En memoria de Juan Marsé
Cinco escritores de diferentes generaciones —Francisco Ferrer Lerín, Gustavo Martín Garzo, Jenn Díaz, Gonzalo Torné y Alba Carballal— recuerdan su primer acercamiento a la obra de Marsé y la influencia del escritor en la literatura y la sociedad españolas.
21 de julio de 2020
Francisco Ferrer Lerín
En la obra de Juan Marsé surge el charnego. En su novela Últimas tardes con Teresa, la figura del protagonista, Pijoaparte, es el paradigma del joven atrevido, posible habitante de un barrio, El Guinardó, patria de Marsé. Quizá por primera vez, en la historia de la literatura, se preste atención a la figura del desarraigado que intenta ascender en el escalafón social de Cataluña y es rechazado por los indígenas. Y no es desconocimiento de la lengua vernácula la causa principal de ese rechazo, ya que hasta la llegada del delirio regionalista esa carencia no era un factor selectivo, pero sí lo es su condición no catalana, sus características físicas alejadas del modelo oficial; aunque hay que decir que la lengua en la ciudad de Barcelona en las décadas de los cincuenta y sesenta, y hasta la inmersión lingüística, era un signo de clase. Las capas bajas, formadas por individuos procedentes de regiones no catalanoparlantes, así como la alta burguesía y parte de la burguesía media, hablaban en castellano; la pequeña burguesía, los tenderos, la escasa inmigración procedente de la Cataluña interior, hablaba en catalán.
Marsé estaba en medio. Nacido en un barrio obrero de mayoría inmigrante, pero pertrechado con apellidos sin mácula castellana, los biológicos Faneca Roca y los adoptados Marsé Carbó, dispuso, con inteligencia, de su doble nacionalidad, lo que le permitió, gracias al dominio de la pluma, trazar un retrato antólogico de esa dicotomía, forzándola hasta el extremo de utilizar a un miembro marginal, lumpen más que charnego, para encararlo no a un pequeño burgués sino a un miembro de la alta burguesía, quizá, y eso es algo a tener en cuenta, menos despiadado que lo hubiera sido un menestral de recias convicciones esenciales. Juan Marsé, un hombre de arquitectura corporal compacta, casi boxística, y pese a su trato en extremo educado, nunca cuajó del todo entre los pijos de la intelectualidad local, clan Boccaccio y afines, aunque quizá habría que precisar algo más y decir que no fueron ellos sino él quien no quiso mimetizarse con esa tribu.
Gustavo Martín Garzo
Me cuesta elegir una obra de Juan, pero hay una, El embrujo de Shangai, que creo que aparte de ser una novela preciosa, resume muy bien todo el mundo de Marsé. Un mundo caracterizado principalmente por una especie de mezcla entre la realidad y la ficción. La obra de Marsé es, por una parte, crudamente realista porque cuenta fundamentalmente la historia de esa zona de Barcelona en la que él ha vivido —siempre desde los ojos de un chico que esta empezando a crecer, por lo que son también novelas de iniciación—, ese ambiente lúgubre, triste y desesperado de la posguerra. En este sentido son novelas pesimistas y con una una visión muy negativa con el mundo y la realidad.
Pero por otra parte, y esto es a mí lo que más me interesa, es que están traspasadas por esa necesidad, digamos, de la ficción. Tal vez en la medida en que esa realidad es incapaz de satisfacerlos anhelos de la gente que vive en ella, especialmente de sus héroes adolescentes. Así estos se refugian en un mundo de ficción representado por el cine, por las historias delirantes que se cuentan unos a otros en su necesidad de transfigurar la realidad. Pero la ficción en la obra de Marsé no es una forma de autoengaño, una forma de hacer más tolerable el mundo, que también, sino una forma de ver más allá de lo que la realidad ofrece en esos instantes, de abrirse al mundo de los deseos y los sueños sin el que no podemos vivir.
