Libros de viajes que hay que meter en la maleta
Escritores del género como Colin Thubron, Philip Hoare, Javier Reverte o Patricia Almarcegui comentan su título favorito
26 de julio de 2019
Colin Thubron: El tiempo de los regalos, de Patrick Leigh Fermor
Mi libro favorito de literatura de viajes es uno más bien convencional, El tiempo de los regalos, de Patrick Leigh Fermor. Este paseo a pie a través de Europa en 1933-34, desde Holanda a Hungría, fue escrito cuarenta años después del viaje, pero El tiempo de los regalos recupera un espíritu de libertad juvenil que ha inspirado a generaciones con su sueño de autorrealización a través del viaje. Leigh Fermor siguió hasta completar (casi) su trilogía de libros sobre su viaje a Estambul, pero nunca capturó del todo la exuberancia del primer volumen. Quizá porque le robaron sus notas en ruta en Alemania, así que El tiempo de los regalos fue escrita de manera menos autoconsciente que las otras dos partes, brotando de una memoria prodigiosa.
Philip Hoare: Moby Dick, Herman Melville
Moby Dick es el libro más subversivo, extravagante y divertido acerca de la ballena y el mar que uno pueda haber leído nunca. ¿No me creen? ¿No creen que un libro de 1851 pueda impactarnos? Por favor, déjenme asegurarles que este es un excelente momento para meterlo en su maleta (¡aunque tenga 135 capítulos!). Por una razón, este año es el 200 aniversario de Melville (nació el 1 de agosto de 1819), así que merece un regalo, el de la atención y la admiración de ustedes. Es un libro que pronostica el futuro de cambio climático y extinción. Satiriza a los políticos, de manera perenne (el capitán Ahab como un líder estadounidense loco que anda suelto —¿a quién podría recordarnos hoy eso?—. El libro celebra el primer matrimonio gay interracial (el narrador, Ismael, se casa con Queequeg, el isleño del Pacífico tatuado). Y al final... Bueno, tienen que verlo. Moby Dick es el más grande, más acuoso, más ballenero viaje de aventura del mundo moderno, exquisitamente escrito, fantásticamente imaginado, y una vez enganchados no serán capaces de soltarse. Cambiará sus vidas para siempre. Les llevará a los más lejanos confines de la Tierra, y algo más. Yo lo leí y acabé en el océano más allá de las Azores, mirando a una ballena a los ojos. ¿Qué otra obra pude llevar a semejante gloriosa y transportadora locura?
Patricia Almarcegui: Muerte en Persia, de Annemarie Schwarzenbac
Elijo Muerte en Persia (Minúscula), de Annemarie Schwarzenbach. Pero no puedo dejar de citar Los viajes de Alí Bey, de Domingo Badía, primer occidental en llegar a La Meca y fuente principal de los viajeros europeos posteriores a Oriente. El libro de Schwarzenbach es fundamental por varias razones. El viaje le permite reflexionar y hablar de la condición femenina y de género gracias a las mujeres que encuentra. Una mujer se fija en las mujeres, y los libros de viaje escritos por hombres apenas lo hacen. Schwarzenbach es además escritora. La experiencia del viaje la obliga a tensar y a forzar el lenguaje al máximo y Muerte en Persia presenta una poética y retóricas abrumadoras. Su descripción de Irán es única; identifica el exotismo del país y lo ajeno que resulta. Sin embargo, acaba reconociéndose en dicho extrañamiento, el mismo que siente en su interior ante la vida y la época (“ángel devastado” la llamó Thomas Mann). Exterior e interior coinciden. Son las paradojas del viaje, a veces hay que irse muy lejos para encontrarse.
Javier Reverte: Inocentes en el extranjero, de Mark Twain
Creo que el verano es una buena ocasión para leer un libro de 1870 que no ha pasado en absoluto de moda: Inocentes en el extranjero, de Mark Twain. El escritor tenía 35 años cuando publicó este relato sobre su periplo en crucero por Europa y Tierra Santa, y en su trabajo se aprecian, sobre todo, dos de las mejores cualidades del autor: la capacidad descriptiva del entorno y su agudo sentido del humor, a veces hilarante. Es un libro que hace reflexionar, soñar con viajes y reír a mandíbula batiente. ¡Qué difícil mezcla, sólo al alcance de los genios! Dice, por ejemplo, del curso del Arno, en Florencia: “Sería un río agradable si le añadieran agua”. Pura literatura, puro viaje.
