Mahmoud Dowlatabadi |
Mahmoud Dowlatabadi
EL CORONEL
«Primero debo apagar mi cigarrillo…» Quizá ya fuera el vigésimo cigarrillo que apagaba aquella noche. Se estaba ahogando y, de tanto fumar, su lengua y su boca estaban perdiendo el sentido del gusto. «¡Mira cuánto vaho hay en el resquebrajado cristal de la ventana! ¡Y qué silencio!» Con cada golpe, el sonido de la aldaba de la puerta rompía el silencio y la armonía de la lluvia que, por su monotonía cayendo sobre el viejo tejado oxidado, ya formaba parte del silencio.
«De todos los días de mi vida, solo puedo recordar uno en el que he visto el atardecer de los tejados.»
En el atardecer que sigue a la lluvia, un instante antes de la puesta del sol, el color rojizo de los tejados brilla con una melancólica belleza y en días así comienzan a aparecer las canas en las sienes. Supongo que por aquel entonces caminaba firme, con el cuello erguido y sintiendo el suelo bajo sus pies. Aún no se había consumido, su rostro no se había arrebujado y esas arrugas de asombro y temor aún no le habían surcado la frente:
«¡Con todo, señores… Y ahora tengo que apagar el cigarrillo, levantarme, ponerme la gabardina sobre la cabeza y dirigirme hacia a la puerta! ¡Llame, siga llamando quienquiera que sea! Hace años que no oigo una buena noticia y, ahora, a estas horas de la noche, tampoco espero oír ninguna. Déjame ver… Si este viejo reloj no va mal, deben de ser casi las tres y media de la madrugada. Y fíjate qué vaho hay en el resquebrajado cristal de la ventana… ¡Golpea, tú sigue golpeando la puerta querido! ¡Golpea a ver si despiertas a los muertos! Pero yo, hasta que no me ponga la gabardina sobre la cabeza y hasta que no me calce las zapatillas, no doy un paso desde el porche al jardín. Menos mal que ves cómo está lloviendo a chorros. Además, aún tengo que encender la luz del porche y luego bajar las escaleras. ¿Qué quieres, que me resbale en la oscuridad y me rompa la crisma?... Ya voy. Solo le pido a Dios que la luz del sótano de Amir no esté encendida. Puedo intentar no ponerme nervioso y no parecer extrañado y agitado al abrir la puerta. ¡Lo sé, sé muy bien que los párpados y la barbilla no deben mostrar ningún temblor, no, no deben mostrar nada! Pero mi maldito párpado izquierdo, no tengo ningún control sobre él, porque en cuanto me concentro en algo, empieza a temblar. Maldito párpado izquierdo...»
–Sí, señor… Sí… ya voy… espere un poco…
¿Qué más le daba preguntar quién llamaba a su puerta a esas horas de la noche? Y no lo hacía porque no se atreviera a hacer esa pregunta, no, en absoluto. Si no se le pasaba semejante idea por la cabeza era porque tenía la certeza de que eso no iba a cambiar el fondo de la cuestión, porque había aprendido de la experiencia que nadie hace sonar de esta manera la aldaba de la puerta de una casa si esta ha de permanecer cerrada.
«No obstante, no me queda más remedio que recobrar el aliento. Si bien no tengo la más mínima intención de darme a mí mismo la oportunidad de pensar en la cantidad de cigarrillos que fumo al día y en tomar una decisión de esas cien por cien imposibles de cumplir, para poder dominar los nervios a la hora de abrir la puerta y que la agitación al respirar no se interprete como la excitación por el miedo, no tengo más remedio que recobrar el aliento y, luego, con mucha sangre fría, abrir la puerta.»
–¿Coronel?
–Sí, señor…
–¿Es usted, ¿coronel?
–Sí, señor. ¿Quién creía que podía ser si no?
–¿Y por qué no abre la puerta?
–Enseguida, enseguida abro, es que... estoy buscando la llave. Aquí está, ya la tengo… Ya la he encontrado, pero no, esta es la llave del baúl. Tengo que ir a traer la de la puerta… Disculpe… solo un momento.
