ROALD DAHL
PLACER DE CLÉRIGO
El señor Boggis conducía despacio, cómodamente reclinado en el asiento, el codo apoyado en la parte baja de la ventanilla abierta. Qué hermosa estaba la campiña, pensó; y qué agradable percibir de nuevo indicios de verano. Sobre todo las prímulas. Y el oxiacanto. El oxiacanto estallaba en blanco, rosa y rojo por los setos, y las prímulas crecían debajo en pequeños macizos, y resultaba maravilloso.
Retiró una mano del volante y encendió un pitillo. Ahora, lo mejor sería, se dijo, poner rumbo a la cima del Brill Hill, visible a menos de un kilómetro al frente. Y lo que distinguía allí, aquel puñado de casitas entre árboles, en la misma cumbre, había de ser el pueblo de Brill. Magnífico. No todos sus sectores dominicales ofrecían una elevación como aquélla, tan bonita, desde donde trabajar.
Se dirigió a lo alto y detuvo el coche cerca de la cima, a las afueras del pueblo. Hecho eso, se apeó y echó un vistazo alrededor. Abajo, a sus pies, la campiña se extendía como una inmensa alfombra verde hasta donde le llegaba la vista, a kilómetros de distancia. Era perfecto. Se sacó del bolsillo libreta y lápiz, y, apoyado en la parte trasera del coche, dejó que su experimentado ojo recorriese lentamente el paisaje.
A la derecha, al fondo de los campos, advirtió una granja mediana a la cual daba acceso una senda que partía de la carretera. Más allá, una alquería mayor. Y una casa rodeada de altos olmos, con aspecto de remontarse al período de la reina Ana. Luego, más lejos y a la izquierda, dos casas que parecían granjas. En total, cinco casas. Eso era, más o menos, cuanto había de aquel lado.
El señor Boggis dibujó en la libreta un bosquejo que le permitiera situar fácilmente las fincas una vez al pie del terreno, tras lo cual volvió al coche y atravesó el pueblo hacia el otro extremo de la colina. Desde allí localizó otras seis posibilidades: cinco granjas y un caserón blanco, de finales del siglo XVIII o principios del XIX. Estudiado con ayuda de los prismáticos, resultó ofrecer una aspecto de prosperidad y un jardín bien cuidado. Una pena. Lo excluyó de inmediato. Caer sobre los prósperos no tenía el menor sentido.
Así pues, en total había en aquel cuadrado, en aquel sector, diez posibilidades. El diez era un número bonito, se dijo el señor Boggis. Justo la cantidad indicada para una tarde de trabajo pausado. ¿Qué hora era? Las doce. Le hubiera gustado, antes de poner manos a la obra, tomar una jarra en la taberna. Pero los domingos no abrían hasta la una. Pues nada: la tomaría más tarde. Tras una ojeada a los apuntes de su libreta, decidió comenzar por la casa del período de la reina Ana, la de los olmos. Los prismáticos se la habían mostrado gratamente ruinosa. Seguro que a sus habitantes no les vendría mal un poco de dinero. Cuando menos, siempre había tenido suerte con las casas de aquel estilo. El señor Boggis subió de nuevo al coche, soltó el freno de mano y atacó el descenso sin poner en marcha el motor, lentamente'.
Aparte el hecho de que en esos momentos fuera disfrazado de clérigo, no había en el señor Cyril Boggis nada demasiado siniestro. Anticuario de oficio, con tienda y sala de exposición propias, en el King's Road de Chelsea, aunque ni sus locales eran grandes ni su cifra de negocios cuantiosa por lo general, como siempre compraba barato, baratísimo, y vendía caro, muy caro, todos los años conseguía unos ingresos apañados. Vendedor inteligente, sabía adoptar, con habilidad, vendiera o comprara, el talante que mejor conviniese a su cliente. Circunspecto y amable con los viejos, obsequioso con los ricos, comedido con los piadosos, dominante con los débiles, pícaro para con las viudas y socarrón y desenvuelto frente a las solteras, consciente siempre cíe sus dotes, las empleaba con todo descaro y tanta frecuencia como le era posible; y a menudo, culminada una actuación de singular calidad, le costaba un auténtico esfuerzo no volverse a hacer unas reverencias conforme la atronadora ovación recorría el teatro.
A pesar de esa condición suya, un tanto apayasada, el señor Boggis no era un necio. Es más: algunos decían de él que a buen seguro nadie excedía en Londres sus conocimientos en cuanto a muebles franceses, ingleses e italianos. Dueño, además, de un gusto que sorprendía por su refinamiento, al momento reconocía y rechazaba, por más auténtica que pudiera ser la pieza, un diseño desgraciado. Su verdadera pasión, como es natural, era la obra de los grandes ebanistas ingleses del siglo XVIII: Ince, Mayhew, Chippendale, Robert Adam, Manwaring, Iñigo Jones, Hepplewhite, Kent, Johnson, George Smith, Lock, Sheraton y todos los demás, si bien incluso con éstos se mostraba en ocasiones puntilloso. Por ejemplo, se negaba a incluir en su exposición ni una sola pieza de los períodos chino y gótico de Chippendale, y lo mismo cabía decir respecto de algunos de los recargados diseños italianos de Robert Adam.
En años recientes, el señor Boggis había adquirido considerable fama entre sus amigos del ramo por el hecho de que consiguiese exhibir con una regularidad pasmosa piezas excepcionales y a menudo de gran rareza. Al parecer, el hombre disponía de una fuente de abastecimiento casi inagotable, una especie de almacén particular, y, por las trazas, visitarlo una vez por semana era cuanto precisaba para servirse a su antojo. Cuando quiera que le preguntaban de dónde sacaba el material, componía una sonrisa de complicidad, guiñaba un ojo y murmuraba algo a propósito de un pequeño secreto.
La idea que ocultaba el pequeño secreto del señor Boggis era sencilla y se le había ocurrido a consecuencia de un suceso que se produjo cierta tarde de domingo., casi nueve años atrás, yendo él en coche por, el-campo.
Salió por la mañana con ánimo de visitar a su anciana madre, que vivía en Sevenoaks. En el camino de regreso se le había roto la correa del ventilador, con lo cual, recalentado el motor, el agua se evaporó. Apeóse entonces y se encaminó a la casa más próxima, un edificio más bien pequeño, estilo granja, distante de la carretera cosa de cincuenta metros, donde cortésmente pidió un jarro de agua a la mujer que salió a abrir.
A la espera de que la desconocida fuera a buscar el agua, y como acertase a lanzar una ojeada por la puerta que daba a la salita, descubrió allí, a menos de cinco metros de donde aguardaba, algo que, de pura excitación, hizo que toda la parte superior de la cabeza le empezara a sudar. Era un gran sillón, de roble y de un modelo del que sólo había visto otro ejemplar en toda su vida. Ambos brazos, al igual que el panel del respaldo, estaban reforzados por series de ocho finas columnitas bellamente torneadas. El panel, por su parte, tenía por decoración un exquisito dibujo floral, de taracea, y sendas cabezas de pato realzaban, talladas, una mitad de cada brazo. ¡Santo Dios!, pensó, ¡si esto es de finales del siglo xv!
