lunes, 4 de noviembre de 2019

La riqueza de Henrik Ibsen a lo largo de más de un siglo



La riqueza de Henrik Ibsen a lo largo de más de un siglo

Cristina Gómez-Baggethun

17 de octubre de 2019



Si algo llama la atención de aquel que se acerca a la recepción de la obra de Ibsen es la gran variedad de interpretaciones a la que han dado lugar sus textos. Desde que el noruego irrumpió en el panorama teatral occidental alrededor de 1890, capitaneando aquello que se vino a llamar el momento escandinavo de la literatura europea, sus obras se han leído y llevado a escena de los modos más diversos. Su Espectros (1881), por ejemplo, fue enarbolada por el movimiento de renovación del teatro europeo que se propuso acabar con la hipocresía y la doble moral de la cultura burguesa del siglo XIX. La obra fue estrenada por los teatros más experimentales de finales de aquel siglo. La Freie Bühne de Berlín, el Théâtre Libre de París, el Independent Theatre de Londres y Stanislavski en Moscú produjeron montajes que generaron gran escándalo, pusieron en marcha los aparatos de censura estatal y transformaron el teatro por medio de puestas en escena que buscaban la verdad sobre el escenario y huían de los convencionalismos declamatorios del teatro comercial de la época. En Italia, en cambio, donde Espectros fue el mayor éxito comercial de Ibsen de la última década del siglo XIX y primera del XX, la obra no despertó escándalo alguno, ya que el gran actor Ermete Zacconi, que disfrutó de una suerte de monopolio tácito sobre la obra, la leyó como una advertencia sobre las letales consecuencias de la vida bohemia y artística. La lectura moralista de Zacconi tuvo varios seguidores en nuestro país, entre los que destacó el primer actor José Tallaví, que durante más de una década se retorció sobre los escenarios de toda la península, reproduciendo los síntomas de la locura provocada por la sífilis, una enfermedad cuyos efectos había estudiado en los hospitales. No obstante, también en España se dieron lecturas emancipadoras de la obra, como por ejemplo el histórico montaje de Espectros del director catalán Adrià Gual con su Teatre Íntim (1900), con frecuencia considerado el pionero del teatro moderno en España.
Algo parecido ha ocurrido con Un enemigo del pueblo (1883). En el Reino Unido, por ejemplo, despertó el entusiasmo de los socialistas de la Fabian Society, de la que formaban parte el dramaturgo George Bernard Shaw, uno de los grandes adalides tempranos de Ibsen, y también la primera traductora de la obra al inglés, Eleanor Marx Aveling, hija del filósofo. En París y en Bruselas, en cambio, donde Aurélien Lugné-Poe estrenó la obra con su Théâtre de L’Œuvre, generó tumultos de raigambre anarquista y detenciones a la salida de los estrenos. Pocas décadas más tarde, sin embargo, Un enemigo del pueblo resurgió con fuerza en el Tercer Reich, donde los nazis la emplearon como propaganda contra la cultura democrática de la República de Weimar. Lo cual no impidió que un par de décadas más tarde, en el contexto de la guerra fría, Arthur Miller la adaptara para denunciar la caza de brujas que capitaneó el reaccionario Joseph McCarthy en Estados Unidos y, en la actualidad, ha regresado con fuerza a los escenarios norteamericanos ante la crisis de derechos democráticos que sufre el país. En España, igualmente, Un enemigo del pueblo ha sido objeto de pasiones encontradas. Fue una obra muy popular en el movimiento obrero anarquista de finales del siglo XIX y Joan Montseny, el padre de Federica, no dudó en afirmar desde las páginas de su influyente Revista Blanca que Ibsen era “el tipo humano que artística y fisiológicamente más se acerca a la perfección”. Fueron sin embargo dos jóvenes republicanos, Carles Costa y Josep Maria Jordà, quienes tomaron la iniciativa de traducir y llevar Un enemigo del pueblo a escena por primera vez en nuestro país (Barcelona, 1893). Con ello convirtieron a Ibsen en el “ídolo de cierta juventud”, como denominó el crítico Joan Maragall a los modernistas