«¿Dónde la habré dejado? ¿En la repisa o en la mesa? Si en realidad yo siempre la llevo en el bolsillo, por lo que pueda pasar. Bien, he llegado a casa por la tarde y ya no he vuelto a salir, así que he tenido que quitarme la ropa mojada. A menos que la haya dejado en la repisa de la estufa, debajo de la foto de El Coronel, junto al rosario y el mechero –ese mechero de gasolina alemán que ya no funcionaba–. Sí, así es…»
Ahí estaba. Justo debajo de las negras y relucientes botas de El Coronel, junto a la fotografía seis por cuatro de Mohammad Taqí, una fotografía que se había hecho con la idea de sacarse el carné de conducir y que hace dos años, «quizá tres», había sido colocada ahí, justo al lado de las botas de El Coronel para que fuera acostumbrándose a ver a su hijo.
«Sí, quiero acostumbrarme a mirar el retrato de mis hijos.»
Y la verdad es que una decisión así era un gesto de defensa propia: al ponerse frente al retrato de su hijo, pretendía enfrentarse a algo. Y él quería evitar ser sorprendido por ese algo, por esa ola que le emergía del corazón y le asaltaba el cerebro, pues era de la opinión de que si la fotografía de Mohammad Taqí permanecía en un lugar donde él siempre pudiera verla, ni un solo instante ese joven dejaría de estar en su cabeza y, por tanto, no correría el riesgo de ser sorprendido por su repentino recuerdo. En realidad, observando constantemente la foto de Mohammad Taqí, se situaba de un modo permanente frente a aquello que amenazaba con destruirlo. Y, así, el enfrentamiento del coronel a aquello se convertía en una costumbre similar a un enfrentamiento en las maniobras militares.
«O igual que en la propia guerra. En la guerra el golpe efectivo que te hace perder es aquel que se asesta por sorpresa. Solo es posible repeler el golpe estando preparado de antemano.»
Probablemente por esta misma razón, después de medio siglo, seguía teniendo ante los ojos un enorme retrato de El Coronel de cuerpo entero y deseaba colocar también la fotografía de su esposa bajo la punta de la espada del mismo, justo en el lado izquierdo del marco, frente a sus ojos, para poder mirarla. «Pero fui incapaz entonces y aún me siento incapaz 12 de hacerlo.» Sin embargo, no había tardado nada en colocar la fotografía de Parvaneh bajo las botas de El Coronel. La colocó justo tres días y tres noches después de que Parvaneh no fuera a regresar jamás, junto a la de Mohammad Taqí, en la esquina derecha del marco, y llevaba ya dos meses intentando acostumbrarse a ver la fotografía de su pequeña, del mismo modo que trataba de acostumbrarse a la imagen de Masud, a quien en casa llamaban Kuchek, pequeño. «Sí, pequeño. ¡Quizá los niños lo apodaran Kuchek Jangalí (1) porque tenía las cejas pobladas y negras y la frente estrecha…!»
–¡Ya la he encontrado, acabo de encontrarla! ¡Abro enseguida, ya voy! ¡Buenas noches, dígame!
Otra vez esa luz blanca de la triste heyleh (2) instalada en la calle, esa luz que parecía la luz de la luna iluminaba la cara del coronel y caía por los hombros cubiertos con unas cazadoras color caqui. Y cuando la luz se fundió con las gotas de lluvia, pareció caer un polvo blanco que iluminó unos hombros, unas gorras y medios rostros y así el coronel supo que se trataba de dos jóvenes con fusiles al hombro y que ambos… Por eso el coronel saludó sin querer y apenas se oyó a sí mismo darles las buenas noches, a la espera de que los dos jóvenes dijeran cualquier cosa o hicieran con él lo que quisieran...
Sin esperar mucho, uno de ellos se sacó una linterna de uno de los amplios bolsillos de la cazadora y, aunque la cara del coronel estaba suficientemente iluminada por la luz blanca de la heyleh, lo enfocó con aquella intensa y cegadora luz. Después, la enfocó por todo el patio inundado por la lluvia y, justo antes de llegar a enfocar la superficie del estanque, la retiró y la apagó sobre las húmedas zapatillas del coronel, esperando probablemente a que su compañero se decidiera a proceder.
