les sea necesario. Los números más bajos son para el agua. El 31, el mejor número primo cercano a nosotros, me sirve para cuantificar los latidos del corazón y me dice si necesitan una desparasitación de forma inminente o si debería esperar un rato. Los vidrios los limpio todos los días. Me pregunto si, a cierta hora y con cierta luz, los niños que entran al local notan que se trata de una pecera, o si creen que son troncos al aire libre con lagartijas perfectamente domesticadas.
Calculo el balance perfecto de sus organismos delicados con la disciplina de un personal trainer, quizás de un maratonista profesional. Cuando los niños idiotas del shopping ejercitan sus agudos gritones sobre la heladería, me abstraigo del todo y pienso en encuentros pasados y el porvenir en el patio del shopping, mientras desarrollo los detalles de mis planillas de excel y sus funciones polivalentes. A esta altura puedo dividir y restar números primarios sin problemas, dejándolos trabajar en mi cabeza de manera casi independiente de mi consciencia, mientras hundo la cuchara fría en un pote gigantesco de helado. Cuando llego a casa y mi cuerpo se quiere dar por vencido, me acuesto en el sillón y, durante varias horas, dejo que estas operaciones ocurran en lo exclusivo e insondable de mi cabeza. A veces sueño con los números primeros dentro de las hileras angostas de la planilla de excel; podría pasar las mañanas y las tardes modelizando sus movimientos de manera displicente. Tengo que llegar una hora antes al trabajo para hacer todo esto y fumar y ver a Sultán, pero no importa. Lo importante es la salud de los animales y la fuerte negociación de que, si ellos nunca se sienten solos, van a evitar tirarse de los edificios.
* * *
Le pregunté a Sultán si me dejaba bautizarlo. Si estaría bien que, en alguna noche en las cuales ambos salíamos demasiado tarde y todavía un poco fumados, lo llevase a los escalones de la parroquia de San Agustín para salvar su alma y la mía de manera rotunda para siempre. Quizás entonces, pensé, cuando tanto su corazón como el mío estuviesen protegidos por el mismo dios, nuestros cuerpos podrían comprenderse el uno al otro ya sin tantos problemas.
Sultán me dijo que odiaba a la iglesia pero que se podía ir a bautizar. Ese día, después de la corrida matutina y la limpieza semanal de la pecera de las lagartijas, fumamos uno muy largo y muy finito y salimos desde las columnas de mármol del Alcorta directo a la parroquia. En el camino, Sultán dijo que le parecía que todos esos edificios estaban embrujados.
Caminamos rumbo a la parroquia entre las casas altísimas donde mis amigos ya no estaban porque todos ya se habían ido a Uruguay. Nos besamos en frente de las paredes blancas del Museo de Arte Latinoamericano, las paredes blancas de la Shell y del lugar predilecto de sushi. Todas las paredes, a partir de cierto momento de la Ciudad de Buenos Aires, se vuelven blanquísimas. Es un reflejo convexo de sus habitantes. Cuando se vuelva a inundar la ciudad, las paredes blancas van a estar llenas de tierra y de hueso muerto.
Sobre la rotonda de Grand Bourg recogimos un poquito de agua sucia para llevarnos. Buscamos cómo hacerla trunca y ahí yo le canté al remojón: te exorcizo, agüita de sal, y te saco todos los invisibles en nombre de alguna diosa. Después descubrí que el chiste estaba en la velocidad:
Te exorcizo, agüita de sal, ytesacotodoslosinvisiblesennombredealgunadiosa.
Dealgunadiosa. Enombredealguna.
Como no teníamos sal le escupimos en el mismo momento y la revolvimos con el dedo meñique, porque así lo había leído Sultán en internet. En la esquina había una cafetería de marca conocida con gigantes luces verdes de neón. Iluminados por sus heladeras, lo bauticé a Sultán diciendo rimas que se me ocurrían en el momento, algunas recordadas del colegio y otras inventadas al azar. Cuando terminamos le metí la lengua hasta el esternón, en esa hora de Recoleta hirviendo donde ya solo quedan las ancianas de la iglesia y los indigentes que toman vino de cartón. Le toqué un poco la pija, para jugar a que finalmente íbamos a manosearnos como la gente grande. Volviendo al shopping Sultán me agarró la mano, conmovido por mi ritual de papel maché. Pasamos la noche abajo del Alcorta. Desayunamos cerca de su mezquita (la que estaba justo a la misma distancia del shopping que mi parroquia) y volvimos, crudos de la noche en vela, para volver a trabajar.
