domingo, 13 de enero de 2019

Pablo Raphael / Claudio López Lamadrid


Claudio López Lamadrid


Claudio

En un mundo donde los editores son cada vez más gerentes de mercadotecnia, Claudio entendía que la literatura es una forma de resistencia


Pablo Raphael
12 de enero de 2019





Claudio López Lamadrid, retratado por Daniel Mordzinski.
Claudio López Lamadrid, retratado por Daniel Mordzinski.

Pablucas’, me decía Claudio López Lamadrid. O primo. Alguna vez le presté un árbol genealógico que enlazaba a los de la Madrid de Colima con los López de Lamadrid de Cantabria. Claudio regaló ese documento a su padre y a su vez bromeaba diciendo que unos hijos eran enviados a la guerra para defender el blasón familiar, otros a la iglesia para ganar el reino de los cielos y los más pequeños al nuevo continente para deshacerse de ellos. Yo le decía que la rama americana venía de Potes y no de Comillas y que ningún ancestro nos unía tanto como Orhan Pamuk, porque fue gracias a una conferencia sobre el futuro que el escritor turco impartió Barcelona, que conocí a quien poco tiempo después se convertiría en mi editor, como lo fue de muchísimos que le debemos tanto en ambas orillas del Atlántico.
A la cabeza me viene una bufanda al estilo tan The López que me regaló un cumpleaños, un libro autografiado por James Ellroy que olvidó en Manzanillo, la técnica de viajar sin maleta para quienes vivíamos a caballo entre Madrid y Barcelona, la mítica entrevista que para Quimera le hizo Enrique Díaz, una fantástica boda en Puerto Escondido, las carcajadas que le arrancaba Juan Antonio Montiel, la terraza donde cerramos la edición de Clipperton y las horas tan largas que me dedicó para hablar de la literatura como una forma de pensamiento. También se aparece en los recovecos de la cabeza ese restaurante de mariscos muy cerca del Hotel de las Letras donde hacía ensaladas de personas y tantas veces comí con él y amigos hoy entrañables como Patricio Pron y Diego Celorio. En estas horas pienso en Miguel Aguilar, Ricardo Cayuela, Carlota del Amo y Melca Pérez, en Teresa, en Fer y Paz, en Paula, María y Emiliano y así la lista crece tan interminable como la gente que lo quiso y hoy se rompió. Veo las fotos de sus hijos y sus veranos. Escucho esa voz ronca, de frases cortas y preguntas como disparo y apenas me creo que ese sonido no sucederá más. Ni los abrazos a sus inseparables como Ignacio Echevarría y Cristóbal Pera. Ni las fotos que le encantaba tomarse, ni el detalle con que cuidaba a escritores tan distintos como Rodrigo Fresán o Jordi Soler. Tampoco habrá forma de que siga honrando a quienes lo cincelaron como editor: Toni López Lamadrid y Beatríz de Moura.
Apenas hace un mes lo busqué en la FIL de Guadalajara y, en medio de la vorágine, se abrió espacio para tomarnos un café largo porque teníamos interrumpida la gestación de un libro que ya no leerá. Breve destrucción. En un mundo donde los editores son cada vez más gerentes de mercadotecnia, Claudio entendía que la literatura es una forma de resistencia cuya hazaña está en la lentitud. Y se daba el tiempo para ella, como un jedi en la Tierra, a contracorriente.
Aún ayer tuve tiempo para llamarle y no lo hice cuando quería decirle lo mucho que me había conmovido un mensaje abierto que horas antes había publicado en Instagram: Hoy cumple años mi poeta favorito: Raúl Zurita. El poeta del amor al cielo, al mar infinito, los desiertos de Chile y los acantilados. Del amor a todas las creaturas.
Nadie diría que ese poema titulado Guárdame en ti y las palabras adicionales que Claudio escribió, eran también una despedida que el gran Zurita agradeció con los ojos humedecidos: Entonces guárdame en ti/ en los torrentes más secretos que tus ríos levantan/ y cuando ya de nosotros solo quede algo como una orilla tenme también en ti/ guárdame en ti como la interrogación de las aguas que se marchan/ Y luego, cuando las grandes aves se derrumben y las nubes nos indiquen que se nos fue la vida entre los dedos/ guárdame en ti/ tenme en ti/ en la brizna que aún ocupe tu voz clara y remota/ como los cauces glaciares que la Primavera desciende.
No puedo dejar de pensar en Ángeles y el día que me la presentó aquella mañana de café, periódico, pan y zumo de naranja. Eso es la felicidad y aquello fue un domingo barcelonés que dibujó al Claudio que guardaré siempre, despeinado y elegante. Luminoso.



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