Alfredo Molano
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Pablo Salgado
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De tenis y mochila:
la rebeldía de Alfredo Molano
Conozca al escritor que ha revelado las facetas sociales de la Colombia profunda.
31 de octubre 2019 , 06:44 a.m.
Este jueves 31 de octubre falleció Alfredo Molano a sus 75 años. Esta entrevista fue publicada originalmente el 22 de noviembre de 2017, por la revista BOCAS. La republicamos como homenaje a su vida.
Hay un paisaje que lo acompaña adondequiera que vaya: el de las montañas envueltas en la niebla espesa de La Calera, donde creció, donde ha escrito sus más de veinte libros y donde vive rodeado de su núcleo más íntimo.Es viernes al mediodía. Afuera cae una llovizna pertinaz que le recuerda su infancia. Desde la ventana del estudio de esta casa, que construyó en 1982, se alcanza a ver, al otro lado del páramo, un costado de El Líbano, el latifundio de mil fanegadas sobre el valle de Teusacá donde sus padres cultivaban papa y trigo con un pelotón de labriegos que llamaban “amito” al pequeño Alfredo.
Las madrugadas en que la Luna, en sus fases de mayor influjo, no le daña el sueño, Molano descansa cuatro o cinco horas, sin interrupción. “Cuando era joven la Luna me provocaba unas noches muy eróticas, pero ahora no me deja dormir”, dice.
Cuando no está viajando, se despierta antes del amanecer, prende el radio y, truene o caiga una de esas heladas que le congelan los huesos, se levanta, hace una jarra de tinto, se abriga con chompa y ruana y empieza a escribir. Dos horas después hace una primera pausa para sentarse a meditar durante cuarenta minutos. Luego vuelve a su escritorio y entre las 10 y las 11 apaga el computador. “Tengo que reconocerle esa cierta disciplina mía a mi trabajo con Gurdjieff”, dice Molano. Se refiere al Cuarto Camino, el sistema de ideas del místico armenio George Ivánovich Gurdjieff.
Habla en voz baja, casi en susurros. Es tímido, aunque parece gruñón. Además de escribir y viajar por Colombia, le gusta ver toros, dormir en chinchorro y preparar espaguetis en todas sus formas. Lo que más disfruta en la setentena, sin embargo, es pasar tiempo con Antonia, su nieta de once años.
A Bogotá baja a regañadientes. Ir un domingo a la ciudad le parece un sacrilegio. Prefiere estar en La Calera o haciendo trabajo de campo en una zona rural. A donde no lo dejan entrar en tenis no va. En su armario guarda más de veinte pares blancos y dos rosados. Manda a hacer las camisas por encargo una vez al año. Ya no fuma los Dunhill que no podían faltar en las mochilas que se terciaba en sus primeras correrías. Ahora, como una especie de recompensa al final de una buena jornada de escritura, se fuma un tabaco cubano.
El sociólogo y escritor Alfredo Molano Bravo nació en una clínica de Teusaquillo. Como no había carretera de Bogotá a La Calera en 1944, a los cuarenta días del parto dos peones lo subieron a caballo por un camino de herradura. Sus héroes de niñez y adolescencia fueron el Llanero Solitario y Simón Bolívar. ¿Un recuerdo feliz? La Navidad en que le regalaron un caballo y una silla con todos sus aperos.
Alfredo Molano siempre ha sido un caminante y un jinete avezado, desde que conoció de niño el antiguo camino real que de Bogotá conducía al Meta, hasta su más reciente recorrido a caballo de la vereda San Miguel a Marquetalia, la cuna de las Farc.
A este hombre de estatura baja, abdomen pronunciado de bon vivant, con acento cachaco, narizón, cara afilada surcada de arrugas, pelo liso blanco a la nuca y bigote cenizo, sus allegados lo describen como un ser amoroso, más emocional que intelectual, que sabe celebrar la vida tanto en la mesa como en la trocha, al frente de un auditorio o en una plaza de toros.
Se formó políticamente al lado de su amigo y mentor Camilo Torres, el cura guerrillero, a quien conoció en la Universidad Nacional, donde a mediados de los años sesenta palpitaba un intenso movimiento intelectual: Marta Traba, Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña y Virginia Gutiérrez, entre otros. Tras romper con una corriente académica encabezada por el profesor Darío Mesa, que lo tachó de vulgar publicista de la sociología, se graduó y dio rienda suelta a su espíritu andariego. Durante casi tres años vivió en Medellín, donde fue investigador del Incora, profesor en la Universidad de Antioquia y discípulo del filósofo Estanislao Zuleta. De allí viajó a Francia con una beca de doctorado junto a su pareja de entonces y con los dos primeros hijos de los cuatro que tuvo. No se graduó de doctor porque su tesis sobre la colonización del Ariari le pareció más literaria que teórica al profesor que la dirigió.