El coronel estaba lleno de preguntas. Y él mismo, allí de pie bajo la lluvia, con la espalda encorvada y los hombros caídos por el cansancio, con aquella mirada fija y asustada, parecía un signo de interrogación dibujado por una mano inexperta, sin ninguna pregunta que hacer. La verdad es que le faltaban las palabras. Ni siquiera tenía unas palabras para agasajar. Agasajar. Incluso había olvidado esa costumbre nuestra tan antigua y tan cotidiana. Solo miraba. Miraba a aquellos jóvenes que seguían esperando fuera, en el silencio del claroscuro de la luz mojada de la heyleh, que parecían querer investigar algún asunto.
Ellos podrían pensar lo que quisieran, pero lo que le preocupaba al coronel, al margen del miedo que incesantemente recorría como un río lo más profundo de su existencia, era la idea de que los dos jóvenes tenían las mismas edades que su Mohammad Taqí y su Kucheh. Estaba pensando que si Mohammad Taqí estuviera vivo, cumpliría veintiún años el 3 de marzo de 1983 y Masud, si siguiera vivo, ya tendría casi veintiséis.
«… ¿Pero qué debería haber hecho yo? ¿Qué podría haber hecho yo? No se podía hacer nada, no estaba en mis manos. Los chicos ya eran mayores. Ambos pensaban ya por sí mismos y a mí no me habrían hecho caso dijera lo que dijera. Además… ¿acaso yo podría haberles mandado que no reaccionaran? Había estallado una revolución. Y, salvo los jóvenes, en toda revolución cada uno solo mira por su propio interés. ¡La juventud, la juventud…! No se puede decir que los jóvenes miren por su propio interés. En una revolución cada joven sigue su propia verdad, la verdad de su propio ser. Y, además, para un joven, una revolución es emoción, para la juventud, el éxtasis. En ese grado máximo de excitación, el joven es como una paloma que emprende el vuelo hacia el sol y vuela hasta quemarse, ¡y entonces un joven cree haber alcanzado la máxima verdad! Así fue como la revolución se llevó a mis hijos y ahora no puedo imaginarme en qué punto de su ardiente vuelo se encuentran o si ya se están quemando. Ay de los vecinos, ay de los conciudadanos y los compatriotas si uno de sus jóvenes logra regresar solo medio quemado de las fronteras de la inmolación y encuentra su verdad, su propia verdad, basada en falsedades y engaños, pues entonces… es entonces cuando esos pedazos derretidos y calcinados se convierten en lava… en una fuerte inundación de lava…»
–¡Chicos, hijos míos... pasen dentro, con esta lluvia es imposible!
¿Qué otra cosa podría decir? Aunque los jóvenes no le hubieran enseñado sus credenciales, el coronel no se habría negado a que entraran. No podía impedirles la entrada.
«¡La verdad es que tengo miedo, hace mucho tiempo que tengo miedo!»
Quizá no debería haber cerrado con llave la puerta del patio, pues habría dado igual y habría pasado lo mismo que acababa de pasar, pero cerrar la puerta del patio con llave se había convertido en algo normal para el coronel y no lo hacía conscientemente o para proteger o preservar algo, no, solo se trataba de una costumbre que había adquirido debido al miedo que sentía.
«Tengo miedo, sí, tengo miedo. No sé de qué, no sé qué fuerza me produce este miedo. Solo alcanzo a entender que el hombre es algo más que la ropa que lleva y, cuando me imagino sin querer “a mí mismo” desnudo y sin guardar las formas, recuerdo de un modo horrible aquellas salvajes manadas de búfalos, unas que seguramente habré visto alguna vez en el cine, y entonces cierro los ojos de miedo. En realidad se me cierran solos por el terror, pues creo que una enorme multitud de gente con extraños cuernos en la frente, igual que la manada que he visto en el cine, viene para destruir todo, incluyéndome a mí, rompiéndome este montón de huesos. ¡Una pesadilla, señores!»
–Por favor, ¿por qué no se sientan? ¡Tomen asiento por favor!... Sé que estas sillas de madera curvada están muy cascadas y bajo el peso de uno crujen como si fueran pan seco, pero, como se suele decir, ¡esto es lo que hay!… Bueno, ¡por favor tomen asiento!
