Virginia Woolf |
Virginia Woolf contra James Joyce: la mujer que se negó a publicar el 'Ulises'
Los dos titanes murieron en 1941 después de sendas y fascinantes trayectorias literarias
Jordi Corominas i Julián
Virginia leyó 200 páginas del 'Ulises' y rechazó publicar la novela de Joyce
Inhabitable lo fue para Virginia Woolf el 28 de marzo de 1941, fecha de su suicidio, ahogada en el río Ouse vistiendo un abrigo lleno de piedras en sus bolsillos. Aquejada de trastorno bipolar, antes de tomar su último camino escribió una nota para su esposo Leonard, donde confesaba estar a las puertas de enloquecer y que “si alguien podría haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinándote la vida durante más tiempo. No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que lo hemos sido tú y yo.”
Dos islas distintas
El no de la Hogarth al 'Ulises 'y su publicación, en coincidencia del cuadragésimo cumpleaños del literato, por una americana en París, donde Joyce, además de en su interior, se envolvía de un microcosmos existencial como si estuviera en una isla. Entre las anécdotas más inmortales figura la de su regreso en el taxi de Marcel Proust tras asistir a una cena en una habitación privada del Hotel Majestic el 9 de mayo de 1922, con Picasso y Stravinsky entre los asistentes. Ninguno había leído al otro. El francés era asmático. El dublinés fumaba como un carretero.
Si el tormento de Virginia fue hacia adentro, el de Joyce fue exterior
Virginia Woolf se hermanaba con su némesis en la vanguardia anglosajona por un aislamiento más altivo, cobijado en el Círculo de Bloomsbury, reflejado desde el lirismo en 'Las Olas', donde muchos rasgos de los seis, marionetas de esa narradora adepta a merodear en el mar, son un quién es quién de ese grupo de amigos e intelectuales entre los que cabe mencionar a Lytton Strachey, un sepulturero de lo victoriano, el Nobel T.S. Eliot, John Maynard Keynes, Roger Fry o E.M. Forster, reuniéndose en fincas particulares o retiros campestres.
Si el tormento de Virginia, manifiesto en sus
Joyce salió de la Estación Central y entre impaciencias en la estatua de Sisí, asesinada en 1898 por el anarquista Luigi Lucheni en Ginebra, se mezcló con el ambiente de la Piazza Grande al lado del mar y así inauguró su idilio con la Bora, un huracán eólico, según algunos vinculado durante la contemporaneidad con el ingente número de suicidios de esa ciudad archipiélago, italiana pero sin nación, un municipio independiente sin bandera, tampoco echada de menos al exhibirse su idiosincrasia en pequeños detalles cotidianos. Pese a tener fama de esquizofrénica, Trieste puede ser un extraño remanso de paz, y Joyce, con algunos años de ausencia, residió a la vera del Adriático desde ese 20 de octubre de 1904, cuando su energía se desparramó hasta, cuentan los lacónicos lugareños, acabar entre rejas.
En cambio, Virginia y sus amigos adoptaron otra performance, mucho más mediática, cuando en 1910 se disfrazaron de príncipes abisinios y burlaron a la Royal Navy, recibiendo infinitos parabienes hasta visitar el acorazado Dreadnought, rodeados de guardias de honor y vestimentas de gala. Al no estar disponible el estandarte etíope se enarboló el de Zanzíbar y las trompetas hacían sonar el himno del país africano. La farsa cautivó a la prensa, relamiéndose ante el cóctel de mofa al ejército y show de Monty Python 'avant la lettre'.
Las caricaturas y las lecturas
'Tres Guineas' otorgó a la prosista de 'Al faro', otro peldaño más de su increíble escalera a caballo entre los años veinte y treinta, el sosiego de ser libre al depositar un testamento pacifista, socialista y feminista, trilogía de adjetivos como un guante en su pensamiento, aunque reacios en el mismo al odiar a los ismos, proclives a deformar el lenguaje y monopolizar emociones desde un credo irracional.
Un problema de la época reciente es la caricaturización de un sinfín de íconos culturales, caras con frase para camisetas o memes de la red, despojándolos de su trascendencia. Virginia Woolf se manosea desde imágenes promocionales, vaciándola de contenido. En su trayectoria flota una constante obcecación, y como Joyce está en la recámara no está de más que 'Miss Dalloway' diga que ella misma comprará las flores, pues esta novela, quien sabe si una respuesta al 'Ulises', se emparenta con la epopeya dublinesa de Dedalus y Bloom en su duración de una jornada de junio, el flujo de conciencia y su enmarcarse dentro las transformaciones urbanas del primer tercio de la pasada centuria, más visibles durante el periodo de entreguerras, de 'Manhattan Transfer' de John Dos Passos a 'Berlín, sinfonía de una ciudad', de Walter Ruttman.
