domingo, 20 de marzo de 2022

Liudmila Ulítskaya / Una lectora





Liudmila Ulítskaya
UNA LECTORA


Desde pequeña, salida apenas de la primera infancia, Sóniechka se zambulló en la lectura. Su hermano mayor, Yefrem, el bromista de la familia, le repetía incansablemente la misma chanza, que ya sonaba pasada de moda en el momento de su invención: «¡A Sóniechka, de tanto leer, se le ha puesto el trasero en forma de silla y la nariz de pera!»


    Por desgracia, aquella burla no pecaba de exageración: su nariz tenía verdaderamente la forma difusa de una pera y Sóniechka, larguirucha y ancha de espaldas, con unas piernas flacas y un trasero plano poco memorable, la única forma bien definida que poseía era la de un busto opulento de mujer, desarrollado precozmente y añadido, como sin venir a cuento, a una figura esmirriada. Sóniechka encogía los hombros, se encorvaba y se ponía vestidos talares, avergonzada de la abundancia inútil por delante y la planicie desoladora por detrás.

Llena de compasión, su hermana mayor, casada desde hacía tiempo, realzaba con generosidad la belleza de sus ojos. Pero eran unos ojos de lo más corrientes, pequeños y marrones. Bien es verdad que tenía unas pestañas de una exuberancia insólita, que le crecían en tres filas y le estiraban hacia arriba el borde abultado de los párpados, pero esto, más que ser un rasgo atractivo, representaba incluso un estorbo, puesto que Sóniechka, miope, llevaba gafas desde la más tierna infancia…

Durante veinte años, de los siete a los veintisiete, Sóniechka había leído casi sin tregua. Cuando se sumía en la lectura era como si entrara en trance y sólo volvía en sí al pasar la última página del libro.
    Atesoraba un talento excepcional, tal vez una suerte de genialidad, para la lectura. Su empatía con la letra impresa era tan grande que confería a los personajes de ficción la misma categoría que a las personas de carne y hueso, parientes y amigos, y el sufrimiento sublime de Natasha Rostova junto al lecho del moribundo príncipe Andréi [1] era para ella tan auténtico como el dolor desgarrador experimentado por su hermana cuando perdió a su hija de cuatro años como consecuencia de una estúpida distracción. Mientras hablaba por los codos con la vecina, no se dio cuenta de que la niña, regordeta, torpe y de ojos lentos, se había caído dentro de un pozo…
    ¿Qué era aquello? ¿Una incapacidad total para comprender el elemento lúdico inherente a todas las artes, la confianza pasmosa de una niña que no ha crecido, la falta de imaginación que llegaba a borrar la frontera entre ficción y realidad, o bien, por el contrario, una huida obstinada al reino de la fantasía donde todo lo que quedaba fuera de sus confines perdía el sentido y la sustancia?

La devoción de Sóniechka por la lectura, que se había transformado en una forma leve de locura, no cesaba de avivarse mientras dormía. Parecía incluso que leyera sus sueños, imaginando novelas históricas trepidantes. Según la naturaleza de la acción, visualizaba el estilo de la tipografía y, por un extraño instinto, sentía aflorar los párrafos y puntos suspensivos. La sensación de desplazamiento espiritual que le provocaba su pasión enfermiza se redoblaba incluso durante el sueño, porque era entonces cuando desempeñaba de pleno derecho el papel de heroína o héroe, morando en la delgada frontera entre la voluntad tangible del autor, de la cual era consciente, y su ambición personal de movimiento, aventura, acción…
    La NEP [2] estaba dando sus últimos coletazos. El padre de Sóniechka, descendiente de una familia de herreros de una aldea de Bielorrusia, un mecánico vocacional no desprovisto de sentido práctico, liquidó su taller de relojería y, sobreponiéndose a la aversión innata que le causaba cualquier tipo de producción en cadena, encontró empleo en una fábrica de relojes, desahogando su espíritu inquieto por las tardes con la reparación de mecanismos únicos, creados por las manos ingeniosas de predecesores de diferentes razas.
    Su madre, que hasta el día de su muerte había llevado una peluca ridícula bajo un pañuelo de lunares impecable, trabajaba a hurtadillas con su máquina de coser Singer, confeccionando para las vecinas vestidos de percal sin pretensiones, en armonía con aquella época grandilocuente y de penurias, en la que todos sus temores se personificaban para ella en la aterradora figura del inspector fiscal.

