Jean-Paul Belmondo |
adIÓS A JEAN-PAUL BELMONDO, ICONO DE LA NOUVELLE VAGUE Y UNO DE LOS ACTORES MÁS ATRACTIVOS DE LA HISTORIA
El actor ha fallecido a los 88 años. La combinación de un físico imponente con una voz suave de dicción algo ceceante y unos rasgos toscos con un encanto francés hizo de él el hombre más deseado de Europa durante tres décadas.
Ianko López
6 de septiembre de 2021
Dicen que cuando Godard vio Una doble vida (1959), una película bastante olvidable de Claude Chabrol, solo tenía ojos para uno de los secundarios, un muchacho desgarbado con nariz de boxeador y dientes separados. “¿Pero quién es ese tío que se come a todos los actores que tiene alrededor?”, preguntó ninguneando a las estrellas que componían el reparto. “Ese tío” era evidentemente Jean-Paul Belmondo, y el encuentro que poco después mantendrían resultó decisivo para los dos, y también para la historia del cine.
La combinación de un físico imponente –Belmondo inventó la fascinación por los abdominales cincelados décadas antes del advenimiento de Marky Mark– con una voz suave de dicción algo ceceante, unos rasgos toscos e irregulares con un encanto típicamente francés, hicieron de él el hombre más deseado de Europa durante tres décadas. En 2018 su figura ilustró el cartel del Festival de Cannes.
Nacido en 1933 en el muy burgués barrio parisino de Neully-sur-Seine en una familia de artistas, por sus venas corría sangre siciliana y piamontesa. Como toda familia decente, la suya deseaba que se aplicara en los estudios, pero ya desde niño prefirió darle al punching ball: el ciclismo, el fútbol y sobre todo el boxeo le interesaban bastante más que las clases en el Liceo. Hasta que con 16 años sufrió una crisis existencial promovida por un brote de tuberculosis y decidió convertirse en actor. Comenzó en el teatro, y estuvo a punto de abandonar su carrera cuando fue rechazado en las audiciones a la Comédie-Française: como por entonces aún debía conservar los modales agresivos del ring, su respuesta al jurado fue un corte de manga, lo que no fue del todo mal recibido entre sus primeros fans: “El profesor no lo aprueba, pero el hombre dice bravo”, le dijo uno de sus instructores en el Conservatorio.
Debutó en el cine a mediados de los 50 con una serie de películas irrelevantes, hasta que el inquieto ojo de la nouvelle vague se fijó en él con Chabrol, que lo eligió para su thriller con aspiraciones comerciales Una doble vida. Belmondo consideraba que esta película sería el gran éxito que estaba buscando, y aceptó trabajar inmediatamente después con Jean-Luc Godard en una producción de ínfimo presupuesto llamada Al final de la escapada como simple entremés mientras esperaba la llegada de su gran momento.
Lo sucedido a continuación desbarató todas las previsiones: a la película de Chabrol no le hicieron mucho caso entonces y hoy nadie la recuerda, y en cambio la de Godard es historia del cine. Con Al final de la escapada Godard ponía en pie una astuta operación consistente en adoptar las premisas del cine americano de serie B –blanco y negro; dinamismo formal; policíaco, romance y tragedia; una chica, un chico y un coche– para insuflarle el hálito novedoso que reclamaba una joven generación que engrosaba la línea de salida para liarla parda en el mayo del 68. Bajo su original apariencia, en realidad casi todo en ella era historia conocida. Lo más novedoso que contenía llegaba de la mano de Belmondo. Su magnetismo era tal que, si no supiéramos de qué pie cojeaba Godard, pensaríamos que había realizado una película feminista por hacer del hombre el objeto sexual (frente a él la bella Jean Seberg queda prácticamente anulada en ese plano) en plena era de las femmes fatales. El gesto de Belmondo al deslizar el dedo pulgar por los labios sería homenajeado en un conocido anuncio de Martini de los años noventa.
