miércoles, 20 de noviembre de 2024

Stendhal / Paseos por Roma





Stendhal 
Paseos por Roma

Carmen Anisa
19 de julio de 2017
Siempre me han gustado los libros de viaje y los mapas. Disfruto hojeando guías, buscando lugares en google o trazando líneas en el plano de una ciudad. La preparación de un viaje es un placer en sí mismo. Cuando no podemos viajar con la realidad lo hacemos con la imaginación.

Este vicio lo comparto con José Trapiello, Pipo, dueño de Librería Juan de Mairena. Hace unas semanas le comenté que quería viajar por Italia a través de Montaigne y Stendhal. Pipo decidió acompañarme y pidió a la distribuidora dos ejemplares de la edición del Diario de viaje a Italia de Montaigne. Sin embargo, cuando comenzó a buscar los Paseos por Roma de Stendhal, mi librero encontró una página de Internet en la que el libro había alcanzado un precio treinta veces superior a los diez euros en los que había salido a la venta. Se trataba de una primera edición ya descatalogada.

Mientras Pipo atendía a otros clientes, aproveché para mirar las estanterías repletas de libros que no habían sido comprados y que permanecían durante años en los anaqueles esperando a algún lector. Cuando llegué a la “s” lo vi: eran los Paseos por Roma de Stendhal, en la primera edición de 2007. Estaba nuevo, sin haber sido dañado, a pesar de ser una edición de bolsillo. Por supuesto mi librero me lo vendió a su precio original, con un pequeño descuento.

Paseos por Roma (Alianza Editorial, 2007) se trata de una selección de David García López. La traducción es la clásica de Consuelo Berges, quien nos había hecho amar tanto a Stendhal. García López ha prescindido del marco de la historia, porque Stendhal, como Boccaccio, había construido una estructura en la que la guía de viaje era el elemento central de una narración donde un grupo, liderado por el autor, visitaba Roma y frecuentaba “los salones más exquisitos de la ciudad”.
La admirable vista que se domina desde San Pietro in Montorio; es la más bella de Roma;
aquí se encuentra su verdadero aspecto

Stendhal, en Roma, se convierte en ese flâneur del que hablaba Baudelaire en El pintor de la vida moderna. Pero Stendhal no pinta solo lo transitorio y lo fugaz sino aquello que permanece, lo que ha viajado a través de la historia y se muestra a nuestros ojos en toda su belleza. Ars longa vita brevis, decía Hipócrates y así lo certificaba Séneca. L’ Art est Long et le Temps est court, escribía Baudelaire en el poema Le guignon (“La mala suerte”). El gran artista sobrelleva una pesada carga, la necesidad de una obra perfecta, la realidad de la brevedad de la vida. Frente a la finitud, Roma se yergue desafiando al tiempo, porque el arte ansía la eternidad.

Stendhal es “el perfecto paseante”, “el observador apasionado” cuyo genio reside en la curiosidad. Y es también el flâneur que disfruta del placer del paseo: “Esta mañana hemos deambulado por el Monte Aventino con un tiempo delicioso; (…) Paseábamos como unos verdaderos vagabundos felices de existir”.

Cuando escribió esta guía, Stendhal atravesaba una delicada situación económica, que podía mejorar si el libro se convertía en un éxito de ventas. La única edición que conoció en vida se publicó en septiembre 1829. El libro tuvo buena acogida; sin embargo se le criticaron algunos errores, así como algunas opiniones que hoy se considerarían como “políticamente incorrectas”.
Pero Stendhal, como buen escritor, quería escribir el libro que a él le hubiera gustado leer:

Lo que me ha decidido a publicar este libro es que muchas veces, hallándome en Roma, he deseado
 que existiera. Cada capítulo es el resultado de un paseo y fue escrito sobre el terreno o al volver a casa por la noche.

Los paseos se inician el 3 de agosto de 1827 y acaban el 23 de abril de 1829. Entre esas fechas el grupo de viajeros salió varias veces de Roma. Consciente de que la mayoría de los visitantes no podrían detenerse tanto, Stendhal añade un apéndice, “Manera de ver Roma en diez días”, en el que da consejos como “tachar con una raya de lápiz los nombres de los monumentos vistos”.

Se puede ver Roma de dos maneras, nos dice: visitándola por barrios “o bien ir cada mañana tras el género de belleza al que uno se encuentra sensible al levantarse. Este segundo partido es el que tomaremos nosotros. Como verdaderos filósofos, haremos cada día lo que más agradable nos parezca ese día; quam mínimum crédula postero”.

Stendhal nos advierte “de que nada, o casi nada, le parece que merece la pena de que se hable de ello con gravedad”, no obstante escribe:

Es esta la sexta vez que entro en la Ciudad Eterna, y, sin embargo, mi corazón está profundamente conmovido. Es costumbre inmemorial entre las gentes afectadas emocionarse al llegar a Roma, y casi me da vergüenza lo que acabo de escribir.

