martes, 8 de marzo de 2022

Isaac Bábel / Guy de Maupassant






Isaak Bábel
Guy de Maupassant
Traducción de Valeria Zuzuk




En el invierno del 16 fui a parar a Petersburgo con un pasaporte falso y absolutamente sin medios. Encontré alojamiento en casa del profesor de literatura rusa Aleksei Kazantsev, que vivía en Peski, en una calle amarillenta, maloliente y congelada. Sus traducciones del español le sumaban un ingreso adicional a su salario escaso; en aquel entonces, Blasco Ibáñez acababa de hacerse conocido.

Kazantsev nunca había estado en España, pero amaba ese país apasionadamente y conocía todos sus castillos, sus ríos, sus grandes jardines. Aparte de mí, muchos otros que se habían desviado del camino pautado encontraban apoyo en Kazantsev. Nos moríamos de hambre. Muy rara vez aparecían en los diarios nuestras notas sobre los sucesos actuales. Yo pasaba las mañanas dando vueltas por las morgues y las comisarías. El más feliz entre nosotros era Kazantsev. Él tenía una patria: España.

En noviembre me ofrecieron un puesto de oficinista en la fábrica Obujov, un puesto nada despreciable que me liberaba del servicio militar. Pero renuncié a ser oficinista.

Ya entonces, a los veinte años, me dije a mí mismo: más valen el hambre, la cárcel y el vagabundeo que sentarse diez horas por día en una oficina. No es que esa promesa fuera muy atre­vida, pero nunca la rompí ni la voy a romper. La sabiduría de mis abuelos anidaba en mi cabeza: nacimos para alegrarnos del trabajo, de la lucha y del amor; nacimos para eso, y para nada más. Mientras Kazantsev escuchaba mis divagaciones se revolvía la pelusa amarillenta y corta de su cabeza. El espanto y el entu­siasmo se mezclaban en su mirada.

En Pascuas,la felicidad llegó a nuestro hogar. El abogado Benderski, dueño de la editorial Alción, quería sacar a la luz una nueva edición de relatos de Maupassant. La encargada de la traducción era la esposa del abogado, Raisa. Pero del gran proyecto no había salido nada y por eso a Kazantsev, que traducía del español, le preguntaron si no conocía a alguien que pudiera darle una mano a Raisa Mijailovna. Kazantsev me mencionó a mí.

Al día siguiente, me vestí con un saco prestado y me dirigí a la casa de los Benderski. Vivían en la esquina de la avenida Nevski y el río Moika, en un edificio de granito finlandés ador­nado con columnas rosadas, almenas y escudos de armas. Antes de la guerra, banqueros hijos de nadie y judíos convertidos al cristianismo, enriquecidos con los suministros, habían construido en Petersburgo un montón de esos edificios vulgares disfrazados de castillos imponentes.

A lo largo de la escalera se extendía una alfombra roja. En los rellanos había osos revestidos de peluche parados en posición de ataque. En sus fauces abiertas flameaban unos conos de cristal.

Los Benderski vivían en el tercer piso. Me abrió la puerta una empleada doméstica con una cofia y los pechos en alto. Me acompañó hasta la sala de estar ambientada al estilo eslavo antiguo. De las paredes colgaban cuadros azules de Roerich con bestias y piedras prehistóricas; en las esquinas, sobre pedestales, se alzaban íconos antiguos. La empleada con los pechos en alto se movía con orgullo por la habitación. Era corta de vista, altiva y esbelta. En sus ojos grises bien abiertos se había petrificado el deseo. La muchacha se movía lentamente. Me imaginé que al hacer el amor se debía revolcar con agilidad desaforada. De repente, la cortina bordada con oro que colgaba sobre la puerta osciló. En la habitación entró una mujer; cargaba grandes pechos, tenía cabello negro y ojos colorados. No se necesitaba más tiempo para reconocer en la Benderski a esa raza de judías encantadoras venidas de Kiev y de Poltava, ciudades esteparias bien alimen­tadas, llenas de castaños y acacias. Estas mujeres convierten el dinero de sus hábiles maridos en grasita rosada en el abdomen, en la nuca y en los hombros redondeados. Su sonrisa soñolienta y tierna enloquece a los oficiales de guarnición.


—Maupassant es la única pasión que tengo en mi vida —me dijo Raisa.

