Una estrella que no ciega, un actor de reparto que deslumbra
No experimento ninguna sensación especial ante la lamentable muerte de Jean-Paul Belmondo, pero sí me emocionaba el talento del también fallecido Michael K. Williams
Carlos Boyero
9 de septiembre de 2021
No experimento ninguna sensación especial ante la lamentable muerte de Jean-Paul Belmondo. Nunca me ha dado por revisar sus películas, ni recuerdo que me marcaran especialmente sus interpretaciones. Simplemente, se me había borrado de la memoria. Pero informan de que el luto por su desaparición y el apasionado homenaje a su historia cinematográfica son colectivos en Francia, que todo el público de este país amaba su arte y su personalidad. Reconozco que desprendía cierta simpatía, que imprimía un toque canalla a su inequívoca apariencia de joven de familia bien, que se movía con desparpajo en el cine de aventuras, el policiaco y en la pretendida autoría de la Nouvelle vague, también que sus exuberantes morros como los de Mick Jagger tenían poder para alborotar la libido del género femenino.
Pero se me escapan las incontestables razones de su estrellato absoluto en Francia. Les queda Alain Delon, ese antiguo bellezón que a mí solo me resulta enigmático y magnético en el cine de Jean-Pierre Melville. Y el cada vez más gordo, pasado y previsible Depardieu, y la elegante y sofisticada madame Deneuve. Y esa tan excelente como antipática llamada Isabelle Huppert. Los intérpretes franceses que más he admirado desaparecieron hace tiempo. Eran Simone Signoret, Jean Gabin, Philippe Noiret, Romy Schneider, gente que permanecerá eternamente en mi retina y en mi oído. Sin embargo, las únicas imágenes que sobreviven en mí de Belmondo son la de aquel existencialista kamikaze que perseguía loco de amor a la preciosa Jean Seberg por los Campos Elíseos en Al final de la escapada, la única película que soporto del insoportable Godard y la de aquel romántico (¿o masoquista?) indesmayablemente colgado de su mujer, sabiendo que ella le engañó y que le sigue envenenando. Ocurría en La sirena del Misisipi, que dirigió Truffaut.
Me ocurre todo lo contrario que con Belmondo ante la muerte de un actor de reparto (habría que desterrar esa etiqueta y hablar solo de grandes interpretaciones, largas o cortas) llamado Michael K. Williams. Es uno de los muchos e inolvidables actores y actrices que habitan la serie de televisión más inteligente, compleja, honda y fascinante que he visto nunca. Se titula The Wire y habla de muchas cosas trascendentes o íntimas con un lenguaje incomparable. Del monstruoso tráfico de drogas en la ciudad de Baltimore, de los agonizantes sindicatos portuarios y su complicidad con la gran mafia para intentar sobrevivir, de los yonquis más tirados, del transparente o subterráneo fango que inunda la política, la abogacía, la policía, y el periodismo, de la educación de los niños negros provenientes del gueto o del desamparo absoluto, de profesionales de la ley y gente honesta intentando en vano frenar al invencible mal, de la iniciación de los capos de la heroína en el universo de la alta economía y de la construcción inmobiliaria, de una batalla tan permanente y feroz como perdida. Todo está inmejorablemente descrito y narrado en The Wire.
Y, por supuesto, cada espectador de esta serie tiene su personaje favorito. Hay muchos y memorables donde elegir. Y no es tarea fácil. El que más me enamora y me conmueve a mí se llama Omar Little. Lleva su homosexualidad con naturalidad y arrogancia en el mundo más machista. Es el atracador más viril, osado, listo, valiente, chulo y legendario de Baltimore. Funciona a su aire, lejos de clanes, roba la droga a los jefes del gran mercado, mantiene intransferibles códigos de conducta, el pueblo le quiere y los poderosos le temen. Es un Robin Hood urbano en el universo más peligroso. Desafía con sorna y atrevimiento a los monarcas del crimen, al poder. Solo ataca a los fuertes, otorga un valor inmenso a su ancestral amistad con un anciano ciego, es amoroso y tierno con sus novios, su palabra es sagrada, es un tío de ley, es pura calle. Y afronta un permanente duelo a muerte que nunca podrá ganar. Se lo cargarán. Lo hace un niño ambicioso para buscarse su improbable lugar en el sol. Pero antes, todos los críos desarrapados de Baltimore pronuncian con devoción su nombre cada vez que sale para ajustar cuentas o dar un palo. Gritan embelesados: “Es Omar, ha llegado Omar con su escopeta”.
A este león solitario, a este outsider mítico, le ponía rostro, gestualidad, movimientos y voz el admirable Michael K. Williams. Le dotaba de encanto, fiereza, sutileza y credibilidad. Te hacía comprender y querer a su personaje. Y me pongo muy triste con su desaparición. Me ha regalado momentos inolvidables. También era convincente, eléctrico y daba mucho miedo interpretando al jefe de la comunidad negra de Atlantic City, a un tipo durísimo destruido por un amor en otra serie magnífica titulada Boardwalk Empire. Ya no le veremos más. Su Omar Little, como Tony Soprano, es un personaje inmortal. Siempre tendrán ambos un lugar privilegiado entre mis mejores recuerdos cinéfilos.
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