Sólo se goza de Roma cuando se tiene educada la vista


En Paseos por Roma se describen monumentos, obras de arte, paisajes, y también las emociones que suscitan: “Una de las grandes fuentes del gozo que produce un gran monumento arquitectónico es acaso el sentimiento del poder que lo ha creado”. Se enumeran arcos de triunfo –“es curioso que una cosa tan inútil nos resulte tan grata: el género del arco de triunfo es una conquista de la arquitectura”–, obeliscos, iglesias y palacios; se divulgan cuestiones históricas de la Roma clásica y cristiana. Pero, por encima de todo, Stendhal nos enseña a saber mirar: “He aquí una triste verdad: sólo se goza realmente de Roma cuando se tiene educada la vista”.

Hay que saber gozar del arte con los sentidos y el alma, no solo con el intelecto. De esta crítica no se libran ni los más admirados escritores franceses. Sobre Montaigne escribe que cuando viajó a Italia hacía poco tiempo que había muerto Miguel Ángel: y “todavía se hablaba en todas partes de su obra”:

Pues bien: Montaigne, ese hombre tan inteligente, tan curioso, tan desocupado, no dice una palabra de todo esto. La pasión de todo un pueblo por las obras maestras del arte le haría seguramente mirarlas, pues su genio consiste en adivinar y estudiar atentamente las disposiciones de los pueblos; pero los frescos del Correggio, de Miguel Ángel, de Leonardo da Vinci, de Rafael, no le produjeron ningún deleite.

Stendhal dialoga con sus lectores. Teme ser aburrido, intenta abreviar cuando escribe acerca de la historia. Pero su obra está también dirigida a los viajeros curiosos que quieren saber más: “Espero que los otros saltarán de cuando en cuando ocho o diez páginas”. Invita a los lectores a que desconfíen incluso de él: “Lo esencial es no admirar más que lo que realmente gusta y creer siempre que al vecino que admira le pagan por engañaros”. Y el 9 de julio de 1828 escribe: “No os pido que me creáis bajo palabra, sino solamente que, si alguna vez vais a Roma, abráis los ojos y escondáis este libro”.

Un ligero toque de humor

En las descripciones minuciosas de monumentos y obras de arte, Stendhal suele dar su opinión y, si viene al caso, introduce anécdotas divertidas. Del Coliseo escribe: “Jamás he encontrado nada comparable”. Y añade: “Este edificio se convirtió en una especie de cantera pública en la que, durante diez siglos, los romanos ricos cogían piedras para construir sus casas”. El Coliseo le sirve también para arremeter contra el viajero ignorante, como el rico inglés que llega a Roma, y entra a caballo en el coliseo, a pesar de los “esfuerzos del centinela”:

Vio un centenar de albañiles y de presidiarios que trabajan siempre en consolidar algún trozo de muro vacilante a causa de las lluvias. El inglés los miró actuar y luego nos dijo por la noche: “El coliseo es lo mejor que he visto en Roma. Este edificio me gusta; será magnífico cuando esté terminado”.

En otra ocasión nos habla del conserje que vigila las stanze de Rafael en el Vaticano, “personaje a
quien las insolencias de los ingleses han hecho insolente”:

Hace un mes, un inglés sacó del bolsillo, según dice el conserje, una pequeña navaja y se puso con toda tranquilidad a arrancar de la pared un trocito de pintura, probablemente para colocarlo como recuerdo en su biblioteca.

Y si en cualquier momento del viaje se corre el riesgo de sentirse engañado al pagar una cuenta, lo mejor será tomarlo con humor:

El genio inglés consiste en luchar contra los obstáculos. Nosotros, los franceses, que no tenemos este mérito, hemos convenido en tomar a broma los pequeños robos, en lugar de disputar en las posadas. No se viene más que una vez a Italia, y hay que sacrificar veinticinco luises, dar por descontado veinticinco pequeños robos y no enfadarse nunca.

Acerca del gusto de los franceses por las obras de arte, Stendhal emite este juicio: “Los franceses no aman realmente nada más que lo que está de moda”. Seguro que a algunos lectores les sentó bastante mal.

Tampoco utiliza eufemismos a la hora de escribir sobre lo que el gobierno de los papas ha supuesto para Roma:

El papismo y el poder absoluto en manos de un anciano siempre moribundo han corrompido de tal modo al pueblo de Roma, que este no estima del poder más que lo que tiene de imperecedero, el dinero que permite amontonar.

Varias veces se refiere a la calle del Corso, “con el olor a coles podridas y los trapos que se ven en las casas por las ventanas, es acaso la más bella del Universo”. Más adelante nos explica la causa de ese olor que tanto le molesta e “infecta esta sublime calle”:
Ayer, tomando un helado en la terraza del Café Ruspoli, vi entrar tres entierros en la iglesia de San Lorenzo  in Lucina, que está rodeada de casas (…). Hay doce entierros cada día. Estos cadáveres son enterrados en un pequeño patio interior de la iglesia, y hoy hace un viento de sirocco muy cálido y muy húmedo.

Una alianza con la belleza

Stendhal escribe a menudo sobre la destrucción de la Roma antigua, llevada a cabo por los papas y sus ricos familiares:

Si los papas no hubieran vuelto de Aviñón, si la Roma del clero no hubiera sido construida a expensas de la Roma antigua, tendríamos muchos más monumentos de los romanos; pero la religión cristiana no hubiera hecho una alianza tan íntima con la belleza.