catalanes que lucharon por revolucionar el teatro y, por medio de él, la sociedad en la que vivían. Tampoco faltó un interés socialista por la obra que cristalizó, por ejemplo, cuando Cipriano Rivas Cherif consiguió estrenarla con un grupo no profesional en el mismísimo Español en 1920, con ocasión del congreso anual de la UGT. En 1971, Fernando Fernán Gómez agitó con ella contra el franquismo y, en su denuncia de la ignorancia en la que el régimen había mantenido al pueblo, obtuvo uno de los mayores éxitos de crítica y público que la obra haya tenido en nuestro país, especialmente entre la juventud. Aunque no han faltado visiones de signo contrario, como la de uno de los últimos traductores de Un enemigo del pueblo al castellano, Juan Antonio Garrido Ardila, que ha ofrecido una lectura del texto profundamente enraizada en la filosofía aristocrática y elitista de José Ortega y Gasset. Más recientemente, en 2007, Juan Mayorga y Gerardo Vera la montaron poniendo el foco sobre la degeneración de los medios de comunicación y su connivencia con los poderes fácticos, y dieron lugar a un resurgir del interés por la obra que se ha traducido en numerosos montajes en los últimos años, como el de Àlex Rigola (2018).
En España, Los pilares de la sociedad (1877) ha sido representada en contadas ocasiones y solo por grupos próximos al anarquismo (1902, 1938), mientras que en Alemania fue una de las obras más populares de Ibsen en el circuito comercial. Ante el estreno de El pato silvestre (1884) en París en 1891, un indignado crítico declaró que jamás entendería lo que simbolizaba aquel pato, y sin embargo en nuestro país, la obra fue versionada por un autor tan insigne como Antonio Buero Vallejo y llevada a escena por José Luis Alonso en 1982.
Especialmente controvertidas han sido siempre Casa de muñecas (1879), La dama del mar (1888), La Casa Rosmer (1886) y Hedda Gabler (1890), las obras con las que Ibsen nos regaló los grandes personajes femeninos de Nora, Ellida Wangel, Rebekka West y Hedda Gabler, que han dado voz a las inquietudes de incontables mujeres por todo el mundo. Se ha dicho con frecuencia que el portazo con el que Nora abandona a su marido en Casa de muñecas constituyó el pistoletazo de salida del movimiento feminista moderno. No cabe duda de que, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, numerosísimas directoras y actrices han empuñado las obras de Ibsen en su lucha por la conquista del espacio público. A la segunda ola del feminismo se ha atribuido también el resurgir global que tuvieron estas obras en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX. En España montaron, versionaron o protagonizaron estas piezas grandes mujeres del teatro como Carlota de Mena, que fue la primera Nora de nuestro país (Barcelona, 1893), Carmen Cobeña (1902, 1908), Margarita Xirgu (1915, 1924), María Lejárraga y Catalina Bárcena (1917-1929), Irene López Heredia (1928, 1943) o Lola Membrives (1928-1929). Durante la fase final del franquismo y la transición hacia la democracia, estas obras despertaron el interés de mujeres tan destacadas como la directora Josefina Molina, la autora Ana Diosdado o la actriz Amparo Baró; y más recientemente, Ángela Molina y Cayetana Guillén Cuervo, entre otras, han interpretado a las heroínas ibsenianas. Sin embargo, y en paralelo, han corrido ríos de tinta argumentando que el feminismo nunca fue un tema en las obras de Ibsen, como afirma tajantemente uno de sus más destacados biógrafos, Michael Meyer.
En suma, parece que lo único que está claro con Ibsen es que nada está excesivamente claro, o al menos que lo que unos ven en sus textos es distinto, y con frecuencia contrario, a lo que ven otros. Y en eso consiste probablemente el secreto de Ibsen, en el hecho de que sus obras no contienen mensajes ni tesis, en que no dan lecciones, sino más bien cuestionan, problematizan, inquietan, hurgan y rebuscan. Ibsen jamás se sometió a una ideología, a consideraciones éticas o morales, ni siquiera a modelos estéticos. Y lo paradójico es que quizá en el preciso momento en que el arte se muestra más libre, menos sumiso y considerado, es cuando se torna más profundamente político.