Asomóse más a la puerta y allí, al otro lado de la chimenea, distinguió, ¡cielos!, la pareja.
Aunque no podía afirmarlo con certeza, dos sillones como aquéllos tenían que valer en Londres un mínimo de mil libras. Y ¡ah, qué par de maravillas eran!
Al regresar la mujer, el señor Boggis se presentó y le preguntó a bocajarro si querría vender los sillones.
¡Válgame Dios!, fue su respuesta, ¿por qué iba ella a querer vender sus sillones?
Por ningún motivo, salvo que él podría estar dispuesto a pagárselos bien.
¿Pues cuánto podría darle? No los tenía, ni mucho menos, en venta; pero sólo por curiosidad, por tontear, ya sabe, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar?
Treinta y cinco libras.
¿Cuánto?
Treinta y cinco libras.
¡Válgame Dios, treinta y cinco libras! Vaya, vaya, muy interesante. Siempre los había tenido por valiosos. Eran muy antiguos. Y también muy cómodos. No podría pasar sin ellos, de ninguna manera. No, no estaban en venta; pero agradecidísima, de todas formas.
En realidad no eran tan antiguos, le dijo el señor Boggis, ni nada fáciles de vender; sólo que él, casualmente, tenía un cliente bastante aficionado a aquella clase de artículos. Quizá pudiera subir otras dos libras... que fuesen treinta y siete. ¿Qué decía a eso?
Regatearon durante media hora y, claro está, el señor Boggis consiguió por fin los sillones habiendo convenido pagar algo menos del veinteavo de su valor.
Aquella noche, de regreso a Londres en su viejo coche tipo ranchera y con los dos fabulosos sillones cuidadosamente acomodados en la parte posterior, el señor Boggis se vio asaltado por lo que le pareció una idea singular en extremo.
Veamos, se dijo, si en una granja hay material de calidad, ¿por qué no habría de ocurrir lo mismo en otras? ¿Por qué no salir en su busca? ¿Por qué no batir las zonas rurales? Lo podría hacer los domingos, con lo cual no interferiría para nada su trabajo. Nunca sabía qué hacer los domingos.
Así pues, el señor Boggis se compró mapas, detalladísimos mapas de todos los condados de los alrededores de Londres, que dividió, con ayuda de una pluma de punta fina, en una serie de cuadrados, cada uno de los cuales representaba una zona de ocho por ocho kilómetros, que era, consideró, lo máximo que podía cubrir concienzudamente en un domingo. Las pequeñas ciudades y los pueblos no le interesaban. Su objetivo eran los lugares relativamente aislados: grandes alquerías y casas solariegas en estado más o menos ruinoso; de esa forma, y a razón de un cuadrado por domingo, o sea cincuenta y dos al año, poco a poco iría cubriendo todas las granjas y casas de campo de los condados vecinos.
Pero la cosa, a todas luces, no se reduciría a eso. La gente del campo es recelosa. Y asimismo lo son los ricos venidos a menos. No es cuestión de salir por ahí y llamar a la puerta con la pretensión de que así, sin más ni más, le enseñen a uno la casa, porque sería en vano. Por ese sistema jamás conseguiría pasar de la puerta. ¿Qué hacer, pues, para franquearse la entrada? Lo mejor sería, tal vez, ocultarles su condición de anticuario. Podría presentarse como reparador de teléfonos, como inspector del gas, incluso como cura...
A partir de ese punto, el proyecto comenzó a cobrar un cariz más práctico. El señor Boggis encargó un gran número de tarjetas de óptima calidad con el siguiente texto impreso:
EL REVERENDO
CYRIL WINNINGTON BOGGI
CYRIL WINNINGTON BOGGI
Domingo a domingo, de ahora en adelante, se convertiría en un viejo y simpático clérigo que consagraba sus domingos a viajar de un lado para otro, entregado, por amor a la «Sociedad», a la confección de un repertorio de los tesoros ocultos en las casas campestres inglesas. Y, engatusando con esa historia, ¿a quién se le ocurriría ponerle de patitas en la calle?
A nadie.
Luego, ya en el interior de las casas, y si acertase a descubrir algo que de veras le interesara..., bueno, conocía cien formas distintas de hacer frente a la situación.
No sin cierta sorpresa, el señor Boggis descubrió que el plan resultaba. Lo que es más: la cordialidad con que fue recibido de casa en casa por todos los distritos rurales le resultó, incluso a él, harto embarazosa al principio. Constantemente le fueron ofrecidas con insistencia cosas tales como porciones de empanada fría, copas de oporto, tazas de té, canastillos de ciruelas e incluso comidas dominicales con la familia, sobremesa incluida. Con el tiempo, claro está, se habían presentado momentos de apuro, y una serie de incidentes desagradables; pero hay que tener en cuenta que nueve años representan más de cuatrocientos domingos, y eso había supuesto una gran cantidad de casas visitadas. El asunto, en resumidas cuentas, había resultado interesante, emocionante y lucrativo.
Y ahora, en aquel nuevo domingo, el señor Boggis estaba operando en el condado de Buckinghamshire, uno de los cuadrados más septentrionales de su mapa, a cosa de quince kilómetros de Oxford, y, conforme descendía en el coche camino de la primera casa, una ruinosa mansión estilo reina Ana, empezó a presentir que aquél iba a ser uno de sus días de suerte.
Estacionó el coche a cosa de cien metros de la puerta y cubrió a pie esa distancia. No era partidario de que le viesen el coche antes de cerrado el trato. Un viejo y venerable cura y un voluminoso vehículo estilo ranchera eran cosas que, por algún motivo, no acababan de acoplarse bien. Y, por otra parte, el pequeño paseo le daba ocasión de examinar atentamente el exterior de la propiedad y adoptar el talante que más conviniera al caso.
El señor Boggis ascendió aprisa por el sendero de acceso para coches. Hombrecillo barrigudo y de gruesas piernas, de cara redonda y sonrosada, ideal para su papel, tenía unos ojos grandes, castaños y saltones que le miraban a uno desde aquel semblante rubicundo y creaban una impresión de dulce imbecilidad. Vestía un traje negro con el alzacuellos, propio de los clérigos, y se cubría con un sombrero flexible, también negro. Llevaba un viejo bastón de roble, que, a su forma de ver, le prestaba cierto aire de rústica campechanía.
Se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Oyó ruido de pasos en el zaguán, se abrió la puerta y súbitamente apareció ante él, o, mejor dicho, sobre él, una giganta con pantalones de montar. Pese al humo del cigarrillo que fumaba la mujer, percibió el fuerte olor que la envolvía, a cuadra y a excrementos de caballo.
—¿Sí? —le preguntó con una mirada recelosa—. ¿Qué quiere usted?
No del todo seguro de que no fuera a relincharle en cualquier momento, el señor Boggis se descubrió, hizo una pequeña reverencia y le tendió su tarjeta.
—Disculpe la molestia —dijo aguardando a que leyera el mensaje, con la mirada fija en el rostro de la mujer.