En otra ocasión nos dice:

La cantidad de monumentos antiguos destruidos por los papas o por sus sobrinos es muy considerable. Desde hace algunos años se avergüenzan de ello, y los autores de itinerarios tienen orden de no hablar de esto.

Al hablar del Panteón y su belleza exclama: “¡Qué lástima en 606 no se apoderase la religión de todos los templos paganos! La Roma antigua estaría toda ella casi en pie”.

Y cuando se refiere “al gran pecado de Paulo V, Borghese”, quien demolió las ruinas  del templo de Palas para aprovechar los “mármoles para su fuente Paulina en el monte Gianicolo”, Stendhal escribe: “La utilidad del libro que leéis, si es que alguna tiene, consiste en impedir en lo sucesivo atentados tales”.

También las modas se encargaron de destrozar lo antiguo. En 1711, como adorno, pusieron “un obelisco enfrente del Panteón. En 1611 demolían los arcos de triunfo antiguos para ensanchar las calles, y creían que hacían muy bien”.

Dudar de todo

Stendhal invita a los lectores a dudar de todo. No se pueden aceptar como ciertas interpretaciones de las “antigüedades remotas”: “Lo esencial es admitir como probable lo que es probable y no creer más que lo probado; no hablo de pruebas matemáticas; cada ciencia tiene diferente grado de certeza”.

Tampoco existen pruebas de lo que la religión cristiana da por cierto, como el hecho de que San Pedro viniera a Roma:

La verdad sobre este asunto permanecerá siempre fuera de nuestro alcance. No solo los contemporáneos, sino todos los copistas de manuscritos han tenido interés en mentir durante catorce siglos

Il Santo Bambino
Stendhal no era creyente y así lo confiesa: “También a mí me gustaría creer; pero veo morir por la fiebre a tres pobres niños en casa de mi vecino, y esto me obliga a creer que no todo es justo y bello en este mundo”. La descripción de la iglesia de Ara Coeli, en el Capitolio es un ejemplo de la opinión de Stendhal sobre algunas ceremonias:

Estos (los monjes de San Francisco) tienen el privilegio de atraer cada año a todos los devotos de Roma y de los pueblos vecinos mediante la exposición de un muñeco que se llama Il Santo Bambino. Este niño de madera de olivo, con magníficas envolturas, representa a Jesucristo en el momento de su nacimiento. He aquí lo que se hace en 1829 para sacar algún dinero en el lugar reverenciado antaño por los amos del mundo como centro de su poderío.

Cuidado con el exceso de arte

El exceso de arte fatiga porque es una sensación a la que no se está habituado. De modo que el viajero debe tomar precauciones: “Si el extranjero que entra en San Pedro se propone verlo todo, coge un dolor de cabeza atroz y en seguida la saciedad y el dolor le incapacitan para todo placer”.

Stendhal ama la belleza clásica y abomina del estilo recargado: “San Pedro es tan hermoso, que se olvidan sus fealdades. El rococó, puesto de moda por Bernini, es especialmente execrable en el género colosal”. Sin embargo “la presencia del genio de Bramante y Miguel Ángel se hace sentir de tal modo, que las cosas ridículas dejan de serlo aquí, quedándose solo en insignificantes”. 

No obstante, al contemplar el conjunto de Santa Teresa en la iglesia de Santa Maria della Vittoria, le
perdona  “al caballero Bernini todo el mal que ha hecho a las artes”: “¿Acaso el cincel griego ha producido algo parecido a esta cabeza de Santa Teresa?”.

De Rafael escribe: "Su muerte a los treinta y siete años es una de las mayores desgracias que le hayan ocurrido a la pobre especie humana".

Hasta una simple cochera suele ser monumental

“En Roma hasta una simple cochera suele ser monumental”, nos dice Sthendal. Pero Roma es también un paisaje que parece estar dispuesto para la arquitectura y el arte. Los viajeros gozan con los paisajes que se divisan desde “el priorato de Malta, construido sobre la cima occidental del monte Aventino”, o con las hermosas vistas desde San Pietro in Montorio:

Esta mañana nos sorprendió mucho la admirable vista que se domina desde San Pietro in Montorio; es la más bella de Roma; aquí se encuentra su verdadero aspecto. Hay que elegir un día de sol con nubes dispersadas por el viento; entonces todas las cúpulas de Roma están alternativamente en sombra y en luz.

Otro día Stendhal estaba “al pie del Pincio” y subió “la inmensa escalera de la Trinità dei Monti”, en la puesta del sol:
No hay en la tierra nada comparable a esto. El alma se conmueve y se eleva; una  tranquila felicidad la invade por completo. Pero me parece que para estar a la altura de estas sensaciones hay que amar y conocer Roma desde hace mucho tiempo. Un joven que no ha conocido nunca la desgracia no las comprenderá nunca.


Germán Bandera: "Villa Borghese"



DE NADA PUEDO VER EL TODO







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