* * *
Julián no quería encontrarnos, pero lo hizo. No quería, pero me agarró del brazo apelmazado justo cuando Sultán y yo nos metíamos en el probador del local de las mujeres que atendía Trini, todavía cerrado. Julián nos preguntó por qué estábamos haciendo eso. Parecía odiarnos, pero no nos dijo nada. Lo agarró muy fuerte a Sultán del brazo, tan fuerte que casi le rompe la camiseta de Juventus, rasgando el lugar justo por donde pasan las tres rayitas del sponsor. Pensé que iba a pegarle y dejarle rota la camiseta nueva que seguro de todas formas se había robado en su local. En lugar de eso, Julián se quedó mirando absorto nuestro desprecio por lo propio: como si nos hubiera encontrado en el medio de un desierto cagando desnudos.
Anunció, todavía sosteniendo la manga de Sultán bajo el brazo, que todas las lagartijas se habían matado esa noche.
* * *
743 era tan chiquitita que no había resistido ni siquiera el salto que va desde el tercer piso hasta el primero. Derruida en su propia piel por la fuerza de alguna gravedad, había quedado disipada de sus escamas en el momento justo de la caída. 1777 y 2221, con sus colas verdes llenas de puntos negros y rojos alternativamente, estaban ahora recubiertas del color verde espeso que hace a su sangre cruda, a su color frío que nunca se calienta al sol. Las escamas, esparcidas por los azulejos de marfil apócrifo, representaban en 2677 su perdición completa. 2521 y 1039 habían aterrizado sobre la fuente, cubriendo el transparente del centro comercial de un color apenas teñido por el verde: la cantidad de sangre no sería, jamás, la suficiente como para entrarle a aquella ciudad yerma de un modo que fuese cualquier otra cosa que una pequeña molestia, un pequeño matiz. 2081 parecía todavía viva, casi pacífica. Al lado de su cadáver prematuro, su sangre color imposible, un pequeño huevo de futuras promesas yacía roto.
Le pedí a Sultán que se llevara a las lagartijas. Las instrucciones fueron: cajas de zapatos, una para cada una, y un renombramiento prodigioso junto antes de enterrarlas bajo los ficus de la terraza. Sumaría, alternativamente, uno o dos o tres números a cada una de ellas para que terminaran en una concreción más mundana, unida con alguna forma de espíritu que ellas entendían, pero yo no. Sultán y Julián desaparecieron. Al huevo lo agarré entre las manos, ínfimo y espeso. Pensé en ponerle un número. Pensé en los recaudos que hubiese tomado si supiera que las lagartijas pueden llegarse a reproducir, incluso en estos días, incluso en cautiverio. Creo que fue mi culpa. Le asigné el número primo más bajo y digno que pude pensar.
Limpié cuidadosamente las peceras de mis animales. Les saqué los restos de ellos, el rastro exacto que indicaba que, en algún momento, ese centro comercial albergó algo que no fuese la muerte. Dejé la basura hermosa al costado de mi heladería y tiré, desde el balcón, todas las jaulas que el local de Julián custodiaba cuidadosamente. Llené el primer piso de vidrio, y después con los troncos que se encontraban adentro destrocé una a una las vidrieras llenas de objetos que quedaban adentro del Alcorta. No toqué los productos, porque no los creía enemigos. Más bien el problema eran aquellas ventanas ridículas que nos volvían a todos más en cautiverio que lo esperado.
Papá nunca lo sabría. Mamá nunca lo sabría. Cuando menos, cerrarían las puertas de aquel infierno de droga y cristal por unos días antes de que llegara alguien más a reponer, a repensar, remodelar y extender el terreno del edificio hasta que viniera la próxima inundación. El shopping, todo el shopping hecho de vidrio ordenado, sería por un momento álgido un caos organizado donde quizás entonces las plantas y los animales pudieran vivir.
Después de los destrozos me robé algo de ropa. Creo que atoré el corpiño de Trini de helado y, una vez vestido de señora, cuando la policía empezaba a llegar y Sultán y Juli hacían ojos coordinados de estupor, me fui directo a los bosques del sur a alimentar a los perros con dulces rotos y marihuana podrida sin intención de volver. Espero que nunca reconstruyan el Paseo Alcorta, sus vidrios estériles y sus ventanas podridas envenenando de transparencia apócrifa todo el mapa de la ciudad. Espero que el fuego consuma al Norte entero de la forma en la que la consumió a Tiku, a mí, a Sultán y a Trini.
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Julia Kornberg es escritora y estudiante de doctorado en Nueva York. Su novela, Atomizado Berlín, fue publicada en Argentina este año y publicará próximamente en Mexico.
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