Salió de la habitación tratando de frenar el balanceo de sus anchas caderas y volvió con la traducción de «Miss Harriet». En su versión no había quedado ni la sombra de la escritura de Maupassant: suelta, continua, con largos suspiros de pasión. La Benderski escribía de manera descolorida, demasiado correcta, como antes escribían en ruso los judíos.

Me llevé el manuscrito y en casa, en la buhardilla de Kazantsev, mientras todos dormían, me pasé la noche haciendo cambios radicales en la traducción ajena. Este trabajo no es tan malo como parece. Cuando una frase sale a la luz es buena y mala al mismo tiempo. El secreto está en la vuelta que se le da, que debe ser apenas perceptible. La palanca tiene que calentarse bajo la palma de la mano y hay que moverla una vez, no dos. A la mañana le llevé la versión corregida. Raisa no mentía cuando hablaba de su pasión por Maupassant. Mientras yo leía se mantuvo sentada, quieta, con las manos entrelazadas; esas manos de seda se resba­laron luego al piso y la frente de Raisa se puso pálida; el volado entre los pechos apretados se doblaba y temblaba.

—¿Cómo logró esto?

Entonces le hablé de estilo, del ejército de las palabras, del ejército en el que se usan todo tipo de armas. Ningún acero puede atravesar el corazón humano con un frío tan cortante como un punto puesto a tiempo. Ella me escuchaba con la cabeza incli­nada y los labios pintados entreabiertos. Un rayo negro brillaba sobre sus cabellos sedosos, bien peinados con la raya al medio. Sus piernas de pantorrillas fuertes y tiernas envueltas en cancán habían quedado estiradas y separadas sobre la alfombra.

La empleada nos trajo el desayuno desviando su mirada de deseo petrificado. El sol de Petersburgo entraba por la ventana y se acostaba sobre la alfombra pálida e irregular. Los veintinueve tomos de Maupassant reposaban sobre un estante arriba de la mesa. El sol tocaba con sus dedos calientes los lomos de cuero de los libros, esas bellísimas tumbas del corazón humano.

Nos sirvieron café en tacitas azules y comenzamos con la traducción de «Idilio». Todos recuerdan el cuento del joven carpin­tero que mamó del pecho de la nodriza gorda la leche que tanto la agobiaba. Esto sucedió en un tren que iba de Niza a Marsella, en una tarde calurosa, en el país de las rosas, en la cuna de las rosas, donde las plantaciones bajan hasta llegar a las orillas del mar…

Me fui de la casa de los Benderski con veinticinco rublos de adelanto. Esa noche, nuestra comuna de Peski se puso como una manada de patos embriagados. Comimos caviar negro a cucha­radas y lo acompañamos con salchichón. Achispado, me puse a hablar mal de Tolstoi.

—Su queridísimo conde fue un cobarde, estaba asustado. Su religión era el miedo… Por miedo al frío, a la vejez, el conde se cosió un abrigo de fe…

—¿Algo más? —me preguntaba Kazantsev meneando su cabeza de pájaro.

Nos habíamos quedado dormidos al lado de nuestras camas. Soñé con Katia, la lavandera cuarentona que vivía en el depar­tamento de abajo. Por las mañanas le pedíamos agua para el té. Apenas me había detenido en sus facciones, pero en mi sueño solo Dios sabe lo que hacíamos con Katia. Nos quedábamos sin aliento. A la mañana siguiente, no pude contener mis ganas de ir a pedirle agua caliente. Me abrió la puerta una mujer marchita de cabellos canosos, enrulados, con un chal cruzado en el pecho y manos avinagradas.

Desde aquel entonces, todas las mañanas desayunaba en la casa de los Benderski. En nuestra buhardilla apareció una estufa nueva, pescado salado y chocolate. Raisa me llevó a las islas dos veces. No me pude aguantar y le conté mi infancia. El relato, para mi sorpresa, resultó ser bastante deprimente. Unos ojos brillantes y llenos de miedo me miraban desde abajo del sombrero de piel de topo; las pestañas pelirrojas de Raisa tiritaban de lástima.

Conocí al marido de Raisa, un judío pálido, calvo, de cuerpo delgado y fuerte, siempre listo para asuntos turbios. Se decía que tenía amistad con Rasputín. Las ganancias obtenidas de los suministros de guerra le habían dado un aspecto de poseído. Su mirada parecía perdida, el velo de la realidad se había desgarrado para él. Raisa se avergonzaba cada vez que lo presentaba, algo que, debido a mi juventud, recién percibí una semana más tarde.