—No entiendo —dijo ella al tiempo que le devolvía la tarjeta—. ¿Qué quiere usted?
El señor Boggis le habló de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.
—¿Esto no tendrá nada que ver, por casualidad, con el Partido Socialista? —preguntó ella mirándole con fiera fijeza bajo unas cejas pobladas y descoloridas.
A partir de ahí fue fácil. Hembras o varones, los conservadores en pantalones de montar eran, para el señor Boggis, coser y cantar. Consagró dos minutos a una acalorada apología del ala ultraderechista del Partido Conservador y luego otros dos a denunciar a los socialistas. Hábil discutidor, hizo particular hincapié en el proyecto de ley que en cierto momento habían presentado los socialistas para la abolición a escala nacional de los deportes que implicasen uso o caza de animales, tras lo cual pasó a informar a su interlocutora —«aunque, amiga mía, mejor que no se entere de ello el obispo»— que su idea del cielo era un lugar donde uno pudiese cazar liebres, zorros y ciervos con grandes jaurías de infatigables sabuesos, eso todos los días de la semana, incluso el domingo, y de la mañana a la noche.
Mirándola conforme hablaba se dio cuenta de que su magia empezaba a surtir efecto: la mujer le sonreía ampliamente exhibiendo una hilera de dientes descomunales y algo amarillentos.
—Señora, por favor se lo pido —exclamó—, no me tire usted de la lengua en lo tocante al socialismo.
Ahí soltó ella una carcajada, alzó una enorme manaza roja y le descargó en el hombro una palmada que estuvo a punto de derribarle.
—¡Entre! —gritó—. No sé qué demonios quiere ¡pero entre!
Para su contrariedad y no poca sorpresa, no había en toda la casa nada del menor valor, y el señor Boggis, que jamás malgastaba tiempo en terreno baldío, apresuróse a ofrecer disculpas y despedirse. De principio a fin, la visita le había llevado menos de quince minutos, que era, se dijo mientras montaba en el coche y salía hacia su próximo objetivo, exactamente como debía ser.
A partir de ahí no le esperaban más que granjas, la más cercana a cosa de ochocientos metros camino arriba. Resultó ser un edificio de ladrillo, grande, parcialmente enmaderado y bastante vetusto, con un magnífico peral, todavía en flor, que cubría casi todo su muro sur.
El señor Boggis llamó a la puerta. Se quedó esperando, pero, como no acudía nadie, volvió a llamar. En vista de que seguía sin obtener respuesta, se aventuró hacia la trasera de la casa, con ánimo de buscar al granjero por los establos. Tampoco allí había nadie. Conjeturando que la gente de la casa debía de estar todavía en la iglesia empezó a espiar por las ventanas, por si divisaba algo de interés. No lo halló en el comedor, ni tampoco en la biblioteca. Probó en la próxima ventana, la del cuarto de estar, y allí, ante sus propias narices, en el pequeño nicho que formaba el quicio, vio una bella pieza: una mesa de juego, semicircular, de caoba ricamente chapeada y que, estilo Hepplewhite, dataría de alrededores de 1780.
—¡Aja! —exclamó en voz alta, la cara aplastada contra el cristal—. Te felicito, Boggis.
Pero eso no era todo. Había en la estancia, además, una silla, una única silla, y, a menos que se equivocara, todavía de mejor calidad que la mesa. Otra Hepplewhite, ¿verdad? Y ¡oh, qué belleza! Los travesanos del respaldo tenían finamente tallado un dibujo de madreselvas, vainas y rosetas; el asiento guardaba su enrejillado original; las patas eran de gracioso torneado, y las dos traseras tenían aquel peculiar ensanchamiento, tan significativo. Era una silla exquisita.
—No concluirá este día —dijo el señor Boggis por lo bajo— sin que haya tenido el placer de sentarme en ese adorable asiento.
Jamás compraba una silla sin someterla a su prueba favorita, y siempre resultaba intrigante verle acomodarse con gran cuidado en el asiento, esperar el «movimiento» y calibrar con pericia el grado de contracción, infinitesimal pero preciso, que el paso de los años había producido en las juntas de espiga y de cola de milano.
Pero no había prisa, se dijo. Volvería después. Tenía toda la tarde por delante.
La granja siguiente quedaba un poco al fondo de un campo y, para ocultarlo a la vista, el señor Boggis hubo de dejar el coche en la carretera y caminar unos seiscientos metros por una senda recta que conducía al mismo traspatio de la granja. Esta, advirtió según se acercaba, era mucho más pequeña que la anterior, y no alentó muchas esperanzas respecto a ella. Se veía desparramada y sucia, y algunos de los cobertizos estaban claramente deteriorados.
Había tres hombres en cerrado grupo en una esquina del patio, en pie, uno de ellos con dos grandes galgos negros atraillados. Al verle con su traje negro y su alzacuellos, los hombres interrumpieron su conversación, y súbitamente rígidos y como helados, se quedaron quietos, totalmente inmóviles, las tres caras vueltas hacia él con suspicacia según se acercaba.
El más viejo de los tres era un tipo rechoncho, con una ancha boca de rana y ojos pequeños e inquietos. Aunque lo ignorase el señor Boggis, se llamaba Rummins y era el propietario de la granja.
El joven de elevada estatura que se encontraba a su lado y parecía tener algún defecto en un ojo era Bert, el hijo de Rummins.
El tipo bajito y carigordo, de estrecha frente llena de surcos y desmesuradamente ancho de hombros era Claud. Claud había pasado a visitar a Rummins con la esperanza de sacarle un pedazo de carne o de jamón del cerdo que habían matado la víspera. Claud tenía noticia de la matanza —sus ecos se habían difundido a buena distancia a través de los campos— y sabía que para llevar a cabo una cosa así se necesitaba un permiso del Gobierno, y que Rummins carecía de él.
—Buenas tardes —dijo el señor Boggis—. Un día maravilloso, ¿verdad?
Ninguno de los tres hombres se movió. En aquel momento pensaban, todos, exactamente la misma cosa: que, por una razón u otra, aquel cura, que desde luego no era el del lugar, venía con el encargo de meter las narices en sus asuntos e informar a las autoridades sobre sus hallazgos.
—¡Qué hermosos perros! —añadió el señor Boggis—. Debo confesar que nunca he cazado con galgos, pero me aseguran que se trata de un deporte apasionante.
Ante el nuevo silencio, el señor Boggis paseó una rápida mirada de Rummins a Claud pasando por Bert, y luego regresó de nuevo a Rummins, y advirtió que los tres tenían la misma curiosa expresión, mezcla de befa y reto, que les ponía en la boca una contracción displicente y les arrugaba de desdén la zona de la nariz.
—Permítame la pregunta, ¿es usted el dueño? —inquirió impertérrito el señor Boggis dirigiéndose a Rummins.
—¿Qué quiere?
—Mil perdones por la molestia, sobre todo siendo domingo.
Y le ofreció la tarjeta, que el otro tomó y se acercó mucho al rostro. Sus acompañantes no se movieron, pero la mirada se les desvió en su intento de atisbar.
—Sí, pero ¿qué es, exactamente, lo que quiere? —dijo Rummins.