«Se van a sentar, ¿no?... Sí, ya se sientan… Una toalla… Sí, voy a coger…»
Si bien podría haber cogido una toalla y haberse secado el agua de la frente, de las cejas, del cuello y del pelo blanco, pero se le había ocurrido demasiado tarde, lo cierto es que estaba encantado por haberse podido sentar de espaldas a la estufa en una silla de madera curvada de color marrón oscuro y encenderse tranquilamente un cigarrillo, pero no podía evitar sujetarse la muñeca derecha con la mano izquierda para impedir que le temblara sin parar y peor que la mano era ese cigarrillo entre sus dedos que no dejaba de moverse. «Esta ciudad no es capital de provincia y tampoco ha crecido tanto para que la gente no se conozca entre sí. Así que si me concentro un poco y consigo dominar mis nervios, estoy seguro de que podré reconocer a mis invitados o al menos a sus padres. Aunque no he nacido aquí, llevo mucho tiempo viviendo en esta ciudad, mi Parvaneh ya nació aquí. En aquellos años, el mayor de mis hijos, Amir, no tendría más de quince años y los medianos eran tan pequeños que enseguida cogieron el acento de aquí. Sí, si me concentro, seguro que conseguiré sonsacarles a mis invitados si conocían a Masud y a Mohammad Taqí, y, ¿quién sabe?, quizá incluso fueran amigos o, aunque no estuvieran sentados en el mismo banco en la misma clase, quizá se conozcan de aquellos días tan revueltos y de aquellas noches tan agitadas de la revolución, ¿verdad?»
No, estaban callados y ocultaban el rostro como si estuvieran avergonzados por estar allí. El joven que recordaba al coronel a Mohammad Taqí, si bien quizá solo fuera consecuencia de su deseo de verlo semejante, no aguantó más. Se levantó y se quedó frente al enorme retrato de El Coronel: miró fijamente la foto de Mohammad Taqí y permaneció así un buen rato, con la capucha de la cazadora colgándole por detrás. Y el otro, que según el coronel tenía el mismo porte que Masud, seguía sentado frente a él, callado, con los codos apoyados en la mesa y con los dedos de las manos entrelazados, mirando algo, a lo mejor la parte deshilachada del tapete antiguo de color rojo.
«¡Juventud, juventud…! Los jóvenes parecen haber sido creados con humildad, pero hay algún extraño poder que los convierte con gran rapidez en una de las más terribles criaturas de la tierra. Una criatura que, a lo largo de la Historia, nunca se ha negado a cometer crímenes. Quizá sea por esta particularidad que se le haya encargado realizar las más terribles atrocidades acaecidas en la Historia. Encargo que los jóvenes han demostrado llevar a cabo con éxito una y otra vez. ¡Qué tarea, menudo oficio! Sin embargo, ¿qué hay de nosotros? Nosotros que, queriendo o sin querer, enviamos así a una masilla blanda a las calles para que sea moldeada por los mercaderes de la barbarie, mientras nos sentamos esperando a que nos sea devuelta en forma de espadas.»
–Mi Mohammad Taqí estaba haciendo primero de medicina…
–Lo conocía… Yo lo conocía…
Quizá esas palabras ni siquiera fueran pronunciadas y tampoco fueran respondidas, pero tanto por la actitud del joven que seguía de pie como porque el coronel así lo quería creer, pensó que conocía a su hijo. Deseaba estar seguro de que el chico conocía a Mohammad Taqí, aunque el hecho de que conociera o no a su hijo no cambiara nada de lo que fuera a suceder después. Esto último seguiría siendo una incógnita. Este deseo fue lo que distrajo por un instante al coronel, pues llevó su mente a otras cosas y a otros lugares e hizo que sus pensamientos se convirtieran en un remolino que le producía mareo.
«Este joven es tan impaciente como Mohammad Taqí.»
Quizá fuera por eso que no aguantara más tiempo frente a la foto de Mohammad Taqí. Y el coronel no creía que aquel joven hubiese reparado en la foto de Parvaneh. No, el joven volvió a sentarse y miró primero su reloj de pulsera y luego a su compañero. Al coronel le pareció que al joven le preocupaba la hora, pues el tiempo iba pasando y aún no había quedado nada claro. Y si los chicos estaban preocupados por el tiempo, al coronel le preocupaba que todavía no le hubiesen explicado nada y aquel comportamiento ambiguo y «algo inexperto» lo llenaba de incertidumbre. Solo pensaba en que terminaría recibiendo algún golpe y se disponía a esperarlo, pues estaba seguro de que esos jóvenes, esos trozos calcinados y calcinadores a su vez, «me da la impresión de que han regresado desde el sol a la tierra», no habían llamado a su puerta para consolarlo y curar sus heridas, así que siguió esperando hasta que finalmente uno de los jóvenes, «no sé cuál de ellos», dijo:
–¡Acompáñenos a la Fiscalía!
