Claudio López Lamadrid se hace un selfi con el escritor César Aira. DANIEL MORDZINSKI |
Las letras en español lloran la muerte de López Lamadrid
El editor, fallecido el viernes, supo subrayar tanto la importancia de los jóvenes escritores como la solidez de los mayores
Madrid 12 ENE 2019 - 15:22 COT
Detrás de un escritor de Penguin Random House, grupo editorial en el que trabajó los últimos 20 años de su vida y en el que ejercía de director literario, estuvo siempre Claudio López Lamadrid, que murió el viernes en Barcelona víctima de un infarto a los 59 años.
Entre los escritores a los que sirvió su educadísima inteligencia editorial estuvieron Gabriel García Márquez, Orhan Pamuk, Susan Sontag, César Aira o Javier Cercas. La lista de su vasto catálogo, hecho con vista, audacia y exigencia, la completan otros nombres a los que él trataba con idéntica filosofía: un editor es el puente entre la calidad y el público. Entre los nuevos, Emiliano Monge, Laura Fernández, Elvira Navarro, Patricio Pron, reinaba ayer la desolación por la ausencia de la sombra eficaz que él constituía.
Fue ese puente entre la creciente calidad literaria hispanoamericana y el público de las dos orillas, pues a él se debe, en gran parte, la nueva conexión narrativa que tiene al español como eje de expresión y de lectura. De la estirpe de Beatriz de Moura (con la que trabajó en Tusquets, junto a su tío Toni López), Carlos Barral o Jordi Herralde, fue un puente que construyó con otros cómplices en su propio grupo, Núria Cabutí, su consejera delegada, Pilar Reyes, la directora colombiana de Alfaguara, y Miguel Aguilar, mano derecha del viaje hispanoamericano del editor ahora fallecido.
En las ferias y en las presentaciones iba un paso por detrás de los autores; su figura de gentleman de Barcelona estaba pendiente de sus disgustos y de sus gustos, y a lo máximo que llegó, en la imagen pública de su cercanía, fue a compartir sustanciosos selfis que fueron explicación fotografiada de su disponibilidad. Fue un gran comunicador editorial, capaz de explicar con gestos mínimos la importancia de los jóvenes y la solidez de los mayores.
La suya era una pasión eficaz; en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, de la que era asiduo ferviente, organizó el lanzamiento del joven peruano Jeremías Gamboa. Reunió a todos los editores de Random House de América. Ante un auditorio mundial, el editor hacía su trabajo: crear expectativa, buscar eco, celebrar la alegría de publicar. Pasó con Gamboa, que no tendría más de 30 años, y con otros jóvenes, a los que promovió al oído de periodistas por naturaleza descreídos. Su capacidad de convicción la daba su historia de aciertos, y su modo de decir, mezcla de caballero viejo y de joven audaz que hizo del fular un modo de presentarse como un clásico en un mundo organizado por computadoras.
Ese trabajo difícil contribuyó también a no malgastar los grandes nombres propios a su cargo como el de García Márquez. Organizó con tiento la catalogación de su trabajo para que ni antes ni después de muerto las librerías se convirtieran en una orgía desordenada de obras del Nobel. Uno de los hallazgos que más se le pondera es el de David Foster Wallace y La broma infinita. Tuvo la fortuna, él lo dijo, de estar en un oficio en la que pudo editar a sus favoritos, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Marsé o Javier Marías. Y ha logrado el mayor éxito que puede alcanzar un editor, haber dejado una experiencia admirada siendo, como Kim de la India, el amigo de (casi) todo el mundo.
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