Por segunda vez aquel día, el señor Boggis explicó con cierto detalle los objetivos e ideales de la Sociedad Protectora de Muebles Raros.
—Pues pierde usted el tiempo —repuso Rummins concluida la exposición—, porque no tenemos ninguno.
—Un momentito, caballero —dijo el señor Boggis alzando un dedo—. La última persona que me dijo eso fue un anciano granjero, allá en Sussex, y ello no obstante, cuando terminó por dejarme entrar en su casa, ¿sabe usted qué encontré? Una silla vieja y de aspecto mugriento que, arrinconada en la cocina, resultó valer... ¡cuatrocientas libras! Yo le asesoré en la venta, y con el dinero se compró un tractor nuevo.
—¡Pero qué dice usted! —intervino Claud—. No hay ninguna silla en el mundo que valga cuatrocientas libras.
—Perdóneme —replicó el señor Boggis, remilgado—, pero en Inglaterra las hay, y muchas, que valen más del doble de esa cifra. ¿Y sabe usted dónde están? Pues arrinconadas por granjas y casas de campo de todo el país, donde sus dueños las utilizan a modo de gradillas o improvisadas escaleras donde subirse con botas de clavos, para alcanzar un pote de mermelada en lo alto de la alacena, o colgar un cuadro. Les estoy diciendo la pura verdad, amigos míos.
Rummins, inquieto, mudó de uno a otro pie el peso del cuerpo.
—¿Trata de decirme que lo único que quiere es entrar, plantarse ahí en medio y echar un vistazo?
—Exactamente —repuso el señor Boggis, que por fin comenzaba a intuir por dónde iban los tiros—. No pretendo fisgar en sus armarios ni en su despensa. Sólo deseo ver los muebles, para poder referirme a ellos, caso de que tuviera usted algún tesoro aquí, en la revista de nuestra sociedad.
—¿Sabe qué pienso yo? —repuso Rummins fijando en él la mirada de sus ojillos malignos—. Pues pienso que lo que busca es comprar esas cosas por su cuenta. ¿Por qué, si no, iba a darse tantas molestias?
—¡Señor! ¡Ojalá tuviera yo dinero para eso! Claro está que, si algo viese que tanto me gustara, y que no estuviera fuera de mi alcance, podría sentir la tentación de hacerle una oferta. Pero eso, ay, ocurre muy raras veces.
—Bueno —dijo Rummins—, no veo mal alguno en que eche un vistazo por la casa, si sólo se trata de eso.
Y cruzó el patio hacia la puerta trasera de la granja mostrando el camino al señor Boggis, a quien seguían Bert, el hijo, y Claud con sus dos perros. Cruzaron la cocina, cuyo único moblaje consistía en una mesa de tablas, barata, donde se ofrecía a la vista un pollo muerto, y penetraron en un cuarto de estar bastante grande y sobremanera sucio.
¡Y allí estaba! El señor Boggis, que lo vio de inmediato, se paró en seco y, en su sobresalto, contuvo audiblemente el aliento, tras lo cual se quedó plantado allí cinco, diez, quince segundos por lo menos, mirando como un idiota y sin poder, sin atreverse a dar crédito a lo que veía. ¡No podía, no podía ser verdad! Pero, cuanto más la miraba, más verdad le parecía. ¿O acaso no la tenía delante, pegada a la pared, tan real y tangible corno la propia casa? ¿Y quién, quién en el mundo podría confundirse sobre algo semejante? Claro que estaba pintada de blanco, pero eso en nada cambiaba las cosas. Obra, sin duda, de un imbécil, el embadurnado podía retirarse fácilmente. ¡Pero... bendito sea Dios! ¡Menuda joya! ¡Y en un lugar como aquél! Entonces el señor Boggis cobró conciencia de los tres hombres, Rummins, Bert y Claud, que, agrupados al otro extremo de la sala, junto a la chimenea, le miraban con descaro. Le habían visto pararse, boquear, fijar la vista y ponerse como la grana, o a lo mejor como la cera; lo cierto, sin embargo, es que habían visto lo suficiente como para dar al traste con el asunto, a menos que encontrara rápidamente la manera de arreglarlo. En un restallido de lucidez, se llevó una mano al corazón, alcanzó a tumbos la silla más cercana y en ella se desmoronó respirando con ahogo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Claud.
—No es nada —dijo sin resuello—. Se me pasará en seguida. Un vaso de agua, por favor. Es el corazón.
Bert fue a buscar el agua, le tendió el vaso y se quedó a su lado mirándole de través y con impertinencia.
—Me ha parecido como si mirase algo —dijo Rummins, su boca de rana ahora dilatada un punto, para componer una sonrisa artera que dejaba al descubierto los muñones de varios dientes rotos.
—No, no —contestó el señor Boggis—. ¡Qué va! No: es el corazón. Lo siento. Me ocurre de vez en cuando. Pero se me pasa en seguida. Un par de minutos, y como si nada.
Tenía que ganar tiempo, se dijo. Para pensar y, sobre todo, para calmarse por completo antes de soltar una palabra más. Cal-rna, Boggis. Lo que hagas, hazlo con serenidad. Esta gente será ignorante, pero no estúpida. Son suspicaces, desconfiados y ladinos. Y si es cierto lo que has visto..., pero no, no puede, no puede serlo...
Se había cubierto los ojos con una mano, en ademán de dolor, y ahí, con extremo cuidado, secretamente, dejó entre dos dedos una ranura por donde 'mirar.
Pues sí: el objeto continuaba en su sitio, y aprovechó para echarle un buen vistazo. Sí... ¡no se había equivocado antes! ¡No había la menor duda al respecto! ¡Era verdaderamente increíble!
Lo que estaba mirando era un mueble por cuya posesión cualquier experto hubiera dado lo que fuese. A un profano no le hubiera parecido, quizá, nada del otro jueves, sobre todo pintado así, de blanco sucio; pero para el señor Boggis representaba el sueño de un anticuario. Como a cualquier profesional de Europa o América, le constaba que entre las más famosas y codiciadas muestras subsistentes del mueble inglés del siglo xvm se encontraban los tres célebres ejemplares conocidos como «Las Cómodas Chippendale». Sabía su historia al dedillo: la primera, «descubierta» en 1920 en una casa de Moreton-in-Marsh, había sido vendida en Sotheby's ese mismo año; las dos restantes habían aparecido en el mismo establecimiento un año más tarde, ambas procedentes de Raynham Hall, Norfolk. Todas ellas habían alcanzado cotizaciones fabulosas. Aunque no recordaba con exactitud los precios obtenidos por la primera y la segunda, sabía de cierto que la última fue adjudicada en tres mil novecientas guineas. ¡Y eso en 1921! En la actualidad, la misma pieza valdría, sin lugar a dudas, diez mil libras. Alguien, el señor Boggis no conseguía recordar el nombre, había hecho en fechas muy recientes un estudio que demostraba que las tres habían salido forzosamente del mismo taller, pues el chapeado procedía del mismo tronco y en su elaboración se había utilizado idéntico juego de plantillas. Aunque de ninguna de ellas se había encontrado factura, todos los expertos coincidían en que las tres cómodas sólo podían haber sido ejecutadas por el mismo Thomas Chippendale, de propia mano, en el pináculo de su carrera.
