Juan Marsé en la playa de Calafell, Tarragona. Consuelo Bautista |
Toda la noche viéndolo sentado bajo su algarrobo en Calafell
La muerte de Marsé nos deja sin el autor que mejor contó Barcelona. En su obra, en su manera de andar, de vestirse, de estar con los amigos, siempre será verano
Juan Cruz
19 de julio de 2020
La noticia tan temida. Lluís Miquel Palomares Balcells el hijo de su amada agente, envió este mensaje, al amanecer: “Toda la noche viéndolo sentado bajo su algarrobo en Calafell”. Marsé era esos veranos, y la vida era esos veranos de Marsé, hasta cuando era invierno. Su salud era la de un hombre en despedida, pero siempre había, entre sus numerosos amigos, esa esperanza de verano, de que Marsé remontara de su pesimismo natural y bien informado, y saliera a la calle, a andar por la ciudad que fue su espacio vital, su orgullo y su tormento también. Pero a cada noticia de alivio venía otra de postración, que él mismo se encargaba de decir, para explicar que más allá de la salud deseada estaba la realidad rota que ahora, ya, dejó de ser posible.
Y, sin embargo, el verano será para siempre, no sólo en su epitafio, sino en su obra, en su manera de andar, de vestirse, de estar con los amigos, de apreciar o despreciar la realidad que ocurría, el centro mismo de su manera de ser, y de recordarlo, en Calafell, en Barcelona, en las calles de cualquier sitio cuando salía de allí y visitaba una ciudad distinta tan solo para saber adónde había viajado la admiración que dejó su obra literaria. Lo querían en todas partes, y también en América Latina, por cómo contó Barcelona, porque contando esa ciudad contó su alma y todas las almas. Contó mejor que nadie (mejor que nadie, es literal) la ciudad en la que nació, y sin embargo nunca sintió que la estuviera contando, porque él escribía de manera incesante de lo que esa ciudad le iba cambiando por dentro, desde antes de Últimas tardes con Teresa, hasta hacerlo el mismo Marsé de todos los veranos. Así que contó Barcelona contando a Marsé, minuciosamente, eternamente, como si la estuviera vistiendo y desvistiendo en un garaje, en un palacio o en una casa de putas.
Y es que en esa obra y en todas las otras (en todas las otras) no hubo otro lugar, en sus muchas facetas, porque ese era su sitio. Igual que bajo el algarrobo de Calafell reposó el niño que fue todos los veranos, en la ciudad de Barcelona se hacía patente, cada día, en cada palabra, en sus personajes de todos los colores, el Marsé que fue reescribiéndose para entender un pasado que asumió enteramente para hacer más rica la autobiografía de la propia ciudad y de los muchos Marsés que hubo en sí mismo. Su pasión era descreer de la solemnidad, como su admirado Onetti, así que se fijaba, en la política y en los sucedáneos, siempre vestido de rojo, mirando de reojo, riéndose por dentro de aquellos que, durante el oprobio de la dictadura y después, fueron objeto implacable de su manera de escribir como si cortara la yugular de la estupidez o el engreimiento. Hasta ahora mismo, cuando ya nos quedan todos sus libros, su sonrisa de veinte años cada vez que cumplía los años y ese aire de verano con que cumplía el rito de seguir siendo el más joven de su tiempo y de los suyos.
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