Nunca he dejado de leer a Juan Marsé
Me ha gustado de su escritura desde el primer día todo lo que hay de puro y de impuro, su desprecio soberano ante la hipocresía
Pascual García
22 de julio de 2020
A los dieciséis años me enamoré con toda la fiebre de un adolescente y de una sola vez de Teresa y de Juan Marsé, lo que viene a ser que me enamoré de la literatura, con la que ya andaba en relaciones desde que aprendiera a leer a los cuatro años. Pero aquella primavera, aquellas inolvidables vacaciones de Semana Santa constituyeron el paso mágico de mis lecturas incipientes, titubeantes e inanes a la certeza de que ya nadie me obligaría a dar un paso atrás, lo que yo leería y escribiría de allí en adelante debería ser de un modo obligatorio muy parecido a lo que estaba leyendo en 'Últimas tardes con Teresa', aquel libro cuya portada exhibía con desparpajo setentero la imagen de una chica en un descapotable.
Manolo El Pijoaparte, Teresa y Maruja c'est mois, como escribiera el insigne Flaubert de Madame Bovary, pero Juan Marsé, aquel extraño escritor, que huía de la parafernalia retórica, del histrionismo literario castellano con que se nos había castigado a los lectores a lo largo de la historia desde Juan Ruiz a Umbral, era otra cosa que muy pronto entendí; encontré en su prosa, en absoluto amanerada, pero brillante y compleja, destellos de los usos narrativos americanos y europeos, como si la vetusta tradición castellana se hubiese tomado un respiro en este narrador concienzudo, quijotesco, desaliñado en apariencia pero exquisito en lo sentimental y en el estilo.
No tengo que añadir que nunca he dejado de leer a Juan Marsé, libro a libro conforme han ido publicándose, pero algunos en varias ocasiones y con el empeño obsesivo de desentrañar su última esencia; así me ocurrió con 'La muchacha de las bragas de oro', que podría pasar por su obra más convencional, pero que desde mi primera lectura descubrí el sugerente juego de espejos, la trama de medias verdades, la empecinada reescritura de los errores pasados y la imposición de la verdad como una venganza ineludible que le asalta a la cara al protagonista en la última página.
Me ha gustado de su escritura desde el primer día todo lo que hay de puro y de impuro, de belleza y de escoria, de realismo y de fantasía, su posición ingobernable frente a los viejos tópicos de la política española, su desprecio soberano ante la hipocresía, los oropeles de la fama y el engreimiento vano, su huida consciente de posiciones políticas y sociales que siempre ha cuestionado con libertad como el nacionalismo catalán, él, que procedía de posiciones izquierdistas, muy cercanas al Partido, así con mayúscula, y cuyo origen tal vez fue levantino, pero cuya educación universal y cuya vida anduvieron muy unidas a la Barcelona del Barrio del Guinardo y al París de las algaradas estudiantiles y los talleres de joyería. Y, sin embargo, su verdadero reino estuvo en la calle en los años cincuenta, junto a los niños de la posguerra que se contaban aventis porque la realidad no les gustaba y cuyo único paraíso estaba en aquellos cines de barrio donde manos expertas e impúdicas hacían de las suyas en la oscuridad de la sala y les procuraban unos minutos de júbilo clandestino.
Yo lo conocí hace veinte años en Águilas donde leí una ponencia sobre 'El amante bilingüe' en un curso que dirigía mi amigo Pepe Belmonte. Tuve el honor de llevarlo en mi coche desde el hotel hasta el restaurante. Era un hombre sencillo, tal vez tímido y humilde, al menos eso fue lo que me pareció a mí.
No pude reprimirme y le conté en un par de minutos mi larga relación literaria y lectora con su escritura. Daba la impresión de que ya no le afectaba nada, pero yo creo que le gustó mucho lo que le dije, porque lo vi sonreír.
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