Isaak Bábel
Traducción de Helena Guardia
Tengo, como siempre, muchas cosas que contarte. A Sabsovich le dieron un premio en la refinería, a todos lados va muy atildado con la ropa “extranjera” de relumbrón y lo promovieron. Cuando la gente supo de su ascenso, por fin vieron la luz: el chico está escalando. Por eso dejé de salir con él. “Ahora que ha escalado,” el chico siente que conoce la verdad oculta de todos nosotros los simples y pobres mortales, y se ha convertido en el “Camarada Perfecto”, tan ortodoxo (“ortoboxo”, como dice Kharchenko) que ya no puedes hablar con él. Hace dos días, cuando nos encontramos, me preguntó por qué no lo había felicitado. Le pregunté que a quién debía felicitar, si a él o al gobierno soviético. De inmediato entendió a qué me refería, tosió y tartamudeó, y dijo: “Bueno, llámame algún día.” Pero su esposa, ni tarda ni perezosa, recogió la indirecta. Ayer recibí una llamada. “Claudia, querida, si necesitas ropa interior, ahora tenemos importantes contactos en la Tienda de Acceso Restringido.” Le dije que confiaba en salir adelante con mi propia ración de cupones de ropa interior hasta que la Revolución Mundial estallara.
Ahora te cuento un poco sobre mí. Ya te habrás enterado de que soy la jefa de sección del Sindicato Petrolero. Llevaban no sé cuánto tiempo intentando seducirme con el puesto, pero siempre lo había rechazado. Mi argumento: no tengo aptitudes para el trabajo de oficina y, además, quería inscribirme en la Academia Industrial. Cuatro veces en las reuniones del Buró me pidieron aceptar, así que finalmente no me quedó más remedio. Y debo confesarte que no me arrepiento. Desde donde estoy tengo un panorama completo de toda la actividad y he logrado hacer un par de cosas. Organicé una expedición a nuestra región de Sakhalin, aceleré la exploración y tengo mucho contacto con el Instituto del Petróleo. Zinaida está conmigo. Está bien. Está por parir y no ha sido fácil. No le dijo a su Max Alexandrovich (yo le digo Max-y-Moritz) 1 de su embarazo sino hasta el tercer mes. El hizo alarde de entusiasmo, le plantó un gélido beso en la frente y después le dio a entender que estaba a punto de hacer un gran descubrimiento científico, que sus pensamientos se hallaban lejos de la vida cotidiana y que nadie podía imaginar a alguien menos apto para la vida en familia que él, Max Alexandrovich Solomovich, pero, no hacía falta decirlo, no dudaría en sacrificarlo todo, etcétera, etcétera. Zinaida, siendo una mujer del siglo xx, estalló en llanto pero mantuvo el aplomo. No durmió en toda la noche, jadeando, dándole vueltas al asunto una y otra vez. En cuanto amaneció, se puso un viejo vestido harapiento y se fue al Instituto de Investigaciones, luciendo fatal, con el pelo todo enmarañado. Ahí hizo una escena, le suplicó olvidar lo sucedido la noche anterior, le dijo que destruiría al niño, pero que jamás se lo perdonaría al mundo – ¡y todo esto en los pasillos del Instituto de Investigaciones atestados de gente! Max -y- Moritz enrojece y después palidece. “Vamos a discutirlo por teléfono, vamos a vernos para platicar”, le dice entre dientes.
Zinaida ni siquiera lo dejó terminar, salió corriendo y vino conmigo.
–¡No voy a ir a trabajar mañana! –me dijo.
Yo exploté, y al no encontrar ninguna razón para controlarme, le grité. Nada más piensa –tiene más de treinta años, físicamente no tiene nada que valga la pena, ningún hombre que valga el pan que se come ni siquiera se limpiaría la nariz con ella, y luego aparece este tipo Max-y- Moritz (que no es que esté entusiasmado con ella, sino que lo entusiasma el hecho de que ella no es judía y que tiene antepasados aristócratas), y ella hace que la embarace, así que ya puede ir teniendo al bebé y criarlo. Como todos sabemos, los judíos mestizos salen muy bien –no hay más que ver al ejemplar que hizo Alá. ¿Y cuándo si no ahora pretende tener un hijo, ahora que los músculos de sus entrañas todavía sirven y que sus pechos aún pueden producir leche? Pero ella sólo tiene una respuesta para todo lo que le digo: “No soporto la idea de que mi hijo crezca sin un padre.” Ella dice que todavía es como en el siglo xix , “y mi papá, el general, va a salir taconeando de su estudio con un icono y me va a maldecir (o quizá sin el icono –no sé cómo se acostumbraba maldecir en ese entonces), y después las mujeres se van a llevar al bebé a una casa de expósitos o lo van a mandar al campo con una nodriza.”
