Ana María Matute, durante la gala de entrega del Premio Nadal, el 8 de enero de 1960. FOTO DE CARLOS PÉREZ DE ROZA EFE |
El Nadal, espejo de las letras españolas
El galardón, que se concede mañana, cumple 75 años. De Laforet a Matute, Ferlosio o Mañas, la nómina de premiados sirve para contar una historia de la literatura de ese tiempo
Carlos Geli
Barcelona, 4 de enero de 2019
Como estaba esa noche de guardia en el diario, no paraba de ir, hecho un flan, a la sala de teletipos. A la 1.45 de la madrugada, el último escupió que era finalista. Lo gritó a pleno pulmón en la redacción, donde nadie sabía nada. El director inició gestiones telefónicas, averiguó y sí, aquel subordinado había hecho algo más que quedar finalista: había ganado. “Cogí corriendo la bicicleta y me fui a casa, donde me esperaba mi mujer y mi hijo de once meses. Nos abrazamos locos de alegría”, evocaría tiempo después Miguel Delibes a ese joven de 26 años, él mismo, entonces redactor de El Norte de Castilla, que aquella noche del 6 de enero de 1948 ganaría, con La sombra del ciprés es alargada --su primera novela recién acabada el verano anterior--, la cuarta convocatoria del premio Nadal. Efectivamente, hubo un tiempo en el que los escritores conocían y celebraban así los galardones literarios, en especial el Nadal, el decano, que domingo celebra en Barcelona sus 75 años de vida; de algún modo, un espejo de las letras españolas contemporáneas.
Ocurrieron sorpresas así otras veces, puesto que los premiados, hasta bien entrados los 80, no asistían a la cena de gala que ya pronto, en lo más triste de la posguerra, tuvo siempre un carácter social que rivalizó con lo literario. José María Gironella supo que ganó con Un hombre la convocatoria anterior a Delibes porque el secretario del jurado, Rafael Vázquez Zamora, le envió un telegrama esa misma noche; once años después, Carmen Martín Gaite descubrió que su Entre visillos había sido la elegida al oírlo en la radio del comedor de casa.
Siempre ha tenido algo especial el Nadal. Su génesis mismo, por ejemplo: el escritor Ignacio Agustí, en labores de editor para Destino, tuvo que rechazar una novela de una joven de Sort, Aguas muertas, porque su trama se desarrollaba en plena Guerra Civil, pero eso le llevó a constatar la falta de obras autóctonas y actuales. Propuso entonces a sus socios fundadores del semanario y editorial Destino un premio para mitigarlo: Josep Vergés refunfuñó por la dotación (5.000 pesetas; en 1948 ya serían 25.000) y Joan Teixidor le puso el nombre: el del periodista Eugenio Nadal, redactor-jefe de la publicación fallecido inopinadamente.
El primer anuncio apareció en la revista el 5 de agosto de 1944 y el jurado lo completaría Juan Ramón Masoliver, que reivindicó su papel fundacional para apartar al pintor Pere Pruna. El resto, ya es historia mayúscula de la literatura española: de los 26 originales presentados, el que llegó el último in extremis, Nada, de una desconocida Carmen Laforet de 23 años, resultaría reñida ganadora (tres votos a dos) ante En el pueblo hay caras nuevas, de José María Álvarez Bláquez. Un ofendido y favorito César González-Ruano no quedó ni finalista en el galardón que se falló en el Café Suizo de La Rambla. Las angustias, silencios y medias verdades que rodean a la protagonista de Nada traían aires de Sartre y Camus y el halo que llevarían poco después obras como La colmena y La familia de Pascual Duarte, de Cela, o la propia La sombra del ciprés…, de aquel también joven desconocido Delibes, quien con los años sería muy amigo de Vergés… y el 25% de la facturación de las ventas de Destino.
Desde 1944, lo han ganado 15 mujeres y ha quedado desierto en la edición de 1989
Con Laforet (mujer joven y desconocida), Gironella (que, con los años, daría una respuesta a las novelas de Malraux, Barea o Bernanos sobre la Guerra Civil que consideraba el autor “partidistas”) o Delibes (joven y debutante), el premio arrancaba con un gran capital literario, como constata el catedrático de Literatura Española Germán Gullón en un opúsculo conmemorativo del premio. Entre 1944 y 1960, el Nadal será la plataforma natural de los nuevos novelistas y su objeto de deseo. Especialmente, de las escritoras: Martín Gaite y la Ana María Matute de Primera memoria (vestido negro y collar de perlas en la gala en la que ganó en 1959) reconocieron el influjo del fenómeno Laforet. Al premio llegaron también pronto Elena Quiroga (1950, Viento del Norte) o Luisa Forrellad (1953, Siempre en capilla, con polémica por posible plagio). Hasta hoy, 15 mujeres: un 20% de los galardonados.