Y hay una frase de El embrujo de Shangai que para mí resume si obra y viene a decir algo así como que los sueños del adolescente se corrompen en boca del adulto, que ya no tiene la capacidad de ensoñar la realidad y queda sumido en el barranco que es el mundo real. En esta novela esto está bellamente representado por la torre donde está encerrada la chica, enferma de tuberculosis, a donde accede el chico enamorado. Es casi como un cuento de hadas inmerso en una novela realista, en definitiva, lo que fue la literatura de Marsé, el gran escritor español vivo sin ninguna duda, cuya muerte es la fin de un mundo, el de la Barcelona literaria del siglo pasado.
Jenn Díaz
Recuerdo leer Últimas tardes con Teresa en el instituto. Mi profesora de Literatura estaba de permiso de maternidad, y teníamos una sustituta: la que tendría que examinarnos del libro. Algunos días antes, mientras lo comentábamos en clase, leíamos algunos párrafos en voz alta, y nuestra profesora sustituta dijo algo que no he olvidado aún: si algunas páginas os aburren, podéis pasarlas, porque hay mucha descripción. Entonces, para unos adolescentes de quince o dieciséis años, fue una gran noticia. Resulta que los libros se podían leer así, saltándose una las páginas que se le hicieran un poco pesadas. Y yo las pasé, claro. Pasé algunas páginas que se me hicieron pesadas y pasé algunas páginas porque sí, en diagonal, recogiendo algunas palabras de aquí y de allá. La profesora lo había dicho. Era quien nos iba a examinar. Era normal, leer también podía ser pasar páginas que no se hubieran leído.
Años más tarde, cuando ya había empezado a escribir algunos cuentos y asomaba por primera vez la idea de escribir una novela, y sabiendo que Juan Marsé escribía —al menos en las páginas que no pasé— algo que tenía mucho que ver conmigo, releí el gran clásico. Lo leí o lo releí, no sé cuál sería el verbo más adecuado. Y algunos años más tarde, quizá cinco o seis, trasladé mi propio pijoaparte a mi adolescencia: cogí aquellos personajes, los convertí en algunos de mis amigos de entonces, aquel entonces, cuando yo pasaba páginas de Marsé creyendo que aquello también era leer. Y poco después, en una entrevista ya como escritora, todos queríamos ser sus herederos.
Gonzalo Torné
Recomendaría a ciegas Ronda del Guinardó una novela policial de la que se ha despojado todo el atractivo del crimen, y solo queda la desgracia, la tristeza y la desolación. No recuerdo los pormenores de la trama, de ahí que la recomiende a ciegas, pero sí de todas esas sensaciones pegajosas, que la literatura de género suele despachar con una “crítica social fría”, y la pretendidamente ambiciosa con un estudio de costumbres, que por momentos recuerda al exotismo. Marsé se libra de todos estos peligros, y en su crudeza nos ofrece una buena ración de disfrute literario. Otra ventaja adicional es que el lector puede repasar en un formato breve los célebres paisajes novelescos de Marsé, a los que nadie hasta ese momento había prestado la menor atención.
Alba Carballal
Cuando me preguntan qué novela de otro autor me habría gustado escribir, siempre respondo lo mismo: Últimas tardes con Teresa. Juan Marsé publicó, con poco más de treinta años, una novela lúcida y libre en la que priman la aventura urbana, una exploración de la sensibilidad de clase mucho más profunda que los blancos y negros de la política, la descripción pausada nacida de la observación y la libertad formal tamizada por el orden voluntario.
La primera vez que leí Últimas tardes con Teresa lo hice como si fuera un libro de aventuras, y hasta que me topé con Marsé no entendí que éstas no sólo suceden en tiempos remotos, tierras lejanas e idiomas extraños. Leerlo fue comprender que las cosas dignas de ser narradas también ocurrían a una manzana, y que al otro lado de la tapia puede aparecer una forma distinta de vivir.
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