–¡Tonterías, Zinaida! –le digo–. ¡Los tiempos han cambiado, vamos a salir adelante sin Max-y-Moritz!
No había terminado la frase cuando me llamaron a una reunión. En ese momento el asunto de Viktor Andreyevich era urgente. El Comité Central había decidido revocar el Plan Quinquenal anterior y elevar la extracción de petróleo para 1932 a cuarenta millones de toneladas. Las cifras fueron turnadas para su análisis a los encargados de planeación, es decir, a Viktor Andreyevich. Él se encierra en su oficina, más tarde me llama y me enseña su carta. Dirigida al Presidium del Consejo Supremo de Economía Nacional. Contenido: por este medio renuncio a toda responsabilidad por parte del departamento de planeación. Considero la cantidad de cuarenta millones de toneladas totalmente injustificada. ¡Se supone que más de un tercio de la misma deberá obtenerse de regiones aún no exploradas, lo que equivale a vender una piel de oso no sólo antes de matarlo, sino incluso antes de haberlo rastreado! No sólo eso, el nuevo plan cuenta con que de tres refinerías que actualmente están en funcionamiento pasemos a tener ciento veinte listas y funcionando para el final del Plan Quinquenal. Sin contar con la escasez de metal y con el hecho de que todavía no dominamos el extremadamente complejo sistema de refinerías. Y así es como terminaba la carta: como todos los mortales, yo prefiero sostener cuotas aceleradas de producción, pero mi sentido del deber, etcétera, etcétera. Leí la carta hasta el final.
Y entonces me pregunta: “¿La mando o no?”
Y yo le digo: “¡Viktor Andreyevich! Encuentro sus argumentos y su actitud totalmente inaceptables, pero no creo tener el derecho de aconsejarle que oculte sus puntos de vista.”
Así que mandó la carta. Al Consejo Supremo de Economía Nacional se le erizaron los pelos. Convocaron a una reunión. Del consejo vino el mismo Bagrinovsky. Colgaron de la pared un mapa de la Unión Soviética , marcando los nuevos depósitos y los oleoductos para el petróleo crudo y el refinado. Bagrinovsky lo llamó “un país con sangre fresca corriendo por sus venas”.
En la reunión los jóvenes ingenieros del tipo “omnívoro” querían comerse vivo a Viktor Andreyevich. Me levanté y hablé durante cuarenta y cinco minutos: “Si bien yo no dudo del conocimiento ni de las buenas intenciones del profesor Klossovsky, e incluso lo respeto profundamente, ¡sí me opongo al fetichismo por los números que lo mantiene cautivo!” Ese era el meollo de mi argumento.
“Las tablas de multiplicar no pueden ser la pauta que nos guíe hacia la cordura gubernamental. ¿Hubiera sido posible vaticinar, basándonos exclusivamente en las cifras, que íbamos a poder cumplir con nuestra cuota de explotación de crudo a cinco años en sólo dos y medio? ¿Hubiera sido posible vaticinar, basándonos exclusivamente en las cifras, que para 1931 íbamos a haber multiplicado por nueve el volumen de nuestra exportación petrolera, colocándonos en el segundo lugar después de Estados Unidos?”
Muradyan se levantó y habló después de mí, arremetiendo contra la ruta del oleoducto que va del Mar Caspio a Moscú. Viktor Andreyevich permanecía sentado en silencio, tomando notas. Sus mejillas tenían el color de un hombre viejo, el rojo de la sangre venosa. Sentí pena por él. No me quedé hasta el final y regresé a mi oficina. Zinaida seguía ahí sentada, estrujando sus manos.
–¿Vas a tenerlo o no? –le pregunté.
Me miró con ojos ausentes, la cabeza le temblaba y dijo algo, pero las palabras eran inaudibles.
–Estoy sola con mi dolor, Claudia, como si acabaran de clavar mi ataúd –me dice–. Qué pronto olvida uno; ya no recuerdo cómo vive la gente sin dolor.
Eso fue lo que me dijo, con la nariz roja y todavía más grande, haciendo destacar sus pómulos de campesina (¡sí, algunos aristócratas así los tienen!) Dudo mucho que Max-y-Moritz se excitara si te viera así, pienso para mí misma. Le grité y la mandé a la cocina a pelar papas. ¡No te rías; cuando tú vengas, a ti también te voy a poner a pelar papas! Nos dieron tan poco tiempo para diseñar los planos de la fábrica Orsky que el equipo de constructores y los dibujantes están trabajando día y noche, y Vasyona les cocina papas y arenque, y les hace omelets y se regresan de nuevo a trabajar.