Un problema de la época es la caricaturización de un sinfín de íconos culturales
El 'Ulises' arrastra la rémora de ser un monumento, cuando uno de sus logros en esta prosa ciudadana es trasladar al papel escenas con trucos cinematográficos entre masturbaciones y petardos en la playa, alucinaciones en burdeles y un calculado vagar de los personajes, polichinelas del titiritero, omnipresente hasta en el monólogo interior de Molly y sí dije sí quiero sí. El 'Ulises', con las minucias significantes de las calles de ese 16 de junio recobradas con preguntas de Trieste a Dublin, no decretó ninguna muerte de la novela. El espíritu competitivo predominante a veces confunde la evolución de un género. Un antes y un después no supone desolar los alrededores, donde quedan muchas sendas a explorar por otros coetáneos como Franz Kafka o su viejo amigo triestino, Italo Svevo, redescubierto por Joyce y Larbaud con 'La Conciencia de Zeno'.
Virginia Woolf transitaba por su propio trayecto, afín al de sus colegas masculinos por progresar al no imitar pese a trazar todos sus textos preocupaciones de su época. En 'Miss Dalloway' la simultaneidad de pasado, presente y esas vidas cortocircuitadas en el Londres de posguerra, 'Clarissa' en la placidez de su jardín, Septimus Warren Smith con su deriva hacia el abismo, desvaneciéndose su inteligencia por los efectos de la pesadilla en las trincheras mientras las horas avanzan y cada uno opta por enmudecer sus miserias desde perspectivas diametralmente opuestas.
De 'Dalloway', 'Al Faro', 'Orlando' y 'Las Olas' son, salvo por su esplendor, un cuarteto sin aparente totalidad, una etapa en sí comprendida entre 1924 y 1932. Durante la misma, en otra categoría dentro de este crecimiento, ofreció la tipificada 'Una Habitación propia', de una brillantez sin urgencia de pancartas, tan aficionadas a rebajar los múltiples mensajes de este ensayo, corpus feminista sin sacar pecho junto a 'Tres Guineas'.
Novelas fascinantes
Las novelas de este decenio son fascinantes por la exposición, una vez leído el conjunto, de las dudas de una voz, y cada cavilación se conjuga con la poética de una prosa divirtiéndose con las coordenadas espacio temporales, las máscaras y la confección de una escritura comprometida desde una visión artesanal, no por ello silenciosa a su tiempo, en lucha desde una cierta altura en los áticos de la torre de marfil.
Tras el 'Ulises' Joyce se mojó en otros barros y se concentró en 'Finnegan’s Wake'
Tras el 'Ulises' Joyce se mojó en otros barros. La vitola de genio y el mecenazgo de Harriet Weaver lo amparaban y se concentró en 'Finnegan’s Wake'. La jornada en la capital de Irlanda es accesible al gran público, basta con no lanzarse sin tener buenos fundamentos previos. La obra en construcción, así la bautizó, debió ser en su imaginación la Biblia de la Modernidad sin concesiones a la industria de productos culturales. Su patrocinadora se retiró espeluznada por lo homérico de la empresa y su despropósito si quería ser leído. 'Finnegan’s Wake' tiene renombre y acumula polvo en estantería, quien sabe si por ese pavor al pronunciar James Joyce, a quien conviene introducir sin faltar a la cronología de sus libros, porque 'El retrato del artista adolescente' y 'Dublineses', luminoso en sus matices, son antídotos ante esa resistencia enconada, sin mácula en lo relativo al 'Finnegan’s Wake', más esquinado si cabe como meta, no sólo para escritores, al ser demasiado colosal para nuestra desmedida velocidad 24/7/365 aún con toque de queda, poco mitigada por la pandemia.
Las últimas obras de Virginia Woolf, 'Los años' y 'Entre actos', no gozan de la popularidad de la rigurosa biografía del Cocker Spaniel Flush, perro de la poetisa Elisabeth Barrett, fina disección victoriana. Los dos se enrocaban en sus islas, si bien la de ella era muy intuitiva y miraba más allá del ombligo y el horizonte. Los dos no navegan rumbo a la deriva; la conmemoración del octogésimo aniversario de sus decesos ha tenido un eco escuchimizado, acorde a su mercantilización. En Trieste Joyce, homenajeado con una ruta de placas y una estatua en el Canal Grande, es un souvenir, imán de nevera o chapita para el abrigo. Virginia es un perfil global, más de pared que de tinta.
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