Pilar Rubio: El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen
Elegir solo un título, ¡buf!, qué difícil en un género tan versátil, condenado, como el dragón, a escribir con sus ocho cabezas. Elijo El leopardo de las nieves por su hondura esencial y por evitar florituras formales. Han pasado 40 años desde su publicación y parece que el tiempo aún es capaz de otorgarle más y más volumen. Es, sobre todo, una radical elegía a la comunión con el lugar (“estoy aquí para estar aquí”) y, como es una sutilísima introducción a la filosofía budista, resuelve en su prosa la fusión de dualidades: se está dentro de sí tanto como se está en el afuera del mundo. Todo es uno. Es también el relato de una experiencia sublime, como es la de caminar dos meses por las regiones de Dolpo en el Himalaya con una mirada afilada y lúcida, y es también literatura del yo sumido en un reciente duelo y la búsqueda de sentido. Literalmente este viaje le cambió la vida a Matthiessen y muestra cómo nos la puede cambiar a los demás.
Gabi Martínez: Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence
Si aceptamos Los sertones de Euclides da Cunha o los Viajes de Alí Bey como libros de viaje, podemos convenir que Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, escribió la que para mí no es solo una obra maestra del género, sino el libro total: Los siete pilares de la sabiduría. El pequeño —llegó a pesar 42 kilos— arqueólogo y coronel británico, encargado de liderar la guerra de guerrillas árabe frente a los turcos durante la Primera Guerra Mundial, narra la campaña que le lleva a cruzar el desierto desde el mar Rojo hasta Áqaba. Para sobrevivir, debe entender tanto al desierto como a sus moradores, y se aplica y arriesga de tal modo en la inmersión, que igual atiende a los días que aguanta un camello sin agua que a mapear la geografía antes de asaltar un tren o a analizar antropológicamente a los árabes para comandarlos mejor. “Yo seguía, pero no fundaba”, dice, sin embargo, asumiendo su papel secundario en aquel paisaje y entre aquella gente a los que describe física y espiritualmente con el detalle de quien sabe que en ellos está, más que su éxito, su salvación. Conoce extremos del sexo y la sed, penetra en las ideas gracias a padecer la tierra y el clima, y eleva la obra a una cota aún más memorable al reflejar cómo su propia psicología cambia, introduciendo a su vez la intriga sobre cómo resolverá un gran dilema moral: ¿traicionará al pueblo que ha confiado en él? La cantidad de temas y disciplinas abordados con rigor y poesía, la potencia de las paradojas, el choque cultural y el desnudo del espacio y las almas hacen de Los siete pilares de la sabiduría, ya está dicho, el libro total. Que, por supuesto, es “de viajes”.
María Belmonte: Desde el Monte Santo. Viaje a la sombra de Bizancio, de William Dalrymple
¿Mi libro de viajes favorito? Es difícil elegir. Hay tantos buenos. Pero hay uno extraordinario: Desde el Monte Santo. Viaje a la sombra de Bizancio, de William Dalrymple. En 1994, Dalrymple emprendió un viaje tras las huellas de Juan Mosco, monje bizantino que en el año 578 partió en peregrinaje por el Mediterráneo oriental para recoger la sabiduría de los padres del desierto, de los sabios y los místicos del oriente bizantino. En Constantinopla escribió un libro titulado El prado espiritual, donde relató todas las anécdotas e historias sagradas más memorables de su periplo, para, después, morir de agotamiento. Siguiendo sus huellas, Dalrymple nos lleva de viaje desde el monte Athos a Turquía sudoriental, pasando por Líbano, Siria y Palestina hasta llegar al desierto de Egipto mientras nos narra la dramática situación de los cristianos en Oriente Medio. El libro está salpicado de peripecias personales de todo tipo: peligrosas, absurdas, divertidas, pero este pasaje de su estancia en Alejandría, casi al final de su viaje, resume para mí el tono del libro: “Un volumen encuadernado de las cuatro novelas del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell me ha acompañado en este viaje, como agradable contrapunto de la espiritualidad a veces sombría de los monasterios que he visitado. Durante las largas tardes monásticas en las que el sol daba de plano en el desolado albergue y la quietud era absoluta, sin que el más leve sonido quebrara el lento bamboleo de las cortinas desvaídas de la celda, podía ser muy tranquilizador dejar a un lado Las máximas de los padres del desierto y sentarme a leer sobre burdeles y bailarinas, sobre comerciantes corruptos y hacendados voluptuosos, ‘libertinos dispuestos a hundirse en los sentidos tan profundamente como cualquier padre del desierto en la mente’, como dice Baltasar en Justine”. Genial.
