domingo, 27 de marzo de 2022

Carlos Mayoral / La justicia camusiana



Albert Camus, París, 1945. Fotografía: Cordon.



Carlos Mayoral
La justicia camusiana


Noviembre de 2017


Esta narración tiene un desarrollo cronológico extraño. Transcurre en dirección contraria al tiempo, como los cuentos de Scott Fitzgerald. En concreto, empieza situándose en algún lugar de la Borgoña francesa, en el enero frío de 1960. Allí, el destino quiso jugar a ser el protagonista de una vida que nada le debía y colocó un inoportuno pinchazo en la rueda del Facel Vega FV3B, uno de esos coches de lujo que, a esa hora, recorría la carretera borgoñesa a 180 km/h. El automóvil quedó en manos de ese destino que, con saña, jugó con él hasta estamparlo contra un árbol junto a la cuneta. El destrozo fue tal que nadie supo nunca en cuántos fragmentos quedó dividido el coche. El conductor y su familia sobrevivieron. El primero respondía al nombre de Michel Gallimard, apellido de editores, hijo en la práctica de su tío, Gastón Gallimard, fundador de uno de los sellos más prestigiosos del planeta. Horas más tarde, el lugar es un hervidero de fotógrafos: uno de los viajeros no ha sobrevivido, y hay que sacar rédito gráfico. El muerto no había tenido intención de viajar en aquel auto, y un escuálido boleto de tren sin utilizar oculto en el sobretodo daba testimonio de aquel giro inesperado. Quizá su amistad con Gallimard le hizo cambiar de opinión. Al día siguiente, pocos periódicos abrieron con la muerte de unos de los escritores que mayor altura alcanzó durante el siglo XX. Al día siguiente, una inoportuna huelga en los medios impidió gritar como la ocasión merecía. Al día siguiente, la prensa apenas se hizo eco de la muerte de Albert Camus.
Y es que las meninges de Camus albergan el talento natural más extraordinario que ha pisado el siglo XX. El término más importante de la sentencia anterior no es quizás el más llamativo: «natural». No se puede utilizar otro adjetivo para definir una inteligencia que se cinceló en un ambiente, el de su Argelia natal, donde la pobreza no atacaba solo a la cartera, también había colonizado el alfabetismo. Perdonen, ya se habían sugerido los saltos temporales que azotan el texto. Pero tiene que ser en este renglón y no en otro donde se diga que la madre de Camus, Catalina Elena Sintes, era analfabeta, y nunca pudo leer los libros que con maravillosa pluma fabricó su hijo, aunque se conformaba con desenvolverlos, abrazarlos, olerlos, como si tuviera un tesoro entre manos. Esto, unido a la pobreza reinante, hizo que el propio Albert sufriera los rigores de esta escasez educacional, pues el idioma francés que por aquel entonces se hablaba en las calles argelinas distaba mucho de ser el académico lenguaje que gastaban al otro lado del Mediterráneo. Por eso, el pequeño Camus tuvo que trabajar en torno a la palabra más que ningún otro escritor en lengua gala, labrarlo y cosecharlo hasta conseguir que su primer amigo y más tarde enemigo, Jean Paul Sartre, le espetara que escribía «demasiado bien».
Pero abandonemos de nuevo la infancia para volver a aquel día 4 de enero de 1960.  Ese lunes no fallece un hombre cualquiera, fallece un hombre querido. Aquellos rigores de la infancia habían calado en su ánimo, haciendo de Albert un escritor aclamado, con el que el lector conecta más allá de la simple ficción. Al día siguiente del día siguiente, los periódicos sí abrieron con una portada en la que, a toda página, podía leerse: «Camus est mort». Uno de sus personajes en La peste insinúa que odia «la muerte y el mal». Su creador, Camus, solo conoció uno de esos dos odios, y lo hizo un este enero macabro. Mientras su cuerpo se perdía ahogado en la cuneta borgoñesa, su nombre se mantenía (se sigue, se seguirá manteniendo) a flote sobre la marea mediocre que hace de la imagen su única bandera. Porque Camus era mucho más que una imagen. Camus construye su corpus filosófico sobre la modestia del que podría observar al ser humano desde un pedestal intelectual (irremediable volver a Sartre) pero prefiere bajar a la tierra, enfangarse.
