viernes, 3 de julio de 2020

Elisa Ferrer / Valencia, el arte del paseo

Parque en el antiguo cauce del río Turia, en Valencia.
Parque en el antiguo cauce del río Turia, en Valencia. MÒNICA TORRES

PASEOS LITERARIOS 

Pasear sin rumbo fijo es un ejercicio que durante siete semanas ha estado prohibido. Autores como H. D. Thoreau, Walter Benjamin, Guy Debord o Rebecca Solnit sostienen que es una forma de pensar.

Valencia, el arte del paseo

Elisa Ferrer
1 de mayo de 2020




Solía ser yo poco aficionada a pasear. Mucho de correr, poco de disfrutar del paseo. «Correr», eso sí, en la segunda acepción de la RAE, la de ir deprisa, no en la primera, que es donde englobamos lo que hacen los runners con su ropa brillantosa, su actitud premaratoniana. Pero no, no tengo la voluntad de hierro ni los tobillos fuertes, siempre he sido más bien de ir corriendo a los sitios, de llegar tarde, la respiración entrecortada, de adelantar a la gente que ocupa el ancho de la acera y pensar, ¿dónde irán tan despacio?
Estos últimos años, en cambio, he comenzado a ejercitarme en el arte del paseo (la madurez, dicen). Mi afición comenzó en Iowa City, esa ciudad bosque con sus árboles frondosos, sus ciervos escondidos, los conejos bebé de la primavera que al llegar el verano crecen y arrastran sus barrigas por la hierba. Así que, al volver a València, tras trece años sin habitarla, decidí traer conmigo esta nueva afición.
Desde mi vuelta, he perfeccionado el arte del paseo. Lo primero que aprendí es que hay que salir de casa sin necesidad de ir a ningún sitio concreto. Tardé un poco más en descubrir que la mirada no debe estar puesta en los pies o en el reloj, sino que ha de revolotear alrededor y dejarse sorprender. Los brazos deben estar relajados, quizá con un sutil balanceo, sin forzar nunca un movimiento marcial ni tampoco quedarse quietos. Una vez aprendida la mecánica, comencé a deambular por la ciudad que en años anteriores había sido la mía, pero ahora, en cada paseo, me parecía distinta, mejor, única.
Tras este tiempo de aclimatación, ya puedo definir mi paseo ideal por València. Comienza en el Parc Central, donde jardines cada vez más verdes conviven con las antiguas naves de Renfe, ellas y su belleza práctica, que se vuelve romántica cuando las iluminan de noche. Me gusta sentarme a leer en el parque, que me dé el sol (lo de saberse detener para saborear el paseo es algo que se aprende una vez la mecánica está interiorizada, paciencia).
Me gusta continuar andando por mi barrio, Russafa, donde al mirar hacia arriba, mis ojos se cruzan con edificios modernistas. Me he vuelto coleccionista de molduras, colores, balcones, portales. Sin darme cuenta, mientras amplío mi colección, ando hasta llegar al cauce del río Turia, otro parque lleno de verde (en el que hay que esquivar deportistas y carriles bici para no ser arrollada) y me detengo frente a Gulliver, ese gigante que lleva treinta años tendido en el suelo para que, aunque hayamos crecido, volvamos a ser niñas, niños, al dejarnos caer por sus toboganes y rompamos nuestros pantalones en cada caída (ningún tejido sobrevive a ese gigante).
Cuando mi paseo se alarga y cruzo al otro lado del río, vuelvo a mis años de estudiante, la avenida Blasco Ibáñez me devuelve a la facultad, al colegio mayor donde idealicé la adultez, el compartir piso. Aunque las piernas ya no aguantan, son pocas las veces que no llego hasta la parada de Benimaclet para subirme al próximo tranvía (los pies reclaman un descanso), llegar junto a la playa y pasar de mi colección de molduras y balcones, a la de azulejos. Los azulejos de las casas del Cabanyal, esos que cambian de color según les dé la luz. Cualquier paseo que se precie en València tiene que terminar en este barrio, en la playa, los pies cansados en la arena, el ruido del mar, ese que cuando te moja siempre está demasiado caliente.
Hoy podremos volver a pasear, serán menos kilómetros, pero el sol, el viento en la cara y los árboles los apreciaremos como si fuera la última vez. Porque si algo hemos aprendido en estos días de encierro, es que ya nada puede darse por sentado. Ni siquiera el común (y bello) arte del paseo.






UN LIBRO: Un dinar un dia qualsevol / Una comida un día cualquiera, de Ferran Torrent. Es un libro que te mete de cabeza en la sociedad valenciana de estos últimos años, con sus corruptelas, intrigas y con la aparición estelar de algún que otro personaje conocido en una ficción que parece absolutamente real.










PIES Y PÁGINAS


Filósofos de paseo. Ramón del Castillo.Turner
Wanderlust. Una historia del caminar. Rebecca Solnit. Capitán Swing
Caminar. Erling Kagge. Taurus
Libro de los pasajes. Walter Benjamin. Akal y Abada
Paseos por Berlín. Franz Hessel. Errata Naturae
La ciudad de las desapariciones. Iain Sinclair. Alpha Decay
Paseos con mi madre. Javier Pérez Andújar. Tusquets
Paseos por la Barcelona fugitiva. Ana Basualdo. Paso de Barca
Un andar solitario entre la gente. Antonio Muñoz Molina. Seix Barral
EL PAÍS

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