Y allí, justo allí, repetíase el señor Boggis conforme espiaba con cautela por entre la separación de dos dedos, estaba... ¡la cuarta Cómoda Chippendale! ¡Y descubierta por él! ¡Se haría rico! ¡Y también famoso! Los tres restantes ejemplares eran conocidos en todo el mundo del mueble cada uno por un nombre especial: la Cómoda Chastleton, la Primera Cómoda Raynham y la Segunda Cómoda Raynham. Y aquélla pasaría a la historia como la Cómoda Boggis. ¡Cuando imaginaba la cara que pondrían sus colegas de Londres cuando se la vieran delante a la mañana siguiente! ¡Y las suculentas ofertas que le llegarían de los figurones del West End: Frank Partridge, Mallett, Jetley y todos los demás! En elTimes aparecería una foto y, al pie: «La exquisita Cómoda Chippendale recientemente descubierta por el señor Cyril Boggis, un anticuario londinense...» ¡Cielo santo!, ¡el campanazo que iba a dar!
La que allí se encontraba, pensó el señor Boggis, era casi idéntica a la Segunda Cómoda Raynham. (Las tres, la de Chastleton y las dos Raynham, se diferenciaban una de otra en una serie de pequeños detalles.) Era una. obra grandiosa, bellísima, realizada en el estilo rococó francés del período Directoire de Chippendale: a diferencia de la cómoda común, ésta era compacta, amplia, y tenía sus cajones montados sobre cuatro patas talladas y acanaladas de unos treinta centímetros de altura. En total tenía seis cajones: dos más largos, en la parte central y otros dos encima y debajo de los centrales. El ondulado frontal presentaba un soberbio trabajo de talla en su parte superior, laterales y base, y también en vertical, entre cada grupo de cajones, a base de intrincados festones, volutas y ramilletes; y los herrajes de latón, aunque deslucidos en parte por la pintura blanca, parecían magníficos. Era, a buen seguro, una pieza un tanto «pesada»; pero el diseño había sido realizado con tanta elegancia y gracia, que su pesadez no ofendía en lo más mínimo.
—¿Qué tal se va encontrando? —oyó el señor Boggis que le preguntaba alguien.
—Mucho mejor ya. Gracias, mil gracias. Se me pasa al momento. Mi médico asegura que no es cosa de cuidado, a condición de que repose unos minutos cuando se me presente. Ah, sí —añadió conforme se levantaba despacio—: esto va mejor. Ya me siento bien.
El paso un tanto inseguro, comenzó a recorrer la habitación examinando uno por uno sus muebles y haciendo breves comentarios al respecto. En seguida se dio cuenta de que, aparte de la cómoda, constituían un lote muy pobre.
—Bonita mesa de roble. Aunque, me temo, no lo bastante antigua para resultar de interés. Las sillas son cómodas y de calidad; pero muy modernas, sí: muy modernas. En cuanto a este aparador..., bueno, pues tiene su gracia; pero lo de antes carece de valor. Y esta cómoda... —cruzó indiferente ante la Cómoda Chippendale, a la cual largó un desdeñoso papirotazo—, pues yo diría que puede valer unas cuantas libras, pero no gran cosa. Es, me temo, una reproducción bastante tosca. Probablemente realizada en la época victoriana. ¿Ustedes la pintaron de blanco?
—Sí —respondió Rummins—. Lo hizo Bert.
—Un paso muy atinado. Blanca resulta mucho menos ofensiva.
—Un mueble sólido —observó Rummins—. Y el tallado tampoco está mal.
—Es talla mecánica —replicó el señor Boggis despreciativo mientras se inclinaba para examinar la exquisita artesanía—. Se ve a un kilómetro de distancia. Pero, aun así, creo que no deja de ser bonita. Tiene un no sé qué.
Comenzó a alejarse con lentitud; pero luego, dominándose, retrocedió despacio con la punta de un dedo en el hoyuelo de la barbilla y la cabeza ladeada, frunció el ceño, como sumido en profunda reflexión.
—¿Sabe qué? —dijo sin apartar la mirada del mueble y hablando con tanta indolencia, que la voz se le iba—. Acabo de recordar que... llevo tiempo buscando un juego de patas como ése. Tengo en mi modesta casa una mesa bastante curiosa, uno de esos muebles alargados que la gente pone delante del sofá, una especie de mesita baja, y el año pasado, para la sanmiguelada, cuando me mudé, los zoquetes de los transportistas me desgraciaron las patas totalmente. Le tengo mucho apego a esa 'mesa. Es donde siempre pongo mi Biblia y los apuntes para mis sermones.
Después de una pausa, y dándose golpecitos con el dedo eri la barbilla, agregó:
—Y, mira por dónde, se me ha ocurrido que esas patas de su cómoda podrían venirme muy bien. Sí, no hay duda de ello: sería fácil cortarlas y aplicarlas a mi mesa.
Volvió la cara y vio a los tres hombres que, absolutamente inmóviles, le miraban con desconfianza; tres pares de ojos, distintos todos ellos, pero igualados por el recelo: pequeños y porcinos los de 'Rummins, grandes y sin movilidad los de Claud, y los de Bert, singulares, uno de ellos muy raro, descolorido y como nublado, con un pequeño punto negro en su centro, como el de un pescado en una bandeja.
El señor Boggis sonrióse y sacudió la cabeza.
—Pero vamos, vamos, ¿qué digo yo? Estoy hablando como si el mueble me perteneciera. Les presento mis excusas.
—Lo que quiere decir —intervino Rummins— es que le gustaría comprarlo.
—Bueno... —el señor Boggis miró de nuevo la cómoda, ceñudo—, no estoy seguro. Quizá... aunque, por otra parte, si bien se mira, no... me parece que sería demasiado jaleo. No vale la pena. Mejor dejarlo.
—¿Cuánto tenía pensado ofrecer? —preguntó Rummins.
—La verdad, no mucho. No se trata de una verdadera antigüedad, ¿sabe? Es una simple reproducción.
—Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Rummins—. Aquí lleva más de veinte años, y antes estuvo allí, en la casa solariega, donde yo mismo la compré en subasta, cuando murió el viejo hacendado. No irá usted a decirme que esa cosa es moderna...
—Moderna, precisamente, no; pero desde luego no tiene más de sesenta años.
—Sí que los tiene —dijo Rummins—. Bert, ¿dónde está ese papelito que encontraste en el fondo de uno de los cajones? Aquella vieja factura...
El joven miró sin expresión a su padre.
El señor Boggis abrió la boca, pero volvió a cerrarla en seguida sin proferir el menor sonido. Estaba empezando a temblar, literalmente, de excitación, y, para calmarse, se acercó a la ventana y fijó la mirada en una espléndida gallina color castaño que picoteaba granos de maíz en el patio.
—Estaba en el fondo de aquel cajón, debajo de todas las trampas para conejos —insistía Rummins—. Ve a buscarla y enséñasela al señor cura.