Por eso Camus es el escritor querido. Porque puso su pluma al servicio de la justicia. O, mejor dicho, en contra de la maldad. Camus se ganó a los lectores porque perforó sus pupilas, dejó a un lado la piel (que siempre vuelve a su estado normal después de haberse erizado) para penetrar en la conciencia, que es un lugar mucho más oscuro e intransitable, pero que una vez colonizado es difícil de abandonar. Mientras, en este lado, por el que camina la realidad, Camus sigue enraizado en su infancia y decide, en su honor, fundar el Teatro del Trabajo, dedicado en cuerpo y alma a transmitir las grandes escenas dramáticas a las clases obreras. Hemos saltado hasta los años treinta. Sabe que es imposible, que la idea cuenta con una esquina utópica que a Camus le apetece visitar, pero la idea de alejar de las infancias ajenas el analfabetismo que recorrió su propia infancia es uno de sus objetivos. Puede buscarse un motivo político en el reverso de estas acciones humanitarias, pero estaríamos cayendo en una simplificación superficial (la prueba está en cómo Albert modificó el nombre del movimiento, de Teatro del Trabajo a Teatro del Equipo, una vez hubo roto con el Partido Comunista). La respuesta a todas las preguntas perniciosas se encuentra en la más simple de las verdades, ya reseñada antes en este texto: Camus era un hombre bueno. Solo así se comprende cómo contribuyó al desarrollo de la pobre región que lo vio nacer a través de nobles causas. Camus es tan grande porque mientras levantaba su teatro en una zona del ring, desde otra, desde su novela, su ensayo o su artículo, aboga por que las bombas que por aquel entonces azotaban su Argelia natal no lo destruyan. Justicia en la teoría y en la práctica. Justicia en la realidad y en la ficción. Esperanza en plena guerra.
¿Qué parte de culpa tiene la infancia en la construcción de esa justicia camusiana? ¿Cuán importante resulta la figura de su madre, la medio española doña Catalina Elena Sintes, en la empatía que Albert despertó en sus lectores? ¿Qué papel desempeña el ambiente paupérrimo que rodeó su infancia a la hora de dibujar una sonrisa en la opinión que el universo tiene de él? La respuesta, que podría darse desde innumerables párrafos escritos por el que aquí firma con interpretaciones anacrónicas y orientaciones confusas, la encuentra sin embargo una de las escenas más hermosas que nunca nos dio esta inmensa tragedia que es la literatura. Al comenzar, este texto avisaba de los continuos saltos temporales que salpican cada renglón. Así que el final no será diferente. Se desarrolla a caballo entre dos fechas: 1957, tres años antes del fatal accidente, y 1930, época en la que Camus empezaba a escapar de la infancia. Perdonen la insolencia de empezar y terminar un texto que, básicamente, tiene como objetivo glosar la infancia de Camus aludiendo a los últimos años del escritor; pero la memoria se impone al presente solo cuando la vida se agota.
Ese 10 de diciembre de 1957, Albert Camus recoge el Premio Nobel de Literatura. Hay una unanimidad poco habitual en los elogios al artista, que con cuarenta y pico años se convierte en uno de los ganadores más jóvenes de la historia. Pero ya desde que le fue comunicada la noticia, por su mente pasea un nombre: Louis Germain. Durante su discurso, por cierto, deja en el aire frases como ésta: «La nostalgia me ha ayudado a mantenerme al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir». Justicia. Solo se libera del nombre que le tiene atrapado cuando pocos días antes de recibir el Nobel le escribe esta carta a su profesor Germain. Un hombre humilde al que le debía todo. Podría definirse el acto de mil formas, pero ninguna palabra lo define mejor que la suya propia:   
París, 19 de noviembre de 1957
Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido de todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido. Un abrazo con todas mis fuerzas,
Albert Camus
Esta narración tiene un desarrollo cronológico extraño, y termina situándose en algún lugar de la Borgoña francesa, en el enero frío de 1960. Quizás, durante aquel instante último, cuando el coche de Gallimard se precipitaba contra el final de este texto, por la mente de Camus se pasearon todos los recuerdos que le hicieron grande: la pobreza en su infancia argelina, la madre analfabeta que quiso leer a su hijo, el dialecto desprestigiado, las bombas sobre su Argelia, su teatro sobre las bombas, el recuerdo de su profesor cuando todo eran aplausos. Aquella noche de enero fatídica se narraba el final de un hombre. Un hombre que puso la narración al servicio de la justicia. Un hombre que puso la justicia al servicio de la narración.


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