Don Winslow
LA FRONTERA
Fragmento
Keller sale sudando del metro en Dupont Circle.
El verano en Washington suele ser caluroso, húmedo y agobiante. Las camisas y las flores se marchitan, las energías y las ambiciones decaen y las tardes abrasadoras dan paso a noches pegajosas que apenas traen algún alivio. A Keller, el calor le recuerda que la capital de la nación se construyó sobre un pantano drenado y que, según se cuenta, el bueno de George eligió esa ubicación para salvarse de una inversión inmobiliaria poco afortunada.
En junio emergió en Siria e Irak un grupo islamista radical llamado ISIS cuyas atrocidades no tienen nada que envidiar a las de los cárteles mexicanos.
En Veracruz, México, fueron exhumados treinta y un cadáveres de una fosa común situada en un terreno propiedad del exalcalde.
El ejército mexicano se enfrentó a tiros con los Guerreros Unidos y mató a veintidós. Más tarde se supo que los narcos habían sido llevados a un establo y ejecutados.
La violencia en México no ha cesado desde que murió Barrera.
En julio, en Murrieta, California, un grupo de trescientos manifestantes armados con banderas y pancartas rodeó tres autobuses llenos de inmigrantes centroamericanos —muchos de ellos niños— y, al grito de «¡USA, USA!» y «¡Marchaos a vuestro país!» los obligó a dar media vuelta.
—¿Esto es América? —preguntó Marisol cuando Keller y ella vieron la noticia en televisión.
Dos semanas después, varios agentes de policía de Nueva York destinados en Staten Island mataron a un negro llamado Eric Garner al hacerle una llave en el cuello para reducirle. Garner estaba vendiendo cigarrillos ilegalmente.
En agosto, un policía de Ferguson, Misuri, mató a tiros a Michael Brown, un chaval afroamericano de dieciocho años, lo que desencadenó una oleada de disturbios. Keller se acordó entonces de los «largos y cálidos veranos» de los sesenta.
Ese mismo mes, más adelante, el aspirante a candidato presidencial John Dennison acusó al gobierno de Barack Obama —sin indicio alguno, ni pruebas materiales— de estar vendiendo armamento al ISIS.
—¿Es que está loco? —preguntó Marisol.
—Está lanzando barro a diestro y siniestro, a ver si algo se pega —dijo Keller.
Lo sabe por experiencia: Dennison también ha intentado salpicarle a él, por su defensa de la naloxona.
—¿No es una vergüenza —dijo Dennison— que el director de la DEA sea tan blando con las drogas? La debilidad no es buena. Además, ¿no es mexicana su mujer?
—En eso tiene razón —dijo Marisol—. Soy mexicana.
Los medios conservadores se hicieron eco de la noticia y le dieron pábulo.
A Keller le puso furioso que metieran a Marisol de por medio, pero no hizo ninguna declaración. Dennison no puede jugar al tenis, pensó, si no le devuelvo la pelota. Pero se convirtió en blanco de nuevos ataques cuando, en respuesta a una pregunta del Huffington Post, dijo estar básicamente de acuerdo con la revisión de las sentencias máximas por parte del gobierno para delitos relacionados con el tráfico de drogas.
Patético, tuiteó Dennison. El jefe de la DEA quiere que los camellos vuelvan a la calle. Obama debería decirle: «¡Estás despedido!», pero es un blando.
Al parecer, lo de «¡Estás despedido!» es una muletilla que usa Dennison en su programa de telerrealidad, que Keller no ha visto nunca.
—Algunas famosillas de medio pelo van por ahí haciéndole recalados —le explicó Mari—. Y cada semana despide a la que lo ha hecho peor.
Keller ni siquiera sabía quiénes eran esas famosillas de medio pelo, pero Mari sí porque se ha vuelto desvergonzadamente adicta a los programas de Real Housewives. Le informó de que había real housewives de Orange County, Nueva Jersey, Nueva York y Beverly Hills, y de que lo que hacían era salir a cenar, emborracharse y ponerse verdes unas a otras.
A Keller le dieron ganas de sugerir que hicieran un programa sobre las real housewives de Sinaloa, de las que conocía a unas cuantas; podrían salir a cenar, discutir y ametrallarse unas a otras, pero prefirió dejarlo estar porque Marisol es muy susceptible con todo lo que tiene que ver con su dominio de la cultura pop norteamericana.