A uno con tenis y bluyín lo consideran un mensajero. Siento que mis peleas de desobediencia, irrespeto y rechazo a la autoridad pasan por los tenis.
Con su obra, Molano ha dibujado el mapa de un largo conflicto agrario. Ninguna región y casi ninguna lucha campesina del último tercio del siglo XX en Colombia han escapado a su escrutinio. Los bombardeos de El Pato, Selva adentro y Siguiendo el corte fueron los primeros libros suyos que tuvo el gusto de ver impresos. El primero es el testimonio de una mujer víctima de la guerra en Huila. El segundo es una radiografía de la colonización del Guaviare. El tercero reúne historias de conflictos territoriales y guerrilleros legendarios. Su prestigio como cronista de la violencia en Colombia no hizo sino crecer con Los años del tropel, Trochas y fusiles, Del llano llano o Ahí les dejo esos fierros, algunos de los títulos más destacados de una obra que explora las causas de la inequidad en un país que quedó dividido después del 9 de abril de 1948. Su más reciente libro, De río en río, es el resultado de su primera incursión de rigor en territorios negros del Pacífico como Tumaco, Guapi y Timbiquí.
También en la televisión, Molano ha dejado su huella de relator cercano al naturalismo. Los sesenta capítulos de la serie Travesías, que dirigió a comienzos de los años noventa, contribuyeron a que la Colombia urbana abriera los ojos a esplendores lejanos: Vichada, Guainía, Vaupés y el Orinoco. Para su mejor amigo, Fernando Rozo, con el que recorrió medio país entrevistando gente, uno de los retratos más fieles de Alfredo es con un sombrero alón de fieltro y un pañuelo raboegallo anudado al cuello, hablando con un campesino viejo o tomando notas frente a un ruedo para sus crónicas taurinas.
Fue fiestero hasta que una hepatitis lo alejó del trago. Ya no se toma más de un par de copas de Campari o de Jerez. O de aguardiente Llanero si está en Chaquevá, su finca en Vichada que los paramilitares le arrebataron para montar un laboratorio de cocaína y que, al cabo de varios años, con la ayuda de sus hijos, logró recuperar.
La confrontación con el poder ha marcado el destino de Alfredo Molano. Sus columnas de opinión le han granjeado líos con la mafia y con la justicia. Veinte años atrás, el paramilitar Carlos Castaño le envió una amenaza velada que lo empujó al exilio, y hace una década sostuvo una sonada disputa legal con la poderosa familia Araújo, de Valledupar, que lo demandó por injuria y calumnia. Tres años después la Fiscalía lo absolvió.
Actualmente Alfredo Molano dicta una cátedra en la Universidad Externado y escribe una columna semanal, cada domingo, en El Espectador. Cada vez que puede le hace el quite al frío de La Calera y se encierra a escribir en la casa que compró en el centro de Honda.
En el 2014, la Universidad Nacional le concedió el doctorado honoris causa. En el texto que leyó al recibirlo, Molano dijo: “Se tiene miedo de escribir porque se tiene miedo de escuchar, porque se tiene miedo de vivir. Quizá por eso son más seguros los conceptos y los prejuicios”. El año pasado recibió el Premio Simón Bolívar por su trayectoria periodística. “Los premios a toda la vida se los dan a los que van a morir rápido”, me dijo una mañana de mayo en el asiento de atrás de la camioneta blindada en la que se mueve desde hace ocho meses.
Este debe ser uno de los pocos Estados del mundo que tiene que ponerles guardaespaldas a algunos de sus periodistas. ¿Se siente realmente en riesgo?
Siempre es posible que haya una mano que quiera joderlo a uno, pero yo no me siento así. Lo que pasa es que yo no soy nuevo en esto. Yo me he puesto en riesgo siempre. Los escoltas viven muy moscas, quién sabe qué sabrán. La paranoia es un juego de la vanidad que dice: “Es que yo soy tan importante…”. Y yo no le juego a eso. Por otro lado, hay una vaina muy complicada con la Unidad de Protección: cada mes le dan una cierta cantidad de combustible a uno, y si se pasa toca sacar del bolsillo propio. Entonces, como yo viajo tanto, me tiene arruinado el combustible de esta camioneta.