Después de Año Nuevo, Raisa recibió a sus hermanas, que habían llegado de Kiev. Un día quise acercarle el manuscrito del cuento «La confesión» y, como Raisa no estaba, regresé más tarde. Cenaban en el comedor; de ahí llegaban relinchos de yeguas chillonas y un griterío de voces masculinas exage­radamente alegres. En los hogares de gente rica, donde no se respetan las tradiciones, se come con mucho ruido. El ruido era judío, con estruendos y finales melodiosos. Raisa me recibió con un vestido de noche que tenía la espalda descubierta. En los pies llevaba unos zapatitos de charol que pisaban con torpeza.

—Estoy ebria, querido —dijo estirando hacia mí los brazos adornados con brazaletes de oro blanco y estrellas de esmeralda.

Su cuerpo se contorneaba como el de una serpiente eleván­dose al sonido de una música. Meneaba la cabeza enrulada y sus anillos tintineaban; de repente, se dejó caer en un sillón tallado al estilo ruso antiguo. En la espalda empolvada tenía algunas cica­trices que ardían débilmente.

Detrás de la pared se oyeron nuevamente las risas feme­ninas. Del comedor salieron las hermanas, casi bigotudas, tan pechugonas y espigadas como Raisa, con sus pechos en alto y los cabellos negros ondulantes. Las dos estaban casadas con sus respectivos Benderski. La habitación se llenó de exaltación femenina, exaltación incoherente, de mujeres maduras. Los maridos les pusieron a las hermanas tapados de nutria y chales de Oremburgo y les calzaron botas negras. Bajo los chales de color nieve solo se distinguían las mejillas ruborizadas y encen­didas, las narices de mármol y los ojos con su brillo semítico y miope. Después de haber hecho tanto barullo se fueron al teatro, adonde iban a ver Judith con Shaliapin.

—Quiero ponerme a trabajar —murmuró Raisa estirando hacia mí los brazos desnudos—, hemos perdido una semana entera…

Trajo del comedor una botella y dos copas. Sus pechos descansaban cómodamente sueltos bajo la seda del vestido; los pezones se dibujaron bajo la tela.

—El más deseado —dijo Raisa sirviendo el vino—: moscatel cosecha 83. Mi marido me va a matar cuando se entere…

Nunca había tenido trato con un moscatel cosecha 83 y no dudé en tomar tres copas seguidas que me transportaron de inmediato a callejones en donde sonaba música y flameaban llamas anaranjadas.

—Estoy ebria, querido mío… ¿Qué nos toca hoy?

—Hoy nos toca «L’aveu»…

—Entonces, «La confesión». El sol, le soleil de France, es el personaje principal de este cuento… Gotas de sol incandescentes habían caído sobre la pelirroja Céleste y se habían transformado en pecas. El vino, la sidra y los rayos colgantes del sol habían curtido el rostro del cochero Polyte. Dos veces a la semana, Céleste llevaba a la ciudad crema de leche, huevos y gallinas para vender. Le pagaba a Polyte diez sous por ella y cuatro por el canasto, y en cada viaje él le preguntaba, guiñándole un ojo: «¿Cuándo nos vamos a divertir nosotros dos, ma belle?». «¿Qué me quiere decir con eso, monsieur Polyte?». El cochero, dando saltos en el asiento, le explicaba: «Divertirse quiere decir divertirse, carajo… Un hombre, una muchacha, y no hace falta música…». «No me gusta ese tipo de bromas, monsieur Polyte», decía Céleste apar­tando del cochero sus polleras, que apenas cubrían sus pantorri­llas robustas y vestidas con medias rojas. Pero el pícaro de Polyte se reía y tosía: «Algún día nosotros dos nos vamos a divertir, ma belle», y unas lágrimas de entusiasmo corrían por su rostro de color rojo ladrillo como la sangre y el vino.

Tomé una copa más del deseado moscatel. Raisa chocó su copa con la mía. La empleada de mirada petrificada atravesó la habitación y desapareció.

—Ce diable de Polyte… En dos años Céleste le había pagado cuarenta y ocho francos.