Al acercarse Bert a la cómoda, el señor Boggis se volvió. Incapaz de apartar de él la mirada, le vio abrir uno de los grandes cajones centrales y no le pasó por alto la maravillosa suavidad con que se deslizaba. Bert hundió en él la mano y se puso a revolver entre un montón de alambres y cordeles.
—¿De esto hablas? —dijo al tiempo que extraía un papel doblado y amarillento, que llevó a su padre, el cual, habiéndolo desplegado, se lo acercó mucho a la cara.
—No m° irá usted a decir que esta escritura no es condenadamente antigua —exclamó Rummins conforme tendía el documento al señor Boggis, al cual le temblaba todo el brazo cuando lo tomó. Quebradizo, crujió levemente entre sus dedos. La caligrafía era estirada y oblicua, del estilo que habían popularizado los grabados en cobre.
Edward Montagu Esq
Adeuda Thomas Chippendale,
Por una gran Mesa Cómoda de la más fina caoba, ricamente tallada, sobre patas acanaladas, con dos cajones largos y de pulcra factura en su parte media, y dos ídem ídem a uno y otro lado de aquéllos, con Herrajes y Ornamentos de rico repujado, todo ello enteramente acabado al gusto más exquisito .................................................... £ 87
El señor Boggis se aferraba a sí mismo con todas sus fuerzas al tiempo que pugnaba por suprimir la excitación que, a fuerza de voltear en sus adentros, estaba mareándole. ¡Santo Dios, era portentoso! Con aquella factura en mano, el valor aumentaba de golpe. ¿En cuánto, bondad divina, lo pondría aquello? ¿En doce, en catorce, en quince mil libras; en veinte mil, tal vez? ¿Quién podía decirlo?
Con ademán de menosprecio, arrojó el papel sobre la mesa y dijo tranquilamente:
—Ni más ni menos lo que le anticipé: una reproducción victoriana. Esto no es más que la factura que el vendedor, el hombre que fabricó la cómoda y la hizo pasar por antigua, libró a su cliente. Las he visto así por docenas. Advertirá que no había de haberla hecho con sus manos. Eso habría sido levantar la liebre.
—Usted dirá lo que quiera —replicó Rummins—, pero ese papel es antiguo.
—Claro está que lo es, mi buen amigo. Se remonta a la época victoriana, a sus últimos años. Alrededor de 1890. Tendrá sesenta o setenta años. He visto centenares. Fue esa una época en la que incontables ebanistas no sabían hacer otra cosa que consagrarse a falsificar los espléndidos muebles del siglo anterior.
—Mire, señor cura —respondió Rummins señalándole con un dedo grueso y sucio—, no voy a discutirle que sepa usted lo suyo sobre esa cosa de los muebles, pero sí le diré esto: ¿corno puede estar tan seguro de que es una falsificación, sin tan siquiera haber visto qué es lo que hay bajo toda esa pintura?
—Venga aquí —dijo el señor Boggis—. Venga usted aquí y se lo -mostraré. —Y, plantado junto a la cómoda, aguardó a que los tres se acercasen—. Veamos, ¿tiene alguien una navaja?
Claud sacó una, con mango de asta, y el señor Boggis la tomó y desdobló la menor de sus hojas. A continuación, y con aparente descuido que en realidad era extrema cautela, comenzó a rascar la pintura en una pequeña zona de la parte superior. El embadurnado se desprendió limpiamente del viejo y duro barniz que escondía, y, cuando tuvo descubierto un cuadrado de unos ocho centímetros de lado, se hizo atrás y dijo:
—¡Ahí tiene: mire eso!
Era una belleza: una cálida parcelita de caoba, fulgente como un topacio, con el rico y auténtico color oscuro de sus doscientos años.
—¿Pues qué le pasa? —quiso saber Rummins.
—¡Que es industrial! ¡Cualquiera lo vería!
—¿Y usted en qué lo nota? A ver, explíquenoslo.
—Bueno, debo confesar que es un poco complicado hacerlo. Es, más que nada, cuestión de experiencia. La mía me dice, sin lugar a dudas, que esta madera ha sido tratada con cal, que es lo que usan para conseguir el color viejo y oscuro de la caoba. Para el roble usan sales de potasa, y para el castaño, ácido nítrico; pero en la caoba es siempre cal.
Los tres hombres se acercaron un poco más a fin de examinar la madera. Se les había avivado, de pronto, el interés: siempre resultaba apasionante descubrir nuevas modalidades de la trampa, del engaño.
—Observen atentamente la textura. ¿Ven ese tono anaranjado entre el granate oscuro? Pues eso es el rastro de la cal.
Se inclinaron, primero Rummins, luego Claud y después Bert, hasta casi tocar la madera con la nariz.
—Eso sin contar con la pátina...
—¿La qué?
Les explicó lo que esa palabra significaba en términos de ebanistería.
—No pueden ustedes hacerse una idea, mis buenos amigos, de lo que son capaces esos pillos para conseguir el hermoso viso bronceado de la auténtica pátina. ¡Espantoso, verdaderamente espantoso! ¡Hablar de ello me revuelve el estómago!
Lo dijo escupiendo las palabras una a una, con una mueca de acritud que diese cuenta de su profunda repugnancia. Sus interlocutores se quedaron a la espera de nuevas revelaciones.
'—¡La cantidad de tiempo y desvelos que algunos mortales emplean en engañar a los ingenuos! —exclamó el señor Boggis—. ¡Es algo que da verdadero asco! ¿Saben ustedes qué hicieron en este caso, amigos míos? Lo veo claramente, casi como si lo presenciase: el largo y complicado proceso de untar la madera con aceite de linaza, de darle una capa de pulimento francés astutamente coloreado, de rebajarlo con piedra pómez y aceite, de aplicarle una cera de abeja que en realidad contiene polvo y tierra, y, por último, tratar la madera al fuego, a fin de que el pulimento se cuartee en forma que parezca barniz de hace doscientos años... ¡El espectáculo de esa picaresca me trastorna verdaderamente!
Los tres hombres continuaban estudiando el pequeño recuadro de madera oscura.
—¡Pálpenla! —ordenó el señor Boggis—. ¡Pongan sus dedos en ella! A ver, ¿cómo la nota, fría o caliente?
—Yo la noto fría —dijo Rummins.
—¡Ahí está, amigo mío! Es cosa demostrada que las imitaciones de pátina siempre resultan frías al tacto. La pátina auténtica transmite una curiosa sensación de calor.
—Yo, ésta, la noto normal —dijo Rummins, dispuesto a discutir.
—No, señor: es fría. Aunque, claro está, se requieren dedos expertos y sensibles para emitir un juicio válido. A usted no se le puede exigir un dictamen sobre el particular, como no se me podría exigir a mí sobre la calidad de su cebada. Todo en esta vida, amigo mío, es cuestión de experiencia.
Los tres hombres miraban de hito en hito a aquel extraño cura con cara de luna y ojos saltones. Lo hacían ahora con menos suspicacia, puesto que en verdad parecía saber de qué hablaba; pero todavía estaban lejos de confiar en él.