El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, reforzaba al premio, en 1955, en su razón de ser: novedades técnicas y discurso sutilmente discordante al oficial en pleno auge del realismo social, que había enterrado el tono existencialista y la obra de personaje individual de la década anterior. El Nadal, en la que quizá sea su mejor virtud, estuvo atento a los aires de los tiempos, posiblemente por el radar de Vázquez Zamora, crítico de la revista. Lo vio pronto, con la infravalorada La noria(1951) de Luís Romero: la original estructura con sus 37 personajes y la acción en un solo día fue castigada por la aparición, pocos meses antes, de la también coral La colmena. Un efecto quizá inverso al que vivió Álvaro Cunqueiro con Un hombre que se parecía a Orestes, ganador de la edición de 1968, realismo mágico menos de un año después de la publicación de la mediática catedral del género, Cien años de soledad, de García Márquez.
En aquella década, en concreto en 1967, al Nadal se le escapó el Volverás a Región de Juan Benet, que ni llegó a los ojos del jurado. Quizá fue un aviso, porque la editorial, como el que fuera el homónimo semanario, el más prestigioso de España, entró en los 70 y siguió con la primera democracia desnortado. Excepción hecha del Francisco Umbral de Las ninfas (1975), la apuesta por una supuesta calidad (Carlos Rojas, en 1979; Fernando Arrabal, un poco más allá, en 1982) se desveló ni muy comercial ni muy transgresora; y la de la honorabilidad facilitó que se concediera a autores semidesconocidos. Eran armas estratégicas para luchar contra el premio Planeta, pero no daban el calibre. El desconcierto (si bien tuvo un repunte en 1989, única edición declarada desierta por el jurado) se frenó en 1986 con Balada de Caín, de Manuel Vicent, primero de una serie de autores que estaban en el catálogo de Alfaguara (Juan José Millás, que ganó con La soledad era esto, en 1990; Alejandro Gándara, en 1992 con Ciegas esperanzas…) que desembarcaban en Destino sus temáticas de ilusiones perdidas tras la Transición y los cambios sociales de la España europeizada gracias a la editora Felicia Ramos, que había estado en Alfaguara y trabajado con el mítico Jaime Salinas.
La estrategia enlazó hasta 1994, cuando la noticia no estuvo tanto en la ganadora, Rosa Regàs (Azul), como en el finalista, un desconocido José Ángel Mañas que cargó sus Historias del Kronen con una tierna violencia contracultural a lo Raymond Carver o, mejor, a lo Brett Easton Ellis. Vendería 80.000 ejemplares, más que Regàs. Sería la senda por donde transitarán Ray Loriga, Francisco Casavella, Benjamín Prado… Mañas tenía la misma edad que Laforet cuando ganó el Nadal, coincidencia que exteriorizaba la simbólica: de nuevo el galardón conectaba, como en los años 40, con la más rabiosa y joven actualidad literaria española. A rebufo de ese finalista venció en 1996 Pedro Maestre (Matando dinosaurios con tirachinas) y, dos ediciones después, Lucía Etxebarria (Beatriz y los cuerpos celestes).
El riesgo acabó ahí porque los tiempos de la industria editorial, desde principios de los años 90, le pedían a la literatura algo más de fulgor mediático y entretenimiento. A ese enfoque no era ajeno que Vergés había vendido en 1986 su 50% de Destino, que tres años después acabaría en manos de Planeta. El alquimista impaciente (2000), de Lorenzo Silva, con su pareja de detectives de la Guardia Civil, ratificaría una tendencia a premiar una narrativa más ligera y a la novela de género (negro, en gran parte), salvo alguna notable excepción (Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago, en 2006). Así ha seguido hasta ahora: la última edición se la llevó Alejandro Palomas por Un amor, “primera novela emocional del premio”, la califica Gullón. Muy de hoy: sentimiento por encima de la razón. El Nadal, un galardón siempre atento al espíritu literario de los tiempos.
NOVELAS QUE MARCARON TENDENCIA
Se ha dicho del Nadal que es un premio más de novelistas que de novelas: muchas de las vencedoras no son la mejor obra de su autor. Pero algunas sí han marcado a fuego el galardón.
Nada (1944). La de Carmen Laforet le dio, a la primera, el tono al premio: joven, desconocida y aire literario fresco.
La sombra del ciprés es alargada (1947). Descubrió a Miguel Delibes, vital para las letras españolas… y para Destino: sus libros llegaron a ser el 25% de la facturación.
El Jarama (1955). El cóctel de temática social y estética literaria que amasó Rafael Sánchez Ferlosio cimbreó la novela española y afianzó el sentido del premio en plena época de realismo social.
Balada de Caín (1986) / La soledad era esto (1990). Las obras de Manuel Vicent y Juan José Millás aportaron aire fresco y enésimo acoplamiento del galardón al latir de los tiempos.
Historias del Kronen (1994). Nunca un finalista tuvo tanto impacto: José Ángel Mañas abrió una vía que siguieron Pedro Maestre y Lucía Etxebarria y que devolvió el premio a sus orígenes: descubrir a nuevos y jóvenes autores. Duró poco.
El alquimista impaciente (2000). La que era segunda entrega de las bien acogidas pesquisas de la pareja de la Guardia Civil Bevilacqua-Chamorro ideadas por Lorenzo Silva ratificó la tendencia a la literatura de género negro y más entretenida.
EL PAÍS
No hay comentarios:
Publicar un comentario