Liudmila Petrushévskaia
EL PAÍS
¿Quién podría decir cómo vivía, con su hija, en un apartamento de una sola habitación, aquella silenciosa mujer alcohólica, invisible para todos, que cada noche, por muy borracha que estuviera, ordenaba las cosas que su hija había de llevar a la guardería, para tenerlo todo a mano por la mañana?
Ella conservaba en el rostro huella de pasada belleza -cejas arqueadas, fina nariz-, pero la hija, en cambio, era una niña delicaducha, blancuzca y alta para su edad, que ni siquiera se parecía al padre, porque éste era muy rubio y con los labios de color rojo vivo. Habitualmente, la hija jugaba en silencio en el suelo mientras la madre bebía sentada en la mesa o echada en la cama turca. Luego se acostaba y apagaban la luz; se levantaban como si tal cosa por la mañana y, en medio de la helada y la oscuridad, corrían a la guardería.
Madre e hija iban de visita varias veces al año; entonces, sentada a la mesa en otra casa, la madre se animaba, se ponía a hablar en voz alta y, apoyando la barbilla en la mano, cambiaba; es decir, aparentaba que estaba en familia. Y lo había estado cuando el rubio era su marido; pero luego todo se había perdido: la vida anterior y los conocidos de antes. Y ahora tenía que elegir las casas y los días en que no era probable que el rubio fuera de visita con su nueva esposa, una mujer de carácter duro, según decían, que no dejaba pasar una a nadie.
Así que la madre, que tenía una hija del rubio, llamaba para tantear, felicitaba a alguien por su cumpleaños, vacilaba, se mostraba indecisa y preguntaba que cómo les iba la vida, pero no se decidía a decirles que iba a ir a verlos, sino que esperaba. Esperaba a que lo decidieran todo los que estaban al otro extremo de la línea; por último, colgaba el teléfono, iba corriendo a la tienda por la correspondiente botella y luego a la guardería a recoger a la hija.
Anteriormente la madre tenía la costumbre de ni siquiera pensar en darle a la botella antes de que la hija se hubiera dormido, pero luego todo se había simplificado y las cosas habían seguido su curso natural. Porque ¿qué podía importarle a la niña que la madre bebiera té o tomara una medicina? En realidad, a la niña le daba todo igual; se limitaba a jugar en silencio en el suelo con sus viejos juguetes. Y nadie en el mundo sabía cómo vivían las dos, ni las cuentas que hacía la madre calculándolo todo, decidiendo que no se perdía nada si se gastaba en vino lo que le costaría la comida, porque la niña comía en la guardería y ella no necesitaba comer.
Y ahorraban, apagaban la luz, se echaban a dormir a las nueve de la noche y nadie sabía qué sueños divinos tenían madre e hija; nadie sabía que se dormían apenas apoyaban la cabeza en la almohada; que se dormían inmediatamente con el fin de volver a un país que tendrían que abandonar de nuevo por la mañana temprano para correr en dirección a algún sitio, en pos de algo, cuando en realidad lo mejor que les podía pasar era que no despertaran nunca.
Ella conservaba en el rostro huella de pasada belleza -cejas arqueadas, fina nariz-, pero la hija, en cambio, era una niña delicaducha, blancuzca y alta para su edad, que ni siquiera se parecía al padre, porque éste era muy rubio y con los labios de color rojo vivo. Habitualmente, la hija jugaba en silencio en el suelo mientras la madre bebía sentada en la mesa o echada en la cama turca. Luego se acostaba y apagaban la luz; se levantaban como si tal cosa por la mañana y, en medio de la helada y la oscuridad, corrían a la guardería.
Madre e hija iban de visita varias veces al año; entonces, sentada a la mesa en otra casa, la madre se animaba, se ponía a hablar en voz alta y, apoyando la barbilla en la mano, cambiaba; es decir, aparentaba que estaba en familia. Y lo había estado cuando el rubio era su marido; pero luego todo se había perdido: la vida anterior y los conocidos de antes. Y ahora tenía que elegir las casas y los días en que no era probable que el rubio fuera de visita con su nueva esposa, una mujer de carácter duro, según decían, que no dejaba pasar una a nadie.
Así que la madre, que tenía una hija del rubio, llamaba para tantear, felicitaba a alguien por su cumpleaños, vacilaba, se mostraba indecisa y preguntaba que cómo les iba la vida, pero no se decidía a decirles que iba a ir a verlos, sino que esperaba. Esperaba a que lo decidieran todo los que estaban al otro extremo de la línea; por último, colgaba el teléfono, iba corriendo a la tienda por la correspondiente botella y luego a la guardería a recoger a la hija.
Anteriormente la madre tenía la costumbre de ni siquiera pensar en darle a la botella antes de que la hija se hubiera dormido, pero luego todo se había simplificado y las cosas habían seguido su curso natural. Porque ¿qué podía importarle a la niña que la madre bebiera té o tomara una medicina? En realidad, a la niña le daba todo igual; se limitaba a jugar en silencio en el suelo con sus viejos juguetes. Y nadie en el mundo sabía cómo vivían las dos, ni las cuentas que hacía la madre calculándolo todo, decidiendo que no se perdía nada si se gastaba en vino lo que le costaría la comida, porque la niña comía en la guardería y ella no necesitaba comer.
Y ahorraban, apagaban la luz, se echaban a dormir a las nueve de la noche y nadie sabía qué sueños divinos tenían madre e hija; nadie sabía que se dormían apenas apoyaban la cabeza en la almohada; que se dormían inmediatamente con el fin de volver a un país que tendrían que abandonar de nuevo por la mañana temprano para correr en dirección a algún sitio, en pos de algo, cuando en realidad lo mejor que les podía pasar era que no despertaran nunca.
Liudmila Petrushévskaia
Amor inmortal
Alianza Cuatro, Madrid, 1993, pp. 68-69
DE OTROS MUNDOS
Cuentos
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