El señor Boggis se inclinó y señaló el herraje de uno de los cajones de la cómoda.
—Este —dijo— es otro de los puntos donde los falsificadores se emplean a fondo. El latón antiguo tiene, por lo regular, un color y una naturaleza propios. ¿Lo sabían ustedes?
Los otros le miraron con intensidad, en la esperanza de descubrir nuevos secretos.
—El problema, sin embargo, está en que se han vuelto habilísimos en las imitaciones. Lo cierto es que resulta casi imposible distinguir entre «antiguo auténtico» y «falso antiguo». No me importa reconocer que me hace dudar a mí mismo. De manera que no tiene sentido rascar la pintura de estas asas. Nos quedaríamos como antes.
—¿Cómo pueden hacer pasar por viejo el latón nuevo? —indagó Claud—. Ya sabe usted que el latón no se oxida...
—Le sobra a usted razón, amigo mío. Pero esos granujas tienen sus propios métodos secretos.
—^-¿Por ejemplo? —insistió Claud, a quien cualquier información de esa índole parecía valiosa: ¿cómo saber que no iba a serle útil en algún momento?
—Para ellos la cosa se reduce —dijo el señor Boggis— a dejar los herrajes por espacio de una noche en una caja que contenga virutas de caoba con sal amoníaco. La sal amoníaco vuelve verde el metal pero, si le raspa usted el verde, debajo encontrará un viso de calidad plateada y suave, el mismo que adquiere el latón muy antiguo. ¡Oh, hacen unas atrocidades...! Con el hierro utilizan otra triquiñuela.
—¿Qué hacen con el hierro? —inquirió Claud fascinado.
—El hierro no presenta problemas —dijo el señor Boggis—. Cerraduras, placas y bisagras de hierro las entierran, sin más, en sal común, de donde salen, al cabo de nada, oxidadas y llenas de picaduras.
—Está bien —intervino Rummins—. Usted mismo reconoce que los herrajes le despistan. Podrían tener cientos y cientos de años, y usted no lo advertiría, ¿no es eso?
—Ah —susurró el señor Boggis fijando en Rummins sus protuberantes ojos castaños—, ahí es donde se equivoca usted. Fíjese en esto.
Sacó del bolsillo de la chaqueta un pequeño destornillador y, al mismo tiempo, de forma que esto les pasara a todos por alto, un tornillo de latón, que ocultó bien en la palma de la mano. A continuación, y eligiendo uno de los tornillos de la cómoda —había cuatro en cada asa—, se dedicó a rascar de su cabeza hasta el último vestigio de pintura blanca. Hecho eso, se puso a destornillarlo lentamente.
—Si éste es un tornillo de auténtico latón viejo, siglo XVIII —decía entretanto—, su espiral será ligeramente irregular y se darán cuenta en seguida de que el tallado es manual, a lima. Pero si estos herrajes fueran una falsificación de la era victoriana o de fechas más recientes, el tornillo será, como es natural, de la misma época: un artículo mecanizado y producido en masa. Cualquiera es capaz de reconocer un tornillo hecho a máquina. En fin, vamos a ver.
No le resultó difícil al señor Boggis, al poner las manos sobre el tornillo antiguo, sustituirlo por el nuevo, oculto en la palma. Era ése otro de los pequeños trucos que al correr de los años le había resultado remunerador en extremo. Los bolsillos de su chaqueta de clérigo contenían siempre una amplia provisión de tornillos de latón corrientes y de diversos tamaños.
—Ahí lo tiene —proclamó al tiempo que entregaba a Rummins el moderno—. Échele una ojeada a eso. ¿Advierte usted la perfecta regularidad del espiral? ¿La ve? No faltaría más. Es un tornillo corriente y vulgar, como lo podría adquirir hoy en cualquier ferretería rural.
El tornillo pasó de mano en mano conforme los tres lo examinaban con esmero. El mismo Rummins se sentía ahora impresionado.
El señor Boggis volvió a guardarse en el bolsillo el destornillador, junto con el fino tornillo hecho a mano que había extraído de la cómoda, y, dando media vuelta, cruzó despacio ante los tres hombres, camino de la puerta.
—Mis queridos amigos —dijo según se detenía a la entrada de la cocina—, han sido muy amables permitiéndome echar una ojeada al interior de su agradable casa, muy amables. Espero no haberles resultado un pelmazo.
Rummins abandonó su examen del tornillo y, alzando la mirada, contestó:
—No nos ha dicho usted cuánto pensaba ofrecer.
—Ah, muy cierto —repuso el señor Boggis—. No lo he dicho, ¿verdad? Bueno, para ser enteramente sincero, creo que sería demasiada complicación. Mejor dejarlo.
—¿Cuánto estaría dispuesto a dar?
—¿O sea que de veras quiere desprenderse de la cómoda?
—No he dicho que quisiera desprenderme de ella. He preguntado que cuánto daría.
El señor Boggis volvió la mirada hacia el mueble, ladeó la cabeza primero a un lado y luego a otro, frunció el ceño, formó un hociquillo con los labios, se estrechó de hombros y agitó una mano en breve desgaire, como dando a entender que apenas valía la pena parar mientes en el asunto.
—Digamos... diez libras. Creo que es lo justo.
—¡Diez libras! —exclamó Rummins—. Señor cura, por favor, ¡no sea usted ridículo!
—¡En leña valdría más! —apuntó Claud ofendido.
—¡Mire esta factura! —prosiguió Rummins al tiempo que maltrataba el precioso documento con su sucio índice, y tan brutalmente, que el señor Boggis se alarmó—. ¡Bien claro dice lo que costó! ¡Ochenta y siete libras! Y eso, nueva. Ahora es una antigüedad: ¡vale el doble!
—Con su permiso, le diré que no es así. Se trata de una reproducción de segunda mano. Pero en fin, amigo mío, cediendo a mi espíritu derrochador, le subiré hasta las quince libras. ¿Qué me dice?
—Que sean cincuenta —replicó Rummins.
El señor Boggis sintió recorridos primero el dorso de las piernas y luego las plantas de los pies por un delicioso temblorcillo que algo tenía de hormigueo. La había conseguido. Ya era suya. Era incuestionable. Pero la costumbre de comprar barato, tanto como fuera humanamente posible, adquirida a fuerza de años de necesidad y de práctica, estaba ya demasiado arraigada en él para consentirle una capitulación tan fácil.
—Mi querido amigo —susurró sin pasión—, yo sólo quiero las patas. Es posible que más adelante también les encuentre alguna aplicación a los cajones; pero el resto, el armazón en sí, es, como muy bien ha señalado el amigo de ustedes, leña y nada más que leña.
—Déme usted treinta y cinco —dijo Rummins.
—No puedo, amigo, ¡no puedo! No lo vale. Ni yo debería meterme en esta clase de regateos. No está bien. Mi última oferta y me marcho. Veinte libras.
—Acepto —retrucó Rummins—. Es suya.
—Válgame Dios —exclamó el señor Boggis enlazando las manos—. Nunca aprenderé. No debía haber dado lugar a todo esto.
—Ya no puede desdecirse, señor cura. Un trato es un trato.