Otro cineasta, Claude Lelouch, aseguraría tiempo después que fue Jean-Paul Belmondo quien inventó a Godard y no al revés, y la idea no nos parece tan descabellada. Actor y director volverían a trabajar juntos cinco años más tarde en Pierrot, el loco, uno de los pocos éxitos comerciales del autor suizo y también una de sus películas más vitales, potenciada por la energía arrolladora del protagonista.
Convertido en una estrella indiscutible, en los años sesenta Belmondo –ya conocido como “Bebel” en el mundo francófono– se las arregló para compatibilizar los grandes papeles en películas de prestigio con los éxitos de taquilla sin demasiadas pretensiones. En Dos mujeres (1960) , de Vittorio De Sica, resultaba creíble como intelectual sin precisar más atrezzo que unas gafas de montura fina. Si la película pertenecía a una desgarrada Sophia Loren que se llevó el Oscar por hacer de Anna Magnani, lo que luego realmente nos desgarraba el corazón era ver a Belmondo haciendo de Arthur Miller. Del mismo modo, en La calle del vicio (La Viaccia) , de Bolognini, nos interesaba bien poco el convencional tratamiento de la historia de un hombre destruido por una mala mujer, pero por reunir a dos de las personas más bellas del cine de todos los tiempos –la pérfida era Claudia Cardinale– ya merece la calificación de monumento a 24 fotogramas por segundo. La irresistible pareja volvería a coincidir en Cartouche, clásico del cine de espadachines que rompió las taquillas.
Su mayor éxito de la década sería El hombre de Río , de Philippe de Broca, especie de tebeo de Tintín hipervitaminado donde Belmondo se imponía definitivamente como un actor físico de puro ensueño. La racha continuó con Las tribulaciones de un chino en China, adaptación libre de la novela de Julio Verne donde conoció a Ursula Andress, con la que volvió a formar una pareja insuperable en la escala del sex-appeal, dentro y fuera de la pantalla.
Entre sus películas más valoradas por la crítica en la época estarían Moderato cantabile, de Peter Brook (con Jeanne Moreau) , y Léon Morin, sacerdote, de Jean-Pierre Melville. En esta última interpretaba a un cura rural durante la ocupación nazi de Francia, y hacía totalmente verosímil el hecho de que todas las mujeres del villorrio revolotearan a su alrededor como las polillas en la luz, aportando una dimensión muy carnal a una supuesta historia de toma de conciencia política y espiritual. El actor cerró la década con un fracaso a medias, La sirena del Mississippi, de Truffaut, otra tragedia sobre un hombre que se entrega a los tejemanejes de una mujer fatal (Catherine Deneuve, estupenda) a la que no puede evitar amar. Una de las películas más lúcidas sobre el amour fou, auténtica advertencia acerca de los peligros del enamoramiento, no fue sin embargo especialmente apreciada por el público.
Tras este y algún otro fiasco, y descartada la idea de montárselo a lo grande en el cine americano, encadenó en los 70 y los 80 los vehículos al servicio de su estatus de rey de la taquilla nacional. Comenzó la racha con Borsalino (1970) , que lo unía con el otro bello revientataquillas galo, Alain Delon. Es conocida la disputa que mantuvieron más allá de las cámaras, cuando Delon, que ejercía además de productor, pretendió que su nombre figurara dos veces en el cartel. No se salió con la suya. También se hizo famosa la escena en la que ambos aparecen en traje de baño, compitiendo manifiestamente en esculturalidad de torso. Delon tuvo que hacer horas extra con las pesas, y lo cierto es que logró alcanzar a Bebel por los pelos.
A lo largo de sus siguientes películas, se fue construyendo un personaje ganador pero desde luego poco matizado, el de héroe de acción de irresistible atractivo físico, humor arrogante y réplicas aceradas, que llevó millones de espectadores a los cines en Francia y el resto del mundo: El cerebro, El clan de los marselleses, Pánico en la ciudad, El animal, Yo impongo mi ley a sangre y fuego, El profesional, As de ases, El Marginal o Rufianes y tramposos son algunos de los reveladores títulos de algunas de estas cintas en las que se propinan tantos mamporros como en cualquier ejemplar de la filmografía de Bud Spencer y Terence Hill. Por el contrario resultó un fracaso Stavisky (1974) , de Alain Resnais, una de sus mejores películas, donde aportaba un matiz melancólico al personaje del caradura de altos vuelos.