¿Cuál ha sido su relación con el dinero?
Yo no he sido un hombre de negocios. Cuando no tengo plata me afano. Mi objetivo nunca ha sido hacer dinero. Yo he cambiado la plata por mi independencia. Cuando decidí no estar metido en las oficinas ni hacer consultorías ni todas esas güevonadas, me jugué la carta de la independencia. Eso me ha costado no tener pensión, vivo de lo que sigo haciendo.
A Álvaro Uribe lo recuerdo, porque valiente ese guevón sí es. Iba a mis clases y hacía preguntas. Evidentemente era un mosco en leche: se sentaba aparte, como oyente, no como alumno regular.
Ha estado en casi todas la zonas de concentración de las Farc en los últimos meses. ¿Qué ha visto?
Visité siete Zonas Veredales. Lo que he visto es que las construcciones están mal hechas. Parecen más campamentos para refugiados que para una guerrilla que se está desmovilizando. Yo había comenzado a pensar que ese incumplimiento del Estado era calculado, pero la conclusión a la que estoy llegando es peor y resulta que el Estado es así, inoperante.
Han pasado más de treinta años desde sus primeras incursiones en zonas de guerra. ¿Algún actor armado lo secuestró alguna vez?
Las Farc me detuvieron tres veces. Una en La Uribe, durante tres días. Me trataron bien, pero me mantuvieron aislado. Me daban los tres golpes diarios de comida y me conversaban. Otra vez, en caño Dando, en el Ariari: tres días durmiendo en una mesa de billar y soportando jugadores y borrachos de día. La última fue en Calamar, Guaviare. A punto de ser amarrado, me salvó la intervención del Cabildo Municipal, que habló con el comandante y además me nombró visitante ilustre.
Usted ha entrevistado a muchos guerrilleros. ¿Cómo fue su encuentro con Tirofijo?
Lo vi dos veces. La primera en 1984, durante los Acuerdos de La Uribe. Ahí también conocí a Timochenko, a Jacobo Arenas y a Alfonso Cano, con quien me encontraría después muchas veces. Luego de dos días de camino, desde La Uribe hasta La Caucha, llegué mamado a la casa de Marulanda, pero el hombre no salía. Yo quería saludarlo, pero nada que se dejaba ver. Me puse a hablar con Alfonso y otros comandantes y yo veía que detrás de una palizada de guadua algo se movía. Era como una sombra. Al rato me di cuenta de que era Marulanda, que me estaba mirando por un hueco. Era tan desconfiado y astuto que, antes de salir a saludar, se escondió para asegurarse de quién andaba por ahí. Luego salió y hablamos. Lo volví a ver en el Rincón de Los Viejos, cerca de Ucrania, Alto Duda, donde estaba la tumba de Jacobo Arenas y donde comenzó el bombardeo ordenado por Pardo y Gaviria para acabar con las Farc en 1990, un mes antes de la elección de constituyentes de 1991.
¿Cuándo empezó a interesarse en las historias de otras personas?
Yo tenía unos cuatro años y me acuerdo de que todos los días, a las seis de la tarde, llegaban los peones a comer a la hacienda y alrededor del fogón empezaban a contar historias sobre sus héroes y sus asuntos cotidianos. No había televisión. Tocaban tiple, mamaban gallo y hablaban de sus amigos, de sus parientes, de los vecinos… Me imagino que muchísimas mentiras: que metieron a aquel a la cárcel, que se emborrachó este, que ese se comió a la otra. A mí me fascinaba oír todo eso.
Resúmame su época de rebeldía adolescente.
Me echaron de varios colegios porque todo el tiempo me daba trompadas con mis compañeros. El primero fue La Salle. Los curas me producían pavor: como a mí no me vestían con saco y corbata, sino con bluyín y tenis, yo terminaba señalado. Después entré al Cervantes porque mi abuelo era amigo de los fundadores. Ese colegio también fue complicado para mí porque yo seguía siendo montañero y no jugaba fútbol. Los curas eran unos hijueputas fascistas que habían pasado por la guerra civil española. De ahí me echaron por darle una patada a un cura que me jaló una oreja. Pasé al Emmanuel D’Alzon, luego al Refous, después al Germán Peña y me gradué del Real de Santa Fe, un colegio superperrata, el único en el que me recibieron y que me bajó de estatus. Mi mamá me buscó cupo en el Campestre y en el Moderno, pero no me aceptaron. El rector del Real de Santa Fe decía que ese era el colegio de los niños malos de las familias bien.
