Héctor Abad Faciolince
Todo esto volverá a ser selva
Todo esto volverá a ser selva
14 de abril de 2018
En uno de los más extraordinarios libros de amistad y enemistad literaria jamás escritos, La sombra de Naipaul, Paul Theroux repite varias veces una frase con la que V.S. Naipaul solía comentar las situaciones más sórdidas de sus viajes por el interior de Uganda: “todo esto volverá a ser selva”. Esta semana, en un viaje que hice a la región de Ituango, casi en los bordes del Nudo de Paramillo, esa frase regresó nítida a mi memoria: “todo esto volverá a ser selva”. Y aunque el viaje era en jeep y no en barco, también me sentí cerca de El corazón de las tinieblas, quizá porque esta misma semana había releído el clásico de Conrad —en una impecable traducción de Juan Gabriel Vásquez publicada por Angosta Editores—.
Lo que ocurrió fue lo siguiente: como yo tengo fama de ser ingenuo y optimista, me encargaron que escribiera una nota positiva y esperanzadora sobre los buenos efectos que tiene jugar al fútbol como método de reinserción y recuperación social. Mi lema como cronista es uno solo: “si no se va no se ve”, así que me puse en marcha. Llegamos a Ituango al medio día, en medio de un aguacero, y después de un tinto seguimos camino hacia la vereda de Santa Lucía, donde hay un campamento de reinsertados de las Farc. Como bien se sabe estas zonas están protegidas por dos anillos de seguridad, el primero del Ejército y el segundo de la Policía.
Pasamos el control del Ejército, donde nos dijeron que todo estaba en calma, y unos cuatro kilómetros después, en la vereda el Quindío, antes del anillo policial, no pudimos seguir: el cuerpo de un joven estaba atravesado en el camino. Nos bajamos a averiguar. Lo habían matado hacía horas, a las 10:20 de la mañana; tenía 24 años y trabajaba construyendo unos rieles en esa misma loma. Tenía el cráneo deformado por varios balazos, y el cuerpo en una extraña contorsión de dolor. Un cuñado del muerto me dio más datos: se llamaba Eduar Mauricio Rodríguez, había nacido en Lérida, Tolima, en 1992, estaba casado con una joven de Ituango y tenía un niño de 22 meses. El asesino, que llegó a pie, había ido por él, encapuchado. Eduar se arrodilló, rogándole que no lo matara, que no debía nada, que tenía un hi… y en esa palabra lo derribó el primer balazo de los seis que le dio. Lo único que hizo el asesino, al irse, fue apoyar el índice sobre los labios.
La Policía tardó horas en llegar; más horas se demoró una volqueta en que se lo llevaron. Nos fuimos detrás de la volqueta. El Ejército se dio cuenta de que había un muerto cuando pasamos con él. Al llegar a la vereda Las Cuatro había otro muchacho asesinado. El padre, la madre y otros hermanos lo habían bajado en una hamaca hecha con costales y colgada de una vara. La Policía les mandó la razón de que no subía por allá, que lo bajaran. Después de que tiraron el cadáver, como un bulto más, en la misma volqueta, estuve hablando con el padre. Su hijo se llamaba Edison Goez Arango y tenía 28 años.
La tarde anterior Edison había estado jugando fútbol. Aunque era rengo, le gustaba jugar. Al anochecer resolvieron volver a sus casas, pero él se quedó atrás, por ser cojo. Se oyeron disparos. Como está prohibido salir de noche, nadie lo fue a buscar. Por la mañana lo encontraron, tirado en una cañada. Tenía tres balazos, uno en el cachete; le había llovido encima toda la noche. Cuando le pregunté quiénes y por qué, el padre enmudeció.
Llegamos a Ituango y todavía los dejaron horas tirados en la volqueta. Ni la Policía, ni el Ejército, ni las autoridades civiles, ni nadie, mostró la menor alarma. Todo parecía normal y corriente. Cuando intenté saber más, una joven me dijo: “Mientras menos sepa, más vive”. Los familiares, sin llorar, confirman: “Hay que quedarse callados y tragarse la tristeza. Si uno habla, vienen también por nosotros”. Los dos jóvenes muertos no son noticia. El cura, en vez de ir a bendecirlos, se pasó el viernes rifando “nueve novillonas y un torete”. Yo me repito: todo esto volverá a ser selva.
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