–¡¿A la Fiscalía?!
–¡Allí se lo explicarán, coronel!
«No debería parecerme extraño. Tampoco debería mostrarme molesto. Yo… hace mucho tiempo que procuro que nada me saque de mis casillas e intento por todos los medios conservar la calma. Además, hace mucho tiempo que hago lo posible para que nada de lo que veo ni nada de lo que oigo me cause sorpresa… No debo sorprenderme… ¿Para qué? En realidad, uno se sorprende por algo nuevo y yo tengo que admitir que mis sentimientos están relacionados con cosas que ocurrieron en el pasado. Cosas que tienen que ver con mi trabajo en el ejército del Shah, con la marcha de Kuchek al frente… también con lo que pasó con mi mujer y con lo que le ocurrió a Parvaneh. No lo sé, pueden ser mil cosas. Pero he sentido un vuelco en el corazón y ya no puedo controlarlo. ¿Qué le voy a hacer? No puedo bajar las escaleras sin antes echar la llave. No me queda más remedio. Cierro la puerta con llave.
»Afortunadamente no me he dejado el sombrero: lo llevo en la cabeza, aunque para asegurarme, me llevo la mano a la cabeza y lo compruebo. Además, estoy suficientemente atento como para darme cuenta de que debo subirme el cuello del abrigo a fin de no terminar calado con la lluvia que no parece que vaya a parar. Por supuesto actúo de forma que los jóvenes no se percaten de que Amir está en el sótano de la casa. No viene al caso, pero creo que la conducta de Amir y el hecho de que lleve desde hace más de un año aislado en el sótano pueden despertar curiosidad y levantar sospechas, pues no parece razonable que un ex presidiario de menos de cuarenta años se aísle o, mejor dicho, se recluya en el sótano de la casa paterna y trate por todos los medios de no hablar con nadie, ni siquiera con los más allegados. Un comportamiento así, sobre todo en una persona de las características de Amir, haría sospechar a los agentes. ¡Pero Amir no está loco! No, en absoluto. Yo mismo he escuchado muchas veces las conversaciones que mantiene con su hermana Farzaneh, aunque la que más habla siempre es ella sobre sus sentimientos de hermana repitiendo una y otra vez lo mismo. Además, por la edad se acerca mucho a Amir y por eso lo busca en cuanto tiene un respiro, se sienta en la escalera del sótano y se pone a contarle sus penas.»
–Y tú, hermano querido, ¿por qué estás sentado tan compungido? Esto no es el fin del mundo. No eres el único al que le ha pasado esto. Hay muchos como tú. Mucha gente se ha quedado sin trabajo. No tienes que quedarte en un rincón concomiéndote. ¿Qué te pasa, Amir? ¿Qué te pasa, mi hermano del alma? Hombre, piensa un poco en papá. Envejeció después de recibir la noticia de la muerte de Mohammad Taqí. No le des la puntilla ahora tú también. Ha sufrido mucho. Si tú lo sabes mejor que nadie. Tú eres el hermano mayor, el que más debería pensar en la familia. En nosotros. Yo soy mujer, no soy dueña de mí, no mando sobre mí. Tú lo sabes, mi marido es el señor Qorbaní. Me tiene prohibido venir aquí. Mi hijo ya se da cuenta de las cosas. Su padre le hace preguntas. Y mi hija también y también el pequeño que todavía no anda. Qorbaní Hayyay (3) sospecha de todo y de todos y tiene miedo. Por eso coge al niño y le hace preguntas. Y el pobre niño no controla su lengua y al final le cuenta todo. No tiene la culpa, solo es un niño, no piensa. Pero mi corazón está con vosotros. Estoy muy quemada, pero no tengo más remedio que aguantar con mi marido, tengo que obedecerle. A lo mejor… a lo mejor ya no pueda venir más a veros, porque… porque Qorbaní dice que venir por aquí le da mala reputación, que puede traerle problemas. Está muy preocupado por su situación, por su trabajo. A vosotros, a nuestra familia, nos han etiquetado como los malos, hermano querido. Nos han difamado. Y más vale que a uno se le caiga el techo encima que tener mala fama. No hay ni un solo rowzeh (4), ni un solo funeral en que las mujeres no hablen de vosotros. Y algunas tienen la lengua muy larga, hermano querido. Y una no puede no ir. Y cuando a una le han puesto mala fama, una se va apartando de sí misma. Una se va alejando de sí misma y tiene ganas de decirles una y mil veces a los demás, hacerles comprender, que una no es una misma, que no es esa «misma» que ellos creen. Por eso, hermano querido, tengo que alejarme de vosotros, en realidad… de mí misma. Se me hace un nudo en la garganta como si tuviera bocio, cada vez que te veo o pienso en ti, cada vez que pienso en cómo está nuestro padre, en que está tan delgado que parece un polluelo. Y mi corazón parece que va a estallar y quiero derretirme y que me trague la tierra. Amir, querido hermano, dime algo, respóndeme, mi alma. ¿No ves que así estás matando a nuestro padre? Si antes estabas muy bien, dedicado a dar consejos a todo el mundo, a enseñar cosas a todo el mundo. Tus alumnos no dejaban de revolotear a tu alrededor como mariposas, te querían como si fueras su hermano mayor… ¡Te están saliendo canas en las sienes, Amir, hermano querido!