¿Qué recuerdos tiene de sus padres?
Papá leía libros en inglés, odiaba al “Negro” Gaitán y llevaba la contabilidad de la hacienda. Mi mamá estaba pendiente de las cosechas. A ella le gustaban los toros, pero mi papá detestaba las corridas porque le parecían actos bárbaros y sangrientos. Él se había educado en Estados Unidos y no hay peor enemigo de los toros que la cultura anglosajona. Cuando cumplí diez años, mis padres, acorralados por las deudas, vendieron casi toda la hacienda y compraron tierras en los Llanos. Allá fracasamos y nos fuimos arruinando.
¿Cuáles fueron las primeras mujeres que le movieron el piso?
A comienzos de los años cincuenta uno no tenía contacto con las niñas. Por eso una vez, al ver a una campesinita orinando acurrucada, sin pipí, me asusté. Hasta el año 1960 las mujeres eran, para los de mi generación, seres ideales, como la Bardot, con quien tuve mi primer orgasmo de adolescencia. Mi primera novia era morenita y pecosa y mi papá, que era tan clasista, la odiaba, entonces me hacía la guerra. Fue la primera mujer con la que me acosté en serio. Bueno, no, en realidad la primera fue una puta en San Martín que me prendió una venérea. Íbamos a caballo con mi primo desde la finca hasta San Martín y terminamos en un puteadero.
¿Esa morenita fue con la que se escapó a los Llanos?
Sí. A raíz de una pelea con mi papá, me bajé furioso del carro y fui a buscarla para proponerle que nos fuéramos a vivir juntos. Esa aventura fue inspirada en Alicia y Arturo Cova, los protagonistas de La vorágine. Yo pensaba ir a la finca de la familia en los Llanos, vender un par de vacas y con ese dinero irnos para alguna parte del mundo, sin un destino claro. Era un desafío y nos fuimos. Mientras yo iba hasta la finca por las vacas, ella se quedó en un hotel de Villavicencio. Cuando regresé vi a su papá buscándola y no fui capaz de evitar al señor. Me dio pena con él y hasta ahí llegó la aventura, que duró como diez días.
Cuando decidí no estar metido en las oficinas ni hacer consultorías ni todas esas güevonadas, me jugué la carta de la independencia. Eso me ha costado no tener pensión, vivo de lo que sigo haciendo.
¿Cómo fue su etapa universitaria?
Mi papá me regaló un Pontiac para que pudiera ir de La Calera a la universidad. A mis 18 años y con carro, la pasaba muy bien. Un compañero poeta me describió en un verso como un “burguesito de verde simpatía”. Andaba con muchachas, tomaba trago y empezó mi relación intensa con Camilo Torres. Teníamos un combito con el que nos emborrachábamos. Camilo todavía andaba con sotana. Una vez, borrachos, le quitamos el cuello de la sotana y empezamos a jugar cascarita. Hablábamos de güevonadas. Camilo era muy disipado, seducía a las mujeres con facilidad. Sus clases eran una mamadera de gallo.
¿Cuándo derivó esa “socialbacanería” en un compromiso político más serio?
En tercer año de sociología. El Frente Unido me empezó a transformar. pero al principio era la juerga. Sociología era la facultad irrespetuosa de la Nacional. No usábamos corbata y muchos fumaban marihuana. Yo no porque la detestaba, siempre me pareció horrorosa. Perica sí metí un tiempo después, pero solo durante tres años. La última vez que vi a Camilo me dijo: “Yo me voy para el monte, ¿y usted cuándo se va?”. Me puso nervioso esa invitación, aunque ya teníamos un grupo que, sorteando múltiples peligros, entrenaba para la guerrilla, robaba comida para la guerrilla o conseguía armas.
¿A dónde iba a buscar armas?
Un par de veces, en las vacaciones de la universidad, fui a Capitanejo, donde sabía que vivían campesinos que habían estado en la guerra de los Mil Días o en la Violencia y que debían tener armas guardadas. Ese fue un contacto con la vida del campo muy importante para mí, que me llevó a interesarme por la economía rural y los movimientos campesinos.
¿Fue “mamerto” en el sentido estricto del término?