—Sí, sí, lo sé.
—¿Y cómo va a llevársela?
—Pues, veamos... Si yo trajese el coche hasta el patio, ustedes, a lo mejor, serían tan amables de ayudarme a cargarla.
—¿En un coche? ¡Eso no entra de ninguna manera en un coche! ¡Necesitará usted un camión!
—No lo creo. En fin, ya veremos. Tengo el coche en la carretera. Vuelvo en un periquete. Seguro que algo ingeniaremos.
El señor Boggis salió al patio, atravesó la cancela y enfiló el largo camino que a través de los campos llevaba a la carretera. Se dio cuenta de que estaba riendo convulsa, irrefrenablemente, y en sus adentros tenía la sensación de que centenares de minúsculas burbujas, como de gaseosa, le subían del estómago y le estallaban alegres en lo alto de la cabeza. De pronto, todos los ranúnculos del campo comenzaron a convertirse en monedas de oro que centelleaban al sol. Todo el suelo estaba sembrado de ellas; y, a fin de poder caminar entre las monedas, pisarlas, oír su tintineo al darles puntapiés, apartóse del camino y se internó en la hierba. Se le hacía difícil no echar a correr. Pero los clérigos no corren: caminan con reposo. Camina con reposo, Boggis. Guarda la calma, Boggis. Ya no hay prisa. La cómoda es tuya. ¡Tuya por veinte libras! ¡Y vale quince o veinte mil! ¡La Cómoda Boggis! Dentro de diez minutos la tendrás cargada en el coche —entrará sin dificultad— y tú estarás camino de Londres, cantando sin parar. ¡El señor Boggis conduciendo a su destino la Cómoda Boggis en el coche Boggis! Un momento histórico. ¿Qué no daría un periodista por conseguir una foto que lo perpetuara? ¿No debería arreglar eso? Quizá sí. Esperemos a ver. ¡Oh, día magnífico! ¡Oh, maravilloso, soleado día estival! ¡Oh, gloria!
Entretanto, en la granja, Rummins comentaba:
—¡Mira que dar veinte libras por ese montón de basura, el zopenco del viejo!
—Se las ha ingeniado usted la mar de bien, señor Rummins—le dijo Claud—. ¿Está seguro de que le pagará?
—r-Como que no se la cargamos mientras no lo haga.
—¿Y si no entra en el coche? —continuó Claud—. ¿Sabe qué pienso, señor Rummins? ¿Quiere que le dé mi sincera opinión? Pues pienso que ese condenado trasto es demasiado grande para entrar en el coche. ¿Y qué pasará entonces? Pues que lo mandará al demonio, se lo dejará en tierra, se le largará en el coche y usted no volverá a verle el pelo. Ni verá el dinero. Para mí que no tenía demasiadas ganas de quedarse con el mueble, ¿sabe?
Rummins se detuvo a considerar esa nueva y no poco alarmante perspectiva.
—¿Cómo puede un armatoste como ése entrar en un coche?
—prosiguió Claud, implacable—. Y que los curas, además, no llevan coches grandes. ¿O es que ha visto algún cura con un coche grande, señor Rummins?
—Me parece que no.
—¡Pues ahí está! Escúcheme bien. Se me ocurre una idea. Nos dijo, ¿o no es así?, que lo único que quiere son las patas. Pues nada: se las cortamos nosotros aquí mismo, de prisa, antes de que vuelva y seguro que entonces sí entra en el coche. Encima le ahorramos el trabajo de cortarlas él cuando llegue a casa. ¿Qué me dice a eso, señor Rummins?
La cara de Claud, chata y bovina, irradiaba una untuosa ufanía.
—Pues no es tan mala la idea —respondió Rummins al tiempo que miraba la cómoda—. Como que es buena, buena de verdad. Andando, pues. Habremos de darnos prisa. Tú y Bert la sacáis al patio mientras yo voy a buscar la sierra. Empezad por quitarle los cajones.
Dos minutos más tarde, Claud y Bert habían trasladado la cómoda al exterior, donde la pusieron patas arriba en medio del polvo, las cagadas de gallina y las boñigas. A lo lejos, a medio camino de la carretera, distinguieron una pequeña figura que avanzaba a trancos sendero abajo. Se detuvieron a mirar. Había algo un tanto cómico en su porte: lo mismo emprendía un trotecillo que ejecutaba una especie de cabriola o saltaba primero sobre un pie y luego sobre ambos, e incluso les pareció oír, en un momento dado, el eco de una animada cancioncilla que hasta ellos llegaba a través del prado.
—Yo creo que está chiflado —dijo Claud.
Y Bert produjo una sonrisa tétrica mientras su ojo nublado oscilaba lentamente en su cuenca.
Achaparrado, batracial, anadeando, Rummins llegó del cobertizo, provisto de una larga sierra. Claud le descargó de ella y puso manos a la obra.
—Córtalas bien a ras —le recomendó Rummins—. No olvides que las quiere para ponérselas a una mesa.
La caoba era dura y estaba muy seca, y conforme Claud ejecutaba el trabajo, un fino polvillo rojo saltaba de los dientes de la sierra y caía, leve, al suelo. Una tras otra fueron desapareciendo las patas, y, cercenadas todas, Bert se agachó y agrupólas en esmerada fila.
Claud retrocedió a fin de apreciar el resultado de su trabajo. Siguió un silencio de cierta duración.
—Sólo le preguntaré una cosa, señor Rummins —dijo cachazudo—: aun así, ¿podría usted meter en un coche ese armatoste?
—Como no fuera una furgoneta, no.
—¡Usted lo ha dicho! —exclamó Claud—. Y los curas, ¿sabe usted?, no llevan furgonetas; cuando más, mierdecillas de Morris-ocho y de Austins-siete.
—El no quiere más que las patas —repitió Rummins—. Si el resto no entra, pues que lo deje. No puede quejarse: las patas se las lleva.
—Vamos, señor Rummins, que no es usted tan tonto —replicó Claud paciente—. Sabe de sobras que, como no consiga meterlo todo en el coche, le saldrá con rebajas. En cuestión de dinero, los curas son tan zorros como el que más, no se engañe usted. Y si es ese viejo cuco, ya no hablemos. Total, ¿por qué no darle la leña y acabar de una vez? ¿Dónde tiene el hacha?
—Sí, no me parece mal —dijo Rummins—. Bert, ve por el hacha.
Bert entró en el cobertizo y volvió con un hacha de gran tamaño, de leñador, que entregó a Claud. Este se escupió en las manos, se las frotó y acto seguido empezó a atacar brutalmente, con los brazos tendidos a todo su largo en un vaivén pendular, el despernado armazón de la cómoda.
Fue una ardua tarea y le llevó su tiempo reducir el mueble a pedazos más o menos astillados.
—Una cosa tengo que reconocer —manifestó conforme se enderezaba para enjugarse el sudor de la frente—: diga el cura lo que quiera, el tipo que montó este trasto era un carpintero condenadamente bueno.
—¡El tiempo nos ha llegado por los pelos! —proclamó Rummins—. ¡Ahí viene!
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