Sóniechka, por su parte, después de enfrentarse a sus clases al desgaire, se las ingeniaba cada día y a cada instante con la imposición de vivir en los patéticos y estridentes años treinta llevando a pastar su alma por los vastos territorios de la gran literatura rusa, lanzándose a los abismos angustiosos del sospechoso Dostoievski para emerger en las alamedas umbrosas de Turguéniev, o en las casas solariegas de provincia recalentadas por el amor generoso y sin principios de Leskov, que, por alguna razón, era tenido por escritor de segunda.

Obtuvo el título de bibliotecaria y comenzó a trabajar en el depósito subterráneo de una vieja biblioteca, y era uno de esos pocos seres afortunados que, tras finalizar la jornada laboral, sentía una punzada por el placer interrumpido, abandonaba el sótano sofocante y polvoriento sin llegar a hartarse de las fichas de catálogo ni de los formularios blanquecinos con los pedidos que le llegaban desde la sala de lectura, en el piso de arriba, ni del peso vivo de los tomos que cargaba en sus delgados brazos.

Durante muchos años pensó que la escritura en sí era una actividad sagrada. Consideraba que Pávlov, un autor menor, Gregorio Palamas y Pausanias eran escritores de igual valía sólo porque figuraban en la misma página de la enciclopedia. Con el paso de los años aprendió a distinguir por sí misma, en el vasto océano de libros, las olas grandes de las pequeñas, y las pequeñas de la espuma costera, que inundaba casi por entero los estantes ascéticos de la sección de literatura contemporánea.

Después de pasar varios años de enclaustramiento monacal en el depósito de libros, Sóniechka se dejó convencer por su jefa, una lectora no menos obsesiva que ella, y decidió matricularse en la universidad, en la Facultad de Filología Rusa. Comenzó a preparar el temario, tan extenso como absurdo, y cuando estaba a punto de presentarse a los exámenes de acceso, de repente, todo se desmoronó. Todo cambió de un día para otro con el estallido de la guerra.

    Éste fue posiblemente el primer acontecimiento de toda su joven vida que la arrancó del nebuloso mundo de lectura permanente en el que habitaba. Junto a su padre, que entonces trabajaba en una fábrica de herramientas, fue evacuada a Sverdlovsk, [3] donde pronto fue a parar al único lugar seguro de la ciudad: el sótano de la biblioteca…
    No está claro si esa coincidencia obedecía a la tradición, arraigada en Rusia desde tiempos inmemoriales, de conservar escrupulosamente en un sótano frío los frutos valiosos del espíritu, al igual que se hace con los de la tierra, o bien se trataba de una vacuna administrada a Sóniechka en previsión de los diez años siguientes que pasaría en compañía de un «hombre del subsuelo», destinado a ser su marido y que se le apareció en aquel primer año de evacuación, desesperadamente difícil…

Liudmila Ulítskaya
Sóniechka

[1] Natasha Rostova y el príncipe Andréi Bolkonski son personajes principales de Guerra y paz de Lev Tolstói. (N. de la T.)
    [2] Nueva Política Económica (1921-1927), permitía cierta propiedad privada en determinadas condiciones con el objetivo de paliar el daño causado por la guerra civil. (N. de la T.)
    [3] La ciudad más importante de los Urales (actualmente vuelve a llamarse como antes de la Revolución: Ekaterinburgo). (N. de la T.)



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