Ese término fue un invento de Jorge Child, periodista de EL TIEMPO e intelectual del MRL, que era un mamagallista. Usó esa palabra porque terminaba como los nombres de algunos comunistas: Gilberto, Filiberto… Era un término que se usaba para la gente del Partido Comunista y de la JUCO, era una ironía. Los mamertos eran los reformistas, pero con mística, y los que éramos más radicales les echábamos en cara eso de que fueran reformistas siendo un partido dependiente de la Unión Soviética. Les decíamos mamertos como algo un poco despectivo. Yo nunca fui mamerto porque nunca pertenecí al Partido Comunista ni a la JUCO.
¿Qué cargaba en sus primeros viajes?
Un morral de unos 12 kilos, un repuesto de tenis, un repuesto de camisa, un repuesto de pantalón, un libro, una grabadora de casete grande, de cuarenta minutos, una libreta de notas y por lo menos dos cartones de Dunhill, que era el cigarrillo que me gustaba fumar. Debo tener guardadas unas doscientas libretas de notas.
¿Qué significó Estanislao Zuleta en su vida?
Él fue mi verdadero profesor. Con él estudié a profundidad El Capital. Esa fue una lectura seria, contrastada con la edición alemana. Con Zuleta trabajé de manera sistemática las obras de Marx, Nietzsche, Freud, Dostoievsky, Mozart, Wagner, porque él era un hombre del Renacimiento: integral, completo. Nos reuníamos rigurosamente todos los sábados desde las siete de la mañana en su casa. Éramos como veinte personas. Desayunábamos y por ahí a las diez nos tomábamos el primer trago. Terminábamos borrachos a las cinco de la tarde. Zuleta, mientras más borracho estaba, más lúcido era. Era un seductor intelectual la cosa más berraca, con el atractivo adicional de haber sido guerrillero en el Sumapaz junto a Juan de la Cruz Varela
¿Conoció a Álvaro Uribe en la Universidad de Antioquia, donde usted fue profesor?
Sí. Lo recuerdo vestido de paño y corbata roja, defendiendo al Partido Liberal frente a la Asamblea Estudiantil, donde todos éramos socialistas, comunistas o del MOIR. Lo recuerdo, porque valiente ese güevón sí es. Iba a mis clases y hacía preguntas. Evidentemente era un mosco en leche en mi clase: se sentaba aparte como oyente, no como alumno regular; de Carlos Gaviria sí era alumno regular.
¿Cómo fue su vida en París?
Llegué allá en 1975. Esa fue una vida un poco dramática porque la barrera del idioma era muy fuerte. Me di cuenta de que si quería aprender francés, con mi gran torpeza de oído, tenía que dedicarle mucho tiempo a eso y quitarle horas al tiempo que me daban las becas de la Ford y la Unesco para poder leer. No me quedaba espacio para aprender francés. La verdad es que no admiré a Francia, ni a París, ni a los franceses, que me parecían cansonsísimos, petulantes, autoritarios, olorosos, espantosos…
¿A qué horas lee?
Por la noche, pero no he sido un gran lector, no puedo presumir de eso. Yo he sido muy desordenado en las lecturas. Sin embargo, creo que me ha influido mucho Rulfo, y yo noto que en ese texto mío Los bombardeos de El Pato hay ciertos acentos de Rulfo. Leí algunas crónicas de esos europeos del XVIII y el XIX que pasaban por aquí. Leí bastante a Humboldt cuando hice los viajes para la televisión. Pero realmente lo que a mí más me ha inspirado es la aventura del cronista, que cuando cuenta se siente un descubridor. Aunque he leído apasionadamente a Gabo, a Dostoievsky y a Hemingway, tengo la maña antipática de no terminarme un libro.
Pero es un buen lector de poesía.
Sí, sobre todo de poesía colombiana. No soy aficionado a la poesía traducida por aquello de “traductor: traidor”. Cuando estoy muy varado en la escritura leo un poquito de poesía. La música de la poesía me ayuda a encontrar mi ritmo en la escritura.
Por sus columnas contra el paramilitarismo, Carlos Castaño le mandó de regalo El libro negro del comunismo con una dedicatoria amenazante. ¿Cómo fue ese episodio?
A los pocos días de que los paras asesinaran a una periodista de apellido Jiménez que los atacó en una columna, me llegó ese libro a El Espectador. Después me llegaron cartas amenazantes y me pusieron escolta. Al poco tiempo armé el viaje y me fui. Bajé a Bogotá escondido en un baúl porque me dijeron que había unos tipos armados esperándome cerca de mi casa para matarme. Cuando estaba yendo hacia el aeropuerto me enteré de que acababan de matar a Jaime Garzón, de quien fui muy amigo. Me tocó mandar a mis hijos a Cuba. La casa de La Calera y mi finca en Vichada, donde tenía unas cien reses, quedaron abandonadas.
