HABLEMOS DE STONER
por Juan Forn
Un granjero pobre le dice a su único hijo: “En la ciudad pusieron una nueva escuela. Le dicen Facultad de Agronomía. Dura cuatro años. Dicen que, si vas, podremos hacer que rinda mejor la tierra”. El joven acepta en silencio la decisión de su padre y va. Para poder asistir a clases debe levantarse a las cuatro de la mañana, ordeñar las vacas, dar de comer a los cerdos, juntar huevos y cortar leña en una granja cercana a la ciudad y recién entonces puede hacer caminando los tres kilómetros que lo separan de aquella pequeña urbe de provincia. Las mismas tareas repite cada noche cuando vuelve de la universidad a la granja donde le dan alojamiento a cambio de su trabajo. Un día comienza a cursar una materia que nada tiene que ver con las demás pero es obligatoria en la currícula. La materia es Lengua y Literatura. El joven granjero descubre en esa materia algo que “no puede decirse en palabras pero que lo transmiten las palabras”. Sin decir nada a nadie, casi sin darse cuenta él mismo, cambia su plan de estudios. Sigue trabajando mañana y noche en la granja que le da cobijo, pasa cada momento que tiene libre en la biblioteca de la universidad, pero jamás piensa en su futuro, hasta que su tutor le dice: “Jovencito, en breve termina sus estudios. ¿Su idea es regresar a la granja de sus padres con una magistratura en Inglés? ¿Todavía no se ha dado cuenta de que quiere quedarse con nosotros?”
Miren ese puñado de edificios neoclásicos rodeados de prolijo verde, miren a ese hijo de granjeros pobres transplantado a aquella ciudadela. La universidad está en Missouri, pero eso no importa. La época (de 1913 a fines de los años 50) tampoco importa, porque ésta es una historia universal. Es decir, una historia ínfima: la vida de un hombre marcada por una decisión que tomó casi sin darse cuenta, y que le dará más desdichas que alegrías, más resignación que recompensas. Imaginen el arco de esa trayectoria discreta, anónima, a los ojos de los alumnos que lo ven pasar: un profesor desdichado en su matrimonio, que en un episodio misterioso perdió una interna con un colega, cuyo costo acepta pagar con resignación a lo largo de los años. Detrás de ese rumor que acompaña los pasos del profesor por el campus y por su época, Stoner cuenta la historia de la vida interior de su protagonista, y eso es lo que hace mágica esta novela. Kierkegaard decía que el problema de la vida es que se vive para adelante pero sólo se la entiende para atrás: pocas veces me he topado con una novela que lo transmita mejor. Para decirlo más francamente: hacía tiempo que un libro no me dejaba tantas veces sin aire, galvanizado de golpe por la emoción, mientras leía.
Se ha dicho que Stoner es un libro inolvidable porque encarna las mismas virtudes que predica: la vieja idea de que la literatura ayuda a entender la vida. Quizá por eso sus más ardientes defensores son lectores fanáticos: porque reviven a lo largo de su lectura las epifanías que tuvieron como lectores a lo largo de sus vidas. “Hay derrotas y victorias de la raza humana que no son militares y que no quedan registradas en los anales de la historia”, le dice al joven Stoner su tutor. Y de eso precisamente trata la novela: de esos pequeños momentos en que un rayo de sabiduría (a veces silenciosamente fulgurante, a veces ensordecedoramente doloroso) atraviesa la vida de su protagonista.
Stoner fue escrita por un profesor universitario casi igual de anónimo que el profesor Stoner: John Williams también era hijo de granjeros pobres y también padeció una acusación de un colega que tuvo consecuencias prolongadas en su carrera. Cuando publicó el libro, en 1965, tenía cuarenta y tres años, y no le cambió un milímetro la vida hasta que murió, jubilado de la enseñanza, en Fayetteville, Arkansas, en 1994. Cada tanto, algún lector ilustre de aquella primera edición convencía a una editorial de que la reimprimiera, y volvía a pasar lo mismo: se vendían unos pocos ejemplares y el libro volvía a perderse en el olvido tal como el profesor Stoner es olvidado por las sucesivas camadas de alumnos que pasan delante de él. Irving Howe intentó resucitarla en The New Republic en 1966, CP Snow hizo lo mismo desde el Financial Times de Londres en 1973 (“¿Por qué no es famosa esta novela?”), Dan Wakefield lo intentó en Ploughshares en 1981 y el irlandés John McGahern en la New York Review en 2003. Pero una y otra vez pasaba lo mismo.
Entonces la escritora francesa Anna Gavalda la tradujo a su idioma y remó por ella hasta llamar la atención de crítica y lectores de su país. El fenómeno cundió por los países de Europa y llegó a nuestras costas: una espléndida novela norteamericana que los norteamericanos no sabían apreciar. Cuando el gran escritor inglés Julian Barnes terminó de leerla, le preguntó a su colega Lorrie Moore al otro lado del Atlántico qué les pasaba a los escritores yanquis con Stoner. Moore le contestó: “A nosotros nos parece un librito adorable pero menor, muy bien escrito pero parecido a muchos otros, casi único en su tristeza pero en última instancia fallido”. Barnes comenta que esta interpretación quizá se deba a otro motivo: los personajes callados y estoicos como Stoner, en la literatura norteamericana (de Cheever a Carver), casi invariablemente se apoyan en el alcoholismo para sobrellevar sus desgracias, pero en Stoner no hay alcohol. Tampoco se menciona a Dios en ningún momento, y los norteamericanos no entienden la resistencia a la desgracia si no se apoya en una u otra de esas muletas.
Cuando dije que el autor de Stoner era profesor universitario igual que su personaje y, como él, hijo de granjeros pobres, me faltó agregar que armó su criatura de dos mitades: una era autobiográfica, pero la otra era biográfica. Williams tomó esa otra mitad de Stoner de un colega suyo de facultad llamado JV Cunningham. No sólo en su aspecto más obvio (Cunningham tuvo un largo matrimonio infeliz y una hija que también fue muy infeliz, tal como Stoner). Además, Cunningham fue un poeta poco prolífico: su Obra Completa, hecha de breves poemas que son casi epigramas y hoy reeditada y celebrada, no alcanza las 150 páginas. Cunningham supo decir, con la misma callada resignación de Stoner: “La brevedad es mi defecto”. El hallazgo de Williams fue imaginar un Cunningham que no hubiera escrito esos pequeños poemas; que sólo los tuviera embotellados sin saberlo dentro de sí mismo. Miren la foto que acompaña estas líneas: es la cara de JV Cunnigham, es la cara que imagino que veían los alumnos que se cruzaban con el profesor Stoner caminando por el campus.
JV Cunningham también supo declarar: “Si mi obra no es de este tiempo, es parte de la evidencia de lo que fueron estos tiempos”. Siete años después de publicar Stoner sin pena ni gloria, John Williams escribió una novela más, sobre Roma antigua (Augustus), que le hizo ganar el National Book Award a medias con John Barth, el celebrado novelista experimental mimado por la crítica. Fue su único momento de gloria pero prefirió no disfrutarlo en persona: no fue a la premiación, quizás anticipando el desvaído elogio que le dedicó el jurado a su novelita provinciana, tan a contrapelo de la estética imperante. Igual que cuando murió, en 1994, y las necrológicas de los diarios lo despidieron más como educador que como escritor. No importa: hoy por suerte sabemos lo que era en realidad.
Página 12
Contratapa, 4 de marzo de 2016
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