En un plano más serio, sus esfuerzos por imprimir un rumbo más progresista a las políticas de la DEA están tropezando con resistencias internas.
Keller lo comprende.
Él también fue un fanático en tiempos, un defensor de la línea más dura. Ahora sigue siéndolo en lo tocante a los cárteles que introducen heroína, cocaína y metanfetamina en el país. Pero también es más realista. Lo que estamos haciendo ahora no sirve, piensa; es hora de probar algo distinto. Pero es difícil convencer de ello a otras personas que también se han pasado la vida luchando en esta guerra.
Denton Howard recoge las declaraciones que hace Keller y se las arroja como si fueran piedras. Al igual que Keller, ha sido elegido a dedo y está haciendo campaña dentro y fuera de la DEA para asegurarse de que quienes puedan apoyarle en un futuro, tanto en el Capitolio como en los medios de comunicación, sepan que no está de acuerdo con su jefe.
Y se nota.
Dos días más tarde, Politico publica un artículo acerca de las «disensiones» dentro de la DEA. Según la revista, la agencia se está dividiendo entre la «facción Keller» y la «facción Howard».
No es ningún secreto que Keller y Howard no simpatizan, afirma el artículo, pero se trata de una cuestión más ideológica que personal. Art Keller es más liberal, quiere que se relaje la legislación antidroga, que se reduzcan las condenas obligatorias y que los esfuerzos de las autoridades se centren en el tratamiento de los drogodependientes más que en la prohibición. Howard, en cambio, es un defensor a ultranza de la prohibición, un conservador de los que preferirían «encerrarlos a todos y tirar la llave».
Se están formando facciones en torno a esas dos posturas, prosigue la revista:
Pero no se trata únicamente de una lucha política bipolar; es algo más complicado. Lo verdaderamente interesante del caso es lo que podríamos llamar la «brecha vivencial». Gran parte del personal veterano de la DEA, que de otro modo respaldaría la postura más rígida de Howard, no le respeta porque es un burócrata, un político que nunca ha trabajado a pie de calle, mientras que Keller es un agente veterano que trabajó de infiltrado y que conoce la labor policial más básica. Por el contrario, parte del personal más joven, que en otras circunstancias simpatizaría con las posiciones liberales de Keller, tiende a verle como una especie de dinosaurio, un policía de calle con un largo historial de «dispara primero y pregunta después» al que le faltan habilidades administrativas y que invierte demasiado tiempo en operaciones policiales, en lugar de centrarse en las medidas políticas.
En todo caso, puede que el asunto no se decida en los pasillos de la DEA, sino en las urnas. Si los demócratas ganan las próximas elecciones presidenciales es casi seguro que Keller seguirá en su puesto y procurará desembarazarse de Howard y su facción. Pero si un candidato republicano se instala en la Casa Blanca, es muy probable que Keller sea destituido y que Howard ocupe su lugar.
Seguiremos atentos.
—¿Con quién habló para escribir este artículo?
—No puedo revelar mis fuentes.
—Le comprendo perfectamente —dice Keller, al que Marisol ha hecho entender que los medios de comunicación no son el enemigo y que tiene que congraciarse con ellos—, pero sé que conmigo no habló.
—Lo intenté, pero no me cogió el teléfono.
—Pues fue un error —responde Keller. O un sabotaje, quizá—. Mire, voy a darle mi número de móvil. La próxima vez que quiera escribir un artículo sobre la agencia que dirijo, llámeme directamente.
—Si hay algo en el artículo que quiera matizar o corregir…
—Bueno, la verdad es que yo no disparo primero y pregunto después —dice Keller. Ese es el discurso de Howard, piensa para sus adentros—. Y no voy a «desembarazarme» de nadie.
—Pero echaría usted a Howard.
—El de Denton Howard es un cargo de designación política —dice Keller—. No podría despedirle aunque quisiera.
—Pero le gustaría.
—No.
—¿Puedo citar sus palabras textuales?
—Claro.
Que el que quede como un gilipollas sea Howard.
La frontera. Don Winslow. Harper Collins, 26 de febrero de 2019. Traducción de Victoria Horrillo Ledesma. 960 páginas. 23,90 euros.
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