Y empezó su exilio: tres años en Barcelona, dos en Estados Unidos.
Primero estuve unos meses en Portugal, luego me instalé en Barcelona. España me dio un estatuto de protección. Para sostenerme económicamente contaba con lo que recibía como columnista y miembro del consejo editorial del periódico. Hice algunas colaboraciones pagas para El País, de España, a raíz de una llamada de Gabo y otra de Belisario Betancur al director pidiéndole que me ayudara. No salía mucho, me la pasaba en mi madriguera. Regresé a Colombia en el 2003.
Cuénteme su historia con el trabajo espiritual basado en las enseñanzas de Gurdjieff.
Eso empezó por Gladys, mi segunda esposa, en 1981. Ella tenía una actividad rara. Un día a la semana no aparecía, hasta que una vez me llevó a una reunión. Lo primero que me preguntaron fue “¿Usted quién es, qué busca?”. Entonces empecé a preguntarme: “¿Cuál es el origen de mi intriga?”. Poco a poco fui integrándome al grupo, del cual no me he separado hasta hoy. No es un grupo religioso, sino de búsqueda. Meditamos y practicamos una serie de danzas sagradas creadas por Gurdjieff.
¿Por qué cambió el lápiz y el papel por el computador?
Antes del exilio yo solo sabía escribir a mano, pero la soledad en Barcelona me llevó a aprender a usar el correo electrónico para comunicarme con la gente porque las llamadas eran costosas. Eso me obligó a usar el computador.
¿Cómo fue el tránsito de sus crónicas taurinas firmadas con seudónimo a la defensa abierta, a nombre propio, de los toros?
Es que yo no sabía cómo se hacía bien eso. Saber de toros es una cosa muy jodida. Los cronistas de toros tienen un lenguaje económico, condensado. Saber mirar un toro es muy complicado. Los que saben, miran la imagen completa del toro: los cascos, la cola, el pelaje, los ojos, la cabeza, si está descolgada o alta. Esos vergajos saben desde lejos pa dónde mira el toro. Datos como el peso y la edad son importantísimos para el cronista. Y el pase, todo lo que sucede en un pase: la posición del toro, la del torero, la rapidez de una embestida, el ritmo del engaño. Todo eso pasa en un segundo, y todo lo ve un buen cronista.
Los antitaurinos le critican un supuesto doble rasero: abogar por los pobres y no oponerse al sacrificio del toro. ¿Cómo enfrenta el costo político de defender la tauromaquia?
Al costo del desprestigio. Me ha costado un poco de chinamenta y violencia. En mi defensa a los toros hay desafío, pero también hay una atracción especial. Los toros no se pueden entender sin el sentimiento. El toreo es arte porque evoca en mí un sentimiento inexplicable. Lo artístico del toreo radica en el movimiento frente a la muerte. ¿Qué es lo que usted admira en el ballet?: el movimiento. Pero es imposible hacer entender a un animalista, es un discurso perdido. La batalla está perdida. Estamos contra la historia. Es una tristeza que haya gente que no pueda acercarse a los toros, como hay gente que no puede acercarse al arte y simplemente lo desdeñan. Pero uno no puede decirles “estúpidos”, sino lamentar que no entiendan un Van Gogh, por ejemplo. En Bogotá seguiremos peleando un tiempo, pero nos ganaron el populismo de Petro y el oportunismo del actual alcalde.
¿Cuánto hay de búsqueda de comodidad y cuánto de rebeldía en su pinta informal?
Es una evidencia de rebeldía frente a todo. No lo hago por comodidad, sino por desafío, como ponerme tenis rosados en una sociedad tan machista. A uno con tenis y bluyín lo consideran un mensajero. Llega uno a un edificio y le dicen: “Ponga ahí la correspondencia”. Siento que mis peleas de desobediencia y rechazo a la autoridad pasan por los tenis.
¿Sobre qué ha querido escribir pero no le ha sacado tiempo?
Sobre mi vida erótica. De golpe hago ese libro. Ya tengo anotaciones y secretos guardados. Hay que esperar. Los textos tienen, como los quesos, un período de maduración, y hay que dejarlos quietos una vez escritos. Hay un momento en que a los viejos les da por esas: cuando ya no se les para escriben sobre cuando se les paraba, como Gabo con sus putas tristes.
JORGE PINZÓN SALAS
FOTOGRAFÍA PABLO SALGADO
REVISTA BOCAS
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