miércoles, 9 de marzo de 2022

Isaak Bábel / La calle de Dante

 




Isaak Bábel
La calle de Dante



    Entre las cinco y las siete nuestro «Hotel Danton» se estremecía de los gemidos amorosos. En las habitaciones operaban verdaderos maestros. Llegué a Francia convencido de que su pueblo había perdido el vigor y quedé asombrado de tales bríos. En mi país no elevan a la mujer a tal grado de incandescencia. ¡Qué va! En una ocasión, Jean Bienalle, mi vecino, me dijo:
    — Mon vieux, en los mil años de nuestra historia hemos creado la mujer, la buena cocina y el libro… Eso no hay quien nos lo arrebate…


    Para mi conocimiento de Francia, Jean Bienalle, vendedor de coches usados, me fue más útil que los libros leídos y las ciudades visitadas. El día que nos conocimos me preguntó qué restaurante, qué café, qué casa pública frecuentaba yo. La respuesta le dejó atónito.
    — On va refaire votre vie… [1]
    Y la rehicimos. Empezamos a comer en una taberna de traficantes de ganado y de vinateros —frente al Halles aux vins.
    Mozas campesinas en babuchas nos servían langostas en salsa roja, estofado de liebre condimentado con ajo y trufas y un vino imposible de conseguir en otro sitio. Pedía Bienalle y pagaba yo, pero pagaba exactamente lo mismo que los franceses. Aunque no era barato, era el precio justo. Ese mismo precio pagaba yo en la casa pública que varios senadores mantenían cerca de la Gare St. Lazare. A Bienalle le costó más presentarme a las habitantes de la casa, que si yo me hubiera propuesto penetrar en una sesión del Parlamento cuando derriban un ministerio. Terminábamos la noche en un café próximo a la Porte Maillot, al que acudían promotores de boxeo y corredores de automóviles. Mi preceptor pertenecía a la mitad de la nación que vende coches; la otra mitad los cambia. Era agente de la Renault y hacía la mayor parte de los tratos con rumanos, los negociantes más sucios. En los ratos libres Bienalle me enseñaba el arte de comprar un coche usado. Para ello, decía, había que ir a la Riviera a fines de la temporada, cuando los ingleses se marchan y dejan en los garajes coches que utilizaron dos o tres meses. El propio Bienalle tenía un Renault destartalado que llevaba como un esquimal a sus perros. Los domingos llegábamos en aquella carreta saltante a Rúan, a ciento veinte kilómetros, a comer pato que allí asan en su sangre. Con nosotros iba Germena, que vendía guantes en una tienda de la rué Royale. Sus días de cita con Bienalle eran los miércoles y domingos. Ella llegaba a las cinco. Un instante después en la habitación se escuchaba un gruñido, el golpe de cuerpos al caer, una exclamación de sobresalto y comenzaba la suave agonía de una mujer:
    —Oh, Jean…
    Hice este cálculo: Germena entró, cerró la puerta, se besaron, ella se quitó el sombrero, los guantes y los puso sobre la mesa; me resultaba que no habían tenido tiempo para más. Ni para desnudarse. Sin pronunciar palabra, saltaban dentro de sus sábanas como liebres. Después de los gemidos empezaban a desternillarse de risa y a susurrar de sus asuntos. Yo estaba enterado de todo lo que es dado conocer a quien vive al otro lado de un tabique de madera. Germena tenía desavenencias con monsieur Anrish, el administrador de la tienda. Los padres de ella vivían en Tour y ella los visitaba. Un sábado se compró un cuello de piel, otro sábado escuchó «Bohemia» en la Grand-Opera. Monsieur Anrish obligaba a sus dependientas a vestir trajes lisos tailleur. Monsieur Anrish inglesó a Germena y ella se convirtió en una de tantas empleadas, lisas de pecho, dinámicas, con permanente, pintadas de un ardiente color marrón, pero el tobillo grueso, la risa profunda y momentánea, la mirada de los ojos atentos y brillantes y ese gemido agonizante —¡oh, Jean!— todo eso quedaba reservado para Bienalle.
    Entre el humo y el oro del crepúsculo parisino, delante de nosotros avanzaba el cuerpo fuerte y fino de Germena; al sonreír ella reclinaba la cabeza y colocaba sobre el pecho los dedos rosáceos y hábiles. En esas horas mi corazón sentía calor. No hay soledad más desesperada que la soledad de París.
    Para todos los que venimos de lejos la ciudad es una deportación y me puse a considerar que una Germena nos hace más falta a nosotros que a Bienalle. Con esta idea me fui a Marsella.
    Al mes regresé a París. Esperé la llegada del miércoles para escuchar la voz de Germena.
    Llegó el miércoles y tras la pared nadie violó el silencio. Bienalle había cambiado de día. La voz de mujer se escuchó el jueves, como siempre a las cinco. Bienalle concedió a la visitante tiempo para despojarse del sombrero y de los guantes. Germena había cambiado de día y de voz. Ya no era el ¡oh, Jean!, jadeante, implorador… y después el silencio, el silencio amenazador de la dicha ajena. Esta vez fue un ruido ronco, doméstico y unos gritos guturales. La nueva Germena rechinaba los dientes, se desplomaba pesada en el diván y en los intervalos hablaba con voz gruesa y lánguida. No mencionó a monsieur Anrish, terminó de bramar a las siete y se dispuso a salir. Entreabrí la puerta para recibirla y vi avanzar por el pasillo a una mulata con un moñete de crin de caballo, de grandes y flojas tetas. La mulata pasó arrastrando por el suelo sus gastados zapatos sin tacón. Piqué a la puerta de Bienalle. Estaba tirado en la cama sin chaqueta, arrugado, gris, en calcetines mal lavados.