En 1989 conseguiría su único premio César (el Oscar francés) por la crepuscular El impero del león, de Claude Lelouch. Pocas cosas memorables hizo después Belmondo en el cine, si exceptuamos su emocionante participación en Las cien y una noches, de Agnès Varda en 1995. En 2001 sufrió un ictus que mermó sus capacidades físicas y durante siete años se apartó de las cámaras. Su último largometraje, Un homme et son chien (2008) , de Francis Huster, era una superficial puesta al día del clásico neorrealista Umberto D., de Vittorio de Sica.
Pese a su físico de infarto y al personaje de seductor que ha vendido en el cine, en su vida personal fue relativamente –de nuevo: relativamente–moderado. En sus tiempos de estudiante de teatro inició una relación con la bailarina Élodie Constant, con la que a los 21 años se casó y tuvo a su hija Patricia (después llegarían otros dos vástagos, Florence y Paul) . En 1965, en el set de rodaje de Las tribulaciones de un chino en China , conoció a la actriz suiza Ursula Andress que, tras emerger del mar portando un bikini blanco y un cuchillo en 007 contra el Dr. No, se había convertido en la diosa erótica de la generación del pickup. Ambos mitos sexuales iniciaron una relación que duró hasta 1972. Según el propio Bebel contaría, la pareja se rompió cuando, borracho a su regreso de presenciar un combate de boxeo, se encontró la puerta del domicilio cerrada y, bajo la creencia de que ella le estaba siendo infiel, trepó con una escalera de mano hasta la ventana del dormitorio. Una resuelta Andress optó entonces por empujar la escalera. Belmondo se curó las heridas emocionales –parece ser que las físicas no fueron gran cosa- junto a otra belleza europea, la italiana Laura Antonelli, con la que compartió casi una década. Los tiempos de bling-bling ochentero pertenecieron a Carlos Sotto-Mayor, que contra lo que su nombre sugiere no es un señor, sino una explosiva actriz brasileña. Después vendría la corista Natty Tardivel, con la que tuvo otra hija, Stella, y con la que se casó en 2002 para divorciarse seis años más tarde. Su última pareja conocida fue la belga Barbara Gandolfi, exconcursante del reality televisivo picantón La isla de la tentación 40 años más joven que él. Tras cuatro años a su lado, y con gran escándalo, se descubrió que Gandolfi le había estafado al menos 200.000 euros, por lo que fue condenada a una multa y nueve meses de prisión.
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En realidad las parejas que más nos interesan son las que tuvo en el cine. Si ya hemos hablado de los magníficos resultados obtenidos junto a Seberg, Cardinale, Andress, Karina o Loren, también encajó de maravilla junto a la vivaz Françoise Dorléac de El hombre de Río o la siempre soberbia Jeanne Moreau (Moderato cantabile, La estafadora) . Le funcionaron especialmente bien los juegos de opuestos. Por ejemplo en La sirena del Mississippi , donde el manido recurso a la bella y la bestia se matizaba por el hecho de que allí la bestia física (Bebel) era domada por una bestia moral de hermoso rostro (Catherine Deneuve). Del mismo modo, en Léon Morin, sacerdote la elegante Emmanuelle Riva resultaba para él un contrapunto tan eficaz como la sotana que vestía durante casi todo el metraje. Pero tan interesantes o más que estas duplas fueron las que lo unieron a otros intérpretes masculinos como Alain Delon, Omar Sharif, Lino Ventura, Claude Brasseur o Richard Anconina, a menudo bajo idéntico principio de la bella y la bestia. Para su última película prefirió sin embargo hacerse acompañar de un partenaire canino, acaso porque pensó que entre los humanos poca cosa quedaba ya a su altura.
Artículo publicado en Vanity Fair el 12 de abril de 2018 y actualizado con motivo del fallecimiento del actor.
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