Jordi Esteva: El Nilo azul, de Alan Moorehead
Tras la temprana lectura de El Nilo azul, de Alan Moorehead, quedé hechizado por sus innumerables historias. Me inquietaron las costumbres de los Afar de Djibouti y sus collares con testículos de los enemigos ofrecidos como dote. Las ceremonias de trance en Etiopía que reencontraría en el África fantasmal, de Leiris, y en cierto modo en las cartas de Rimbaud desde la misteriosa Harar. Me impresionó la gesta de los mamelucos, la casta de esclavos guerreros que dominaron El Cairo, al servicio de la Sublime Puerta, y cómo Mohamed Alí, el creador del Egipto moderno, acabó con ellos poniendo fin a la oscura y larga noche egipcia. Alan Moorehead hablaba también de los exploradores británicos en busca de las fuentes del Nilo, que descubrían para el imperio cataratas, ríos y montañas conocidos naturalmente por los habitantes y que desde siempre tuvieron nombre. Con El Nilo azul revivía los momentos de soledad de la infancia cuando, rodeado de atlas y mapas, viajaba sin salir de la habitación. Meses después de su primera lectura partí al Sudán en busca de un primo cineasta perdido como Kurtz, en el corazón de la región de Ecuatoria, al que jamás encontré. No he vuelto al libro que me puso "un petardo en el culo" lanzándome al mundo. No me atrevo. ¿Demasiado británico y colonial, perhaps?
Xavier Moret: El peor viaje del mundo, de Apsley Cherry-Garrard
Me encanta este libro porque narra un duro viaje a la Antártida con un humor muy inglés. Ya desde las primeras líneas, el autor lo deja claro: “La exploración polar es la forma más radical y al mismo tiempo solitaria de pasarlo mal que se ha concebido (…). Se está más solo que en Londres y más apartado que en cualquier monasterio, y además el correo no llega más que una vez al año”. Cherry-Garrard describe con maestría esta odisea, realizada entre 1910 y 1913, en la que tuvo que soportar temperaturas de hasta 56 grados bajo cero que le hicieron llegar a considerar a la muerte “como una amiga”. Su relato de cómo arriesgó la vida para llevar a Inglaterra tres huevos de pingüino emperador es de antología, sobre todo cuando, a la vuelta, los conservadores del Museo de Historia Natural de Londres lo reciben con una frialdad que supera la de las tierras polares. Un gran libro, sin duda, al que me gusta volver de vez en cuando para deleitarme con la aventura y el estilo del gran Cherry-Garrard.
Anik Lapointe: El corazón perdido de Asia, de Colin Thubron
Siempre que voy a Londres acabo en Daunt Bookshop, la librería de mis sueños. En ella fui descubriendo a la gran mayoría de los maestros de la literatura de viajes, escritores a los que estoy doblemente agradecida porque me abrieron de una sola tacada las puertas de dos mundos: el literario y el viajero. En Daunt Bookshop, con su inmensa vidriera, tienes la sensación de estar ante la entrada de una cueva luminosa que esconde los secretos más recónditos de los seres más intrépidos. Una cueva organizada por países, que me permitió descubrir, en la década de los noventa, los libros de Colin Thubron, singularmente El corazón perdido de Asia (1994), un fabuloso viaje histórico, cultural y literario por las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central, y En Siberia(1999), su shakespeariano y magistral retrato del Gulag soviético, de los pueblos y regiones aún traumatizados tras la disolución de la URSS. Desde entonces, la prosa precisa de Colin Thubron, y su mirada única para evocar civilizaciones silenciadas por el polvo del tiempo, me han ayudado a surcar el espacio y el tiempo y a entender mucho mejor el mundo de hoy y el de ayer.
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