    — Mon vieux ¿ha cesanteado usted a Germena…?
    — Cete femme est folle [2] —respondió y se estremeció—, eso de que en el mundo hay invierno y verano, comienzo y fin, que al invierno le sucede el verano y viceversa —todo eso no va con mademoiselle Germena, esas canciones no le interesan. Ella se encarama a horcajadas sobre ti y exige que la lleves… ¿Adonde? Sólo mademoiselle Germena lo sabe…
    Bienalle se sentó en la cama, los pantalones se le encogieron en torno a sus piernas enclenques, entre los pelos pegados asomaba un pálido cuero cabelludo, le temblaba el triángulo de los bigotes. Un macón de a cuatro francos el litro puso en forma a mi amigo. Durante el postre se encogió de hombros y, respondiendo a sus pensamientos, dijo:
    —… En este mundo, además del amor eterno, hay rumanos, letras, quiebras, automóviles con el bastidor roto. Oh, l’en ai plein le dos … [3]
    En el Café de París una copa de coñac le volvió alegre. Estábamos en la terraza, bajo un toldo blanco. Sobre el toldo habían trazado franjas anchas. Mezclada con las estrellas eléctricas, la muchedumbre se deslizaba por la acera. Ante nosotros paró un auto estirado como un torpedo. De él se apearon un inglés y una mujer con abrigo de cebellina. Ella pasó a nuestro lado envuelta en una nube cálida de perfumes y pieles, increíblemente larga, con una breve cabeza refulgente de porcelana. Bienalle se inclinó al verla, alargó el pie con el bajo del pantalón raído, y le guiñó el ojo, como si se tratara de una chica de la rué de la Gaité. La mujer sonrió con la comisura de la boca carmesí, con la cabeza alisada hizo una reverencia apenas perceptible y desapareció, meciendo y arrastrando su cuerpo de serpiente. Tras ella, chisporroteando, pasó el inglés tieso.
    —Ah, canaille —dijo Bienalle, cuando pasó ella—. Hace dos años se conformaba con un aperitivo.
    Nos despedimos muy entrada la noche. El sábado me propuse ir a ver a Germena, invitarla al teatro y llevarla a Chartres, si ella quisiera, pero antes de ese día hube de verlos, a Bienalle y a su ex amiga. La noche siguiente la policía interceptó las entradas del hotel Danton, sus capas azules se agitaban en nuestro vestíbulo. Me dejaron entrar después de comprobar que era inquilino de mademoiselle Truffaut, nuestra patrona. Encontré a los gendarmes a la puerta de mi habitación. La puerta de Bienalle estaba de par en par. El yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre, con los ojos turbios, entornados. El dolor de la muerte callejera se iba apagando en él. Había sido acuchillado, mi amigo Bienalle, y bien acuchillado. Germena, con vestido tailleur y un sombrero chafado por los costados, estaba sentada a la mesa. Inclinó al saludarme la cabeza y con ella se inclinó la pluma del sombrero…
