sábado, 5 de marzo de 2022

Isaak Bábel / Sal

 


Isaak Bábel
SAL




    Querido compañero redactor: Voy a hablarle de las mujeres rezagadas que nos perjudican. Espero que en la visita al frente de la guerra civil, sobre la que ha tomado usted notas, no habrá olvidado la vieja estación de Fasfot, que está en cualquier parte en una lejanía desconocida de siete veces siete países. Naturalmente, yo he estado allí y he bebido cerveza hecha en casa. «El bigote se llena de espuma, a la boca llega apenas». De esa estación antes citada hay mucho que hablar, pero como se dice en nuestra condenada vida, «hay que dejar mucho bueno tranquilo». Por eso voy a escribirle sólo lo que yo he visto con mis propios ojos.
    Era una noche serena, amable, cuando, hace siete días, nuestro excelente tren de caballería, cargado de soldados, se detuvo allí, íbamos en dirección a Berditschef y todos ardían por aprovecharse de la cosa común. Pero observamos que nuestro tren seguía parado. Nuestro Gavrilka no anima el vapor, los soldados se inquietan y discuten por qué se para allí tanto tiempo. Lo cierto es que la causa común sufre un grandísimo retraso a consecuencia de esos malditos enemigos, esa especie de hámsteres entre los que se encontraba una infinidad de hembras, que del modo más descarado se las entendían con las autoridades ferroviarias. Impertérritos se agarraban esos seres destructores a las manecillas de los coches, y una, dos, tres, se encaramaban a los techos, se revolvían de un lado para otro, sembraban en todo la confusión, y todos vieron arrastrar sacos que pesaban quintales, cargados con la no precisamente desconocida sal. Pero el triunfo del animal de presa capitalista no duró mucho tiempo. Los soldados salían arrastrándose del vagón y su iniciativa restableció la despreciada autoridad de los ferroviarios. Sólo las hembras quedaron en las proximidades. Por compasión, dejaron los soldados que algunas de ellas, no todas, subieran a los vagones tórridos.
    También en nuestro vagón de la segunda compañía teníamos dos muchachas, y cuando dieron el segundo toque de salida se acercó una arrogante mujer con un niño de pecho en los brazos y dijo:
    —Dejadme entrar con vosotros, queridos cosaquillos; llevo una eternidad esperando en la estación con el crío en brazos, y ahora quisiera ir a ver a mi marido, pero no puedo por lo lleno que el tren va. ¿No lo he merecido de vosotros, cosaquillos?
    —¡Bueno, mujer! —le digo yo—. Lo que acuerde la compañía eso se hará.
    Y me dirijo a la compañía y le expongo claramente que aquella arrogante mujer quería ir a ver a su marido que estaba en el campo y que llevaba de verdad un niño con ella y que pregunta a la gente si quiere dejarla entrar o no.
    —Déjala entrar —grita la gente—; después de nosotros no va a quererla su marido…
    —No —les digo cortésmente—. Acato tu resolución, compañía, pero me admira oír de ti esa lascivia. Acordaos de vuestra vida, cómo estabais de niños, con vuestras madres y veréis que no se debe hablar así…
    Y los cosacos vieron que yo, Balmaschef, había pronunciado un discurso convincente y dejaron entrar a la mujer en el coche. Ésta, agradecida, se arrastró en el interior. Y todos estaban tan conmovidos por la verdad de mis palabras, que se sentaron al lado de la mujer y la hablaban a porfía:
    —Siéntese, mujer, en el rincón; cuide usted al niño como conviene a una madre; nadie la molestará y llegará usted intacta a su marido como usted desea. Pero la comprometemos a que eduque a su hijo en la causa, pues el viejo se hace más viejo y del joven hay mucho que ver todavía. Hemos visto muchas desgracias, mujer, respecto al servicio militar y más tarde también. El hambre nos ha agobiado y el frío nos ha curtido. Siéntese usted aquí tranquila.
    Y cuando dieron el tercer toque de salida, arrancó el tren. La noche, serena, extendía sobre nosotros su tienda de campaña. Y en aquella tienda de campaña lucían lamparillas de aceite, las estrellas. Y los soldados recordaban las noches y la estrella verde de Kuban, su patria. Y el recuerdo volaba como un pájaro. Y las ruedas rechinaban.
    Pasado algún tiempo, cuando la noche fue levantada de sus pilares y los tambores rojos empezaron a redoblar diana, con sus tambores rojos se me acercaron los cosacos, pues me vieron sentado, desvelado y terriblemente triste.