«Oía sus voces mientras leía por centésima vez la historia de Manuchehr (5) en la que Salm, Tur e Iray estaban tan cerca de mí que los podía ver y podía adivinar lo mucho que se había agravado la situación. Últimamente había visto los ojos de Amir volverse idos, mientras en sus pupilas se había alojado una expresión mezcla de vergüenza, miedo y sospecha que iba más allá de la desesperación. Sus cabellos largos y sucios le caían sobre los hombros y se le veían hileras de canas en las sienes y en el centro de la cabeza. Veía a mi hijo a través del opaco cristal de la puertecilla del sótano. Lo veía envejecer y arrebujarse mientras yo no podía hacer nada para salvarlo. Había noches en las que lo oía emitir extraños sonidos y podía adivinar que mi hijo estaba teniendo pesadillas, terroríficas pesadillas. Vivía entre ensoñaciones, sueños y pesadillas. Pesadillas de la caída de gente desde lo alto de los tejados, de la caída de grandes piedras en el vacío, de la caída de la adolescencia en el profundo abismo de la desesperanza. Soñaba con un rostro transformado que sufría de dolor y solo de dolor. Y soñaba con salvajes rugidos de desesperación. Soñaba con hombres que arrastraban a sus hijos al matadero para ser aniquilados cuanto antes y con mujeres que se desgarraban los úteros para evitar que se implantara en ellos ningún embrión pues eso era lo único que podían hacer… y gritaban. Un grito ahogado de desesperación.
»Y cosas extrañas de las que no me sorprendo y sucesos inauditos a los que estoy acostumbrado por viejo, pero que Amir aún no había conseguido considerarlos normales. A mi entender, se sentía culpable, sentimiento que lo torturaba como si le incrustaran un hueso en la herida. Comparado con su padre, que soy yo, Amir aún es joven, pero no tan joven como para que yo le pueda dar consejos y por eso mi hijo y yo hemos ido perdiendo la confianza para hablar, pues a Amir no le gusta hablar y a mí me da vergüenza hacerlo. Además, ¿de qué podría hablar con él que fuera creíble y no resultara artificial? ¿Cómo es posible que un pueblo guarde tanto silencio y calle tantas cosas?