    Todo esto ocurrió a la seis de la tarde, la hora del amor; en cada habitación había una mujer. Semidesnudas, en medias altas hasta las cinturas, como pajes, antes de salir se ponían apresuradamente los coloretes y bordeaban la boca con pintura negra. Las puertas permanecían abiertas, los hombres se alineaban en el pasillo con los zapatos sin atar. En el cuarto del rugoso ciclista italiano una niña descalza lloraba sobre la almohada. Bajé para advertirlo a madame Truffaut. La madre de la niña vendía periódicos en la calle de Saint Michel. En la portería ya se habían reunido las viejas de nuestra calle de Dante: verduleras y porteras, vendedoras de castañas y de patatas fritas, pilas de carnes papudas, de carnes contrahechas, bigotudas, jadeantes, con cataratas y rosetones.
    — Voila qui n’est pas gai —dije al entrar— quél malheur! [4]
    — C’est l’amour, monsieur… Elle l’aimait… 
[5]
    Bajo los encajes abultaban los pechos violáceos de madame Truffaut, sus piernas de elefante se afincaron en medio de la habitación, los ojos le brillaban.
    — L’amore —repitió como un eco la signora Rocca, que mantenía una taberna en la calle de Dante—. Dio castiga quelli, chi non conoseono l’amore… 
[6]
    Las viejas se apiñaron y murmuraron todas a la vez. Una llamarada virolenta rubificaba sus mejillas, los ojos se les salían de sus órbitas.
    — L’amour —avanzando sobre mí repitió madame Truffaut— c’est une grosse affaire, l’amour… 
[7]
    En la calle sonó una trompeta. Manos hábiles arrastraron al muerto hacia la calle, hasta la ambulancia. Se convirtió en un número, mi amigo Bienalle, y perdió el nombre en la resaca de París. La signora Rocca se asomó a la ventana y vio el cadáver. Ella andaba preñada y la barriga le abultaba amenazadora, en las caderas dilatadas reposaba la seda, el sol se paseó por su cara amarilla, hinchada, por sus suaves cabellos amarillos.
    — Dio —pronunció la signora Rocca— tu non perdoné quelli, chi no ama
[8]
    La sombra se desprendía sobre la malla gastada del Barrio Latino, en sus esquinas se desparramaba una muchedumbre desmedrada, de los patios emanaba una cálida exhalación a ajo. La penumbra cubrió la casa de madame Truffaut, su fachada gótica con dos ventanas, los vestigios de torrecitas y de espirales, la hiedra petrificada.
    Hace siglo y medio aquí vivió Danton. De su ventana se veía el castillo de la Consergerie, los puentes saltando con agilidad sobre el Sena, una fila de casuchas cegaratas, arrimadas al río, el mismo hálito llegaba hasta él. Empujadas por el viento, chirriaban las herrumbosas vigas y los letreros de las posadas.

1934.

1 Vamos a rehacer su vida.
2 Esa mujer está loca.
3 Oh, estoy hasta la coronilla.
4 Eso sí que es triste. ¡Qué desgracia!
5 Cosas del amor, señor. Ella le quería.
6 Dios castiga a los que no conocen el amor.
7 Es algo importante eso del amor.
8 Dios, tú no perdonas a los que no aman.

    


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