lunes, 27 de julio de 2020

Flaubert / El papagayo verde


Gustave flaubert
Mathieu Laca


El papagayo verde

Para Flaubert, un escritor obsesionado con la idea de la insuficiencia del lenguaje

a la hora de expresar nuestros anhelos, el loro disecado es un símbolo. Y los símbolos hacen crecer la historia en las direcciones más impensadas


Gustavo Martín Garzo
18 de diciembre de 2015




El papagayo verde
TOMÁS ONDARRA

Un corazón simple es una novela corta que Gustave Flaubert incluyó en su último libro, Tres cuentos. Se conservan varias cartas en que su autor se refiere a la laboriosa génesis del texto. La novela apenas tiene 50 páginas y necesitó cinco meses intensivos para escribirla. “Apenas puedo poner en marcha mi historia. Ayer trabajé durante dieciséis horas, hoy todo el día, y por fin esta noche he terminado la primera página”, escribe a comienzos de marzo de 1876. Varios meses después, Flaubert vuelve a aludir a esa dificultad en una carta a su amigo Turguéniev: “Mi Historia de un corazón simpleestará terminada sin duda a finales de agosto. ¿Pero qué difícil, Dios mío, qué difícil! Cuanto más adelanto más me doy cuenta. Me parece que la prosa francesa puede llegar a una belleza de la que no se tiene ni idea. ¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?”.

Un corazón simple habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conoce como la palma de su mano y que ya ha retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.
El arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, nos ofrece una segunda vida
Julian Barnes tiene un elocuente libro en que trata de resolver el enigma de ese loro. El loro es para él un ejemplo del estilo grotesco de Flaubert. Y aventura las semejanzas que hay entre el escritor y la protagonista de su historia. Los dos son viejos prematuros, son seres solitarios cuyas vidas han quedado marcadas por las pérdidas, los dos son igual de perseverantes. Y aunque Félicité, al contrario que Flaubert, es incapaz de expresarse, a través del loro recibe el don de las lenguas. ¿Félicité más Loulou equivale a Flaubert? se pregunta Barnes. Félicité contendría su carácter, Loulou su voz. Flaubert estaba obsesionado como escritor con la idea de la insuficiencia del lenguaje para expresar nuestros anhelos. “La palabra humana”, escribe en una de sus cartas, “es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas”. El loro con su repetición paródica del lenguaje humano sería el signo de ese fracaso. Un ave que habla sin parar y que sin embargo no sabe lo que dice, ¿así son los escritores?
En una de sus conferencias, Flannery O’Connor nos recuerda que los estudiosos medievales se servían de tres procedimientos a la hora de enfrentarse a la exégesis bíblica: el alegórico, en virtud del cual los relatos o figuras bíblicos no serían sino la representación de ideas abstractas; el tropológico, en el que daban cuenta de sus enseñanzas morales; y el analógico, en que los textos tenían que ver con la vida divina y con nuestra forma de participar en ella. En su opinión, es esta tercera actitud la que corresponde al artista, ya que le permite enfrentarse al misterio de la vida ensanchando el escenario humano. Es lo que pasa en este relato. Para Flaubert el loro disecado es un símbolo, un lugar de sentido. Pero los símbolos, al contrario de lo que pasa con las figuras de la alegoría, nunca significan una sola cosa. Hacen crecer la historia en las direcciones más impensadas, nos relacionan con lo que desconocemos. El arte de Flaubert opera en Un corazón simple analógicamente (en todas sus novelas lo hace así). Parte de un escenario perfectamente identificable, el que se corresponde con una novela realista como hay tantas, pero de pronto surge en él algo semejante a una fractura, una grieta por la que se precipita lo que creíamos saber acerca de ese escenario y de sus personajes. Algo que desequilibra las cosas, que tiene que ver con alguna forma de visión. Eso representa el loro.
La sensible crónica de una abnegada criada es en una de las fábulas más hermosas de la literatura
Antonio Machado tiene un poema misterioso en que sucede algo parecido: “Te cantaré mi canción, / se canta lo que se pierde, / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón”. No sé cómo interpretan los estudiosos de la obra de Machado la presencia de ese papagayo cantor. Decir que se canta lo que se pierde ya es suficientemente hermoso, ¿por qué entonces debe ser un papagayo verde quien lo diga? Creo recordar que esa coplilla fue escrita en la época en que Machado vivía su pasión prohibida por Guiomar, y bien podemos pensar entonces que el papagayo es un símbolo del deseo. Habla de ese mundo poliformo del deseo, de toda la locura y belleza que hay en las selvas tropicales donde viven estas aves. Como si el poeta le dijera a su amada: en esto me he convertido por ti. “Cualquier camino lleva / al arsenal de cosas no vividas”, escribió Rilke. ¿Cualquier camino? No lo tengo tan claro. Hace falta un papagayo en el balcón, un loro como el de Flaubert.
El loro aparece en el lugar de la herida y Félicité al quedarse con él pasa a formar parte de esa legión silenciosa de seres a los que algo les es asignado por un motivo misterioso, como pasa en La leyenda del santo bebedor, la enigmática novela de Joseph Roth. Cumplir con ese encargo supone una restauración de los vínculos con los demás. Arrancarle inesperadamente a la vida, como quería Magris, territorios de persuasión. El loro es mucho más que la imagen paródica de la impotencia del escritor. Gracias a él la sensible crónica de una abnegada criada se transforma en manos de Flaubert en una de las fábulas más hermosas de la literatura universal. Una fábula sobre el sentido del arte, sobre el arte como visión. Porque el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, quiere ofrecernos una segunda vida. Eso representa para Félicité el loro: todo lo que no ha tenido ni tal vez podrá tener jamás. La promesa de una transfiguración.
De modo que cuando terminen de leer un libro pregúntense si le falta el loro o no. Así sabrán si ha merecido la pena.
Gustavo Martín Garzo es escritor.


EL PAÍS


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