Casi cincuenta francos. A finales del segundo año, estando en la calesa, Polyte, que había tomado sidra antes de salir, volvió a hacerle la pregunta de siempre: «¿No quiere que nos divirtamos hoy mismo, mademoiselle Céleste?», a lo que ella contestó, bajando la mirada: «Estoy a su disposición, monsieur Polyte…».

Raisa se tiró sobre la mesa riéndose a carcajadas. Ce diable de Polyte…

—La calesa estaba enganchada a una yegüita blanca que de tan vieja tenía los labios rosados. La yegüita arrancó a paso lento. El sol de Francia, juguetón, envolvió la calesa, separada del mundo por una capota amarronada. Un hombre, una muchacha, y no hace falta música…

Raisa me acercó otra copa. La quinta.

—Mon vieux, por Maupassant…

—¿No quiere que nos divirtamos hoy mismo, ma belle?

Me acerqué a Raisa y la besé en los labios, que temblaron y se hincharon de golpe.

—Usted es muy divertido —pronunció entre dientes y, tamba­leándose, se puso contra la pared abriendo los brazos desnudos de par en par. En esos brazos y hombros se encendieron unas manchitas. De todas las deidades crucificadas, esta era la más seductora.

—Siéntese, por favor, monsieur Polyte…

Me señaló un sillón azul reclinado de estilo eslavo. El respaldo era entrelazado, tallado en madera con terminaciones decora­tivas. Me acerqué arrastrando los pies y tropezando.

La noche le ofreció a mi juventud famélica una botella de moscatel cosecha 83 y veintinueve tomos, veintinueve explo­sivos cargados de piedad, genio, pasión… Me levanté de un salto, tiré el sillón, me di contra el estante. Los veintinueve tomos se desplomaron sobre la alfombra; las páginas volaron para todos lados, los libros cayeron sobre sus lomos… y la yegüita blanca de mi destino arrancó a paso lento.

—Usted es muy divertido —ronroneó Raisa.

Salí del edificio de granito de la calle Moika a las doce, antes de que llegaran del teatro el marido y las hermanas. Estaba lúcido y podría haber caminado hasta por una tabla, pero era mucho más lindo ir haciendo eses, y entonces empecé a moverme de un lado al otro cantando en un idioma que inventé en ese momento. En los túneles de las calles bordeadas por cadenas de faroles rumbeaban oleadas de neblina y tras los muros humeantes rugían bestias. Las calles adoquinadas cortaban las piernas de los transeúntes.

En casa, Kazantsev dormía. Dormía sentado con las piernas flacuchentas estiradas, las botas de fieltro puestas, la pelusa de canario erizada sobre su cabeza. Se había quedado dormido al lado de la estufa, inclinado sobre una edición de 1624 de Don Quijote. La portada revelaba una dedicatoria para el duque de Broglie. Me acosté sin hacer ruido para no despertar a Kazantsev, acerqué la lámpara y comencé a leer el libro de Édouard Maynial Vida y obra de Guy de Maupassant…

Los labios de Kazantsev se movieron, su cabeza se cayó hacia un costado.

Aquella noche me enteré por Édouard Maynial que Maupassant había nacido en el año 1850, hijo de un noble normando y de Laure Le Poittevin, una prima de Flaubert. A los veinticinco años experimentó el primer ataque de sífilis heredi­taria. El poder creador y la alegría que había en él se oponían a la enfermedad. Al principio sufría dolores de cabeza y ataques de hipocondría. Luego se enfrentó al fantasma de la ceguera; su vista comenzó a debilitarse y fueron creciendo en él la manía persecutoria, la misantropía, la iracundia. Luchó con furia, reco­rrió el Mediterráneo en velero, se escapó a Túnez, a Marruecos, a África Central, y escribió sin cesar. Con cuarenta años y en la cima del éxito, se cortó la garganta; casi se desangró, pero quedó vivo. Lo metieron en un loquero. Andaba en cuatro patas y devoraba sus heces… La última anotación en su triste informe médico dice: «Моnsieur de Maupassant va s’animaliser». Murió a los cuarenta y dos años. Su madre lo sobrevivió.

Terminé de leer el libro y me levanté de la cama. La neblina se había acercado hasta la ventana y había ocultado el mundo. Mi corazón se contrajo. Me conmovió el anuncio de la verdad.

1932.

"Guy de Maupassant" fue publicado por primera vez en la revista Treinta días, número 6, junio de 1932, aunque según testimonio del autor, el texto pertenece a los años 1920-1922.




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