Liudmila Petrushévskaia
UN DESTINO OSCURO
Eso era ella: una mujer soltera de treinta y pico años que había hecho todo lo posible por convencer a su madre -le había llegado a implorar- de que se fuera a pasar la noche a algún sitio. Por extraño que parezca, la madre se había se había resignado y se había largado Dios sabe dónde. Y entonces la mujer había llevado un hombre a casa. Se trataba de un hombre ya viejo, calvo, rechocho, que tenía complicadas relaciones con su mujer y con su madre -unas veces vivía con la primera y otras con la segunda, acá o allá-, que refunfuñaba respecto a su situación laboral y se mostraba descontento, aunque de vez en cuando afirmaba con aplomo que llegaría a ser jefe de laboratorio. ¿Tú qué crees, llegaré a ser jefe de laboratorio? Así lo decía él, un niño ingenuo de cuarenta y dos años, un tipo acabado, con una familia a cuestas y una hija que se estaba convirtiendo como quien no quiere la cosa en una mujer de catorce años, satisfecha de sí misma a quien las chicas de su casa habían estado a punto de darle en el patio una paliza por un chico, y cosas por el estilo. El hombre se había embarcado en aquella aventura de una manera muy práctica. Por el camino habían parado a comprar una tarta; en el trabajo era conocido por su afición a los pasteles, el vino, la comida, los buenos cigarrillos, y de que en los banquetes no paraba de zampar. Pero la culpa de todo eso la tenía su diabetes y esa eterna ansia de comer y beber todo lo que le perjudicaba -y que había acabado por perjudicarle también en su carrera-. Tenía un aspecto desagradable y punto. Iba con la cazadora desabrochada, el cuello abierto, tenía el pecho pálido y sin pelo. La caspa sobre los hombros, la calvicie. Las gafas de cristales gruesos. Esa es la joya que se llevó esta mujer a su piso de un solo espacio, decidida a acabar de una vez por todas con la soledad y todo eso, pero no con energía, sino con una oscura desesperación en el alma que por fuera se manifestaba igual que el gran amor humano, es decir, con exigencias, reproches y súplicas para que él le dijera que la amaba, a las que él contestaba: «Sí, sí, estoy de acuerdo.» En fin, no había sucedido nada agradable por el camino, ni al llegar a casa, ni al temblar de miedo cuando hizo girar la cerradura -temblaba por su madre, aunque con eso no hubo problema. Pusieron la tetera a hervir, descorcharon el vino, cortaron la tarta, se comieron una parte y bebieron vino. Él se desplomó en el sillón y se quedó mirando la tarta, pensando si debía terminársela, aunque tenía la barriga hasta los topes. No paraba de mirarla, y al final cogió con los dedos la rosa verde del centro, se la llevó a la boca tan feliz, se la comió, y se relamió los restos con la lengua, como un perro.
Miró luego su reloj, se lo quitó a continuación, lo puso sobre una silla y fue desnudándose hasta quedar en ropa interior. Insospechadamente, llevaba una ropa interior blanquísima, sentado en camiseta y calzoncillos, al borde la cama, parecía un niño gordo, limpio y cuidado. Se quitó los calzoncillos y se limpió con ellos la planta de los pies. Finalmente, se quito las gafas. Se tumbó junto a ella en la limpia y blanca cama e hizo lo que tenía que hacer. Charlaron luego un poco, y el comenzó a despedirse, repitiendo sin cesar otra vez. ¿Tú qué crees?, ¿llegaré a jefe de laboratorio? Ya en el umbral de la puerta, con el abrigo puesto, y mientras seguía charlando, aún volvió, se sentó a la mesa y, sirviéndose solo del cuchillo, se zampó otra gran trozo de tarta.
Ella ni siquiera lo acompañó a la puerta. Pero él, al parecer, no reparó en eso, en absoluto. Afable y amistosamente, le dio un beso en la frente, agarró su cartera, revisó en el umbral el dinero que llevaba, dijo "ay", y le pidió que le cambiara un billete de tres rublos; al no obtener respuesta, se marchó con su gran barriga, su mentalidad infantil y su olor a cuerpo extraño, limpio y cuidado, sin ni siquiera pasársele por la cabeza que la puerta de aquella casa de había cerrado para siempre, que había perdido en el juego, que había dejado escapar algo y que nunca más volvería a tener allí otra oportunidad. El no lo comprendió, y despareció, tragado por el ascensor, junto con su calderilla, sus billetes de tres rublos y su pañuelo.
Por suerte, no trabajaban juntos, sino en edificios diferentes. Al día siguiente ella no acudió a la cantina común, sino que se pasó toda la pausa de la comida sentada a la mesa. La esperaba, por la tarde, el encuentro con su madre; por la tarde comenzaría de nuevo su otra vida, su auténtica vida. E, inesperadamente para ella misma, aquella mujer le preguntó a su compañera de trabajo: "¿Qué, ya has encontrado amante?" "No", respondió la compañera tímidamente, porque hacía poco que la había abandonado el marido, y ella sufría sola su vergüenza, sin contar nada a nadie, y no dejaba que ninguna de sus amigas fuera a su casa, que se había quedado vacía. "No, ¿y tú?", preguntó la compañera de trabajo. "Yo sí", respondió la mujer, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad. Y se dio cuenta de repente de que, irremediablemente y por los siglos de los siglos, se hallaba metida en una trampa, que ahora le iba a tocar temblar y sufrir, que iba a pasarse horas junto a las cabinas telefónicas sin saber a dónde llamarle, si casa de su mujer, a la de su madre o al trabajo: el hombre que el destino le había deparado no tenía horario laboral fijo, con lo que fácilmente podía no estar en un sitio u otro. Eso era lo que la esperaba. Y la esperaba, además, la vergüenza de ser la persona que llamaba inútilmente por teléfono, la voz de siempre, una voz más entre las voces que ya habían llamado en multitud de ocasiones a aquel hombre huidizo, amado probablemente por muchas mujeres, que escapaba asustado de todas y que probablemente les preguntaba a todas, en las mismas situaciones, si llegaría o no a jefe de laboratorio.
Por lo que se refería al hombre que le había tocado en suerte, la cosa no podía estar más clara: se trataba de un hombre diáfano, tonto e insensible. Y ella, aunque tuviera los ojos arrasados en lágrimas de felicidad, la esperaba un oscuro destino.
Liudmila Petrushévskaia
Amor inmortal
Alianza Cuatro, Madrid, 1993, pp. 58-60
DE OTROS MUNDOS
Cuentos
a mi me interesan los cuentos porque escribo cuentos, muy acertado de hacer conocer cuentistas que nunca oí nombrar
ResponderEliminar