»Farzaneh es la única que de vez en cuando, a espaldas de su marido, aprovecha la ocasión para venir a ver a Amir y, con su carácter cercano y amable, consigue que hable algo, porque solo ella y la gente como ella es capaz de explicar las grandes desgracias con pequeñas palabras sin preocuparse demasiado por los vocablos que escoge. Farzaneh, como cualquier mujer corriente y buena, sienta a su pequeño en las rodillas y habla con Amir entre sollozos mientras sus otros dos hijos se le suben a la espalda y a la cabeza. Y si yo presto atención, puedo oír que dice:
–Se me está hinchando la garganta de tanta pena, hermano querido. Ten misericordia al menos de mí. No puedo soportar que te estés consumiendo ante mis propios ojos. Os vamos perdiendo a cada uno de una manera. Mohammad Taqí de una manera, Masud de aquella otra, pues no hay señales de él y ya estoy perdiendo la esperanza, y nuestra hermana Parvaneh… Parvaneh… mi hermanita, Amir querido. No hay nada seguro, nada menos la muerte. Una muerte que está perdiendo el honor y a la que se le está perdiendo hasta el respeto… Cuando pienso en el día que traigan el cadáver de Masud o simplemente aparezcan con una placa, cuando pienso en ese día y en que no 21 voy a saber lo que tengo que hacer, me entra la risa. Cuando recuerdo el día que trajeron el cuerpo de Mohammad Taqí y que no tuve ni idea de lo que tenía que hacer, estallo en llanto. ¡Muerte y más muerte! ¡Cuánta muerte!… Los hermanos… Mis hermanos, mis hermanos… ¡Fíjate en lo que ha pasado, adónde hemos llegado para que yo pueda hablar de manera tan desinhibida y abierta de la muerte y hacerlo sin miedo! ¿Y qué pasará con nuestra hermanita? La ciudad está llena de heylehs, los ataúdes recorren los callejones, la sangre cubre las calles y mi marido se ha convertido en un peón de la muerte porque está decidido a… yo qué sé. Y yo… hermano querido, me ahogo de tanto llorar y tú… tan callado, callado. ¡Sácame de este desasosiego, Amir, hermano querido! ¡Te veo consumirte y el dolor de verte así me mata, hermano mío! ¡Al menos di alguna cosa… Amir!
»No, no puedo creer que mi Amir haya perdido la razón, no… No. Y aquellos sueños perturbadores, aquellas pesadillas.»
El coronel no iba muy desencaminado, pues no había observado nada extraño en Amir. Incluso después de despertar de un mal sueño o de una pesadilla, su hijo se sentaba al borde de la cama, se secaba el sudor, se limpiaba los ojos con un pañuelo viejo y se ponía a fumar. Le había oído decir para él mismo: «Resistiré, aguantaré si esas pesadillas me dan una tregua». Y también le había oído decir de su propia boca: «Aún estoy en mis cabales, prometo que todavía no he perdido la cabeza». Y el coronel estaba seguro de que su hijo aún podía pensar con claridad y que tenía la firme intención de aguantar. Amir ni siquiera había dejado de esculpir la estatua de Amir Kabir (6) que el coronel veía a través de la polvorienta ventana del sótano. Y, siendo así, ¿cómo iba a perder la esperanza con respecto a su hijo?
NOTAS DEL TRADUCTOR
1 Significa «Pequeño del Bosque» y se refiere a Kuchek Jan, líder del movimiento revolucionario que dirigió el movimiento desde los bosques de la costa del mar Caspio.
2 En origen heyleh se refiere a la habitación en la que los novios pasan su noche de bodas, pero después de la Revolución islámica y durante la guerra irano-iraquí, en las ciudades de Irán, la heyleh se convirtió en un símbolo para conmemorar la muerte de los jóvenes solteros mártires y consistía en una estructura de luces envolviendo la fotografía del mártir colocada durante cuarenta días en la esquina de la calle de la casa familiar. (N. de la T.)
3 En persa qorbani significa «sacrificado», sacrificada, y hayyay se refiere a Al Hayyay bin Yusuf, un gobernante árabe del siglo VIII que fue responsable de la matanza de miles de peregrinos a La Meca, entre otras. Qorbaní Hayyay, por tanto, se refiere a la oveja que se sacrifica ante el peregrino al regreso de La Meca.
4 Relatos o poemas que se cuentan o se recitan en un acto conmemorativo. Sus contenidos son generalmente las hazañas en que los héroes mártires han encontrado la muerte.
5 Personajes del Libro de los Reyes (Shahnameh). El rey Freidun tuvo tres hijos, Salm, Tur e Iray, entre los que repartió el mundo. Los dos hermanos Salm y Tur conspiraron para asesinar a Iray, cuyo hijo Manuchehr vengaría más tarde la muerte de su padre matando a sus tíos.
6 Amir Kabir, Amir el Grande o Mir Nezam fue el gran ministro del rey Naser ed-Din Shah Qayar. Ha sido calificado de reformista y modernizador por los historiadores. Paradójicamente, combatió con dureza el movimiento reformista Babí, uno de los movimientos más importantes del siglo XIX contra la corrupción política y la desigualdad social. Fue asesinado por orden del propio Naser ed-Din Shah en 1852.
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