    —Balmaschef —me dijeron los cosacos—, ¿por qué estás triste y tan desvelado?
    —Me inclino profundamente ante vosotros, soldados, y os suplico que me permitáis cambiar algunas palabras con esa ciudadana.
    Y temblándome todo el cuerpo, me levanto del asiento, que ahuyenta el sueño como ahuyenta al lobo una jauría de perros furiosos, me acerco a la mujer, le tomo el hijo de los brazos, arranco los pañales y todos los trapos que lleva y aparece un buen medio quintal de sal.
    —Es un niño interesante, compañeros, que no pide el pecho, que no se mea y que no interrumpe el sueño de las gentes.
    —Perdonadme, queridos cosaquillos —me dice la mujer bastante serena—; no os he engañado yo, os ha engañado mi mala suerte.
    —Balmaschef arreglará su mala suerte —contesto a la mujer—. Esto no es difícil para Balmaschef. Balmaschef no vende más caro de lo que compra. Pero habla con los cosacos que te han dejado entrar como a una obrera de la república. Avergüénzate ante esas dos muchachas que siguen llorando porque esta noche las hemos atormentado y ante nuestras mujeres, que en los campos de alforfón de Kuban trajinan sin ayuda de hombre y piensa en los combatientes solitarios que se ven obligados por la dura suerte a coger las muchachas que pasan… En cambio a ti, de quien querían apoderarse, precisamente a ti, desvergonzada, no te han tocado. Mira a Rusia que se ahoga de dolor…
    Y ella me dice:
    —Mi sal ya la he perdido, pero os voy a decir las verdades. Vosotros no pensáis en Rusia. Vosotros no salváis más que a los judíos… A Lenin y a Trotsky…
    —De los judíos no se habla ahora, ciudadana desvergonzada. Los judíos no tienen nada que ver en esto. Por lo demás, de Lenin no quiero hablar; pero Trotsky es el valeroso hijo del gobernador de Tamof y aunque pertenecía a otra clase se ha puesto al lado de la clase trabajadora. Como se libra a un condenado a trabajos forzados, así Lenin y Trotsky nos llevan a nosotros por el libre camino de la vida. En cambio, usted, ciudadana abominable, es más contrarrevolucionaria que aquel general blanco que nos amenazaba con el afilado sable, en su caballo, de mil formas diferentes. A él, al general, puede reconocérsele por todas partes; el trabajador tiene la penosa misión de exterminarle; pero vosotras, ciudadanas numerosísimas, con vuestros hijos que no piden el pecho y que no se mean…, vosotras sois invisibles como las sabandijas y roéis, roéis, roéis…
    Y lo confieso: durante el viaje eché del tren en un seto a aquella ciudadana. Pero era fuerte, se levantó, se arregló las faldas y echó a andar descaradamente. Y cuando yo vi aquella mujer impertérrita y miré alrededor a Rusia, y los campos aldeanos sin espigas, y a las muchachas deshonradas, y a los camaradas, de los cuales tantos van al frente y tan pocos vuelven, quise saltar del tren y terminar con ella o conmigo.
    Pero los cosacos se compadecieron de mí y dijeron:
    —Dispárale un tiro.
    Y entonces descolgué el fiel fusil y lavé esa ignominia del semblante de la tierra de nuestra república obrera. Y nosotros, combatientes de la segunda compañía, le juramos, querido compañero redactor, y a todos vosotros, queridos compañeros de la redacción, que en lo sucesivo procederemos despiadadamente contra todos los traidores que nos llevan a la tumba, que quieren hacer retroceder la corriente y que quisieran cubrir a Rusia de cadáveres y de campos yermos.
    Por todos los combatientes de la segunda compañía, Nikita Balmaschef, soldado de la revolución.

Isaak Bábel
Caballería Roja

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