A esta concepción del arte y de la obra ibseniana es a la que responden las ocho nuevas traducciones que ahora ofrecemos a los lectores hispanoparlantes. Estas versiones tratan de hacer justicia a la riqueza y ambigüedad de los textos ibsenianos. En todo momento ha sido mi voluntad no resolver paradojas ni arreglar entuertos. Más bien al contrario, he procurado sumergirme en las dificultades de los textos noruegos y he tratado de reflejarlas en su versión castellana. La literalidad ha sido el principio rector de mi labor y esta ha sido propiciada por el hecho de que he traducido estas obras directamente desde los originales en noruego, mi segunda lengua materna. A excepción de las cuatro traducciones de Alianza, esta es la primera vez que se ofrece en España a Ibsen traducido sin pasar por otras lenguas. (…)
La cadena de transmisión a través de las traducciones principalmente francesas, pero también inglesas y alemanas, hace que necesariamente se pierdan matices. Una de las características de las obras ibsenianas que no había sobrevivido a la línea de transmisión es el cuidado con el que Ibsen dotó a sus personajes de un modo de hablar único y singular. Cada uno de ellos tiene sus propios giros, vocabulario y expresiones con las que el noruego va trazando detalladamente su carácter, su gusto y hasta sus orígenes sociales.
(…)
Otro de los rasgos de las obras que me he esforzado por preservar y que raramente ha aparecido en traducciones anteriores es el frecuente uso de tacos y maldiciones por parte de algunos de los personajes, que contribuye también a perfilar su carácter. El caso más paradigmático en este sentido es el del protagonista de Un enemigo del pueblo: el doctor Stockmann es, con diferencia, el personaje más malhablado de toda la obra de Ibsen. Y su creciente uso de maldiciones a lo largo de la obra va dibujando el monumental cabreo que este apasionado personaje va acumulando en los últimos actos de la obra, moderando quizá las habituales lecturas épicas de un texto que Ibsen consideró seriamente subtitular “comedia”. (…)
Otro rasgo particular de las obras de Ibsen es el hecho de que, desde un principio, fueron prolijamente leídas, además de representadas. Prueba de que el noruego las destinaba también a la lectura son las detalladas descripciones físicas de los personajes y los espacios, difícilmente reproducibles sobre la escena, al igual que los momentos en que, en las acotaciones, mantiene oculta la identidad de un personaje en su salida al escenario, para mantener la emoción. (…)
Quisiera también señalar que en estas traducciones no he pretendido en ningún momento reproducir el castellano de la segunda mitad del siglo XIX. (…) Mi interés ha residido, en cambio, en emplear un registro contemporáneo en el que mi propia sensibilidad respecto del habla de mi tiempo me permita embarcarme en el tipo de empresas que vengo describiendo a lo largo de esta introducción. Por eso confío en que estas traducciones, además de ser leídas, puedan constituir una útil herramienta para aquellos que deseen montar los textos. (…)
Con la publicación de Los pilares de la sociedad en 1877, Ibsen abandonó definitivamente el verso y las temáticas históricas, e inició un proceso creativo que culminó en 1899, en el ultimísimo año del siglo, con la publicación de Cuando despertamos los muertos, que sería su última obra. Las ocho primeras obras de este periodo son las que publicamos en este volumen en riguroso orden cronológico, las cuatro últimas aparecerán próximamente. Durante algo más de dos décadas, Ibsen fue publicando las obras con las que se ganó un puesto en el canon de la literatura occidental, a razón de una pieza cada dos años aproximadamente.
  • Teatro (1877-1890) . Henrik Ibsen. Traducción de Cristina Gómez-Baggethun (Nórdica Libros).

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