Así que se fue a la cocina y un minuto después escuché un grito. Corrí –Zinaida está tirada en el piso sin pulso y con los ojos en blanco. ¡No te imaginas lo que nos hizo pasar a Viktor Andreyevich, a Vasyona y a mí! Llamamos al doctor. Por la noche recuperó la conciencia y tocó mi mano. Ya conoces a Zinaida, lo increíblemente tierna que puede ser. Me di cuenta de que todo lo que traía en su interior se había quemado, y de que algo nuevo estaba a punto de surgir. No había tiempo que perder.
–Zinusha –le dije– le llamaremos a Rosa Mikhailovna (ella sigue siendo nuestra principal especialista en estas cuestiones) y le diremos que lo has pensado mejor y que no irás a verla. ¿Le puedo llamar?
Me hizo una seña –sí, adelante, sí puedes. Viktor Andreyevich estaba sentado junto a ella en el sofá, tomándole el pulso incesantemente. Me alejé, pero escuché lo que él le dijo. “Tengo sesenta y cinco años, Zinusha –le confesó– mi sombra cae cada día más débil sobre la tierra frente a mí. Soy un hombre mayor y educado, y Dios (Dios sí tiene todo en Sus manos), Dios quiso que los últimos cinco años de mi vida coincidieran con esto –bueno, tú sabes a lo que me refiero– a este Plan Quinquenal. Así que de ahora en adelante no tendré tregua ni un momento de descanso hasta el día de mi muerte. Si mi hija no viniera por las tardes a acariciarme la espalda, si mis hijos no me escribieran, no tendría palabras para expresar mi infelicidad. Tenga al bebé, Zinusha, y Claudia Pavlovna y yo le ayudaremos a criarlo.”
Mientras el viejo sigue mascullando, yo le hablo a Rosa Mikhailovna “Bien, mi querida Rosa Mikhailovna –le digo–, ya sé que Zinaida prometió ir a verte mañana, pero lo ha reconsiderado.” Y escucho la desparpajada voz de Rosa en el teléfono: “¡Oh, me alegra tanto que lo haya pensado mejor! ¡Eso es absolutamente maravilloso!” Nuestra especialista siempre es así. Blusa rosa de seda, falda inglesa, el cabello primorosamente ensortijado, baños, ejercicio, admiradores.
Llevamos a Zinaida a casa. La metí en la cama, hice té. Dormimos abrazadas, incluso lloramos, recordando cosas largamente olvidadas, hablamos de todo, mezclando nuestras lágrimas, hasta que nos quedamos dormidas. Todo este tiempo mi “viejo diablo” estuvo diligente y silenciosamente sentado en su escritorio traduciendo del alemán un libro técnico. Dasha, no reconocerías a mi “viejo diablo” –está todo mustio, se le acabó el vapor y se apaciguó. Realmente me preocupa. Se pasa todo el día trabajando hasta el agotamiento en el Plan Quinquenal y por las noches traduce.
–Zinaida va a tener al bebé –le digo–.¿Cómo lo llamaremos? (Definitivamente no será una niña.) Nos decidimos por Iván. Ya hay demasiados Yuris y Leónidas por aquí. Lo más seguro es que sea una fiera de dientes afilados, con suficientes dientes como para sesenta hombres. Ya hemos producido suficiente combustible para él, podrá ir de paseo con las muchachas a Yalta, a Batumi, mientras que nosotros íbamos a Vorobyovi Hills. 2 Hasta pronto, Dasha. Mi “viejo diablo” te escribirá por separado. ¿Cómo estás tú?
Claudia
P. D. Te escribo de prisa desde el trabajo, arriba de mí hay mucho ruido, el yeso se está cayendo del techo. Nuestro edificio todavía parece estar bastante fuerte y le estamos añadiendo otros cuatro pisos a los cuatro que ya tenemos. Moscú está todo excavado y lleno de zanjas, hay tuberías y ladrillos por todas partes, tenemos un embrollo de líneas tranviarias, las máquinas importadas del exterior golpean, retumban y empujan sus grúas, se siente el hedor del alquitrán y hay humo en todos lados, como un fuego griego. Ayer vi en la Plaza Varvarskaya a un hombre en sandalias con los pies desnudos, su roja cabeza rasurada relumbraba y su camisa de campesino no tenía cinturón. Él y yo saltábamos de un pequeño montículo a otro, de una pila de tierra a otra, saliendo de los hoyos y volviendo a caer en ellos.
–Así es cuando empieza la batalla –me dice–. ¡Moscú se ha convertido en el frente, señora, Moscú está en el corazón de la batalla!
Tenía un rostro amable, sonriente como el de un niño. Todavía puedo verlo frente a mí.
Notas:
1 Dos niños que aterrorizan al vecindario con sus simpáticas bromas, en la historia en verso de Max y Moritz , del humorista alemán Wilhelm Busch.
2 Barrio de Moscú.
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